VI

Ramón Boloix vivía en el piso alto de la escuela.

Se arrastraba sobre dos muletas y llevaba prendidos sobre la cazadora de cuero sus insignias y distintivos de combatiente.

Fumaba cigarros habanos, y se pasaba el día entre libros y papeles estudiando.

La dirección de la Escuela Roja le fue confiada, al salir del hospital, en premio a su comportamiento en el frente.

Todo esto le explicó Cloti durante el breve trayecto.

Le habló también de las clases. A veces, Boloix, a media lección, nos da una rebanadita de pan blanco, tan blanco que hace daño a los ojos. Sol, al saber su nombre, sentía una impaciencia exaltada, no sabía aún si temerosa.

—Y Ramón, ¿da clases también?

—Sí, desde luego. Sobre todo ahora, que faltan maestros. Tiene mucho trabajo. ¡Siempre está escribiendo!

—¿Hay muchos alumnos?

—Sí, muchos.

—¿Algún niño?

—No. Todos mayores de dieciocho años. Obreros, naturalmente.

Subieron la escalera. Todas las luces estaban encendidas y se oía un mosconeo de voces tras las puertas acristaladas, algunas entreabiertas. Sol entrevió las aulas improvisadas, con mesas largas a las que se acodaban hombres y mujeres, más o menos interesados en su tarea. El corazón que tan fuerte le golpeó hacía un instante, apenas lo sentía ahora.

—Cloti, ¿dices que le hablaste de mí?

—Claro, mujer.

—¿Y le dijiste mi nombre?

—Sí, no tengas miedo. Es cosa resuelta. Se quedará contigo, le conozco bien.

No se atrevió a preguntar más. No se atrevía ni a pensar, casi, y, de pronto, sintió deseos de taparse los oídos para no enterarse de nada. Las paredes estaban cubiertas de carteles. En una puerta, uno muy grande presentaba a un soldado caído en tierra, ensangrentado y señalando con el dedo al espectador. Debajo, una gran pregunta, en letras rojas: Y tú, ¿qué has hecho por la Victoria?…

Ramón Boloix estaba solo en su despacho. Al entrar, lo vieron inclinado a la mesa. La luz de una lámpara caía de lleno en sus manos, extendidas sobre el tablero. Sol se aproximó a él. Ramón levantó la cabeza y la miró.

—Sol —dijo con sonrisa dulce—. Sol, supongo que te acuerdas de mí.

Asintió. Un instante estuvieron mirándose, callados. Ramón conservaba su tristeza desvaída, la intensidad de sus ojos negros —nunca, hasta aquel momento, se dio cuenta de lo pequeños y juntos que tenía los ojos—, aquella voz suave y tranquila. Boloix seguía sentado. Sol vio unas muletas apoyadas contra el respaldo de la silla.

—Me dijo Cloti que querías trabajar —dijo él rompiendo aquel silencio difícil. Aquí encontraré algo para ti. Ya verás.

—Me es absolutamente necesario trabajar.

Era preciso decirlo así, no podía ser de otra manera.

En realidad, sólo pensaba: Tenemos hambre, tenemos hambre. ¡De tantas cosas! No quiero, no puedo morir.

—¿Y tu padre, Sol? —preguntó inesperadamente.

En su voz creyó Sol adivinar un raro paladeo, como si se recreara en aquella pregunta. Guardó silencio.

¿Qué iba decir?

—Ah, bien, bien. —Ramón cerró el libro, sin abandonar su sonrisa, y, pensativo, se pasó el dedo índice por el borde de las cejas.

—¡Vete! —dijo con voz seca. Sol le miró, extrañada.

Pero la orden iba dirigida a Cloti, que a sus espaldas aguardaba, taciturna. Sol desconocía el tono seco, duro, de aquella voz.

Cloti salió sin decir nada, con rara humildad, cerrando la puerta.

Ramón le ofreció una silla con gesto afable.

—Cuéntame —dijo—. Háblame de ti. ¿Qué haces, cómo vives…? Te he recordado muchas veces.

—Mataron a mi padre —dijo Sol. No podía evitar violencia en su voz, al decir esto. Siempre le dolerían estas palabras como una herida fresca, sangrante—. Mi hermano… no es una gran ayuda. He de trabajar. No tenemos dinero.

