Pablo entró en el portal cuando las sirenas daban la alarma.
La casa tenía una de esas fachadas verde sucio que parecen gotear constantemente. Casi naciendo del suelo, se abrían las ventanas del sótano, protegidas con mohosas rejas, cuyos vidrios, salpicados de barro, apenas dejaban paso a la luz. Antes hubo en los sótanos una bodega, más tarde un almacén de granos y, últimamente, debido a su humedad, no se utilizaban más que para trastero, sirviendo también de refugio a los vecinos durante los bombardeos.
A los cinco años, Pablo se asomó a una de aquellas ventanas. El país que descubrió, lleno de sombras y contornos amenazadores, pobló sus sueños durante varias noches. Mucho tiempo después aún vivía con el temor de que se abriese de repente el suelo bajo sus plantas, y el mundo que descubrió en las profundidades de la casa se lo tragase para siempre. Ya hombre, cada vez que subía la escalera, no podía evitar la visión de sus pies infantiles, con los cordones de los zapatos mal anudados, subiendo de dos en dos los peldaños. Era un constante y doliente recuerdo el de sus pies vacilantes y temerosos, siempre como perseguidos o amenazados. Los pies torpes de un muchacho tímido y desgarbado, tal como él era entonces. Oía de nuevo sus pisadas, aquella presurosa carrera esclava de las horas, empujado violentamente tras la vida, cuando aún cifraba sus sueños en una cajita de madera donde guardaba raros insectos.
Tal vez por esos recuerdos odiaba la escalera de la casa donde nació. Tal vez por la misma razón, se fue de allí: para huir del fantasma de su infancia.
Pocas veces un hombre vive tan herido y maltratado por los recuerdos de la niñez y adolescencia, como Pablo Borrero.
Cuando su padre quedó casi inútil para el trabajo y tuvo que pensar en un sueldo con el que ayudar a la casa, se empleó en el matadero. Con ello, enterraba su infancia: aquel chico larguirucho y torpe, de espalda precozmente curvada y cabeza con tendencia a doblarse hacia un hombro, fue un niño vergonzoso. Sólo se exaltaba, curioso, hablando con su padre de las distintas familias de hexápodos. El domingo por la mañana, en primavera, muy temprano, iban al campo, con su cajita de madera y su cazamariposas, aprovechando aquellas horas con avaricia.
Pablo recordaba la actitud concentrada y ausente de su padre, un libro al brazo, tropezando en las piedras y las jaras. Alguna vez sacaba el pañuelo, lo estiraba con cuidado sobre la tierra, y se sentaba encima.
Abajo, ante sus ojos, quedaba la ciudad, difusamente dorada y azul, extendida y como velada tras un constante ensueño. Aquellos instantes tan breves, las mañanas tibias de la ladera del Tibidabo, o de Valividrera, sentados uno junto a otro, en silencio, o hablando con voz confidencial, de mutuos proyectos, de insectos azules y dorados, de los pequeños mundos maravillosos de la creación le costaban a su padre una semana de trabajo continuo, gris y monótono en horas enlazadas con el rigor de una cadena. Poco tiempo duraba esa paz, ese olvido.
Sonaba una campana, lejos, dando la hora, y el viejo se sobresaltaba con prisa, y sacudía el pañuelo en sus rodillas. Bajaba la pendiente con un trotecillo inhábil angustiado por el tiempo. Pablo le seguía. Frente él veía los hombros estrechos y vencidos de su padre, aún más desnudos dentro de la raída chaqueta que cuidaba y cepillaba tanto, a la que el sol, cruelmente, no perdonaba su brillo verdoso, sus grandes manchas oscuras de tinta. En los interiores, con luz eléctrica, no se ve —decía el viejo, mientras la limpiaba con gasolina—. Hay que presentarse bien ante los alumnos… A Pablo le dolían estas pequeñas cosas, se le clavaban estas palabras, como expresión de un mundo pobre, conformado. Viéndole bajar torpe y envejecido, algo muy íntimo y callado parecía rasgársele en el centro del pecho. Apretaba la cajita donde encerró alas de oro, alas verdes y cuernecillos eléctricos, ojos diminutos y brillantes como rocío, y notaba una opresión creciente en la garganta. Es tarde, muchacho, date prisa… Tras los gruesos cristales, los ojos miopes buscaban a través de la niebla, a través del tiempo. Luego, el anciano hablaría con el recuerdo de la voz de su hijo.
A veces, escuchándole así, se sonreía, procurando que nadie lo viese.
La tarde del domingo era una tarde sin relieve, lenta y opaca, falsamente apacible, como todos los días. El corazón se iba secando lentamente. A Pablo le dolían y enternecían aquellas fugaces escapadas matinales, y, aún luego, recordándolas, no podía eludir el malestar.
Pablo heredó de su padre la afición por los mundos quietos y lejanos, por el polvo del tiempo, sin principio ni fin, por las cosas que los hombres vivos y exigentes desprecian o ignoran. El latín, las vidas diminutas, las estrellas… Sus notas en la Academia no fueron nunca demasiado brillantes. Consiguió aprobar los cinco cursos de bachillerato sin retraso alguno pero sin lucimiento. A los quince años era una criatura miedosa y soñadora, que coleccionaba cuerpecillos misteriosos. Luego, de la noche a la mañana, cambió todo, hasta él mismo. Su habitación de estudiante en la que vivió, casi todas las horas, entregado a la lectura o clavando pequeñas vidas con un alfiler, seleccionando colores y formas, fue desplazada por el matadero municipal, irreconciliablemente. A la semana de trabajar, tiró la caja de los insectos, su caja encantada, al patio vecinal, agredido de basuras. Como si quisiera unir la inutilidad de sus sueños con los despojos de la vida. Su padre consideraba aquel empleo como impropio de él. No me gusta eso, muchacho, le decía. Pablo sonreía débilmente. No le hubiese entendido, tal vez, de decirle que no encontró nada mejor. Aquello, además, les solucionaba muchas cosas.
—Es provisional… —le consolaba.
Poco después, gracias al director de la Academia donde tantos años explicó latín su padre, consiguió algunas lecciones particulares. Sus cinco años de estudio, entre noches de insomnio, esperaba que, cuando menos, le ayudasen a seguir estudiando, como era su idea. Sabía, tristemente, que la carrera de Ciencias era cara y larga para sus posibilidades.
Pero había otras, no tan costosas y de menos años, en las que se atrevía a pensar. La de Maestro Normal fue la que eligió.
Las privaciones a que se vio forzado para alternar los estudios y el trabajo, mal remunerado y fatigoso, le llenaban de rencor hacia sus compañeros de clase. Le parecía que sus vidas eran demasiado fáciles, que recibían el porvenir de manos de sus padres. Trabajar como lo hacen ellos, no es trabajar, pensaba. No tenían que inventarse la vida, como él, ni tenían que ayudar a comer a nadie. Les separaba un mundo de grandes baches oscuros, donde resonaban voces perdidas y desesperadas. Sí, tal vez trabajan. Pero ninguno considera un triste beso matinal como la recompensa al esfuerzo de todos los días de todas las horas, de todos los minutos… Les evitaba. Huía de ellos. Nada tenían que decirse, nada poseían en común. Entonces, por vez primera conoció la envidia, el rencor, la piedad. Envidia por lo que deseaba, lo que únicamente conocía de nombre y no podría poseer. Rencor por lo negado, lo imposible. Piedad por su vida y por la vida de su padre, por la de todos aquellos que se cruzaban, tristes y cansados, hundidos en un trabajo que no enorgullece ni interesa, aquellos que se veían obligados a decir:
He de presentarme decente delante de… Que ni siquiera podían ir con la camisa desabrochada y alpargatas. Un mundo mezquino y maloliente, de corbatas únicas, cuyo nudo no puede deshacerse, de cuellos duros que cubren zurcidos, de camisas sin puños, de pantalones con rodilleras y bajos deshilachados, de chaquetas raídas y endurecidas, le oprimía más y más. Dentro de los zapatos se ponía pedazos de cartón, para que no calase la lluvia por los agujeros. Tenía posturas estudiadas para que, al sentarse, no se le vieran los rotos y el brillo de los codos, las humillantes, terribles suelas de los zapatos. Hacía dos años que su madre les abandonó.
