I

A Pablo, Cristián y Daniel Borrero, siendo todavía niños, la madre les abandonó para seguir a cierto viajante de una fábrica de perfumes. En realidad, su ausencia sólo se notó por el desacostumbrado silencio que llenaba la casa. Un silencio que parecía un enorme bostezo de alivio, rebotando blandamente contra los muros, sobre la vieja alfombra apolillada.

En la ventana posterior, que el sol llenaba hasta muy tarde una maceta de geranios se fue muriendo ante la mirada indiferente de los chicos.

Pablo tenía entonces trece años. Era un muchacho alto y pálido con oscuros ojos azules y los hombros estrechos. Creció como empujado por el estribillo monótono de una voz incesante. La voz machacona de su madre, rota siempre en quejas amargas e insultantes. Pablo era dócil, tímido, bondadoso.

Su madre le enviaba a la tienda de comestibles, a por el periódico, a la mercería, donde él, ruborizándose, preguntaba el precio de las agujas y del hilo de zurcir.

El verano, la primavera o el frío llamaban a las ventanas de la buhardilla con nudillos de niño, con prisa impaciente y tal vez alegre. La roja melena de los meses que mueren sacudían en el cristal mil reflejos, con tintineo de lluvias impalpables. Pablo estudiaba en la vieja mesa del comedor, bajo la bombilla amarillenta, con una puerta a su espalda abriéndose al oscuro pasillo. ¡Qué noche más tibia le llegaba a veces! Allí donde nacen las sonrisas tontas, los sueños que no tienen objeto ni razón. Qué noches, a veces, tan dulcemente negras.

Cristián era un muchachito inquieto, rechinante de vida, que a la salida de la academia daba patadas a una pelota por las calles, con los rizos revueltos y la garganta ronca de tanto gritar. Una vez llegó a casa temblando, porque dejó para jugar el abrigo abandonado sobre la acera, junto a los libros, y alguien se lo robó. Su madre le dio de cachetes y aprovechó la ocasión —una vez más— para quejarse de la mísera existencia que llevaban.

Pablo no sentía amor hacia su madre. Contemplaba sus flácidas mejillas blancas, sus párpados azules y su pelo teñido de un negro pegajoso. Se levantaba tarde, decía que estaba cansada de ser la criada de la familia y hablaba de los hombres con que, según ella, hubiera podido casarse y disfrutar de un hogar decente, de no ser una criatura soñadora y romántica. La vida la trató mal aseguraba.

Y rompía en sollozos tras la puerta de la cocina, donde su mal humor llenaba de abolladuras los menguados cacharros de aluminio. Nadie en la casa la comprendía. Regaba su maceta tarareando un antiguo cuplé y escondía en el interior de una vieja tetera un paquete de cigarrillos. Pablo recordaba el collar de gruesas perlas falsas que jamás se quitaba, ni aun para dormir. Y, también, aquellos mechones de cabello muerto que le quedaban entre las púas del peine.

El pequeño Daniel iba siempre con las rodillas sucias. El pantalón excesivamente corto dejaba al descubierto sus piernas flacas y amoratadas. Bajaba a jugar con los chicos de la calle y no quería estudiar, por más que en la Academia donde daba clases su padre, tenía la matrícula gratuita. A los siete años, era un golfillo ladrón y malicioso. Pablo sufría contemplándolo, sin saber exactamente por qué, porque tampoco sentía cariño hacia él. Inútilmente intentaba enseñarle a leer. Su madre se lo arrancaba de las manos con una amarga sonrisa.

—¿Querrás convertirlo en un pozo de ciencia, como tu padre? —decía—. Pues me río yo de toda su sabiduría. ¡Para lo que sirve! Para que nos muramos de asco en este mal agujero…

Y se perdía en una sarta de lamentaciones. Decía que prefería ver a su hijo convertido en un analfabeto, con la seguridad de que se ganaría mejor la vida aprendiendo a robar con la mano izquierda que a escribir con la derecha. Ponía el ejemplo de conocidos suyos, listos y astutos, que sin saber leer, como quien dice, amasaron una fortuna. Daniel, oyendo esto, reía y daba tirones a la falda de su madre. Sus ojos necesitaban lentes, pero nadie se ocupaba de eso.

Pablo se levantaba muy temprano. Aún con los ojos cerrados, saltaba de la cama quedándose un instante sentado, frotándose los párpados. La primera imagen con que tropezaba su mirada era la de sus propios pies temblando sobre los mosaicos del suelo.