Ramón jugaba distraídamente con una regla.

Luego, la miró de frente con aquella sonrisa que le rejuvenecía, blanca, bella, que a Sol, tiempo atrás, le gustaba contemplar. Aquella sonrisa abierta, sincera, que parecía pertenecer a un hombre distinto.

—He recordado a veces el bosque, aquel día de lluvia… Y a tu abuela. Era una hermosa loba. Imagino que continuará guardando la vigilia con glotonería y asomándose a la ventana con una escopeta cargada… Las cosas no cambian para seres así.

Sol no dijo nada. Alguna vez lo pensó. La abuela, en su montaña, seguiría la misma vida, ignorante de todo.

Ramón comenzó a hablar de aquellos días que pasaron juntos. Su voz se hacía amiga, melancólica. Sol se sintió ganada por ella. Le provocaba una tibia esperanza de no sabía qué. Llevaba mucho tiempo sin experimentar un sentimiento parecido. Otra vez, como años atrás, sentía cerca la amistad de aquel hombre, su confianza. Pero no sabía ni alegrarse. Tenía miedo. ¿Qué podía esperar de él? ¿No sería mejor apartarlo totalmente de su vida?

Luego, Boloix habló de su trabajo.

—Necesito un ayudante —dijo—. He pensado que tú podrías desempeñar este cargo. No tendrás mucho trabajo, verás.

Se miró las uñas, pensativo.

—Te daré un carnet sindical, en el que constarán algunos años más de los que tienes. También te daré vales para un comedor.

Sol parpadeó, con cierta angustia. No podía evitar una extraña humillación, como si recibiese una limosna.

Ramón extendió los brazos hacia las muletas y se incorporó pesadamente.

La habitación resultaba fría, aunque los muebles fuesen de buena madera, casi lujosos. Se notaba que estaban allí de aluvión, tras alguna requisa, que no fueron pensados para aquella pieza.

—Vivo aquí mismo —le explicó Ramón—. Ven, si quieres, guardo alguna cosa que quizá te guste ver.

Sus muletas chocaban desagradablemente contra el suelo. Sol le miró, no sin sorpresa. ¡Qué viejo estaba! Al salir del aro luminoso de la pantalla notó cerca aquella vida en declive, triste mutilada. Era un inválido para siempre. Y, como en un sueño, recordó aquel tiempo en que sintió por él un amor vago, ligero, inconcreto. Repentinamente notó el vacío de este sentimiento, como no sintió nunca el amor. Intentó recuperar el recuerdo, revivir en su memoria la amistad dulce el afecto de sus quince años. Le dolía ser ella la que cambió, la que perdió cosas en el tiempo pasado. Hubiese preferido culparle a él de este olvido. Culparle de los años vencidos, de su cuerpo mutilado, del ruido desagradable de sus muletas.

Ramón se aproximó a una puertecilla cercana.

Como distraído en otra cosa, despacio, sacó de su bolsillo una llave.

—Fui voluntario al frente —dijo sin mirarla. Se diría que adivinaba lo que pensaba Sol y que quería dárselo a entender. Luego, añadió, inesperadamente—: Perderemos esta guerra. La hemos perdido ya.

Sol se volvió hacia él con gesto cansado. Y evocó un mundo huido en el que los suelos y las paredes no estaban desnudos.

Entraron en la pieza contigua.

—He reunido aquí tantas cosas como tu abuela. Pero, con seguridad, no tengo tantas indulgencias almacenadas.

Como en el dormitorio de la abuela, hacía allí calor. La misma atmósfera recargada, el mismo abigarramiento de objetos.

Ramón al parecer, sintió preferencia por las viejas iglesias pueblerinas. Tenía un fragmento de retablo antiquísimo y figuras de santos ángeles y dragones llenos de repliegues y purpurina. La mayoría de las tallas eran una exaltación de costras, heridas, mutilaciones… ¡Qué extraña afición a venerar llagas, goterones de sangre!, pensaba Sol. Y un raro temor se apoderó de ella. Algo terrible subyacía en aquellas figuras, en sus ojos de vidrio pintado que miraban con fijeza obsesiva a lo largo de los siglos. Un hálito mágico, casi insano, se desprendía de ellas.

