III

Daniel se acababa.

La luz huyó hacía rato y las sombras se ensanchaban en las paredes.

Nadie estaba con él, más que su padre, llorando cerca de su rostro. Hubiese querido oír pasos cerca, el sonido de unos pasos acercándosele… ¿Por qué no llegaba nadie? Esperaba a alguien que no podía precisar exactamente. ¡Se volvió tan pesada, tan enorme, su cabeza! Pero esperaba a alguien. Algún amigo, tal vez. Porque era cierto que tenía muchos amigos. Todo el mundo lo sabía, todos lo decían. Muchos amigos, más de los que él creía, incluso.

Cerrando los ojos, le pareció que surgían de los rincones y que, por fin llegaban. Pero pasaban de largo, atravesando la habitación. Sentía trepar sus pies por la cama y cruzarle el pecho, indiferentes.

¡No creía que fuesen tantos! Le ahogaban. Sentía el dolor de sus innumerables pisadas aplastándole. Era un largo cortejo de lisiados, mendigos, perros, mujeres mal pintadas, soldados… Y no se detenían. Ni le hablaban, tampoco. ¿Hacia dónde iban? ¡Cómo le dolía su peso en el pecho!

Pero no llegaban sus amigos, sus grandes amigos, los verdaderos. Se notaba zarandeado por ataques de tos, como si no tuviese voluntad que oponer. Su padre trataba de sujetarle por los hombros. Daniel deseó decirle que se apartase, porque no quería mancharle las manos.

Por lo menos, que viniese Chano, pensó. ¡Ninguno sabía dar un paso sin Daniel, les era imprescindible! Estaba seguro de que nació para mandar, como estaba seguro de que llegaría a millonario, de que, algún día, viviría en una casa con suelos brillantes y columnas de mármol, como vio en el cine.

Montaría un fastuoso club nocturno, con grandes luminarias en la fachada, inmensos espejos, renombradas orquestas y un garito para el juego convenientemente disimulado. Le guardarían las espaldas brutos fieles y simples como Chano. Todo sería grande, muy grande y brillante. Se sentiría ahogar arrastrado en un río de dinero. Perder y ganar. Perder y ganar fabulosas sumas. Sí, verdaderamente, vivir es maravilloso, alucinante… Un frío traidor iba ganándole. Ni siquiera podía ya frotar el cristal de la ventana. Tampoco podría ya acabar su torre Eiffel, escondida debajo de la cama. ¿Por qué sentía, al pensar esto, una rara contracción en la garganta?

A veces, pensó en Dios. De niño, oyó decir que era un triángulo. Tuvo miedo. Un miedo desconocido e inquieto, como si un agua helada le gotease por dentro, más allá del corazón.

¿Por qué no llegaba Eduardo?… Aunque sólo fuese Eduardo.

Todo podría sufrirlo, menos aquel silencio en torno, aquella cada vez más concreta soledad. De pronto, pensó que siempre estuvo solo. Nunca se había dado cuenta. Únicamente ahora. Y sufría por ello sin que su cuerpo participase de este sufrimiento.

Contempló su ropa, amontonada en una silla. Las mangas de la chaqueta, vacías, le angustiaron hasta el terror. Deseó levantarse, lo deseó salvajemente.

Hubiese querido llenar con su vida aquel fantasma lacio y raído. Los zapatos tenían las puntas vueltas hacia arriba, y por primera vez se avergonzó de ellos…

¿Qué era aquel redoble que llenaba su cuarto?

¿Por qué aquel monótono y desesperante redoble?

Ah, sí: los hombres iban en masa al matadero. Los hombres iban en busca de la muerte. Los tambores resonaban en las calles estrechas y su eco iba subiendo, subiendo, pegándose como niebla a los muros de las casas. No existe nadie que escape a la muerte. Parecía que el pecho y la espalda fueran a pegársele… ¿Qué era aquel rumor? ¿Qué, aquellas voces? ¿Qué decían, qué gritaban? Querría apedrearles insultarles con desprecio. Le parecía inconcebible cómo podían escapársele sus años, sentirlos así, resbalar por la barbilla, derramados en su propia sangre. Es cierto que la gente se olvida de rezar, pero es posible que la gente rece siempre. Que la gente rece siempre… ¿Por qué, por qué no venía nadie?

Ni Chano, ni Eduardo. No llegaban. Nada había sobre la pared desnuda. Ni siquiera podía distinguir las manchas de humedad. Tan empañado estaba el cristal de la ventana como los lentes de su padre.