Despertaba luego a Cristián, que dormía a su lado, con el brillante cabello enredado, la boca entreabierta y los brazos confiadamente en cruz. Pablo entraba después en la habitación de sus padres. La madre descansaba en la azulosa pereza de su carne, de un blanco pastoso, denso, con fofos repliegues.

Las perlas falsas parecían nacidas de la piel misma, como fundidas en aquella tibieza malsana. Dominando un extraño ahogo Pablo despertaba a su padre. Ellos mismos encendían el hornillo de alcohol y se preparaban el desayuno. Pablo sentía el corazón estrujado, al contemplar a su padre, que raspaba torpemente las cerillas y dejaba hervir el café. Luego, bajo la lluvia, el sol o la luz gris de la mañana, corrían hacia la Academia. Corrían siempre, como perseguidos eternamente por el tiempo, por la vida misma. Pablo sentía una inmensa compasión por su padre, nacida de infinitas escenas de familia, de burlas escolares, de cuantas charlas amistosas casi fraternas, sostuvo con él. Pablo creía que su padre vivía en un mundo distinto al de los demás seres. Parecía entregado a otros siglos, bordeaba la vida como un sonámbulo. Los gruesos cristales de sus lentes le achicaban los ojos. A veces, Pablo hablaba con él del porvenir.

Un día, Pablo descubrió que su padre había robado un libro de una Biblioteca. Sintió los ojos húmedos de rabia, una rabia llena de piedad y de dolor, y se prometió: Algún día le forraré de libros una habitación entera.

El viejo Borrero iba a sus clases con los hombros salpicados de caspa y un sombrero abollado en la cabeza. A fuerza de pólizas, instancias y tiempo consiguió que el Estado becase la carrera a uno de sus tres hijos. Pensó en Pablo. Desde que nació, había soñado para él aquella beca, para que le sucediese en las aulas. Incluso forjaron planes juntos. Pero cuando Pablo estuvo en edad no se la concedieron.

Por entonces, además, la existencia se hizo más penosa cada día. El viejo sufrió fuertes ataques de reuma y hubo de abandonar las clases. Los chicos crecían, crecían. Pablo tuvo necesidad de buscarse un empleo con el que ayudar a la familia y, cuando por fin, la beca llegó, cedió su oportunidad a Cristián, un muchacho de grandes ojos asombrados Pablo encontró trabajo en la oficina del Matadero.

En sus ratos libres, por las noches, estudiaba. Ya que no otra cosa, pensaba ser maestro. Cristián estudiaba Medicina, si bien la carrera parecía tener para él menos importancia que otras cosas. La beca cedida por su hermano le pesaba, a veces, aunque nada decía.

El día en que el anciano Borrero comprendió que no podría volver a dar clases en la Academia, Pablo no se apartó de su lado. El anciano tomó su café lentamente. Fue, luego, a mirarse al espejo, con curiosidad. Pablo supo entonces que su padre era verdaderamente viejo. Casi como un muerto colgado de su brazo, apoyándose en su vida. Y una gran angustia se apoderó de él. Aquel anciano era el único ser a quien quiso y querría.

Pero, ni de esto ni de todo lo que ocurrió después, sabía nada Eduardo, cuando hablaba a su hermana de Daniel.

La primera vez que Eduardo y Daniel se hablaron, era éste una criatura raquítica, de ojos bizcos y largos cabellos negros que le poblaban suciamente el cogote. Creció débil y astuto, con una larga sonrisa entre los labios, como de eterno regocijo, aun en los momentos en que recibía golpes e insultos.

Daniel recordaba ahora, tendido en la cama, su primer encuentro con Eduardo. Algo frío, torpe, le agarrotaba el pecho y, sin embargo, conservaba su sonrisa de siempre, como un constante encogerse de hombros. Nunca quiso a nadie, ni siquiera a Chano, y Eduardo no era una excepción. Decía la palabra amigo, pero esa palabra tenía para él una acidez irremediable. La misma sensación helada, seca, que rodeaba todos sus actos. No sufro, pensaba, envanecido de su distancia, de su no aceptar ningún compromiso. No tenía tiempo para esas cosas. Ni creía en los otros, sólo en sí mismo. Una risita aguda se le escapó, entre dientes, pensándolo.

La tarde entraba para Daniel llena de un frío mojado, destilando manchas parduscas en las paredes.

Escupía sangre. Cuesta caro trampear con la miseria año tras año y permitirse de vez en cuando desaforados mordiscos a la vida. Pero tiene gracia vivir —se dijo—. Tiene gracia vivir. Siempre pensó que había de aprender a estrujar lo pequeño, lo ínfimo y arrancarle una gota de provecho.

