Llegó la noche. Sol apoyó la mano sobre el hombro inclinado de Eduardo.
—Se morirá —dijo él. Estoy seguro de que se morirá.
—Comprendo que te duela su muerte.
—¿Dolerme?… Bah, no es eso. Es una mala raza la suya. Pero me hace falta. Chano tenía razón: es listo. Más de lo que pude suponer. Sin él nos vamos a ver mal. Al principio, cuando menos…
Sol le miró. Sentía por él, tras su largo relato, un acercamiento, una comprensión que antes nunca se había producido. Aquello, que les acercó en medio de la calle se le heló dentro. Insensiblemente, antes de oírle hablar de su padre, del mundo huido, algo cálido la envolvió como una ola de recuerdos insospechadamente vivos. No podía aún discriminar si lo que decía Eduardo era justo o no. Es más, no le importaba que tuviese razón o no. Lo único cierto era que, al evocar aquel tiempo, aquel hombre que hablaba de princesas y de viejas ciudades con olor a caoba, que pedía a sus hijos continuidad, no se le podía dejar solo, colgado en un tiempo perdido, cuyo polvo quema, apaga, vacía. Si me hubiera llevado con él, si me hubiese dicho las cosas que a Eduardo, yo no le habría dejado morir solo.
Me hubiera abrazado a su cuerpo hasta el último instante. Pero Luis sólo hablaba con ella de cosas pueriles, sin descubrirle nunca sus sentimientos, sus deseos. Ni siquiera quería saber nada de ella, al parecer, después del primer baile de sus dieciocho años que ya nunca podría ver.
Eduardo se levantó para avivar el pabilo mortecino del candil. El cabello se arracimaba junto a las sienes en anchas anillas de un oro vivo, sedoso. Pese a sus manos encallecidas, sus ojeras y su estropeado atuendo, se desprendía de él un hálito indeterminable distinto. Como la abuela, era uno de esos seres que la naturaleza crea casi perfectos, altos, fríos, con una piel y una sangre distintas, se diría. Odiosos en su belleza, a veces en su inmutabilidad, en su profundo egoísmo, qué les hace comenzar y concluir en sí mismos.
Sol recordó el tiempo en que creía en un mundo peligroso, pero no temido, como ahora, con las ciudades rotas, sucias, hambrientas, con innumerables seres inclinados al suelo para recoger desperdicios.
En Saint-Paul los peligros que acechaban a las almas eran suaves, dulzones. Incluso parecía fácil despreciarles.
—Pareces culpar a papá de lo ocurrido —dijo Sol.
—¿Culparle?… Bueno. No es eso, exactamente. Ni tiene culpa ni la deja de tener. Él, como todos los que eran como él. Mira, una cosa te digo: las revoluciones no se hacen por nada. No sé yo en ésta quién tiene razón, ni me importa tampoco. Pero ya he dejado de sentirme su víctima. Prefiero considerarme una de sus consecuencias. Vino lo que tenía que venir. No he nacido para continuarle el mundo a nadie. Mi mundo empieza y termina en mi piel.
—Hablas como si fueras hijo de nadie.
—Papá no escogió el color de mi pelo. No eligió mi sexo. El bien y el mal estaban dentro de mí antes de nacer, sin que él tuviese parte en ello. ¿Por qué había de elegir él mi profesión, mi vida, casi? Tal vez me deseó muy distinto. No. Yo no tengo padres, tú lo has dicho. Nadie los tiene.
—Entonces, ¿crees ser un pequeño dios? Si eres hijo de nadie, creerás ser el principio de todo… No te importas más que a ti mismo, pero ¿no piensas en la enorme soledad que te espera, sin que alguien crea en ti, sin que tú no le importes a alguien nunca?
—No, de nadie necesito, en particular. Todos son lo mismo. No hay quien no pueda suplantar a otro a mi lado. Se trata de ser más listo que los demás. De ver quién sirve y quién no sirve. Y de saber utilizar su energía, su entusiasmo, su fe. O su tristeza, su asco. Si Daniel se muere, no habré de quedarme parado. No voy a asustarme como un pajarillo, desde luego. Hay muchos Danieles esperando que yo les llame por su nombre. A mí, lo mismo me da éste que aquél. No creo en su amistad, creo en su utilidad.
—Pero Dios dice…
Eduardo la cortó con un gesto de fastidio.
