II

Sol avanzó por la calle, oscura hacia su casa. Detrás quedaba la Escuela Roja, con el hombre de las piernas partidas, con su silencio humillante.

Al entrar en el piso vio luz en la habitación de Eduardo, lo que le extrañó. Tal vez esté enfermo.

Inesperada, la puerta se abrió y Eduardo se adelantó a llamarla.

Sol se alegró. Necesitaba estar con alguien, hablar con alguien. El recuerdo de Ramón la hostigaba, desagradable. Con Cloti, menos que con nadie, hubiese podido hablar aquella noche.

Eduardo se sentó al borde de la cama, muy pálido.

—¿Qué te pasa?

Parecía no atreverse a hablar. La miró con ojos indecisos.

—¿Sabes? Aquel amigo del que te hablé, Daniel…

Me temo que haya muerto. O quizá esté en las últimas.

Sol le miró en silencio. Se dio cuenta de que Eduardo estaba agitado por un sentimiento desconocido que le torturaba.

—Y eso, ¿te importa mucho?

Eduardo hizo un gesto impaciente.

—¡Importarme! Bueno, como quieras llamarle… Imagínate, yo…

Se levantó y le cogió la mano.

—¡No puedo evitarlo! No puedo. Tengo miedo, un miedo espantoso de la muerte. Procuro ocultarlo, no enterarme yo mismo. Pero tengo miedo, Sol un miedo horrible. Cuando alguien muere cerca de mí siento que me persigue la muerte…, como si la notara en mi cuerpo… ¡Yo no quiero enterarme de la muerte, no quiero saber nada de la muerte!… Y Daniel se muere. Tal vez ya no sea nada, ahora. Tal vez empiece ahora a pudrirse su cuerpo. Imagino su olor, sus ojos, su cerebro en descomposición… ¡Cuando mataron a papá, cuando lo vi tendido, y aquella mirada…!

—Cállate, cállate —dijo Sol. No podía soportar oír hablar de su padre, de su asesinato, y menos a su hermano.

—Pero me atrae. No puedo remediarlo… Tengo que verle, tengo que convencerme de que es cierto que ha dejado de existir, que ya no es amigo de nadie y que nada importa lo que pensase o lo que hiciese… ¡No puedo vivir así, con esta duda! Chano ha venido tres veces a decirme que vaya a verle. Y yo no me atrevo. Tengo miedo y siento… siento que no puedo dejar de ir… ¡Es horrible! No puedo comer ni pensar. Siempre veo sus ojos. Me miran desde todas partes. No puedo luchar contra eso. No se puede…

Sol se apoyó contra la pared, pensativa y cansada.

—Es extraño —dijo—. Hemos vivido distantes durante años. No sabíamos nada el uno del otro. Yo te cogía la mano y tú la rechazabas… No sé por qué, de pronto, es como si un muro se hubiera derrumbado entre tú y yo. No creo que nos queramos más que antes. Algo ocurre, algo ha ocurrido en nosotros. No sé qué puede ser. Porque también yo quisiera decirte cosas esta noche… Cosas que no sé cómo nombrar. Quizá que quisiera irme a un lugar donde no existiese nada conocido, donde no tropezase con recuerdos…

Súbitamente, Eduardo la cogió por los hombros.

—Ven conmigo, Sol… Acompáñame…

—No puedo… Yo no tengo nada que hacer allí. Ni siquiera les conozco.

—Te lo suplico… Sólo si tú vienes, tendré valor para verle. Solamente tú sabes lo que me pasa. Te lo ruego, ven conmigo… ¡Chano no sirve para estas cosas!

Sol asintió.

—Bien. Si es tan importante para ti… Pero no comprendo de qué puede servirte mi compañía.

Eduardo la cogió del brazo. Vio sus párpados, oscuros, sombríos. La voz de Sol llegó hasta él llena de cansancio.

Salieron en silencio. Durante el trayecto, Eduardo no dijo nada. Las calles estaban a oscuras y no funcionaban los tranvías. Descendían por Muntaner cogidos del brazo. Sol sentía la mano de él extrañamente apretada.

Cerca de las doce llegaron a la calle en que vivía Daniel, en una parte de la ciudad desconocida para Sol. Los altos muros de las casas se alzaban opacos y llenos de silencio. El olor del mar se adhería a ellos con un regusto de podredumbre. Le pareció que en el cielo, en el estrecho y largo cielo aprisionado, había un tinte lúgubre, como un presagio. Subieron la escalera en silencio. En lo alto había una claridad lechosa, más intensa cuanto más se acercaban a ella.