Una luz blanca bailoteaba como una risa en la pared. Daniel escondía las dos manos en el cabello para calentarlas en la propia fiebre. Desde la cama, extendiendo la mano podía rozar el cristal de la ventana. Estaba empañado y lo frotó con los dedos, como buscando un trozo de cielo. De todos modos yo tengo suerte. Siempre he tenido mucha suerte, se repitió. Empezaba a pesarle la cabeza, las ideas se agarrotaban en su cerebro. Sintió de pronto una especie de impulso, algo parecido a un anhelo hondo y desconocido. Procuró coordinar sus pensamientos, aferrarse a una idea. Recordaba algo, pero, inmediatamente, otra imagen se interpuso, cambiando el curso de sus ideas. En algún rincón de sí mismo, en el corazón tal vez, persistía un pequeño dolor, incomprensible. El deseo que le dominaba era triste y extrañamente dulce. ¿Por qué se acordaba de Chano?

¿Por qué se acordaba de Lola, de Marina, de Eduardo, de su ataque de tos? Algo que descubría en sí mismo algo íntimo, recóndito, temblaba. ¡Qué extraño era todo! Procuró sonreír. Procuraba notar, de un modo físico, su sonrisa, fijarla en sus mejillas. Un extraño pudor, como si temiese que, de un momento a otro su pecho fuera a abrirse de par en par y todos pudieran ver su dolor inexplicable aquel dolor que también él se contemplaba confusamente le invadió.

¿De qué?, ¿de qué?, se repitió en voz alta. Cerró los ojos. Le dolía el pecho entero, le dolía la garganta, el fondo de los ojos, las muñecas… Sus dedos estaban fríos y, al acercárselos a la cabeza, los sentía como ajenos, helados, entre la maraña de su pelo sudoroso.

Porque, eso sí —y respiró hondo, cuanto pudo—, yo tengo muchos amigos. De nuevo volvió la cabeza hacia el cristal gris y empañado, en el que no había cielo alguno. ¿De qué?, ¿de qué?, se repitió. De algo procedía indudablemente aquel dolor pero no sabía qué era. ¡Qué torpe se iba volviendo por momentos!

Esto le trajo un súbito, desconocido miedo, que le obligó a cerrar los ojos. No quería cerrarlos. Sólo tenía miedo de quedarse a oscuras dentro de sí mismo.

De vez en cuando oía los pasos de Cristián, que entraba en el cuarto y se acercaba al lecho, mirándole. Cristián tenía los ojos hundidos. No salía de casa, porque andaban patrullas por las calles enrolando hombres para el frente. Pero no le quedaba más solución que estar allí, en la buhardilla, prisionero de la impotencia, del miedo. Muriéndose un poco cada minuto, inútilmente.

—¿Cómo estás? —preguntó Cristián, por milésima vez.

Daniel estaba ya cansado de oír la misma pregunta desde hacía dos semanas. No podía levantarse, no tenía fuerzas. Solamente Cristián se acercaba, a veces, le cogía la mano. ¿Cómo estás?…

—Ya pasará —dijo débilmente.

No podía durar mucho. Siempre, al fin y al cabo, pasaba. Luego, un buen día, se vestía y se echaba a la calle. Tenía muchas cosas en que pensar.

Sonó un portazo en el extremo del corredor. El viento entraba por las rendijas, como un mal amigo.

Hay puertas que se cierran solas, de golpe, pensó Daniel. De nuevo, notó algo, como un frío aleteo. Miró a Cristián. Su hermano seguía de pie, junto a la cama.

Lo veía de abajo arriba y, de improviso, le parecía que tenía las piernas enormes y la cabeza lejana, como si fuese a aplastársele contra el techo. Es mi hermano, se dijo. Algo extraño había en aquella palabra. En cierto modo, pensó, él y Cristián se sentían unidos contra Pablo. A los dos les humillaba la generosidad del hermano mayor, exclusivamente reservada para el anciano. Medicamentos y víveres, libros, ropas, dinero… Daniel le robaba a veces. Si Pablo se enteraba, le buscaba para apalearle. La brutalidad de Pablo era fría, sin cólera. Le cogía por el cuello y le llenaba la espalda de golpes, sin que le conmovieran los huesos salientes de su espina dorsal tras la piel pálida. No me pegues —decía Daniel entonces, con su voz más implorante—. No me pegues, estoy enfermo… Me matarás, estoy enfermo. Pablo no le escuchaba. No estás enfermo para golfear, decía. Si algo odiaba Pablo era la resignación, la cobardía. Sois jóvenes. Procuraos un modo de vivir. Cristián se apartó de la cama y Daniel lo vio alejarse de nuevo. No cerraré los ojos, se dijo. Sudaba fríamente. Cogió el borde de la sábana con las manos. Es fundamental que no cierre los ojos…

Súbitamente, deseó tener cerca a Cristián. Con esfuerzo volvió la cabeza hacia la puerta. Pero Cristián ya no estaba allí.