Al principio, el olor rojo y espeso del matadero le obligaba a apretar los dientes para evitar una náusea. Los cuerpos partidos, los enormes costillares, le parecían monstruosas sonrisas. Reinaba allí una muerte caliente, un último instante de la vida, sin agonía, intenso y brutal, mantenido como una tempestad contenida y silenciosa. Pablo se sentía poseído, empapado todo él, por aquel trance. Le parecía la vida frágil y fuerte, preciosa y absurda. Pensaba en su vida, que no amaba y que, sin embargo, defendía a dentelladas, de forma tal vez excesiva, necia.
Pensaba en los millones y millones de dientes humanos que se clavaban en aquellos grandes cuerpos muertos, destrozándolos, y experimentó una repugnancia nueva y concreta por los hombres que devoran sin cesar, materia reproduciéndose, la sangre que alimenta a la sangre. Veía cómo transportaban en baldes las rojas, las verdes y azules entrañas animales, con todo su misterio de vida, ya inútil. Pasó sobre surcos de cemento, como fabulosas arterias, por los que circulaba la sangre de las reses muertas. Un día vio a un perro flaco lamer ávidamente un goterón aún fresco, en el suelo, y le dio un puntapié, con rabia. Fue su primer gesto de odio, de confusa rebeldía. El perro desapareció, aullando de susto y de dolor, sin que Pablo sintiese lástima alguna por su hambre ni por sus quejidos.
Trabajó, también, por las tardes, en el despacho de un pequeño bazar, donde se hartó de copiar cartas, facturas, pedidos de cosas que él no compraba jamás. Por las noches, en casa, llevaba los libros de dos o tres comercios del barrio: una o dos horas, casi cada día, de sumar cifras a cifras, columnas a columnas, aparentemente idénticas, que había que precisar leyéndolas una y otra vez, de arriba abajo y de abajo arriba. Sumar y sumar, en fin, donde fuese, lo que fuese. Amontonar cosas, siempre. Sumar tiempo al tiempo también, hasta quemarlo todo.
Así, poco a poco, privándose de muchas cosas para conseguir lo indispensable, logró costear sus estudios.
A veces, un velo de ilusión se le abría para el porvenir, pensando en el día en que se graduase. Ser maestro, en ocasiones, le parecía incluso ser un pequeño héroe. Otras, por el contrario, le rozaba un amargo soplo, que tambaleaba su frágil optimismo.
Pensaba en los seres grises y raídos, amargados, con la corbata llena de manchas, que malvivían en las escuelas públicas que pudo conocer, devorados por la ciudad. Pero luego, buscando en sí mismo las fuerzas, pensaba en los maestros rurales, alejados de la ciudad, y se dejaba dominar por su deseo de naturaleza viva, por su deseo de huir del asfalto, de las calles duras y polvorientas, a las que le parecía fue arrojado, despiadadamente, cuando aún era una débil criatura que se podía romper. Soñaba con un pequeño paraíso nunca conocido, de aire frío y puro, hierba azulada y altos árboles. Una extraña paz le ganaba, al pensarlo: Iremos allí mi padre y yo —se decía—. Viviremos tranquilos.
Habían pasado muchos años desde entonces. Muchos hechos que cambiaron el curso de las cosas.
Todo era distinto. Duro y tangible, ahora. Todo está en su sitio, todo cumple su cometido, todo rueda sin interrupción, tal como está previsto. Sí, todo, todo, menos el corazón.
Ahora, mientras subía la escalera de la casa de su padre, la sirena de alarma se perdía en las esquinas.
Había empezado el bombardeo, y muy cerca se oyeron dos explosiones que hicieron retemblar la calle rompiendo cristales en el patio. El estampido de las bombas apenas le afectaba. Sin embargo, el aullido de la sirena, prolongado y como lleno de miedo le era hondamente desagradable. Como si una lengua viscosa le recorriese la espalda.
Apenas hacía unos minutos, antes de entrar en el portal, miró al cielo. Y le pareció puro y diáfano, como si de un momento a otro fuese a traslucirse en él una tierra largamente soñada, esperada con ansia inútilmente. Apenas apartados los ojos del cielo, se oyeron los aviones sobre la ciudad.
Mientras subía despacio, pesadamente, tropezó con algún vecino que bajaba al refugio. Otros preferían asomarse y contemplar el juego de los antiaéreos, como un espectáculo excitante. Ni ante la muerte somos iguales, pensó.
Al llegar al último rellano bajo la claridad verdosa de la claraboya, distinguió dos cuerpos. No le oyeron subir, y súbitamente los tuvo a sus pies. Reconoció a Cristián, y distinguió una muchacha desconocida, con un abrigo azul. Estaban quietos, con las manos unidas y las cabezas juntas, reclinadas una en la otra.
Cristián levantó la cabeza y, al verle, se apartó bruscamente.
Un violento desprecio se apoderó de Pablo.
Niños babosos —dijo, entre dientes—. Llorad. Es lo único que sabéis hacer.
Sin embargo, se sintió como avergonzado de haberles sorprendido. Miró a la muchacha con detenimiento, pero sin ternura. Era una criatura delgada, pálida. Niña de mantequilla y jabón —se dijo—. Parece que se deshará al primer roce con el mundo de los seres vivos. ¿De dónde la habrá sacado este…?
Parece una hija de mamá. Es muy posible que lo sea.
Sol pertenecía a un tipo de criaturas que le inquietaban e irritaban, a un tiempo. Viéndola, sin saber por qué, se sintió quemado en su rencor, en sus mil fracasos de antes y de siempre. Como si la guerra, que cambió para él tantas cosas, no hubiese podido cambiar algo demasiado profundo, delicado dentro de él.
Se apartó de ellos y miró hacia la claraboya, teñida de una luz hermosa, casi irreal. Hay aquí una luz especial, esta noche, pensó. Arriba, tras aquella luz, los motores de los aviones zumbaban muy cerca, demasiado cerca. Pablo rechinó los dientes.
Por un momento deseó que acabase todo, que acabasen todos, por fin, allí mismo, en aquel instante.
Alargó la mano y la apoyó en la pared. Una sensación de vértigo se había apoderado de él. Cerró los ojos y apretó las mandíbulas. Cómo le pesaban las humillaciones, las decepciones, las íntimas derrotas.
A lo largo de su vida contó demasiadas veces sus ahorros, guardados en una caja de latón. Llevó demasiado tiempo la misma corbata. Fue demasiadas veces a contemplar, con envidia, los barcos que llegaban y que se iban. A veces se emborrachó, gastando apenas dos pesetas, vaso tras vaso, en el mostrador de una taberna, encerrado en su soledad. Se conmovió demasiadas veces con la vulgar historia de amor y de hambre de alguna prostituta. Cosas y cosas que llevaba para siempre, como cicatrices sin heroísmo: de ésas que se hace uno al partir pan o con un abrelatas.
Intentó burlarse de sus recuerdos. Una mueca podía parecerse a una sonrisa. ¿Por qué no se puede olvidar? Hacía dos años que se vengaba del pasado, de sí mismo. La venganza es como una droga. Llega a hacerse imprescindible, cada vez más preciosa pero menos satisfactoria. Mató con sus propias manos de coleccionista de mariposas a más de un hombre odiado. Pero ¡qué insuficiente, qué pobre resulta todo, al fin!
Como meteoros, los recuerdos cruzaban a veces, rápidos y violentos, manteniéndole quieto, apoyado en un muro, como ahora, temeroso de algo incierto se diría. Encogido y con los ojos cerrados, como quien espera un golpe, de un momento a otro, y no sabe cómo evitarlo ni de quién proviene.
Sobre su cabeza, los vidrios de la claraboya temblaron.
El lugar a donde fue destinado por vez primera, al salir de la Normal, era un pueblo desolado y pequeño, hundido entre montañas y rodeado de bosques y de niebla. Los aldeanos eran recelosos, poco hospitalarios y amigos de peleas. Ninguno vio el mar, y hablaban de él como de algo fabuloso, inexistente.