¿Por qué le abrazaba, ahora? ¿Por qué le agobiaba con esas cosas, ahora, precisamente…? Él podría jurarlo, nunca estuvo triste. No podía asomarse a la ventana y ver la niebla. ¿Cuántas, cuántas cosas quedaban aún por hacer, por lograr? Es fácil, intenso, es hermoso vivir cuando se tienen dieciséis años. Se sueña, se ambiciona. Pero, ahora, ¡estaba todo tan quieto, tan horriblemente quieto! Aunque sólo viniese Eduardo… Sobre la mesilla había un viejo reloj, indiferente y tozudo. Siempre, siempre falta un minuto. Y se muere uno sin saber que se muere. A veces, vivir no tiene ninguna gracia.

No eran tambores creciendo hasta el estruendo lo que oyó Daniel y que hacía temblar el espacio. Era un alarido punzante, que se diría sin principio ni fin, que desde siempre hubiese existido latente en la atmósfera y que, de improviso, ganase la atención, sobre todo rumor o voz. Reseguía las calles y dejaba en suspenso una estela de silencio miedoso, como la cola de un perro mojado. Otra vez, bombardeo.

Las paredes parecían contagiadas de miedo y los objetos, hasta los más fríos e inanimados, cobraban una vibratilidad humana. De repente hasta las ventanas de la buhardilla, llegó un soplo rojizo. Luego, tras un instante de silencio, estallaron dos bombas cerca de allí.

El anciano lloraba, con la frente apoyada en la mano del chico muerto. En su llanto había un desconsuelo infinito, como si una voz le gritase que él había dejado morir a Daniel, él tan sólo. Le parecía que algo —¿quién?, ¿por qué?, no podía saberlo— le reprochaba íntimamente aquella muerte. Miró al muchacho y acarició su cabeza. Daniel, sus pobres restos, significaban un cerebro, una voz, una voluntad. Por primera vez lo pensaba. Aquello que acababa de apagarse era la vida. Y, precisamente, surgida de su propia vida. Con súbita claridad, el anciano se dijo que el simple hecho de existir se merecía más, mucho más, que lo que rodeaba a Daniel y que, ahora, pudo él darle.

Se oían las descargas de los antiaéreos y el zumbar de los motores sobre la ciudad. A veces, la blanca caricia de un reflector, resbalando por la ventana, iluminaba fugazmente la habitación. Temblaban los cristales y un bronco y sordo rumor, como de voces perdidas, se alejaba formando una rara masa en el espacio. Lo que realmente le llenaba de angustia era la desnudez de aquellas paredes estrechas y llenas de humedad, el suelo desportillado, el frío total del cuarto de Daniel. Dios mío, Dios mío —se dijo—. Daniel, pobre muchacho, se merecía vivir mejor…

Y brotaron sus lágrimas con una congoja desesperada, impotente. ¿Qué es lo mejor? ¿Qué es lo más bello? ¿Es mármol, acaso? Pues eso debe cobijar a un hombre. Lo más hermoso, sí. Una gran pena se le clavaba, atravesándole. ¡Cuántos, cuántos hombres! Demasiados hombres… ¿Es que no van a acabar nunca? Trató de serenarse, se dijo que acaso desvariaba. ¿Había sido toda su vida un desvarío?

Su cabeza huía a veces, como un globo, a zonas en que el olvido era largo y dulce. Lo que en aquel momento le dolía, aquellas preguntas sin respuesta, eran sólo recuerdos. Retazos de los sueños de cuando Pablo aún era niño. El recuerdo de Pablo le llenó de un suave calor. Era su hijo predilecto y le dolía, con dolor físico, su fracaso. Porque intuía que era un fracasado, despertaba, paradójicamente, su orgullo y su dolor más grandes. Más que verle, cuando llegaba a su lado, lo imaginaba. Fuerte, alto y poderoso.

Otra vez extendió la mano hacia la frente de aquel otro hijo que ya no existía. Le tocó la cabeza, la boca horriblemente muda, las mejillas demacradas. Entonces, su amargura se desbordó, con todo el viejo dolor largamente guardado, repentinamente descubierto. Fue recordándose a sí mismo, contemplando sus propias heridas, como un perro que huye lamiéndose sus llagas, entre aullidos lastimeros. Recordaba que el primer hijo fue esperado con alegría, con esperanza. Sin embargo, el segundo lo fue con temor, con preocupación y miedo. Y el último, Daniel, con disgusto y resignación, como una nueva contrariedad.