—Dios no dice nada. Yo no le he oído nunca.
—¿Tampoco crees en Dios?
—Te diré… La vida tiene sentido desde el momento en que se prescinde de Dios. Si no pensamos que hay alguien que valora nuestras acciones, vivir tiene un sabor distinto, más completo… El único pecado en que yo creo es traicionar esta vida nuestra. ¿Por qué he de aceptar las ideas de mis padres? ¿Sólo porque ellos las aceptaron antes?… ¡Bah! Vive todos tus minutos antes de que sea tarde. Y, sobre todo, no pienses nunca en el mañana. No existe una edad concreta y definitiva a alcanzar. No está la felicidad a los veinte, a los treinta o a los cincuenta años. Todas las edades pasan, huyen sin detenerse… No, no. El mañana es otra mentira. Ni siquiera sabes si vivirás esta noche… —y señaló la techumbre de la barraca, amenazada por el fuego de los bombardeos—. Sólo una cosa conozco, una cosa amo: el cuerpo. Este cuerpo de hombre que tengo, que es algo cierto, demostrado.
»¡Mírate, acerca una mano a tus ojos y dime si es una mentira! Sé que he de terminarme, que mi cuerpo durará un número limitado de años. Pero no me importa. Si hay algo detrás, no me impacienta conocerlo. Y si no lo hay, mejor… Mira: a veces contemplo a esa gente que vive por ahí, amontonada en cuevas. No lo pasan bien, desde luego. Pero nadie se recrea recordando y lamentando bienes perdidos, como mamá… Tampoco esperan nada. Y te advierto que ya no creen en la revolución, si es que alguna vez la han comprendido. Pero se beben los minutos, no dejan escapar ni uno. Porque han visto que la vida camina y no se detiene… Y no ha vuelto ninguno de sus muertos Sol.
Sol le miraba en silencio, con las manos cruzadas.
De pronto, algo despertó en ella. No sabía bien que era. Dijo:
—No recuerdo cuándo comencé a ser yo misma y quisiera continuar, cuando ya no sepa mi nombre.
Su voz temblaba y cerró los ojos. En lo alto, no podía precisar dónde, se le abría una herida dulce y confortante. Y se veía sumida en ella misma con una nueva luz. Pequeña, pasando, pasando. Como un trozo de río por un paisaje constante que daba a su paso recíproca inalterabilidad. Ella estaba allí desde antes y hasta después. Ella pasaba, pero iba quedándose. Ella llegaba, pero se reconocía. Ni ella ni nada limitaba. Todo estaba, todo continuaba. El cauce el río, la sombra. Todo se alargaba, avanzaba, dulce y cruel. Vivía entre las cosas, amaba, pensaba, podía gritar, gritar hasta que se le rompiera la voz, podía llamar nombres y estaba sola, íntegramente sola. Como si la última soledad se le hubiera anticipado. Pero en esta soledad de más allá, de después de ese final que Eduardo quería dar a la vida.
La voz de Eduardo rompió aquel instante.
—Es muy tarde. Vamos a casa.
Sol se puso de pie. Su hermano le entregó un pequeño paquete, y supuso que sería una porción de sus tesoros. Debía agradecerle aquel gesto y le besó en la mejilla.
Eduardo apagó el candil. Salieron y cerró la puerta con un pasador de hierro. La humedad del suelo y el frío de la noche la hicieron estremecer. Eduardo le pasó el brazo por los hombros y, nuevamente, juntos, descendieron. Él sacó su linterna de bolsillo para iluminar el camino.
Era oscuro cuando de nuevo pisaron el asfalto. La calle de Muntaner, larga y negra, con su doble hilera de faroles apagados, se perdía en declive hacia el mar, que no podía verse.
En casa, Elena estaba inquieta por su tardanza.
Se extrañó y, a un tiempo, tuvo cierta alegría de ver a los dos hermanos juntos.
—Me ha llevado al cine —dijo Sol. No quería verla intranquila y le pareció mejor no explicarle nada referente al muchacho.
Los días siguientes, Eduardo estuvo ausente. Sol prefería no verle, ni oír su voz. Creía recordar cosas que jamás conoció y se acercaba a su madre con un amor nuevo, casi pueril, por lo que tenía de descubrimiento.