La escuela era pequeña, húmeda, cubierta de tejas ruinosas por donde se filtraban la lluvia y la nieve. Pablo exigía a los muchachos que trajesen un tronco para alimentar el fuego de la estufa. El Ayuntamiento no le suministraba leña. El muchacho que no lo traía, ocupaba el último lugar. Por el contrario, el que traía el mejor leño disfrutaba de un puesto junto a la estufa, a los pies del maestro. De este modo organizó un sistema de jerarquías escolares. En verano el sol entraba por las ventanas y ponía grandes manchas amarillas en el suelo. Si se pisaba encima, con el pie desnudo, la madera casi quemaba, como si hubiese caído una moneda caliente. Los muchachos despedían un olor agreste, ácido. Iban a la escuela en invierno con altas botas y mantas de lana, y medio desnudos en verano. Eran en general torpes, malignos y rencorosos. Miraban aviesamente con sus ojillos huidizos y sonreían con una mezcla de estupidez y socarronería. Alguna vez, desde la ventana, los vio junto a la fuente, en el desamparado terreno que rodeaba la escuela, dedicados a primitivos placeres, en corro, alrededor del caño borboteando agua.
De la aldea toda, de sus hombres y mujeres, emanaba un angustiado clima sexual, un vaho de pasiones retenidas, en exasperada mezcla de miedo y de superstición. No había peor castigo que el infligido a los pecadores descubiertos, y allí solamente se conocía una clase de pecado. La muerte dejaba pesar sobre los aldeanos una ancha sombra de temor continuo, acatado. La muerte y el deseo iban unidos, en ellos, de un modo inconfundible, asomado a sus ojos, a sus palabras. El tiempo parecía inmutable. Así vivieron cuatro siglos antes, así vivirían años y años después. Eran gentes sin pasado ni futuro, como seres eternos. Poco a poco, ese clima agobiante fue ganando a Pablo, anulándole, hundiéndole en un fatalismo irremediable, en una lenta asfixia, implacable. Perdido y solitario, sumido en sí mismo, el tiempo le iba devorando.
Casi desde el día de su llegada, la mujer del herrero rondó la escuela. El nuevo maestrito tiene la piel blanca, decía. En las ventanas de la fragua, situada al borde del sendero de la escuela, había siempre un rojo y candente resplandor.
La mujer del herrero tenía un hijo tonto, que a nadie mostraba por vergüenza. En la aldea decían que era el castigo de malos deseos. Ella, con su miedo de mil años de pecado y castigo lo creía también.
Cuando Pablo pasaba frente a la fragua, muy temprano, ella golpeaba los cristales con los nudillos.
Él, de reojo, miraba a la ventana y escuchaba el crujido que arrancaba de sus pies, en la nieve. Los labios de la mujer, en el rojo resplandor, moldeaban palabras: Mi hijo… Mi hijo. Esto era todo lo que él entendía. Envuelta en un gran chal de lana áspera, con las gruesas piernas enfundadas en medias de canalé, a veces le esperaba tras la esquina y salía a su encuentro, violentamente, provocando el choque de sus cuerpos. Se reía, sujetándose el chal con una mano, brillantes los dientes, como de loba, y le decía, siempre igual: Mi hijo necesita aprender a hablar, maestrito… Tú podrías enseñar a hablar a mi hijo, maestrito. Sus ojos negros despertaban un aleteo desapacible en el alma de Pablo. Su nariz era ancha y corta, sensual, como sus pequeñas manos morenas y llenas de hoyuelos. Déjame —le decía Pablo, temblando también—. Déjame. Me están esperando los muchachos en la escuela. Otro día hablaré con tu marido. La lluvia caía sobre la nieve sucia, y por la puerta de la fragua se oía el golpear en el yunque. Hasta la calle salían alientos rojos y pequeñas centellas luminosas. El herrero tenía las cejas juntas y el pecho robusto, pero sus piernas eran cortas y arqueadas. Andaba como un sapo, y sus ojos eran tristes, muy azules. Miraba a Pablo en silencio y, a veces, interrumpía su trabajo al verle pasar. Pero nunca le dirigió palabra alguna.
Despechada, un día la herrera le buscó, agitada para decirle: ¿Ves tú que mi marido se parece al mono que llevan los húngaros?… ¡Ah, pues si tú supieras…! ¡Si tú crees que él es siempre igual que cuando golpea el yunque…! ¡Si tú crees que sólo sabe herrar caballerías…! Pues no, no. Cuando de mí se trata, se vuelve como la miel más pura. En la aldea la miel era un manjar muy apreciado. Pues si crees —continuaba ella, mirándole oblicuamente—, si crees que él puede ser dulce como la miel, no te equivocas. ¿Ves sus manos gordas y peludas…? ¡Con qué sabiduría pueden acariciar!
Luego, en tres días no le dirigió palabra, ni una sola mirada. Pablo se veía obligado a pasar por aquel camino, frente a la fragua, día tras día, como adormecido. Daba patadas en la nieve y se frotaba las manos. ¡Qué frío del demonio!, decía, con una sonrisa de circunstancias, si sentía fija en él la mirada del párroco, observándole desde la ventana de la rectoría.
¡Qué asco! También a él llegó a parecerle la miel un manjar precioso, casi divino. Alguna vez mordió con delicia un pedacito de panal, y se le clavó en la lengua un aguijón, o escupió una abeja con la cera mascada. Qué buena miel, qué buena, comentaba, moviendo la cabeza en señal de aprobación. Lo menos tenía mil años, le respondían. Y, aunque notase que se burlaban un poco de él, seguía encomiándola.
Solamente así podía hablar con alguien, de vez en cuando. La nieve, el frío, el fuego, le iban sumiendo poco a poco en un letargo animal, espeso.
Un día, al pasar frente a la fragua, vio apagadas las ventanas. Sin saber por qué, se acercó. Una fuerza ajena le empujaba. Antes de llamar, la mujer abrió la puerta.
—¿Qué hay de ese niño? —preguntó. Se odiaba en aquel momento, se tenía asco.
—¡Oh, pobre niño! Hay que enseñarle a hablar —respondió ella—. Ahora no está mi marido. Fue a la ciudad. Y el niño, pobre hijo mío, está mudo y quieto, mirando a todas las cosas. Ha de aprender a hablar. Tú sabrás enseñarle, maestrito…
Fue a por el niño. Lo trajo en brazos, envuelto en una manta. Tenía siete años, por lo menos, y un hilillo de saliva le caía de la boca. Pablo le acercó a los ojos una cerilla encendida y ni siquiera parpadeó.
Arrojó el fósforo a un rincón y gritó, estúpidamente furioso:
—¡Es ciego tu hijo!
—Sí —dijo ella, bajando los ojos con un dolor apático—. Pero, de todas maneras, debe aprender a hablar… ¿Quién mejor que tú…?
Viendo que Pablo se dirigía hacia la puerta, como si se arrepintiese de haber entrado, se arrodilló y, sujetándole por las piernas, empezó a llorar y gemir. Pablo, con las rodillas atenazadas por aquellos brazos gruesos, fuertes, sentía que algo le clavaba, le arrastraba tierra adentro, como la muerte. La cogió, levantándola del suelo, brusco. Ella aprovechó el momento para besarle vorazmente. Sus besos hacían el mismo ruido que el perro comiendo arroz en una marmita debajo de la mesa.
Salió de allí con una mezcla de asco y desesperanza. Pero volvió otra vez, y otra, y muchas más veces. Lo que más le aterraba: acostumbrarse, acabar no sintiendo asco, ni vacío siquiera. A todo se hace uno, oía decir. Pensarlo le arrancaba un grito de angustia. Se debatía por salir de aquel mundo asfixiante, embotado, sin ayer ni mañana, sin tiempo.
Empezó a beber, a emborracharse con frecuencia.
Pero eso no era motivo de escándalo en la aldea, donde todo el mundo se emborrachaba en el largo invierno, en el amoratado invierno que parecía sin fin.
Alguna vez, cuando estaba muy borracho, iba en busca del párroco, y le gritaba: Dígame, explíqueme usted, viejo farsante, ¿quién tentó al diablo cuando era un ángel bueno, quién lo tentó a él y quién me envió a mí a este mundo maldito, y me obligó a nacer entre estos hombres?… El cura le hacía la señal de la cruz en la frente, por tres veces: Lee los Evangelios, pobre oveja perdida, le decía. Luego, cerraba la puerta. Subía a su vivienda y se asomaba a la ventana. Pablo se quedaba, respirando como un toro, allá abajo, en la nieve manchada.
Al acabar el deshielo, con la primavera, Pablo se quitó las prendas de lana áspera, que le escocían en la piel. Como si con ello cambiase en otro ser, se animó, y pensó en preparar unas oposiciones que le permitiesen salir de allí. Luego llegó el verano, con su sol implacable, con sus repentinas tormentas, esperadas por la tierra con sed. Con el verano llegó la fiesta del pueblo. El día antes la campana tocaba a Vísperas. En la antigua ermita, alzada sobre un cerro, sobre la piña terrosa de los tejados, las gentes se congregaban. En los muros de la ermita, junto a la puerta claveteada, había unas patéticas cabezas de piedra, representando santos, ángeles y demonios.