Un muchacho abrió la puerta. Era delgado y llevaba un jersey de cuello alto. Sol vio su silueta oscura, su cabello despeinado y lleno de anillas. Los ojos del chico brillaban en la sombra con un fulgor quieto, intenso. Eduardo cambió unas palabras con él. El chico habló con voz seca y les volvió la espalda.

Eduardo no se atrevía a entrar. Por un momento, Sol creyó que retrocedería. Le miró y oprimió su mano.

—Entra a verle —murmuró en su oído. Eduardo asintió y, sin soltarla del brazo, avanzó tras Cristián por el oscuro corredor. Al llegar frente a una puerta Eduardo se detuvo. Sol vio cómo el otro seguía hacia el fondo del pasillo, donde se abría una puerta apenas iluminada.

Eduardo entró en la habitación de Daniel. Sol le siguió.

—Hola…

Daniel estaba cubierto por una sábana y una manta sucias. Hundido en la almohada con la ancha boca como partiéndole la cara. Miraba al techo con una mirada demasiado abierta, que parecía escapar de sus ojos, patética e inexpresiva. No contestó al saludo de Eduardo ni volvió hacia él sus ojos.

Respiraba con gran fatiga y tenía alrededor de los labios unas manchas oscuras, viscosas, igual que en el embozo de la sábana.

Eduardo se inclinó hacia él. El corazón le golpeaba el pecho. Un miedo terroso; húmedo, le invadía a grandes oleadas. No era posible, no era posible que así, tras la esquina de un día cualquiera, desapareciesen para siempre la descarada sonrisa de Daniel sus palabras, sus deseos… Imaginó las venas azules, las rojas venas, las venas amoratadas de Daniel. Imagino las anchas praderas de su sangre, con un rumor secreto y escondido. De nuevo, ante sus ojos, en su cerebro mismo, un moscardón azul y brillante zumbaba siniestramente trazando torpes círculos Un grito pequeño, duro, se le agolpó en la garganta retenido, punzante. Una náusea le subía del pecho le vaciaba el cerebro mismo. Hubiese deseado vomitar su miedo de un modo físico y violento. Procuró distraerse, fijar su atención en cosas menudas y ajenas. En el colchón de Daniel apenas quedaba lana: No hacía mucho casi lo vació para vendérsela. Tenía sed de dinero. Tal vez aún ahora, en estos momentos, pensaba en el dinero. Daniel, a veces, decía divertirse mucho. Ayer lo pasé de miedo. Figúrate que… Un zumbido, repugnante, crecía dentro del pecho de Eduardo. Un moscardón verde y dorado, negro acechaba su corazón. Se incorporó bruscamente y dio un paso atrás. De nuevo un vaho dulce, terrible, le invadía, taponándole los oídos, la boca, la conciencia.

En aquel momento, Daniel habló. Su voz sonaba trabajosa, raramente espesada:

—Chano… ¿Dónde está Chano?

—No está aquí. Soy Eduardo, Daniel. ¿Es que no me ves?

Daniel sonrió de un modo que angustió a Sol.

—Claro que sí… Pero busca a Chano. Busca a Chano y tráelo…

Eduardo parecía no entender. Daniel respiraba con fatiga. De pronto, se enfureció. Intentó incorporarse.

—¡Busca a Chano y tráelo!…

Eduardo intentó decir algo, pero la voz se le rompía. Estaba pálido, con los labios abiertos y la frente húmeda. Sol sacudió levemente su hombro.

—¿Es que no oyes? Te pide que busques a Chano. ¡No puedes estarte ahí quieto mirándole! Haz lo que te pide.

Eduardo la miró con ojos ausentes.

—¡Vete a buscarle!… ¡Rápido! No le queda mucho tiempo, me parece. Vete y no temas; yo te esperaré aquí.

Como un autómata Eduardo dio la vuelta y salió de la habitación. Sol le siguió.

Al llegar a la escalera, estaba poseído de un ataque de miedo. Se precipitó hacia abajo de tal modo que Sol, asomada al pasamano, temió verle rodar. Una piedad triste se apoderó de ella. Su hermano parecía sentir sobre su espalda, como un azote, la muerte de su amigo.

Sol volvió a entrar. Frente al cuarto de Daniel se paró un instante. Le dejan morirse solo. ¿Es que tan poco importa su muerte? ¿Tan poco como su vida?…

¡Pobre Daniel!…

En aquel instante, Cristián entraba en la habitación. Se acercó al lecho de Daniel.