Sol miró a Ramón, que, quieto, contemplaba sus tesoros. ¡Qué extraña afición por los siglos pasados la de aquel hombre que fue a la guerra acuciado por el presente! Algo había allí, en aquellos objetos, en lo profundo de aquel hombre, que atravesaba el tiempo, que taladraba los días y los años, impalpable. Algo a lo que no se podía escapar, que apresaba y retenía, sin libertad posible.

Ramón tenía los hombros levantados a causa de las muletas, lo que le hundía la cabeza, vencida como por una fuerza arrolladora. Al verle allí, junto a aquella angustiosa aglomeración de años, Sol intuyó la encarnación de veinte siglos de fracaso. Y le invadió una desgana, incierta, no sabía exactamente ante qué.

—Vuelve pasado mañana —dijo Ramón, con una sonrisa—. Para entonces ya estará lo tuyo arreglado.

—¿Tan pronto?

—Sí. Y espero que serás un buen auxiliar.

Ramón se le acercó. Sol se fijó en sus ojos pequeños, redondos. Boloix avanzó una mano y la dejó caer suavemente sobre su hombro. Luego, la apartó, blanda, cansada. A su contacto, Sol sintió una escondida ternura.

—Adiós —le dijo. Y añadió—: Gracias por todo lo que haces.

Ramón se encogió levemente de hombros. Sol salió de allí y se dirigió hacia su casa. Una alegría pequeña, tenue como una lucecilla, se encendía dentro de su pecho. Ramón Boloix era su único amigo, el único que se interesó una vez por su corazón y por sus pensamientos. No lo podía olvidar.

A los dos días, Ramón le entregó el carnet sindical y un taco de tickets para un comedor público.

Hubo de entregar tres fotografías y firmar varios papeles, al pie de su filiación, en la que constaban tres años más de los verdaderos. Un papel, otros, otros…

Sellos. Firmas. Sol pensó en cuántos números, letras y papeles se necesitaban para justificar su presencia entre los hombres y mujeres que nutrían la sociedad. Cuando Luis y Elena se casaron, seguramente no pensaban en aquellos carnets. Ni, sobre todo, en aquellos tickets amarillos que controlaban y satisfacían el hambre.

Noche tras noche, Sol fue a la escuela. Su trabajo era sencillo y monótono. Corregía cuadernos, llevaba al día las listas de los alumnos o preparaba cuestionarios. Ramón la trataba con deferencia y dulzura, como en los tiempos en que le conoció, y ella sentía hacia él un agradecimiento un tanto amargo, inexplicablemente doloroso.

A veces, al repasar los cuadernos de los obreros, imaginaba las manos de los hombres y mujeres que los llenaban. Manos toscas, de uñas negras y roídas que, por lo general, manchaban el papel. Ramón le contó el caso de hombres de más de treinta años que aprendieron a leer y a escribir en pocos meses.

Se comparaba con ellos y se sentía insatisfecha. Debió hacer más, mucho más en la vida. ¿Podría, aún, subsanarlo cuando llegara la paz? Ilusionada, creía que sí.

El comedor al que acudía era un antiguo restaurante de la calle Muntaner. Las vidrieras y los espejos estaban materialmente cubiertos de carteles.

El primer día se sentó junto a un gran ventanal abierto a la calle. Le sirvieron un plato de legumbres cocidas, un panecillo y un vaso de vino. Comió sin gusto, automáticamente. A través del cristal empañado de frío, las formas y los colores tenían algo de acuarela deshilachada.

Contempló los cuerpos inclinados preocupadamente sobre los platos, entre un vaho espeso y cargado de olores. Una joven, acompañada de un hombre, se sentó a la mesa vecina. Hacía un calor raro que dejaba heladas las manos y los pies y que, por otra parte, obligaba a desprenderse de los abrigos. La recién llegada se quitó la chaqueta y quedó en jersey blanco, tan ceñido a su cuerpo opulento que Sol, sin querer, se encogió más en su delgadez.