La primera vez que Pablo acudió a Vísperas fue una tarde que amenazaba tormenta, con negros nubarrones en lo alto. La puerta abierta de par en par dejaba ver las llamas amarillas de los cirios qué arrancaban destellos al viejo retablo. Todo, dentro, parecía arder, en su corteza de piedra. Las imágenes, toscamente talladas en madera de roble, apolillada por los años, mostraban los nudos del tronco, como llagas. Se oía un cántico monótono, lento, cargado de siglos. En la puerta, una mujer daba a mamar a su hijo, arrodillada en el suelo. Un viejo se desmayó, entre el calor de las gentes sudorosas y apretadas. Lo sacaron casi a rastras llevándoselo en hombros cuesta abajo, como si lo fuesen a enterrar.
Por encima de los picos, blancas sacudidas de relámpagos cargaban la atmósfera reseca, tensa. Todo parecía latente en una callada amenaza. Dentro, seguía el cántico, lúgubre, entre hedores. Mañana fiesta, se decía Pablo, con el alma encogida. Fiesta popular, alegría obligada, ritual. La mujer del herrero también estaba allí, junto a la puerta, arrodillada sobre la piedra. Cada vez que inclinaba el cuerpo, como doblada por un gran arrepentimiento, sus grandes rosarios de madera sonaban contra las losas, con un tableteo de huesos. Al día siguiente, fiesta. Fiesta, como vino robado. En la fachada sobre el último remozo de cal nueva, las calvas cabezas de piedra sonreían.
De pronto cruzó el cielo un avión, raramente puro y frío como el viento, con su estela de ruido, agujereando las nubes. Pablo notó un raro dolor. Bajó por fin, la lluvia, brusca y copiosa. Retumbó un trueno.
El niño que mamaba soltó el pecho y empezó a llorar a gritos. El cántico sonámbulo, asfixiante, seguía.
Celebran Vísperas de fiesta, indiferentes a todo.
Mientras cruzan aviones, mientras hay hombres que van por la tierra arrastrando los zapatos, mirándose las manos. Como siglos atrás. Como siempre. El tiempo no cuenta para ellos.
Y volvió el invierno. Pablo no pudo presentarse a las oposiciones. A veces se despertaba, inquieto.
¿Qué veneno hay aquí, que me ha trastornado? ¿Qué veneno hay en esta paz, en esta comida cotidiana, en estas horas quietas? Comer era fácil, dormir era fácil, vivir era fácil. Todo era espantoso y continuo, tranquilo y monstruoso. El tiempo, que no se sentía, que no se veía, que no se sabía, pasaba, a pesar de todo. El tiempo huía, inflexible, solapado. Pablo se veía engordar como un buey. Dormía, torpemente, después de comer, y bebía, bebía. Una tarde encontró una Biblia. La tenía el droguero de la aldea, manchada de grasa. Se la llevó a su habitación y la cogía a veces, con dedos temblorosos. Verás la tierra que yo daré a los hijos de Israel, y no entrarás en ella.
Pablo cerraba el libro, lo guardaba debajo de su almohada, donde no pudiera verlo. Y no entrarás en ella. Iba, con el corazón quemado, hacia la herrería. No sentía asco. No sentía desprecio. No sentía nada. Sólo a veces, de noche, se encendía una luz lejana, en alguna parte. Una luz absurda que se filtraba por las rendijas de la puerta y venía a despertarle con un sobresalto de angustia. Se sentaba en la cama. Escuchaba. Y no entrarás en ella. ¿Hasta cuándo, Señor, hasta cuándo?
Arrastraba los pies, miraba al suelo, al cielo. Pasaba horas y horas en la taberna. ¿Por qué siempre falta algo? ¿Por qué le falta algo al hombre, siempre, siempre?…
Y otra vez pasaron el invierno, la primavera, el verano. Llegaban otoños húmedos y embarrados, enrojecía el cielo, los bordes de los montes se nimbaban de fuego. Tiempo. No sabía cuánto, no sabía dónde, no sabía nada. Tiempo.
Una tarde —helaba en los cristales, no se veía volar ningún pájaro—leyó algo en la Gaceta. Se anunciaba un concurso de traslado, con varias plazas vacantes. Entre ellas, sin saber por qué, se fijó en una. La población era cabeza de partido y pertenecía a la provincia de Badajoz. Cerró el boletín.
Luego volvió a abrirlo, a leerlo. El nombre de aquella población se le quedó grabado. No tenía ningún motivo para ello. No oyó nunca hablar de ella. Sin embargo, estuvo soñando toda la noche con sus calles, con su cielo, con sus gentes. Una paz extraña le invadía. Despertó con una sensación alegre. Se miró al espejo. Últimamente había engordado. Su piel era blanca, tensa y mustia a un tiempo, sobre la carne blanda. El traje raído y sucio. Pablo notó un estallido dentro del pecho. Algo se rompía en él, como una corteza ya seca, largo tiempo adherida.
Se presentó al concurso y, más rápidamente de lo que pudo imaginar, se hizo con la vacante deseada.
De nuevo se veía empujado por las horas, azuzado por ellas, dentro de ellas.
Salió de la aldea a últimos de agosto. La mujer del herrero le seguía de lejos, amparándose tras las esquinas. Sentía en todo su cuerpo la mirada de sus ojos negros, brillantes, febriles. Si te marchas, haré un muñeco de cera, con tu rostro, con tu cuerpo, y le clavaré alfileres negros, todas las noches, todas las noches. Pablo escupió al suelo. Nunca vivirás en paz. Nunca vivirás en paz. Llenaré de alfileres tu corazón…
Bajo un cielo plomizo y denso se extendía una pequeña ciudad de casas viejas. Grandes nubes de polvo se levantaban del suelo reseco, golpeado por el viento. No muy distante, había un bosquecillo de alcornoques que llenaba de verde los ojos. Pablo, desde su ventana de recién llegado, contemplaba aquella ilusión de sombra y frescor, con reconocida ternura. Pensó en su padre, en sus paseos matinales por la ladera del Tibidabo. Recordó las mariposas doradas de su infancia, con los cuerpecillos rayados. Convertidas en polvo ya. Plateado, tal vez, hermoso y huido, lejano, como todas las cosas. Traeré aquí al viejo, en cuanto pueda instalarme un poco mejor, pensó.
La vivienda destinada al maestro era una casita de una sola planta, casi en descampado, cerca de una fábrica de conservas y a medio kilómetro de la cárcel lugareña. Su padre no estaría mal allí, con sus libros. Cerca de su casa vivían los jornaleros de una de las principales fincas de la provincia, propiedad de un conde que apenas la visitaba, y de la que estaba al cuidado el gerente de la fábrica de conservas. Las viviendas, pegadas las unas a las otras con adobe, parecían más corralizas que habitaciones humanas. Los predios apenas distaban dos kilómetros, que cubrían cada mañana y cada noche. Pablo los veía ir y volver, entre el polvo, con sus rostros de grandes pómulos, terrosos. Vestían pobremente y sus hijos eran duros de crecer. Pablo contemplaba sus pasos lentos, sus pies calzados con alpargatas, hollando el polvo del camino. Su mirada era huidiza.
Un hambre salvaje invadía aquel pequeño mundo.
De noche, Pablo oía sus gritos, sus voces, que parecían sin eco, como clamando en un vacío total. Las voces de las mujeres, de los niños, de los hombres, confundiéndose con el ladrido de los perros. Tenían sangre en la voz, en los ojos. Trabajaban de la mañana a la noche y apenas ganaban para mantenerse en la miseria. Pablo, en la cercana taberna, los miraba mientras bebía. Imaginaba sus corazones, quemados por una paciencia extraña y tenebrosa. Un frío lacerado se abría paso en él, y pensaba en sí mismo, en su infancia, en su soledad. En su padre inútilmente sabio, entre sueños de mundos muertos, deshechos como polvo de alas plateadas. Una rabia soterrada le hervía dentro. Bebía más aún más. Volvía a casa, se aflojaba la corbata y el cuello de la camisa y se echaba en la cama, con los ojos abiertos. Un pedacito de cielo entraba por la ventana, de anchos muros enjalbegados. Aún guardaba su Biblia, con antiguas manchas que traspasaban las páginas, las palabras, que parecían crecer ante sus ojos. Le parecía que allí, a su alrededor, en aquellos hombres pegados a la tierra, encontraba por vez primera seres de su raza, de su triste condición humana. Hermanos, hijos de Caín, se decía en su delirio de vino, soledad y silencio.