En Pablo naufragaron sus tímidas y modestas esperanzas. No pudo conseguirle nada de todo lo que desearon, soñaron y forjaron juntos. Y no es que fuese muy ambicioso, Señor —se decía ahora con dolida queja, con lastimosa conciencia de su humildad—. No es que fuese exigente. No pidió más que lo que otros hombres disfrutaban sin esfuerzo, por derecho natural, parecía. Incluso, tal vez, pedía mucho menos. Pero todo le fue negado siempre. Y ya estaba cansado de esperar, porque la vida, precisamente, no espera. El cuerpo se arruina, los seres y las horas se alejan, huyen de nuestro lado, el alma se apaga.

Un rumor de voces, procedente de la escalera, llegó hasta sus oídos. La puerta del piso, cercana al cuarto de Daniel, debía estar abierta. Reconoció la voz de Cristián. Algo ocurría allí, en el rellano de la escalera. Tal vez Cristián volvió a emborracharse. Cristián le apenaba, a su vez. Pudo recoger algo de lo destinado a Pablo, pero se le dio con desgana, sin entusiasmo, incompleto y tardío. No esperó nada de él nunca. No se interesó por sus proyectos, como antes por los de su hermano. Le parecía que Cristián hablaba demasiado de la Humanidad y se desentendía de los problemas de su vecino o los de sus propios allegados.

Una gran explosión, muy cercana, hizo vibrar los muebles. El cuerpo de Daniel pareció moverse. Su cabeza se dobló ligeramente, como mirándole. El anciano se inclinó, besándole por primera vez. Su piel era áspera fría. Nadie le cerró los ojos. Abiertos, miraban al techo o quién sabe a qué cosas. Perdí a Daniel casi desde el primer instante en que nació, se dijo. Y un pensamiento le invadía: que él se había extinguido en aquella criatura. El cuerpo muerto de Daniel era él mismo. ¿Para qué —pensó con desaliento— aquella habitación forrada de libros?

¿Para qué sus cuartillas hurgando en vidas que no volverían, si la vida de Daniel no podía encontrar su peso, si la dejó huir sin conocerla? Le acudieron escenas distantes, imágenes confusas, sin clara relación con él. Veía a un muchacho que le mostraba unas monedas, diciéndole: Es mi asignación semanal. ¿Quién te la dio? Mi padre. Y volvía a oír, una vez y otra: Mi padre. Mi padre. Pero Daniel no tuvo nunca asignación semanal, ni padre siquiera, puede decirse. Como él mismo, en su lejana y gris infancia, medio borrada por los años. Otra vez el llanto le ahogó, un llanto de viejo. Y era la voz de Pablo la que decía: ¿No existen cosas hermosas y buenas en el mundo? Pues, si existen al mismo tiempo que yo, es preciso que yo las conozca, que las toque con mis manos y las contemple con mis ojos… Ah, los tiernos años, los años encendidos. El eterno pedir y el eterno esperar. Pablo, siendo niño hablaba de los grandes barcos que desaparecen, de los aviones que se hunden en el cielo, de las fábricas de automóviles, de los lejanos países, de los árboles, de los insectos, de los libros, de las aves que emigran y de los hombres que todos los días van y vienen de su trabajo. Dios mío, dijo el anciano, como rezando. Rezaba siempre cuando le mordía el recuerdo de aquel hijo, flaco y desgarbado, que con voz de adolescente le hablaba de cosas y de sueños que para él no existirían, no serían verdad.

Temblaban los cristales otra vez. Al extremo de la casa algo se rompió. La lámpara comenzó a oscilar.

Alguien entró en la habitación y encendió una cerilla. Sobre la cabecera de la cama una mosca quieta y negra proyectaba su sombra en la pared. Deseó ser tan pequeño, tan indiferente a la vida de los hombres, como aquel insecto pegado a un muro, ajeno al mundo, absorto en su egoísta insignificancia. No vio a nadie, pero notó la presencia de Pablo. Lo sentía a su lado, allí mismo, como un rudo arcángel, para él, surgiendo de la noche.

Pablo encendió una vela. Se acercó y, suavemente le tomó por los hombros y le apartó del cuerpo dé Daniel. A un tiempo, algo se derrumbaba con estrépito, muy cerca. Grandes lenguas lívidas, casi blancas, lamieron las ventanas. Los cristales saltaron hechos pedazos y cayeron con estrépito sobre los tejados y la calle.

—Está muerto —dijo el anciano con voz débil—. Está muerto…, sin remedio.

Pablo se inclinó sobre el cuerpo de su hermano y, en silencio, le tocó el cuello, los brazos.

—Sin remedio —repitió—. Es verdad.