La mujer abría y cerraba los labios pintados, incansable. El tenedor entraba y salía de su boca una y otra vez. Sol se sintió extrañamente obsesionada. Hacía tiempo que no comía tanto. El plato era tan abundante como insípido. Bebió el vino con avidez. Luego, miró a su alrededor, sobresaltada, como si todos la estuviesen mirando. La sangre le golpeaba en las venas. Las mejillas le quemaban. Mecánicamente, repetía el gesto colectivo de llevarse el tenedor a la boca y tragar. Hasta entonces nunca se dio cuenta de la realidad de aquel gesto. A su alrededor, las voces crecían mezcladas, vacías de significado. Nada importaba lo que dijeran, lo que pensasen. No eran más que hombres y mujeres comiendo, entregados a la cotidiana esclavitud de alimentarse. Si al hombre le falta su comida, pensaba Sol, acaba borrando de sus pensamientos toda idea que no sea llenar su estómago. Sólo una cosa le preocupaba: roer un trozo de cuero, mascar virutas de madera. Su inteligencia quedaba, entonces, reducida a esta sola preocupación. A veces, hasta devorar los cadáveres de sus hermanos.

Sol se estremeció. Una mosca, atontada de frío, empezó a pasearse por el borde de su vaso, y luego sobre las manchas del mantel. En el mantel se veían oscuras islas de vino seco, de comidas anteriores, de otros que allí calmaron su apetito. Las manos de Sol temblaban ligeramente. Los camareros, todos muy viejos, cortaban con gesto adusto el ticket y arrojaban sobre la mesa el plato, más que dejarlo.

Qué repugnante gesto, se le antojaba a Sol ahora aquel de ingerir los alimentos. Frente a ella, la muchacha del jersey blanco se abultaba y crecía por segundos. La pintura de sus labios se corría lastimosamente formando pequeñas grietas rojas en torno a la boca. Su acompañante y ella, no obstante, charlaban con toda naturalidad. Aproximaban sus rostros y mezclaban palabras y trozos de comida sin orden ni concierto, como si todo fuera igualmente necesario al organismo. Tal vez, pensó, era así realmente. ¡Qué pobre cosa el cuerpo humano! Y, según Eduardo, era lo único que poseíamos. Inútilmente intentó comprenderlo. Las confidencias que el chico le hizo, lo que de él supuso, le parecían de una monstruosa imbecilidad. Había, si era preciso, que inventar otra vida nueva… De pronto, sintió náuseas. El hambre se transformó en unas horribles ganas de vomitar. Tal vez el hambre era eso únicamente: una inmensa náusea incontenible. Allí estaba su cuerpo, delgado y frágil. Tenía ante los ojos la visión de sus manos, de sus dedos blancos y temblorosos, como gusanos delicadísimos. Dentro de las sienes percibía la vibración sutil de la sangre. No estaba reducida a esto únicamente. Mil voces en ella le gritaban cosas alegres y horribles, tiernas y misteriosas, pasadas, futuras. Pero ¿por qué no le había explicado nadie que el ser humano está esclavizado a las exigencias de su cuerpo? ¿Por qué no le advirtieron que, ante todo, para amar, para perdonar, para comprender, para ser bueno, se necesita comer? El hambre debería ser cosa resuelta. Sobraban hombres y mujeres. ¡Cómo la anonadaba este pensamiento! Se sentía de los que sobran. ¡Qué horror ir por el mundo simplemente arrastrando el nacimiento, estampando sellos y aumentándose la edad, corrigiendo las faltas de ortografía de seres que se entienden con interjecciones brevísimas, que saben insultarse con un solo gesto!

Inclinó la cabeza y trató de ahuyentar la avalancha de su amargura, de su repugnancia. Pero contra el asco no se puede luchar. Le asqueaba hasta el rumor de su propia respiración. Maquinalmente fue a beber. Pero el vaso estaba vacío y su fondo manchado por unos posos negruzcos que le recordaron los polvos de hacer tinta que usaban en el colegio.

Se sirvió agua y bebió para borrar el gusto áspero que inundaba su paladar. La garganta le dolía, igual que de niña, al aguantarse las ganas de llorar. Se sabía sin preparación para vivir. Ella y los que la rodeaban, seguramente, tenían que romper una corteza de recuerdos, de ideas, antes de florecer en un ser distinto. Se veía como una larva lastimosa luchando desesperadamente por conseguir su verdadera forma. La mosca quieta, la miraba. ¿Quién sabía, al cabo de los siglos, la evolución de aquel ser pequeño y repugnante? Y la miró, como supuso la mirarían a ella en aquel instante las estrellas.