Los chicos de la escuela lanzaban a su cara bolas de papel mascado, silbidos y blasfemias. No tenía ningún amigo. Ningún corazón cerca de su corazón.
Casi echaba de menos la voz enronquecida, los labios voraces y calientes de la mujer del herrero, las lágrimas de su adiós. Entonces, se llenaba de miedo, de desesperación. ¿Cómo puede un hombre sentir estas cosas? ¿Cómo puedo yo sentir estas cosas?
Su sueldo era escaso, su vida insuficiente, su sed, sin principio ni fin. Con la camisa sucia y el traje arrugado, iba a la escuela. La barba le crecía descuidada. Como los obreros y los peones, únicamente los sábados iba a la barbería.
Casa Antón, la taberna y casa de comidas, se encontraba al extremo de las viviendas obreras. Sus clientes eran, en mayoría, los hombres de la fábrica de conservas y los jornaleros de la finca, que se reunían allí ciertas noches determinadas y todos los domingos. Pablo observó que estas reuniones solían tener lugar en una habitación situada en la planta superior, donde había un comedor grande, casi siempre cerrado.
Antón, el dueño, era un hombre alto y cetrino de mejillas hundidas y parco de palabras. Parecía de continuo mal humor y jamás tenía una frase amable para nadie. No obstante, su taberna estaba siempre llena. El mismo se ocupaba del servicio y podía vérsele tras el mostrador, secando vasos con un trapo no precisamente inmaculado, y con una colilla medio apagada en el extremo de la boca, la mirada entreabierta, brillante y fija, clavada en un punto lejano. Los que entraban le hacían un simple gesto de cabeza, y subían las escaleras. Antón seguía quieto y fijo, como si no les viera.
Pese a su hosquedad, Pablo logró entablar amistad con él. Desde el primer momento, sus ojos se encontraron. Muchos días, muchas noches, Pablo fue allí y bebió, lentamente, en silencio. Antón le servía, vaso tras vaso, y no decía nada. Pero, a menudo si Pablo levantaba la cabeza, se encontraba con su mirada.
No recordaba la primera vez que cambiaron unas palabras. Como una gota, que cae lenta y segura, nació aquella amistad, apretada y silenciosa, que tenía que unirles de un modo fatal.
Antón fue soldado en la guerra de África. Ya licenciado, trasladose a Casablanca, se asoció con un almeriense, emigrado de hacia tiempo, que tenía una taberna. La sociedad duró cuatro o cinco años, al cabo de los cuales, y por malas avenencias, se deshizo como se hiciera. Con dinero ahorrado, Antón abrió por su cuenta un despacho de vinos. En él empezaron a reunirse un grupo de españoles, levantinos, emigrados más o menos forzosos, y de antiguos desertores del Ejército español en Marruecos.
Hombres callados, sombríos y vehementes, que le atrajeron enseguida, no sabía si por su soledad, su forma de llevar la miseria, casi con orgullo, o si por aquel brillo iluminado que parecía alimentarles. Hablaban de Italia, del hombre, de la libertad. Un día oyó un nombre casi prohibido en su niñez: Mateo Morral. De eso y de frases sueltas, dedujo que eran anarquistas. La cosa le interesó. Él también creía en el hombre, en la libertad; también soñaba en romper moldes, en una vida nueva. Poco más tarde, cerró la puerta de su comercio y se unió a ellos, a su incertidumbre, a su afán, a su hambre, y a su huida sempiterna. Estuvo en Francia, donde la policía le hizo una ficha que no le permitiría volver; en Suiza, en Bélgica. Se cansó de pasar hambre y relentes, de probar suerte en trabajos para los que no servía y de ser lanzado como algo inútil de aquí para allá. Se desengañó de la solidaridad humana, aunque quiso seguir pensando, creyendo que el fallo se debía a la persecución de que se les hacía objeto. Pablo, yo te digo que llegará el día que triunfemos. Ahora no queda más que esperar.
Pero no hemos de cejar… Así, contaba, embarcó una mañana, desde el puerto de Amberes, en un carguero español. A los doce días desembarcaba en el puerto de Vigo. En la travesía se mareó. Al pisar tierra firme y adentrarse en ella, lo primero que se le vino a las mientes fue asegurarse el presente y el porvenir, lamentando haber dejado su negocio de vinos y encontrarse de nuevo con la vida en blanco. Con la experiencia adquirida y el cierto brillo que le daba haber vivido en el extranjero, no le fue difícil emplearse en un bar de la capital. En diez años consiguió apartar un rincón y se estableció en su ciudad.
Los años de alejamiento activo del anarquismo no lograron apagar el ardor mesiánico de su juventud.
Por el contrario, día a día, se le hicieron hueso, esqueleto.
Pablo escuchaba. Veía brillar sus ojos no sabía si con odio o con afán redentor.
Los obreros y jornaleros tenían en Antón una fe alucinada, contagiosa, que poco a poco fue ganando el corazón de Pablo.
Antón le había dado un libro, cuyo autor, Pedro Kropotkine, era un dios para él. Una edición barata, que no faltaba a ninguno de aquellos hombres, aun de los que —y eran mayoría— no sabían leer. Ciertas noches y las tardes del domingo asistía a las reuniones del comedor alto.
Por primera vez, Pablo se sentía volcado, unido a alguien en un afán. Sus palabras tomaban forma para otros hombres que las esperaban, su voz arrollaba, arrastraba. Bebía, hablaba. Leía su Biblia. Alucinado, como un actor loco, paseaba por su pobre habitación, leyendo: … Y Yahvé le mostró toda la tierra de Galaad hasta Dan, todo Neftalé la tierra de Efraim y Manasés, y toda la tierra de Judá hasta el mar último; el Negueb, la llanura, la vega de Jericó, ciudad de las palmeras, hasta Soar… Ésta es la tierra por la cual juré a Abraham… Leía a Kropotkine, inventaba, recordaba, recordaba, recreaba…
Su cuerpo era torpe, sin gracia. El cabello le caía en tiras rubias sobre la frente; sus ojos parecían dos espesas gotas de vino… Pero su voz era un río sin freno, una insospechada voz que incluso mantenía en suspenso a Antón, con un vaso a medio secar en la mano, un río de protestas y rebeldías de rencor de dolor, de miedo oculto y apretado. Allí estaban los más jóvenes, los mejores. Sus primeros amigos, ignorantes y confiados, alzando los ojos hacia él. Los mejores, entre los hombres endurecidos y comidos de odio. Los crédulos, casi niños, con toda su capacidad de fe extendida, dispuesta a darse. Quimo el Gayo, Nin, el hijo de la Margarita, Pedro Molinero, Elías de Herrería… Los cuatro, escuchándole. Algo le remordía, a veces, mirando sus ojos. Algo que le dolía más que todas las cosas. Era su poca fe, su vacío, su terrible vacío, que se iba ensanchando, a pesar de todo, a pesar de todos. Pues yo voy a morir en este país, sin atravesar el Jordán.
Pablo entró en sus casas. Conoció sus mujeres, sus hermanas, sus hijos. Por las noches, junto al fuego, a las mujeres les brillaban los ojos con más ferocidad que a cualquier hombre. Las mujeres gastadas, enflaquecidas, resecas, de belleza perdida, de juventud perdida, de vida perdida. Su odio era el más violento y ensañado, el que no perdonaba. Sin fondo, como su amargura. Trabajaban como bestias desde niñas, y parían hijos flacos, hambrientos, bajo el sol implacable, el cielo implacable, el polvo implacable.
Una mujer llegaba a menudo, por el polvoriento camino, hasta las casas de sus compañeras. Era la de Tristán, el Grandote, jornalero despedido por Pascual Menéndez, el gerente de la fábrica y administrador del conde. Tristán el Grandote había sido alto y forzudo. De él se decía que mató a un hombre de un manotazo. Sin querer, decía él. Ahora, Tristán se consumía de fiebres, en una chabola armada por él junto al bosque de alcornoques. La mujer iba a las barracas mendigando un trozo de pan, con una lata vacía en la mano y su hijo colgado de la espalda.