—¿Cómo estás?…

Daniel no dijo nada.

Cristián se volvió y vio a la muchacha junto a él.

—¿Quién eres…? —empezó. Pero se interrumpió, mirándola. Los ojos de Sol eran claros y brillaban transparentes. El cabello le caía lacio hasta los hombros.

Era una criatura delgada, flexible, de largo cuello y labios anchos, extrañamente dulces. No era bella, pero había algo en su mirada, en la expresión de su boca, que transparentaba una soledad casi dolorosa. En toda ella había un leve desamparo y, a un tiempo, un raro poder voluntarioso casi alucinado. A Cristián le desagradó su mirada. No le gustaba sentir fijos, lentos, aquellos ojos sobre los suyos.

Las muñecas de la chica, tan finas, le angustiaron de pronto, como si temiese verlas romperse con un chasquido de cristal. ¿Qué me importa quién sea, qué me importa qué hace aquí?, se dijo. Nada debía importarle ya, ni siquiera la presencia de aquella criatura tenue y silenciosa que apareció inexplicablemente junto al lecho de muerte de su hermano. Algo flotaba en el ambiente, irreal y eléctrico, que le mantenía en tensión.

Hacía días que apenas comía nada. Daniel se alimentaba de sus raterías y su padre de los víveres que Pablo le procuraba. Él apenas podía coger alguna cosa del uno o del otro. Se sentía débil, cobarde humillado, lleno de dolor y de rabia.

Se despreciaba y a un tiempo se amaba terriblemente, hasta amagarse en su escondite como una bestia acorralada Daniel se muere. Definitivamente, esta vez se muere. Debo avisar al viejo. Procuró que esta idea lo llenase todo. Que no cupiera en él otro pensamiento que el de avisar a su padre.

El anciano latinista pasaba sus horas, ajeno completamente a cuanto le rodeaba, en una pequeña habitación llena de libros. Cristián abrió la puerta y se quedó mirándole.

El anciano, penosamente agachado, avivaba el brasero. Le pareció en aquel momento más irritante, más absurdo que nunca. Cristián sentía una ronca indignación contra su padre, a quien no comprendía. Allí estaba entre sus libros, escribiendo un fabuloso tratado sobre Patrística, con sus ojos miopes y distraídos. Sin enterarse de que la vida se sucedía, violenta, olvidada de un ayer que pasaba rápidamente eliminado. ¡Qué se acercase al lecho y viese morir a Daniel poco a poco, igual que él lo veía desde hacía dos semanas! Pero era inútil. Aún esperaba oírle:

—Daniel, muchacho, tú que eres joven, haz esto y lo otro…

Cristián pensaba decirle, alguna vez:

—Hace tiempo que Daniel no es joven. Daniel está más muerto que los Padres de tus cuartillas.

Sacudió la cabeza y se le acercó. No sabía cómo empezar a hablar. No se atrevía a decírselo. Se inclinó hacia su padre y sintió que en los ojos le escocían las lágrimas. Con el puño cerrado se frotó los párpados. Una rabia sorda le invadió.

¡Aquella maldita debilidad! ¡Ah, si hubiese podido comer, si estuviera bien alimentado, a buena hora lloraría así, como un pobre niño! No, y mil veces no, aunque se le partiera el corazón. Sintió muy cerca de la suya la cabeza de su padre. Suavemente, acercó los labios a su oído y, en voz baja, le habló:

—Padre, Daniel se muere. No llegará a mañana. Se muere ahora mismo.

El anciano le miró, estupefacto. Cristián repitió sus palabras. El viejo se asustó. Era lo que Cristián esperaba. Lo único que, a su juicio, hizo el viejo durante toda su vida: asustarse y no llegar nunca a tiempo.

—¡Qué se muere!… El muchacho…, ¿estás seguro? ¿Cómo, cómo no me has avisado, hijo?

Se incorporó con gesto tembloroso, sacudiéndose el polvo de las rodillas. Luego, bruscamente, con rara energía, salió de la habitación. Como si de pronto tuviese prisa por recuperar algo inconcreto, pero absolutamente necesario.

Poco después, Cristián le oyó hablando con Daniel.

No supuso qué podría decirle.

Cristián miró a su alrededor. En aquella pieza trabajó su padre durante muchos años. Era como un bloque de luz amarillenta incrustado en la oscuridad de la buhardilla. Pablo le forró las paredes con libros obtenidos quién sabía dónde, largamente codiciados por el viejo.