Volvió a pensar en Eduardo, en la sensación de frío que emanaba. Aquel frío tal vez le liberaba de incomodidades, de escrúpulos. Sumergido en un mundo blanco, sin amor, sin odio, sin esperanzas ni recuerdos. No, no. Ella no podría ser jamás como su hermano.

Se levantó de la mesa, guardando el panecillo para su madre, que la esperaba impaciente, raramente ilusionada por la novedad.

Ramón Boloix seguía siendo el amigo bondadoso y comprensivo de aquel verano que ahora parecía tan lejano. Muchas noches, después de que los alumnos se marchaban, la retenía con cualquier pretexto.

Pasaban a la habitación contigua al despacho y, tras concluir el trabajo, el propio Ramón, con ilusión pueril, preparaba unas tazas de té. Junto a la chimenea encendida, charlaban largamente.

Poco a poco, Sol fue liberando sus pensamientos ante aquel hombre que la miraba comprensivo. Le habló de sus decepciones, de su miedo, de su hermano y de su madre. De su vida, que creía sin sentido ni objeto. A veces, al hablar con Ramón, Sol se aclaraba a sí misma ideas aún confusas. Estas conversaciones la ayudaban, incluso la liberaban de la creciente angustia que iba dominándola últimamente.

La habitación en que charlaban, abigarrada de tallas, fragmentos de retablos y Cristos medievales, iluminada apenas por una lámpara de sobremesa o por las llamas de la chimenea, despertaba en Sol una mezcla de bienestar e inquietud indefinibles. A veces, cuando más cómodamente se sentía, algo, como un viento frío, como un brillo de ojos siniestros, la sobresaltaba. Las manos vueltas de un Cristo, en madera ennegrecida, con las palmas rígidas y desoladas, golpeaban de pronto sus pupilas, encogiéndole el corazón. Dos grandes ventanas daban al jardín.

Ramón no cerraba casi nunca los postigos y hasta ellos llegaba el fulgor pálido de la noche. Otras veces, era su negrura entera la que parecía llenar la pieza, sobrecogiéndoles.

Un día, se dio cuenta de que Ramón no le hablaba nunca de sí mismo. La escuchaba comentaba más o menos lo que ella le decía, pero jamás le abría su corazón. Sol ya casi le consideraba como la única persona en quien podía confiar, y, sin embargo, nada sabía de él. Ni siquiera sé qué sentimientos le inspiro, se dijo con perplejidad. En alguna ocasión, mientras ella hablaba, él acercó su mano hasta la suya, oprimiéndosela. Parecía una mano colgada en el aire, floja, blanda. Poco a poco, de nuevo, Sol sentía nacerle una esperanza o un dolor indefinible. Algo pequeño y vivo, como una de esas lucecillas que, a veces, bordean los caminos en la noche. Intentaba avivar aquella luz, revivir aquel día en que corrieron juntos, de la mano, bajo la lluvia. También ahora le parecía correr con él para que no les sorprendiera la tormenta, hacia un refugio lejano, inalcanzable.

Una noche, encontró a Ramón triste y silencioso.

Creyó ver en sus ojos una angustia sorda y callada.

Como si un río oculto y envenenado corriera socavadamente por su cuerpo. Sin embargo, sus palabras eran las mismas de siempre, suaves, tranquilas. Cuando acabaron las lecciones, no sabía si marcharse o esperar a que él le dijese algo.

Al quedarse solos, Ramón se dirigió hacia la puerta, del gabinete contiguo sin pretextar algún trabajo para retenerla a su lado, como solía hacer y sin mediar palabra apenas sin darse cuenta, le siguió.

Sol, Levantó la cabeza y halló fijos en ella los ojos negros, pequeños y brillantes, de Ramón Boloix. Indecisa, optó por recoger sus cosas. Ya se disponía a irse cuando Ramón se volvió hacia ella.

—¿Por qué te vas?

Ramón, con gran naturalidad, encendió el hornillo de alcohol y preparó el té. Se movía torpemente sobre las muletas, pero ella no se atrevía a ayudarle.

Sol encogió levemente los hombros y le miró, interrogándole. Ramón le habló con una voz distinta, extrañamente burlona.