Sus pies eran una costra sobre el polvo. Alguna vez, Tristán tenía fuerza para levantarse, y se acercaba a la taberna de Antón. Bebía y vociferaba, hasta que caía al suelo. Entre su mujer y algún amigo lo volvían a casa.
Un día, al fin, estalló la tensión. En la fábrica hubo un plante bajo la directa instigación de Antón. Aduciendo unas reformas pedidas y no logradas, por considerarse excesivas y propuestas de manera impropia, los seis u ocho elementos activos de la Federación, empleados en la conservera, llevaron a la huelga a la totalidad del personal. Conminados a volver al trabajo, incluso con requisitoria de la fuerza pública, se negaron a acatar la orden. Fueron despedidos, sin más.
Durante varios días intentaron cuanto pudieron.
Finalmente, la persona, aborrecida ya, de Pascual Menéndez se constituyó en directo responsable de lo sucedido.
Pablo recordaba aquellos días de hambre y de odio encendiendo el clima de las viviendas obreras. Los jornaleros se solidarizaron con los de la fábrica, y hubo un hervor de desesperación, bajo el cielo frío y alto, en las largas veladas.
Pascual Menéndez vivía en un hotelito, casi en descampado, poco más allá de la fábrica. Se prepara, todo concienzudamente. Pablo sabía la noche y la hora, conocía los hombres. Bebió bajo la mirada impasible de Antón, que secaba los vasos maquinal y sombrío, la colilla en la comisura del labio, la mirada húmeda y fija, reluciente. Por la puerta abierta, entraba la noche caliente de julio. Pablo miraba de cuando en cuando afuera, donde había un raro resplandor de luna, rojizo y sensual. Las siluetas oscuras del bloque obrero se recortaban netamente.
A lo lejos, tras los postes y el largo alejarse de los cables, la llanura, inmensa y ardiente, se perdía bajo las estrellas y el vuelo silencioso, invisible, de los insectos.
Pascual Menéndez amaneció entre el lívido color rosa del alba, bajo el rocío, atado en un poste junto al camino. Un mendrugo de pan duro y ensangrentado le llenaba la boca.
La Guardia Civil, sin necesidad de muchas averiguaciones, detuvo a los culpables, entre ellos a Tristán el Grandote, que fue tras la pareja arrastrando su fiebre y su borrachera. Eran doce, entre sospechosos y culpables. Pablo los vio marchar como las reses al Matadero.
La cárcel estaba cerca, y allí fueron a parar, entre los gritos e insultos que las mujeres lanzaban a los guardias. Mientras el juez local y el cabo de la Benemérita instruyeran los autos del proceso, quedarían allí.
Era la noche del 17 de julio de 1936. Pablo bebía lentamente. Junto a él, la pequeña y destartalada radio de Antón emitía extraños ruidos, como de brujas o de aviones. De pronto, le llegó una voz, unas palabras. El Ejército español de Marruecos acababa de alzarse contra el Gobierno de la República, y era de suponer que secundasen su movimiento muchas guarniciones peninsulares.
Pablo se levantó, alucinado, y se encaminó hacia la escuela. Hay horas mágicas, quietas y plenas en que un hombre se siente henchido y como fuera de la tierra, en que la vida debe volcarse, perderse o ganarse, para siempre, en que todo guía, todo empuja, todo arrastra. Una fuerza desconocida, una intuición de más allá de lo humano, mueve los hilos, y el hombre queda suspendido en el vacío. Sus manos y sus pies, sus ojos, sus palabras, se mueven conducidos desde no se sabe dónde como un trágico muñeco, perdido y brillante como una estrella. Pablo vivía en esa hora, grande y desesperada, en que cada ser se juega su tierra, su pasado y su futuro.
Dios, yo quiero atravesar mi Jordán, pensó. Ya sabía lo que iba a hacer. Antón lo vio salir, en silencio.
Quimo el Gayo, Nin, el hijo de la Margarita, Pedro Molinero y Elías de Herrería eran casi unos niños.
Vivían cerca el uno del otro, dormían con los oídos alerta, junto al ventanuco abierto, con la mirada fija en un cielo duro y ardiente. Los buscó, uno a uno, y fueron de nuevo en busca de Antón. En la bodega habían reunido un pequeño depósito de armas.
Carretera adelante se hundían sus pasos en el polvo. Pablo y los cuatro muchachos avanzaban hacia la prisión. Pablo tenía los ojos muy abiertos y en las sienes, redoblando, diminuto y terrible, el pulso de su sangre, de toda su vida.
Yahvé, no estoy borracho… Yo quiero atravesar mi Jordán…
La prisión formaba ángulo con dos callejas oscuras de la última estribación urbana. Poco más allá se abría el campo, cerrado en la noche, gravitando en una extraña densidad de silencio. En un farol parpadeaba una luz diminuta y amarillenta, estrellada en la sombra. El piso de las calles, de grava y tierra endurecida, se bebía el ruido de las pisadas. A la cabeza de los cuatro muchachos, Pablo avanzaba, con fría seguridad de alucinado. No reflexionaba en lo que iban a hacer, pero sabía que tenían que hacerlo.
Unos pasos más y se hallarían junto a los viejos paredones de piedra, remendados a trechos con ladrillo. Las ventanas de la parte baja estaban tapiadas.
Las del primer piso tenían grandes barrotes de hierro, anudados entre sí. El único punto vulnerable era la puerta principal. Había que jugarse el todo por el todo, había que entrar, y que entrar por allí.
Las noches de verano, la pareja de civiles encargada de la vigilancia jugaba a la brisca en el amplio zaguán de lo que fue casa solariega, tras la puerta entreabierta, para que entrase algo del frescor nocturno. En una pieza contigua al zaguán dormían el cabo y los dos guardias que harían el relevo a las seis de la mañana. A veces el cabo se quedaba un rato a ver cómo iba la partida o terciar en ella, pero, por lo general, se retiraba pronto a descansar.
Aquella noche era de suponer que el cabo durmiera y que los números, como era habitual, estuviesen más al tanto del juego que de otra cosa, confiados en la paz de siempre. Aquella noche, para ellos, era una noche más, una noche cualquiera de servicio, monótona, larga, desagradecida.
Los pasos de Pablo se grababan en el polvo, camino adelante, adelante, cada vez más cerca. Sólo cruzar aquel dintel iluminado por un rayo de luz tenue, y doce hombres saltarían al campo, debajo del cielo.
Doce cabezas, doce corazones, atentos al menor crujido en un duermevela anhelante atentos al chirriar de los grillos, al crujir de las maderas, al vibrar sordo de los pasos en las grandes losas de piedra. De cada ruido podía llegar lo imprevisto: una esperanza o una desesperanza. Sólo cruzar aquel dintel y la vida irrumpiría ciega, brutal, como un trallazo. Aquellas almas colgadas del tiempo volverían a vivir su hora, su minuto. Aquellas manos quietas, crispadas, volverían a encontrar su objeto, su despiadada razón.
Aquellos hombres doblados sobre su miedo, bascularían sobre sus plantas duras, para saltar sobre la tierra como una bandada de grajos. Hombres allí obedientes, ahora, que en un instante se olvidarían de todo.
En el zaguán los guardias seguían la partida con la guerrera desabrochada. Por un pequeño ventanuco, cerrado con una cruz de hierro, que se abría más alta que la estatura de un hombre, vieron sus cuerpos inclinados sobre un taburete, en el que arrojaban las cartas con gesto desmadejado. Apoyados en la pared había dos fusiles. Todo respiraba un cierto relajamiento. Fuera, sobre la tierra, sobre la noche, se esparcían brochazos encendidos, calientes.
Por encima de los hombres, de la vida.
Agazapados contra la pared, avanzaron despacio Quimo, Nin, Pedro y Elías. A Pablo, el frío del acero que llevaba contra el pecho le quemó de pronto, como si estuviera el arma al rojo. Caerían por sorpresa, brutalmente, cara al fuego. Tras sus pasos presentían más pisadas. Hombres y mujeres con hoces, con guadañas, con su desesperación de años, empujándoles. Contra la pared, los cuatro cuerpos campesinos se arrastraban como silbidos de culebras.
Dentro, los guardias estaban despeinados, con la piel sudorosa y el correaje aflojado. Ignorantes. Pensando en otras cosas, lejanas o próximas, menudas, cotidianas. Las cartucheras y las balas estaban lejos de su pensamiento. Pablo avanzaba decidido: Qué indefenso es un hombre cuando está recordando o cuando está riendo… Qué indefenso es un hombre. El calor era tórrido, feroz, aquella noche. Les caían gotas saladas por las mejillas.