Cristián dejó caer la cabeza, abatido. No tenía fuerzas para desear nada. Y sonrió, recordando que en un tiempo aún no lejano pensó en curar la locura.

Las cenizas del orujo, encendidas y chispeantes, sugerían un mundo lleno de luces. De repente, notó una mano sobre su hombro. Se volvió, sobresaltado.

La chica aquélla de la puerta estaba junto a él y le miraba con dulzura, inquietante.

Intentaba consolarle de algo. Tal vez, de la muerte de Daniel. Este pensamiento le irritó. Intentó sonreír, apartar aquella mano de sí. Señaló el brasero y dijo, torpe:

—Mira…, estaba pensando… ¿No te recuerda algo, eso?

Su propia voz le pareció lejana y absurda.

—Es una ciudad, como las de antes —dijo ella entonces, sin sorprenderse. Había una tenue sonrisa en los bordes de sus labios. Cristián luchó con una congoja interna, y miró de nuevo las rojas lucecillas.

Sí, era una ciudad grande, de noche, iluminada.

Los dos —ella también, tal vez— oyeron hablar de una época despreocupada. Vieron revistas pasadas de moda, con fotografías. Calles, tiendas con escaparates llenos de objetos que la gente no precisaba escuetamente para vivir. Algo debía brillar entonces en las esquinas, como si existiesen realmente las estrellas… Cristián sacudió la cabeza, reteniendo un suspiro. Se volvió de nuevo y encontró los ojos de Sol. Dentro de sus pupilas, claras, brillantes, había también como una pequeña ciudad encendida en la noche. Apenas tendría dieciocho años. Él aún no cumplió los veinte. Como él, no sabría nada de aquel tiempo pasado y espléndido; no lo alcanzó. ¿Existió realmente? ¿Existió la vida fácil, la tranquilidad, la libertad, la despreocupación? Las gentes de aquellas ciudades trabajaban, se divertían. También sucedían desgracias, desde luego. A veces raptaban a un niño. Todos los periódicos del mundo publicaban su fotografía y el mundo se indignaba. Había tiempo para indignarse, para discutir, para burlarse, para suicidarse por amor. Alguna vez, un buque se hundía cargado de gentes que celebraban fiestas a bordo y morían de rodillas. También esto conmovía al mundo entero, entonces, entonces…

Sol acercó una mano abierta al resplandor de aquella imaginaria ciudad, que se encendía y se apagaba continuamente. ¡Qué desnuda estaba aquella mano, qué desnuda y sola, cobrando transparencias rojas en la penumbra! Cristián se levantó bruscamente apartándose. ¿Qué le importaban, pensó, las ciudades llenas de luces? ¿Qué les podían importar a ninguno de los dos? Sus ciudades debían apagarse, pasar inadvertidas. Debían borrarse y esconderse.

Ellos no se divertían. No sabrían nunca divertirse, quizá tampoco podía ya interesarles. Porque no sabían, ya, qué quería decir esta palabra.

La chica estaba ahora frente a él. Contraía los labios. Tal vez sufría. ¿Qué sabía él de ella? ¿Qué sabía de su juventud desolada? Esa juventud que para Cristián se llenó de tristeza, de cosas muertas prematuramente. Contempló aquel rostro afinado, aquellos pómulos salientes. Aquel cuello largo curvándose con una gracia extraña. Seguramente alguien le dijo que se parecía a la reina Nefertiti. Sí, seguramente se lo dijeron. Cristián sentía la cabeza pesada, los ojos turbios. Se le hacía insoportable su presencia, su juventud, aquel gesto replegado, de animal dócil y salvaje a un tiempo. Bajo el resplandor rojizo las pestañas, como sombras, acariciaban levemente su perfil. Era indudable, sí, que estaba triste. Y no era bonita, ni lo sería nunca —se repetía con rabia, como una venganza de no sabía qué ni hacia qué—. ¿Quién le mandó entrar allí? ¿Para qué fue con sus ojos brillantes a reavivar su dolor de cosas perdidas o no encontradas? ¿Quién era?… Cristián sentía crecer su agitación, casi su locura. Debería echarla de aquí —se dijo—. Decirle que se marche, que no tuvo que venir nunca.

¿Por qué llegó hasta su soledad, con su soledad, con sus labios cálidos, a decirle que la ceniza ardiente le recordaba una ciudad? ¿Qué ciudades pudo ella conocer? Súbitamente le pareció verla próxima, angustiosamente próxima a él, huérfana también, como él. No sabía quién era. No necesitaba saberlo. Tenía casi su misma edad. Tuvo que pisar en silencio, cobardemente, con un brazo como escudo sobre la cabeza.