Daniel se quedó quieto, mirando las manchas del techo. Le daba vergüenza llamarle. Tampoco tenía fuerzas siquiera para levantar la voz y decir:

—Cristián, acércate…

Cristián avanzó por el oscuro pasillo. Al fondo, estaba el comedor con sus muebles rozados, las sillas de sucia tapicería, la gastada alfombra de pájaros y flores trenzadas. El patio aparecía verdoso tras el cristal. Se está acabando. De ésta no saldrá, pensó.

Algo como un humo gris y transparente flotaba entre las paredes del patio. Cristián se sentía aplastado, hundido. Deambulaba por la casa, mal afeitado, sin un mal pitillo que encender. Tenía hambre. Notaba cómo su cuerpo se debilitaba, al mismo tiempo que su corazón. Sentíase como prisionero entre las vidas de sus dos hermanos, obsesionado por ellos.

Se acaba. Concluyeron sus raterías, sus pequeñas astucias, su sonrisa burlona. De ésta no saldrá… Pensaba en él, ya, con tanto dolor como nostalgia.

Se apartó de la ventana y fue a sentarse, con la cabeza entre las manos.

Tal vez Pablo llegue a verlo. Y, si lo ve, ¿qué puede pensar?…

Sabía que Pablo vivía en una pequeña torre, en las afueras de la ciudad. La casa perteneció a un coronel. Pablo llevaba su vida aparte totalmente ajena a la de ellos, enigmático y silencioso. Es egoísta y ruin. Aprovecha las ventajas de su cargo y rehuye con habilidad las obligaciones…

Que estaba bien situado, era indudable. Gozaba de una cierta aureola admirativa y temerosa, a partes iguales. Él solo, cuando era un pobre maestrillo, en una escuela de suburbio, libertó a doce presidiarios…, decían de él. Bueno, ¿y qué? Otros hicieron lo mismo. Otros hicieron mucho más. Pero también había quien no hizo nada. Yo no he hecho nada. ¿Seré yo un cobarde?… ¿Qué soy yo? En poco tiempo, ¡cuántas cosas se deshicieron como la espuma dentro de él!

¡Cuántas cosas no podían regresar jamás, no se esperaban ya, pasase lo que pasase!

Sin saber cómo, le pareció escuchar, lejana y terriblemente presente a un tiempo, la inconfundible voz de Pablo, alucinada, delirante. Cuando Pablo hablaba, su voz decía más que sus palabras. Lo que no decía, lo que no explicaba, se filtraba en su acento bajo, profundo, a través de la piel. Su voz era como una droga, ganando el cansancio de los hombres.

Pablo lo sabe. Siempre lo supo…

Cristián oyó las pisadas torpes de su padre en la contigua habitación. Una irónica sonrisa le nació, involuntaria. Pablo venía a menudo, por las noches, para conversar plácidamente, casi ingenuamente, con el pobre anciano. Había algo, como el espectro de una infancia frustrada, de infancia marchita y apolillada, en todo aquello. A Cristián le admiraba el amor de Pablo por su padre viejo y medio chiflado.

A veces, les oía hablar en la habitación inmediata.

Resonaban las mismas inflexiones tras el tabique que, cuando muchos años atrás, hablaban del futuro de Pablo. A Cristián se le antojaba que su padre y su hermano, en aquellas charlas, andaban enterrando a un niño muerto, o a uno de esos juguetes olvidados, rígidos y descoloridos. A veces, a medio diálogo, Pablo leía en voz alta extrañas arengas repletas de citas bíblicas. Cristián le escuchaba como si aquella voz fuera música más que palabras.

Entró la noche y se levantó de nuevo para acudir junto a Daniel.

Serían cerca de las doce, cuando alguien llamó a la puerta. Cristián se adelantó a abrir. En el quicio aparecían Eduardo y una muchacha ¡Vaya! ¡Conque es ese marica amigo de Daniel! No sé si sabrá que…

—¿Y Daniel?… ¿Cómo se encuentra? —Eduardo habló con cierta vacilación. A la claridad nocturna, quizá dorada, que se filtraba por la claraboya, las cosas adquirían ante los ojos deslumbrados de Cristián un algo hermoso, irreal.

—Muriéndose —respondió bruscamente. Y les volvió la espalda.