Guiados por Pablo los chicos se lanzaron en la noche. Eran pequeñas alimañas en acecho, que oyeron hablar de la vida. Brillaban las pistolas, en sus manos inexpertas, sabían que la sorpresa era su mejor arma. Lanzarse sobre los guardias, sin miedo, abiertamente, insensatamente, y hundirles el plomo en las entrañas. Eran jóvenes, rápidos, crédulos. Casi no hubo tiempo de gritar. ¡Qué lejanos parecían, de pronto, los fusiles!
Irrumpieron los cinco hombres en el zaguán silente, alumbrado por una luz alta y pequeña. Sin darles tiempo a reaccionar, se abalanzaron sobre los dos guardias civiles, que cayeron derribados al suelo, entre la batahola de las sillas, las guerreras y el taburete. Quimo el Gayo, con el rostro congestionado súbitamente, sobre su palidez casi pueril, acometió a uno de los guardias que intentaba levantarse abrazándose a él con un estertor casi animal. El guardia intentaba alcanzar la pistola, que pendía del correaje colgado de un clavo en la pared cercana. Pero Quimo, encima de él, le acogotaba con sus manos nerviosas y le clavaba la rodilla en el vientre. Rápido, aprovechando un momento en que cedió la tensión, empuñó el arma que llevaba en el cinturón y le disparó dos tiros entre los ojos. En tanto Elías y Pedro Molinero se hicieron cargo del otro número, que se dobló con un solo grito. A un tiempo, Pablo intentaba abrir la puerta que daba paso a la habitación donde descansaban el cabo y los dos guardias del relevo. Nervioso, no acertaba a desatrancarla, por más que forcejease con la empuñadura. Al otro lado se oían ruidos, movimientos y voces confusas. Para no perder tiempo y evitar que quien allí estuviese reaccionara de la sorpresa, retrocedió unos pasos y fue a coger una silla con que golpear la puerta hasta que cediera.
En este instante la puerta se abrió, Pablo vio a los dos guardias con el fusil empuñado y, pocos pasos delante, al cabo, en briches y camiseta, Astra en mano.
En la oscuridad su rostro era una mancha blanca, flotante casi. Pablo se fijó estúpidamente en los tirantes que colgaban, lacios, a los flancos del pantalón.
Retrocedió unos pasos y se arrimó a la pared, hurtando el blanco. Secos, simultáneos, se oyeron tres disparos. El cuarto lo hizo Pablo. La figura del cabo cayó con todo el peso de sus cuarenta y tres años, con su rostro espeso, macizo.
Quimo, de bruces sobre las losas de piedra, intentó levantarse tensando los brazos. Estaba herido mortalmente, pero no quería, no quería… No puede ser.
No puede ser. Si hiciera otro esfuerzo… Los dos guardias, protegidos en la oscuridad de la habitación vecina, dispararon de nuevo. Nin el hijo de la Margarita, y Elías, cayeron sobre el cuerpo de uno de los guardias que jugaban a la brisca, arrastrando a Pedro Molinero. Creyendo los guardias que Pedro contaba entre las bajas, salieron del zaguán para hacerse con Pablo, que seguía arrimado a la pared, fuera de su alcance. No habían dado cuatro pasos, cuando uno de ellos cayó herido en el vientre, de un disparo de Pedro, atrincherado tras el cuerpo de sus camaradas. Pablo aprovechó el momento para, a quemarropa, disparar en los riñones del otro guardia.
Sin perder un minuto entró en el dormitorio y cogió las llaves del calabozo. Una botella de vino, a medio vaciar, cayó al suelo, sobre una revista abierta.
Quimo logró incorporarse. Con miedo se palpaba el pecho, la cintura, los muslos. Notó su calor su propia vida, corriéndole dentro, levantándole desde dentro. No. No podía morir. Tenía dieciséis años y afuera estaba el cielo, el ancho cielo interminable la llanura, rojiza, perdida, por donde escapa la vida, huye la vida, como un potro asustado. Quimo buscó la puerta, buscó el cielo y la tierra. Y, sobre la tierra, se quedó de rodillas, caído como si se hubiese puesto a comerla. (Las balas gritan, gritan como seres muy alegres, aguda, ferozmente. Las balas muerden el aire, obsesivas, con sólo una idea fija. Después se quedan en el suelo, inútiles, deformadas y muertas. Se pueden hacer saltar en el hueco de la mano si se recogen). Quimo se quejó muy bajo, con un lamento enronquecido. Con las dos manos abiertas, como si fuese a incorporarse, se apretó más a la tierra. Y un solo goterón espeso, muy rojo, le cayó de la boca, despacio, coloreando el polvo.
Hermanos… —pensó Pablo al oír el grito de los presos—. Hermanos todos, hijos de Caín. Su vieja Biblia, estropeada, con sus manchas crecientes, estaba siempre junto a su corazón, amada, presente.
Pero no iba a malgastar su tiempo en palabras. Palabras que no sirven para nada, huecas palabras que sólo saben dorar el corazón. Se lanzó contra la puerta del calabozo. Y así, sin más —qué sencillo todo de pronto, qué fácil todo, de pronto, qué fútil todo, de pronto—, dio la vuelta a la llave y descorrió el cerrojo. Sin un solo chirrido. ¿Cómo puede ser todo tan fácil, tan simple, cómo puede ser tan absurda y limitada la libertad? Mil preguntas oscurecían la alegría, mil llamas sin calor, dolorosas, atraviesan el triunfo. ¿Cómo puede ser todo tan innecesario y tan imposible…? Pablo sentía agarrotarse su cuerpo, su alma. Hermanos todos, hijos de Caín. Pero ya estaban allí los hombres, los doce hombres libres como un grito, desmandados, resecos de larga sed, de vieja, de antigua sed. Estaban allí sus voces crecidas, el seco golpeteo de sus pies. La puerta vomitó doce hombres, distintos, transfigurados, como una esperanza. Como si hubiese cambiado el mundo, la vida, en una hora. Pero todo es igual. Todo es igual… Hombres grises, con las ropas aún desabrochadas o medio desnudos descalzos, en un desvelo violento e inesperado. Congestionados de alegría.
Ha cambiado todo. Han bajado las estrellas y han incendiado el suelo. Ha cambiado la vida. Ha entrado el mar en la llanura, el lejano mar únicamente oído, únicamente soñado. Ha cambiado el hambre, ha cambiado la sed han cambiado las lenguas de los hombres y los ojos de los niños. ¿En qué creen? ¿Qué encuentran? Pablo, en su creciente soledad, lloraba.
Lloraba porque los hombres no acogían su libertad —su extraña, mezquina libertad— en silencio. A su lado, Nin el hijo de la Margarita, estaba muerto. Cara arriba, viéndosele los ojos. Con su última palidez teñida de sangre seca. Pero los hombres eran hombres libres.
En el zaguán, como aullidos de lobo, creció la gritería. Tristán el Grandote pateó los cuerpos de los guardias e inició el despojo de los muertos. Se repartieron las armas, los anillos de boda, los zapatos. La luna resplandecía. Los hombres tenían una risa extraña. Las guerreras de los guardias les cabían a tirones, apretándoles en los sobacos, no se las podían abotonar. Los tricornios brillaban sobre sus cabezas rapadas. Sus voces se levantaban altas, como llamas. Hermanos, hijos de Caín, ¿qué hacéis de vuestra libertad?… En el suelo, caídos sobre sus vidas, Quimo el Gayo y Nin, el hijo de la Margarita, aplastados contra la tierra, con su amor ya inútil, su valor ya inútil, tan torpes, dentro ya de la última sombra. Los hombres libres caminaban, resonaban sus pasos en el zaguán y en la calleja, cara a la noche.
De pronto su libertad le pareció una extraña carnavalada. Hermanos, hijos de Caín. Tristán intentó levantarlo en hombros, llevado de su alegría, su horrible alegría de hombre. La cabeza áspera de Tristán se debatía debajo de su barbilla. Pablo logró apartarse. Tenía vergüenza, una vergüenza dura y dañina, porque no fue herido, porque no le alcanzó ninguna bala. Se veía a sí mismo, se juzgaba. Era Pablo.
Pablo, perdido. Pablo, el inútil. Pablo, el redentor.