Algo vibraba en su dolor, como diciéndole: los hombres no se apagan. Era preciso nacer un poco en cada instante, hallar un rincón donde no existiesen patrullas a la caza de muchachos que aún tienen que vivir. Si ese lugar no existía, era necesario crearlo, ser de los que amasan una época que no tuviese nada que ver con las ciudades encendidas ni con las ciudades que se esconden en la noche. Debía acabarse la cobardía, el languidecer. Antes prefería que le hundiesen un trozo de plomo en la nuca, como a un perro. Todo, menos llorar sobre la ceniza, menos deambular encerrado, como una fiera inútil, fracasado, sin lucha. Los pilletes mueren creyéndose jefes de gang, los comisarios inspiran sus arengas en la Biblia, las chicas tienen a veces los ojos de cristal. Pero los hombres no se apagan. Notó que deliraba, que un sudor frío se apoderaba de él, y tuvo miedo, otra vez.

Le estremeció su propia rebeldía doblegada, y deseaba con toda su fuerza, toda su rabia reprimida, romper el tiempo, hacerse con un trozo de tierra donde tumbarse cara al cielo, silbando, pensando en el mar. Sin miedo. Sin hambre.

Pero, de nuevo, algo grande, pesado, cayó sobre su corazón. Se daba cuenta de que hacía tiempo vivía disparatadas pesadillas de hambrientos, de los que se esconden para que no les claven un balazo entre los hombros.

Cristián se volvió hacia la muchacha:

—¿Por qué te trajo aquí, ese…?

—Es mi hermano —le interrumpió ella.

—Bien, sea como sea…, ¿qué quieres?

Ella sonrió tenuemente.

—Nada. Le acompañaba, nada más. No se atrevía a ver él solo cómo moría su amigo. Eduardo le quería mucho… Lo siento. Lo siento de veras. Supongo que es hermano tuyo…

Al oírla, le invadió una insospechada sensación de calma, de suavidad.

—Sí —dijo—. Es hermano mío.

Le pareció que la muchacha iniciaba un gesto de marcharse y la retuvo.

—Espera…

Se miraron de frente, otra vez. En aquella palabra dicha casi con timidez, le pareció a Cristián que estaba contenida toda su hambre. Hambre, desde su nacimiento hasta su muerte. Le martilleaba en las sienes esta palabra, triste y sórdida. No se le ocurría nada para retenerla. Pero no quería verla marchar. De pronto se le hacía insoportable dejar de verla. Aquella mirada límpida le parecía insoportable y dulce a un tiempo.

¡Es horrible ser joven, limpio, inocente!, pensó. Él lo sabía bien.

—Quédate aquí hasta… el final. Hazme este favor. Te lo ruego.

Sol asintió, con un gesto.

—Gracias —dijo él, casi en voz baja.

Quedó un momento pensativo.

—Ven conmigo ahí fuera, al rellano de la escalera. No quiero que Daniel nos oiga hablar. No quisiera estar aquí dentro cuando él…, ya sabes.

—Sí —dijo ella—. Te comprendo.

Cristián trepó a la estantería de los libros y la madera crujió bajo sus rodillas. Su corazón saltaba, temblaba quizá como un animalito a la espera de un golpe, encogido y sumiso. ¿Cuánto tiempo hace —se dijo— que no veo a una chica?…

Buscó algo tras los libros, donde Daniel acostumbraba a guardar el coñac. Sacó una botella y bajó de allí con la sensación de robar a un muerto. Miró los libros, tan apreciados por su padre y se dijo con amarga ironía: Tenemos la casa forrada de otras épocas, mientras nosotros no sobreviviremos a ésta.

Salieron al rellano de la escalera, bajo la claridad casi espectral de la claraboya.

La atmósfera era allí extraña, como dentro de sueño. Se sentaron en los escalones, muy juntos, de modo que sus rodillas se tocaban. Cristián bebió directamente del gollete de la botella, produciendo un barboteo que resonó de un modo ronco. Luego, miró a la chica.

—¿Te gusta el coñac?

—No sé. No he bebido nunca.

—¡Ah, vaya! —Cristián limpió sumariamente el cuello de la botella con la manga—. Toma, es lo único que puedo hacer por ti.

Extrañamente intimidados, bebieron en silencio, por turno. No se decían nada.

A Sol, el primer sorbo de coñac le pareció un vaho reseco, extendiéndose dentro, como si hubiese ingerido una respiración ajena. Le miró detenidamente.