La situación económica se hacía insostenible. Los viejos amigos, su mundo, lo que fue su vida, desaparecían, se diluían lenta e inexorablemente dentro de una ancha sombra. Los pocos que, como ellos, no habían muerto o huido, se frecuentaban y ayudaban en lo posible. Pero su ayuda era ya insuficiente, sin contar con que la mutua ayuda se estancaba en un círculo vicioso. Sol adivinaba el aislamiento de su madre. Vivía apartada, aun de las escasas amistades que le quedaban. Silencio en torno a ella, sólo silencio en los recuerdos, cuando avanzaba la mano en busca de una sombra. Y sólo voces nuevas, crueles y heladas, naciendo a su alrededor. Voces que no tenían nada que decirle. Para su madre acabaron los amigos, los hermanos. Sol la veía cada vez más hundida en el pasado. Temía que viviese siempre así cauterizada al dolor, en la distancia del recuerdo, sin conciencia de las horas de cada día y sin apetito de futuro. Ella no quería embebecerse en el tiempo presente, como su madre, aislarse en él. Algo en lo más profundo, la hacía reaccionar, defenderse de aquella amenaza de laxitud, de resignación. Hubiera querido comunicar su fuerza a aquella mujer que íntimamente reconocía débil en su aparente fortaleza.
Un día, cuando oyó a Cloti regresar del trabajo, fue a su habitación. La chica gritó alegremente:
—¡Entra! ¡Déjate de melindres, mujer!
Cloti estaba en la cama, descalza. Respiraba fuertemente y movía los pies en alto.
—¡Hola, chicuza! —le dijo—. Siéntate ahí. ¡Estoy reventada!
Sol se acercó con cierta timidez. Su voz sonó raramente suave:
—Cloti, querría hablarte de una cosa que para mí es importante.
Cloti la miró vivamente.
—Pues desembucha.
Sol se acercó más y tragó saliva.
—Cloti… Yo necesito trabajar. Aunque sea por ejemplo, en la misma fábrica donde tú dejaste él empleo. A mí no me dan miedo los aviones.
Cloti se incorporó y quedó un instante pensativa.
Sol, con cierta inquietud, vio su ceño levemente fruncido.
—Pues no es nada fácil —dijo bruscamente—. ¡Si por lo menos pertenecieses a las Juventudes!
—Y eso… ¿no podría arreglarse? —insistió tímidamente.
Ante aquella pregunta, Cloti pareció ofenderse:
—¡Ah, miren la niña!… ¡Haberlo pensado cuando era yo la que pasaba los malos tragos!
Sol salió silenciosamente de la habitación. En su cuarto, sentada en la pequeña cama, blanca y absurdamente apacible en aquel mundo amargo que la rodeaba, repasó con desaliento sus posibilidades. No había trabajado nunca. Es más, ¿para qué engañarse?, no le gustaba el trabajo, ni le gustaría jamás. Pero debía mendigarlo ahora, porque, si no, era evidente, no se podía vivir. Con una pereza desfallecida, laxa, se tendió sobre las sábanas. Demasiado complicada la vida. Pero debía ser importante, para que se luchase tan desesperadamente por ella. Nadie parecía saber de estas cosas en Saint-Paul. ¿A qué clase de mundo se las destinaba?, pensó. Desde luego, no al que Dios tuvo a bien enviarla.
Una noche, a la vuelta del garaje, Cloti la llamó:
—Oye, tú —le dijo, casi sin mirarla, como si se avergonzase de algo. He pensado en que debo ayudarte. Eres buena chica… Mucho mejor que todas las de tu ralea. Vales más que tu misma madre… Pero tú no servirías para trabajar en una fábrica. ¡Mírate esas manos, criatura! ¡Manos de mantequilla que no sirven para nada!
Llevaba un cubo de agua caliente y lo dejó en el suelo. Le añadió agua fría y allí mismo se quitó las botas, empezando a restregarse los pies con viva satisfacción.
Al cabo de un instante, continuó:
—No creas a los que dicen que es bueno el trabajo. No lo es. No lo será nunca… ¡Pamemas! ¡Cómo se engañan los hombres unos a otros!… No te fíes de nadie. Todo el mundo querrá siempre engañarte, ¿sabes, chavalita?
Su voz tenía una rara ternura. Hablaba bajo, sentenciosa y aun triste, lo que sorprendió a Sol.
—¿Por qué me hablas así?