—Bueno, bueno, no te preocupes. Ya comprendo.

Se levantó, acercándose a la ventana.

El cielo estaba lívido y frío. En el jardín, las copas de los árboles aparecían mutiladas y desnudas, ateridas de inviernos y de podas. Todo vestigio de luz fue borrado temerosamente. Barcelona se apagaba.

—Sé que no puedo obligarte a la compañía de un hombre inválido y aburrido. Hoy, verdaderamente, sólo quería hablar un poco contigo, sentirte cerca de mí, ver tus ojos y oír tu voz. No, hoy no necesito dictarte ningún trabajo. Tienes derecho a irte.

Sol se acercó a él impulsivamente y apoyó una mano en su hombro.

—No sé cómo puedes decir eso. Me duele oírte hablar así.

En los ojos de Ramón creyó descubrir cierta dureza. Pero, de nuevo, una sonrisa entreabría sus labios.

—Bah, no te preocupes. Hasta mañana, Sol.

Y añadió, en voz baja:

—Los dos estamos cansados.

Ramón cerró la puerta con sequedad. Sol oyó el golpe inquieta.

Sol se fue con el ánimo un tanto oprimido. Algo nuevo surgía de pronto entre los dos pero era algo triste.

De nuevo se veía sola, sin nadie a quien confiar aquel pequeño y cálido sentimiento que brotó en ella, se escondía.

El miedo amenazaba desde aquel cielo impávido, vigilado sin cesar. En los sótanos de la gran ciudad, el miedo se almacenaba codo a codo de cada hombre, de cada mujer, de cada niño. Miedo, hambre. No, pensó. No podía limitarse a eso la vida.

Sol sintió que su pequeña luz crecía. Luego, le pareció extraño, absolutamente nuevo y extraño, que alguien pudiese amarla.

Recordó una vez más los papeles y carnets que llevaba en el bolsillo, la fotografía pegada a ellos.

¡Si el amor compensase de aquello, si el amor mereciese la pena de todo aquello…!

Oyó hablar mucho del amor, pero no había amado nunca. ¡Si justificase la lucha opresora de todos los días! ¿Por qué no habría de ser así?

Soy egoísta —pensó—. Sólo pienso en mí, sólo le hablo de mí. Pero ¿qué hago por él? ¿De qué modo respondo a su afecto, a su comprensión? Jamás le he preguntado nada, jamás me he interesado por su vida, por lo que puede hacerle sufrir.

A la noche siguiente, sintió una extraña timidez frente al fuego. Las llamas, bajas, despedían reflejos verdosos. De un modo casi físico notaba la sombra de Ramón cayendo sobre su espalda. Lo sintió inclinarse, torpe, añadir leña. Luego notó su mano, acariciándole el cabello, suave. Después, aquella mano se detuvo en su hombro.

Ramón aparecía como siempre, cordial, afectuoso, pero Sol presentía que algo comenzaba a resquebrajarse en aquella amistad. Y esto le dolió.

Se volvió hacia Ramón y se encontró con su mirada fija, dura. Ninguna sonrisa iluminaba su rostro, hundido en la sombra, oscuro. Sol se arrodilló ante él.

Sol contempló aquella mano y súbita, inesperadamente, su visión le produjo repugnancia, al tiempo que una rara ternura intentaba abrirse paso. De un modo extrañamente lejano, Sol miraba la mano quieta, demasiado blanca. Sobre los dedos tenía una suave pelusa que, al resplandor del fuego, brillaba húmedamente. Su piel tenía un calor nuevo, un peso extraño sobre su hombro. Sol continuaba en silencio y no se atrevía a mirarle. Temía, de encontrarse con sus ojos, con su mirada triste y negra, destruir aquel vago amor que procuraba mantener dentro de sí. Aquella mano, caliente y húmeda, la obsesionaba.

Parecía que se le hubiese pegado a la piel y que ya nunca podría despegársela. Este pensamiento, que la dominaba a su pesar, le producía una angustia creciente.

Volvió la cabeza hacia él. Los ojos de Ramón estaban quietos, sin brillo. Sin que tuviera tiempo de apercibirse, Ramón inclinó su cabeza besándola.