Vio sus ojos brillantes, el cabello negro y suave rizándosele junto a las sienes. Algo cálido le acercaba a él, poco a poco. No sabían ninguno de los dos, al mirarse en silencio bajo aquella claridad blanquecina, qué clase de ángel se les acercó, inesperadamente. El alcohol provocaba en sus cuerpos débiles un creciente enervamiento. Su silencio era superior a cualquier palabra. Algo había cambiado, de pronto.

Sol sentía que algo iba envolviéndola, como un soplo tenue, intenso. La proximidad de aquel muchacho, la soledad que emanaba su cuerpo, le atraían de un modo desconocido. Apenas hacía unas horas se ignoraban y, ahora, estaban desesperadamente cerca, sacudidos por la misma angustia de no poder vivir. Sol lo sabía. Sentía por él la misma piedad y desesperanza que por sí misma, dominada por un gran cansancio. Le bastaban su proximidad, aquel silencio junto al suyo, para no desear nada. A veces, de niña, sentía también este deseo de abandonarme al cauce de un río, o de lanzarme rodando montaña abajo, sin pensar en la muerte, se dijo.

Cristián escondió la frente entre las manos.

—Daniel —dijo—. ¡Vete de una vez!

Sol deseó acariciar su cabeza.

—Tal vez es mejor… Es mejor así —habló lo más suavemente que pudo.

Cristián levantó la cabeza. Sus ojos tenían una dureza súbita.

—Naturalmente —dijo—. No sabes lo que quería decir.

—Quizá sí… Tal vez únicamente yo puedo saberlo. Pude sentir lo mismo, hace un momento. Viendo a mi hermano, corriendo escaleras abajo…

Se detuvo, sorprendida. ¿Qué le ocurría? ¿Por qué motivo deseaba descargar sus sentimientos, deshacer su angustia en palabras para aquel desconocido?

Pero se daba cuenta de que le era preciso hablarle, aunque, probablemente, no le vería nunca más. Como quien arroja una carta a un buzón perdido y sin destino.

Él la miraba ahora con nuevo interés. Veía sus ojos clavados en los de ella con una atención ávida, que en otro momento, en otro ser, le hubiese extrañado, replegándola incluso. Pero él era débil, estaba lleno de dolor, tenía los ojos invadidos de miedo y de furia a la vez. Sol adivinó su desesperada cobardía, aquel saberse inútil y vencido, aquella sangre triste que se quemaba, minuto a minuto, junto a ella.

Y deseó decirle cosas tontamente recordadas, absurdas cosas de niña de un tiempo huido. Hablarle de su pequeño mundo destrozado, contarle con qué desesperanza iba creciendo. Pero las palabras eran torpes. Siempre le resultaban insuficientes las palabras.

—¿Quién eres? —preguntó él de nuevo, con un extraño anhelo. Y, antes de que le respondiese, añadió—: Sí, la hermana de Eduardo. Ya lo has dicho. Y dime, ¿qué vas a hacer ahora? ¿Adónde vas a ir?…

Por raro que le pareciese, sus precipitadas preguntas no le parecieron absurdas.

Un resplandor azuloso caía sobre ellos. Las sombras marcaban un oscuro temblor sobre los ojos de Cristián.

—No lo sé —dijo Sol—. No sé lo que voy a hacer. Preguntas lo que yo me estaba preguntando. Supongo que volver a casa. Pero eso no quiere decir nada.

—Ah, sí, tu casa. Ya entiendo. Imagino qué casa será.

Lo dijo en un tono burlón y amargado. Sol se sintió sacudida por una ola de rebeldía. Le habló de su madre, de su padre, de los años distantes, hermosos.

También de aquel tiempo duro. Sus palabras eran atropelladas, llenas de angustia. Le habló de Cloti, de Ramón Boloix y de su escuela. No quisiera volver ni ver a nadie. Tenía un deseo grande, terrible, de borrar los recuerdos, lo vencido. Sufría recordando a su padre, le desazonaba oír los pasos de Cloti, su voz chillona y sus sollozos de miedo. No quería ver jamás a Ramón Boloix con sus piernas rotas.

Temía volver a hablar con Eduardo no saber afrontar su temor a la muerte, su apegó a las cosas de la tierra, con la esperanza que tanto necesitaba para si misma.

Cristián la escuchaba atento, con mirada fija y un tanto dura. A Sol le agradaba aquella dureza tanto como su atención. Sus palabras, aunque torpes, vacilantes, se unían como en una red sutil y fuerte, acercándoles impalpablemente. Él la comprendía.