Los guardias y el cabo yacían maltratados, rotos.
Sus guerreras ensangrentadas hacían las veces de bandera. En el suelo, cadáveres grises, mezclados a los tricornios. Fusiles que se disputaban, hebillas de metal arrancadas, cinturones chascando como látigos. En tromba, entraron en el zaguán, bajaron al sótano, encontraron una cuba de vino. Tristán, con el traje desgarrado de arriba abajo, sujetaba un cuchillo entre la sonrisa, una sonrisa que ya parecía no se borraría nunca.
Desde la carretera les llegó el rumor de pasos y voces. Antón había armado a los hombres del lugar.
Transfigurado, con los ojos encendidos y las manos gesticulantes, su llamamiento se extendió rápido por las barracas y el bloque obrero, por la población entera. Hombres y mujeres surgían de rincones oscuros, crecían como espuma densa y oscura, avanzando carretera adelante o población adentro.
Pablo los vio llegar, apretados en una fila amenazadora, con sus voces broncas, sus pisadas medio sofocadas por el polvo, armados de hoces y guadañas. Poco a poco fue reconociéndoles. El Chozas, el Brujín, Matías González, Alejandría, y su voz hiriente. Y la Rosa y la Margarita. Se acercaban como una lenta, apretada nube de tormenta. Con sus amenazadores recuerdos de hijos muertos, de desahucios, de pan seco, de préstamos, de ropa insuficiente, de largas hambres. Se acercaban como un rumor profundo, bajo el cielo de la noche, un cielo espléndido, de fiesta rural. Las guadañas y las hoces tenían un raro vencerse hacia el suelo, como hierba tronchada. Tristán el Grandote repartió vino, en un rito casi solemne. El vino tenía un aire bronco de fiesta que empieza, de amarga fiesta demasiado esperada. Los ruidos, eran ecos sordos en la noche, y todo parecía, hasta las risas breves e incisivas, sofocado por el polvo. Bañadas por la luna, las mejillas peludas de Tristán centelleaban. A la nariz de Pablo llegó el olor fuerte, el intenso olor del vino. Sintió cómo sus muñecas temblaban y el paladar se le empapaba de un raro gusto a pólvora, y se acercó a la cuba. El vino caía, vertido por el suelo corría por entre las junturas de las baldosas como burlándose de la sangre. Las voces crecían al ritmo de su deseo de vengar viejos agravios, encallecidas humillaciones, hambres y miserias. De repente, le sorprendió que al otro lado de las voces, de los hombres y las mujeres, frente a él, hubiese una ventana humilde, con una estrella verde. Le llegaba un olor insoportable, a carne sudorosa, a pelo quemado, a ropa quemada, a carne quemada. Salió de allí. Frente a la cárcel, en el polvo, crecía una hoguera purificadora.
La Rosa, la Margarita, intentaban vengar a sus hijos en los cuerpos maltratados de los guardias, una especie de aullido inhumano salía de la garganta de la Margarita. Pablo sintió ganas de vomitar, regresó adentro y hundió la cabeza en el boquete abierto en la cuba por la bayoneta de Tristán. Sorbió, como hacen los perros en los charcos, como aquel perro en el matadero, años atrás. Padre, viejo loco querido; padre, yo te forraré de libros toda una habitación… Sacó la cabeza chorreando de vino. Las gotas le caían por el cuello y se le metían camisa adentro. A su lado, sentado en el suelo, Eugenito el Jorobado se calzaba las botas del cabo. Eugenito rió, parodiándole: ¡Hijo de Caín!
Pablo salió al patio, limpiándose la boca con el antebrazo. Aquella mezcla de alegría agresiva y de odio desatado parecía tener un olor especial, teñir el aire abrasado de la noche. Y creen que el mundo acaba aquí…
La mujer de Tristán, que venía corriendo, gritando, no se sabía si de amor o de rabia, se echó encima de su hombre. Torpes, cayeron al suelo, y en el suelo mismo, rebuscaron con ansia su atropellado y viejo amor. Que el mundo acaba aquí… El calor hacía irresistible la proximidad de la hoguera, su humo cargado de muerte. Había en el aire una macabra mezcla de hedores y allí dentro se había quedado sola la pequeña ventana, con su estrella.
Pablo se volvió a los hombres, les llamaba con angustia, se llamaba a sí mismo, desesperadamente, como si se viese distante, inaccesible, cada vez más lejano y hundido en un pozo sin fondo. Con desengañada pasión les fue hablando: debían caer sobre la población porque el mundo no acababa allí y había llegado su hora, tan esperada… La voz se le quebró.
Carretera adelante inició la marcha, enarbolando un fusil. Nos esperan otros hombres. Antón nos espera con otros hombres, y le seguían y en un avance oscuro sus pisadas resonaban como la honda respiración de la tierra. Le seguían todos, hombres y mujeres. Solamente Tristán y su mujer, ebrios, con el fin y el principio del mundo en sus vidas, se quedaron junto al fuego, panza abajo y panza arriba.
Un viento bajo y abrasado les envolvía en su avance a la población. No eran los únicos, las calles estaban llenas de voces, de hombres, de niños. Ellos directamente, fueron a la colina de la ermita. A culatazos Pablo saltó la puerta. Luego, prendió fuego al oratorio y le pareció abrasar todos los recuerdos que le dolían como heridas. La campana, que tocó a Vísperas, siglo tras siglo, cayó entre las llamas. Las cabezas de piedra, las odiadas cabezas de ángeles y de santos, de diablos y de dragones, seguían sonriendo, enrojecidas por el fuego, con los ojos vacíos.
Una vieja, medrosamente, recogió del suelo una mano de madera, que ocultó en el delantal. Llorando, se fue de allí.
Luego, bajaron hacia las casas donde se abría el silencio. Pablo iba ahora detrás de los gritos, de la violencia desatada, y a su lado, Antón, parecía una sombra larga. Los anchos escalones de acceso a la ermita quedaban atrás, impregnados por el resplandor movedizo del incendio, como una inmensa respiración. Pablo se tambaleaba ligeramente, descendía taciturno, sin eco, entre la algarabía. La sombra de Antón caía sobre su espalda, la sentía en la nuca como un aleteo. Esperaba aquel momento desde hacía cuantos años.
Cada uno buscó a su hombre, su venganza. Únicamente él estaba solo… porque su venganza era más grande. Hubiese tenido que asesinar a todos los hombres, a todas las mujeres, a todos los niños. Pero estaba solo. En el minuto de la victoria estaba solo como una estrella que cae, que siempre cae, sin lograr el destino. Sube a la cumbre del Pisg, y alza los ojos hacia el poniente, el septentrión, el sur y el oriente, y contempla con tus ojos, pues no has de pasar este Jordán. Dejó un pavor mudo, tórrido, tras sus pasos.
Cuando disparó a la espalda del cura, mató en su corazón al párroco que le hizo tantas veces la señal de la Cruz en la frente, allí en la aldea; cuando mató a la mujer del dueño del molino, de ojos negros y turbios mataba en su corazón a la mujer del herrero; cuando mató al hijo de Lucas Fernán, el alcalde, un muchacho delgado y blanco que estudiaba Filosofía, mató su propia inocencia, su propia juventud.
Como si clavase mariposas, y negros y horribles escarabajos en su corazón.
Al amanecer se extendieron el miedo y las hogueras por toda la cadena de pueblos.
Pablo había sido, en otro tiempo, un muchachito vergonzoso que apretaba los dientes al olor de la sangre para no vomitar.
Los cristales de la claraboya trepidaban sobre la cabeza de Pablo. Levantó la cabeza y miró hacia arriba. Una luz verdiazul, blancuzca, le llenó los ojos.
Hay aquí una luz especial, esta noche…
Volvió la mirada hacia Cristián, que le observaba con dureza, tal vez con dolor.
Cogía entre las suyas la mano de la chica.
—Niños babosos —repitió Pablo, ahora en voz más alta, como deseando herirles—. ¿Qué se puede esperar de vosotros, cobardes, escondidos en la escalera, para llorar y…?
La voz de Cristián le cortó:
—Daniel está agonizando. Tal vez ya está muerto.
Apretando los labios, Pablo dio un puntapié a la botella de coñac, ya vacía.
—Y tú —dijo lentamente— ya has comenzado a repartir su botín. ¡Bien! Después de todo, hay que reconocer que Daniel tenía más cojones que tú.
Les volvió la espalda y entró en la buhardilla.