Con aversión profunda, intentó eludir su lengua viscosa, su saliva. Sentía resbalar sobre su cuerpo aquella mano y le pareció que crecía, que crecía monstruosamente en peso, en calor, envolviéndola totalmente.

Brusca, se apartó de él cuanto pudo. Se oyó el golpe seco de una muleta al caer. Un temblor frío llenaba sus labios. Sentía su boca liberada de un dolor pequeño, opresor. Los ojos de Ramón, opacos y velados, parecían comunicarle la misma odiosa sensación de calor, de humedad, que aquella mano blanda, acrecida.

Ramón dejaba caer sobre ella el peso de su cuerpo, rígido y torpe. De nuevo, la mano se acercó, buscándola. Sol se incorporó, rápida. Los ojos y la boca entreabierta de Ramón le repelían.

Algo dulce y hermoso, que quiso mantener hasta entonces, se apagó en ella.

¿Qué tenía que ver con el amor aquel manoseo pesado, grotesco? Le parecía de una terrible torpeza e incomodidad. ¡Qué pobre, qué limitado y vacío! Tal vez, en aquellos momentos, pensó vagamente, él luchaba, deseaba convertirse en un ser superior, transformarse en un ser nuevo. Vagamente, pensó en las crisálidas debatiéndose en el misterio de su caperuza de seda.

—No tengas miedo. No quiero sino…

Hablaba con una sonrisa que de pronto se le antojó cobarde. ¡Qué extraño que hablase de amor con aquella boca seca, triste! Portarse bien. No tener miedo… Sol no entendía aquellas palabras. No podía entender aquella voz. De pronto, una imagen se alzó ante sus pensamientos. Cloti la miraba. Sentía sus ojos, los veía. Cloti la miraba desde el pozo negro de sus pupilas. Un raro instinto le dijo que él era el culpable. Supo que era él el hombre torpe de que ella le hablaba. De nuevo, su mano blanca se tendía hacia ella. Se aproximó y, con los hombros sobre las muletas, parecía un muñeco colgado, espantosamente risible.

Sol se volvió hacia la ventana, para no verle. A través del cristal, los troncos de los árboles parecían barnizados de plata. ¿De dónde llegaría aquella magia, aquel ensueño? Hasta ella no llegaba nada cálido ni hermoso, no había ninguna luz dentro de su pecho. Todo era pobre y oscuro a su alrededor, mezquino e insuficiente. Un enorme desprecio fue ganándola a grandes oleadas. No escuchaba la voz de él, no sabía lo que le decía. Nada de lo que dijera o pensase tenía que ver con ella. Estaba sola, profundamente sola, lejana. No tenía nada que ver con él ni con el mundo, siquiera. ¿Dónde habrá un lugar para mí?, se dijo con vaga melancolía. Su lugar parecía estar en sí misma, su refugio en su propia conciencia. Lo sabía desde aquel momento de un modo lúcido, indudable.

Se dirigió a la puerta. Al salir, notó materialmente sobre su nuca el espesor del silencio que dejaba tras de sí. Parecía quemar sin llamas, sin fuego. Era peor que su voz, que su mirada. El recuerdo de su mano blanca, con su vello sudoroso, la estremecía aún. En el silencio que dejaba en aquella habitación, en aquel hombre mutilado, había una desesperación sorda, extenuante y se sentía culpable de algo que no atinaba a definir. Sol cerró los ojos y de nuevo recordó la mirada de Cloti. Eran sus ojos los que la miraban desde el fondo de una sima oscura, desde una soledad sin remedio. Nosotros no hemos sido deseados no hemos nacido del amor… Eran los mismos ojos de Ramón Boloix sus ojos perdidos asomándose a los bordes de la vida. Y, súbitamente, algo parecido a un doloroso arrepentimiento la invadió: He sido estúpida y cruel. Pues, ¿qué esperaba, qué buscaba?

El amor es esto y no otra cosa. Tenía miedo. Miedo y frío por todo lo que la rodeaba. Nunca más volveré. No volveré a verlo, decidió. Precipitó el paso, bajó las escaleras y salió a la calle.

Afuera, el frío mordiente la envolvió. Su corazón parecía tranquilo, casi apacible. Se acercó la mano al pecho, para sentirlo. Dios —se dijo—, no me gusta vivir.