Sol se dio cuenta. ¡Era necesario tan poco para que él entendiese! Siguieron bebiendo, por riguroso turno, sería y tozudamente, sin ninguna alegría. Al mirarle, le parecía tan joven y tan incapacitado como ella. Aún intentó burlarse nuevamente de algo que recordaba, por ver si podía comunicarle una sonrisa.

Pero él estaba serio, con la boca dura y cerrada mirando obstinadamente al suelo. Callaron. Sol escuchaba su respiración agitada.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó inesperadamente.

—Sol —dijo.

—Yo me llamo Cristián.

A Sol le pareció que con intercambiar los nombres sellaron su amistad definitivamente. Aunque no volvieran a verse nunca. Estaban ya ganados por una extraña complicidad, por una difícil paz descendida de no sabían qué cielo.

Cristián cogió su mano y la apretó entre las suyas. Eran unas manos cálidas y tersas, de largos dedos.

—Te agradezco que hayas querido acompañarme —dijo—. No sabes cuánto lo necesitaba. Todo esto es extraño. Y te agradezco que me hayas hablado. No sé qué hubiese hecho esta noche, de continuar solo, al lado de Daniel y de mi padre. No sé aún lo que voy a hacer…

Su voz se llenó de energía. Sol sintió la fuerza súbita de sus dedos clavándose en sus manos.

—¡Cuántas veces pensé en la cárcel! —dijo Cristián—. Me hablaron muchas veces de ella. Acabé imaginándola casi exactamente como era. Pero llegó un día y me encerraron: me convertí en un preso. No fue a la cárcel donde me llevaron. Hay muchas cárceles sin rejas, ahora. Era una habitación cualquiera, no estaba sucia ni era húmeda, pero ¿qué más daba? No podía moverme, salir. Es tremendo. Te quedas solo. Solo, frente a ti mismo. Frente a tu pobreza, a la inutilidad de tus manos y de tus pensamientos. Solo con tus exigencias, con tu miseria, tus buenas y tus malas acciones, ya inútiles. Solo con tu sórdida realidad. Únicamente entonces conoces tus límites y piensas: toda mi vida era únicamente un gran deseo de romperlos, de traspasarlos… No, no. La cárcel la llevaba yo mismo, la cárcel soy yo. Creo que me entiendes tan bien como yo te he comprendido a ti. ¡Para qué luchar, para qué esforzarse en algo, para qué vivir y apetecer, si primero no nos liberamos de nosotros mismos, de nuestra cobardía, de nuestras claudicaciones! Pero, a pesar de saberlo, hay algo que me desespera: ¡yo no quiero morir! ¿Entiendes tú esto? Yo no quiero, no quiero morir…

Sol estaba quieta, mirando sus manos enlazadas.

No, ella no lo entendía tampoco.

—Dime —pidió—. ¿En qué creías tú?

Cristián acabó la botella. Su lengua se hizo más pesada.

—Ya no lo sé, no lo recuerdo. Sólo quiero vivir… Y no quiero matar a nadie.

Hizo una pausa imprevista. Su voz se dobló, definitivamente rota.

—¿Por qué lloras?

Cristián sacudió la cabeza con rabia.

—¿Llorar? ¡Qué tonterías dices!

Se tapó los ojos con las manos. No lloraba, no podía llorar. Mil cosas pueden ocurrir cuando se llevan seis meses encerrado en una buhardilla, cuando se tiene la vida cercada por unas sucias paredes que no se aman. Mil cosas, menos llorar. El curso de las horas se convierte en caravana sin fin, los minutos golpean dentro de los oídos y se odia cada fragmento, cada milímetro del muro que nos niega el horizonte.

De nuevo los días pasados volvían a él. Antes, de estudiante, apenas volvió allí más que lo indispensable. Consideraba la casa paterna como una pensión extraordinariamente económica; un lugar adonde se va a comer y a dormir gratuitamente. Ahora, en cambio, en aquellos meses la vivió hasta la extenuación.

Pudo darse cuenta de las goteras del techo, de los mosaicos desprendidos, del polvo acumulado en la alfombra, de la vejez de los muebles. Sentía asco y piedad al comprobar cómo vivieron sus padres, igual que tantos otros seres. Seres anodinos mal retribuidos, obligados a ir con corbata y zapatos, consumidos en su paciencia. Sentía la vergüenza de su pobreza. Aquella pobreza que a su padre no le dio tiempo siquiera para enfrentarse a solas consigo mismo. Careció de todo, el viejo. Su máxima, tal vez única ambición, fue tener una pequeña biblioteca.

Pero no la tuvo hasta que Pablo la requisó para él.

Todo contacto con las cosas bellas y agradables debió considerarlo extraordinario. Sus días se llenaban con las horas de clase, únicamente. Lecciones por la mañana, por la tarde por la noche… Podría leerse su biografía en la pequeña agenda que llevaba en el bolsillo: De 8 a 9, Sr. X; de 10 a 12, Sr. Z; de 2 a 4, Sr. D… Clases en la academia, clases particulares, clases en vacaciones para alumnos retrasados…

Hasta que le fue imposible mantenerse en pie por la calle. Enfermo, viejo, casi inútil, apenas veía, cuando alguien le encargó un libro sobre Patrística, un trabajo que lo entusiasmaba. El anciano trabajaba en él con fe y con prisa, con un entusiasmo que le daba vida, diríase. Para no hundirlo, no le dijeron que su libro ya no lo esperaba nadie, que quien se lo encargó había muerto con la cabeza aplastada por la culata de un fusil. Su memoria era frágil y dolorosa. Había en él un trágico y torpe retorno a la infancia. Todavía corría, tenía prisa, como toda su vida.

Y, ¿para qué?, se preguntaba Cristián. ¿Para qué corrió tanto su padre, si lo perdió todo o nada tuvo?

Su mujer le abandonó. No quiso aceptar más tiempo el regateo cotidiano, los trajes cien veces cepillados, la preocupación de los fines de mes. Y Cristián pensó en los hombres como su padre, que no tienen derecho a disponer de unas horas diarias para pensar y olvidarse de su tragedia, para gozar o lamentar la oscura poesía de existir, para escuchar una canción o no hacer nada…

No lloraba. Pero no podía eliminar de su memoria a su padre, afanoso y medio ciego, inclinado sobre las cuartillas, ajeno a su época, perseguido por el fantasma grotesco del hambre y de la muerte. Vio la infancia abandonada de Daniel, sus míseras raterías, sus sueños de poder. Daniel solía desaparecer durante días enteros, durante semanas, acaso para llegar de improviso a una hora intempestiva, lavarse precipitadamente dejando el suelo lleno de charcos y marcharse de nuevo. Apenas contaba dieciséis años y estaba muriéndose allí al lado, casi irremediablemente.

Durante aquellos meses de encierro, Cristián fue a menudo a refugiarse en su cuarto, que años atrás compartió con Pablo, al otro extremo de la casa. Tal vez en aquel instante dos moscas zumbaban sobre sus cuartillas en blanco de estudiante. Las cuartillas le desesperaban por su blancura, por su vacío, como sus mismas horas. Pero Cristián se resistía a salir a la calle, no quería ser enrolado hacia la muerte. Asomado a la ventana, veía la aglomeración gris y rojiza de las azoteas y el humo, la ropa tendida y los palomares. Alguna vez, un gato saltaba de tejado en tejado, seguido por alguien que hacía equilibrios sobre las frágiles vertientes. ¿Quién podía saber el valor de un hombre, de una vida viendo aquella caza patética, desesperada? Desde su altura contemplaba las casas, azules pardas, amarillas, las piedras. Y al fondo, como una llamada, vibrando como un metal pulido, el mar.

Igual que una fiera enjaulada, Cristián acababa recorriendo la buhardilla de punta a punta. Una vez, dos, cincuenta. Los dibujos de la alfombra, a veces le parecían pájaros, a veces hombres, a veces islas.

Después, rendido, apoyaba la frente en la pared, hasta que, de nuevo, le parecía que iban a estallarle las venas. Olvidaba a los hombres, se olvidaba a sí mismo, a todo lo que llenó sus sueños para únicamente estrangular su sombra reflejada en el muro.

Pero ¿llorar?, ¿llorar?… ¿Qué estupidez dijo aquella chica?

Sin embargo, Sol rozó su cara con la mano y sintió sus lágrimas silenciosas. La cabeza de Cristián se apoyaba en la suya, quieta. Había en los dos una respiración contenida, idéntica. Sol sintió cerca aquellos ojos grandes. Parecían escuchar a la vez el rumor de una misma sangre, el curso de aquellos ríos cálidos y escondidos.

Ninguno de los dos hubiese podido decir cuánto tiempo estuvieron así, apoyados el uno en el otro, silenciosos. Y tuvieron miedo de romper aquel momento, como si fuese lo único que les quedara, lo único que ya les importase.