De repente, Cloti adquirió un aire melancólico, tan profundamente desencantado, que parecía vieja.
—Nadie ayuda a nadie —dijo—. ¿Creerás tú que yo debo hacerlo contigo? ¿Por qué? ¿Por qué he de ser buena yo?
Sol no respondió. Cloti levantó la cabeza y rió de nuevo. En su risa había un punto forzado que Sol no dejó de advertir.
—Anda, no pongas cara de pájaro asustao. Entérate de una vez: te he encontrado algo. Mira: en la Escuela a la que voy yo por las noches hacen falta maestros. Ya sabes, todos se van al frente. Faltan hombres… ¿Quieres tú enseñar a escribir a gente como yo?… ¡Bueno!, ¿no me vendrás ahora con melindres? ¡No vayas a creerte que no me ha costado conseguírtelo!
Sol la miró, perpleja.
—Pero yo no soy maestra… No poseo ningún título…
—¡Nosotros te damos ese título! ¿Qué más da, nazguata? —Y añadió—: El director es amigo mío.
Había una amarga ironía en su voz.
—Además —dijo—, me apuesto algo a que tú te tomas más interés que todos ellos. Tienes buena voluntad. Eso es bien cierto. A cada cual, lo suyo.
Recordaba cómo, alguna vez, Sol la ayudó, repasando sus cuadernos.
—No ganarás mucho. Pero te darán un carnet y unos vales para que vayas a un comedor gratis.
—No sabía que eras amiga del director… Ni siquiera que allí hubiera un director —dijo Sol tontamente, por decir algo, entre desconcertada y alegre.
La noticia la satisfacía y, al propio tiempo, la llenaba de un vago temor.
—De algún modo hay que llamarle —dijo. Dobló sus labios con cierto desprecio—. Es un mutilado de guerra.
—¿Cuándo empezaré?
—Me ha dicho que vayamos a verle la semana que viene.
Los días restantes Cloti estuvo preocupada, meditabunda. Empalideció, como falta de sueño, y hablaba ásperamente, con monosílabos.
Una noche después de varias de espera, al concluir de cenar, llamó a Sol:
—Ven —le dijo—. Nos espera el director.
—¿Ahora mismo?
—Si. Date prisa, no estoy para perder tiempo.
Sol fue a decírselo a su madre. Elena estaba preocupada por el paso que su hija iba a dar y del que ya tenía noticias. Se acercó y le acarició el cabello, las mejillas, como cuando era niña.
—Ten cuidado, Sol —le dijo—. Te metes entre gente indeseable. Piensa bien lo que haces, antes de decidirte.
—Bah, no tengas miedo —quiso tranquilizarla, ahogando sus propios temores—. Nadie me va a comer, y esto nos puede ayudar mucho. Ya tengo casi dieciocho años. No puedo estar de manos cruzadas. Debes comprenderlo, mamá. Los tiempos han cambiado.
Elena la besó en la mejilla. Parecía despedirla como cuando llegaba el primer día de curso y se iba al colegio.
Cloti, a pesar de sus prisas, estaba aún sentada en la cama pensativa. Levantó la cabeza y miró a Sol con ojos brillantes. A su lado, sobre una silla, había una botella y un vaso, de los que estuvo bebiendo. Desconcertada, Sol aguardó en silencio.
—Espera un poco… —dijo Cloti con voz temblorosa.
Y empezó a llorar con fuertes sollozos ahogados.
Sol se acercó y le puso una mano sobre el hombro.
—¿Qué te pasa?
Cloti se cogió con fuerza a su muñeca. Tenía las mejillas encendidas y un hipo fuerte contraía su cuello.
—Yo no quería esto…, yo no quería esto… —dijo—. Mi hermano estaba loco… Todo el mundo engaña. Mi hermano estaba engañado y yo también… Yo no quería esto, lo juro…, lo juro…
—¿Qué es lo que no quieres? —preguntó Sol. De nuevo, se sentía ganada por aquella melancolía que a veces le inspiraba Cloti.
Las palabras de Cloti brotaron confusas, roncas.
Tenía miedo, mucho miedo. De los muertos a balazos de las iglesias quemadas, de los obuses, de los escombros, de los gritos de alegría, de la lluvia que caía en los solares, sobre las caras ensangrentadas de los muertos. Tenía miedo de lo vengado, era una pobre víctima de lo vengado. Tenía de los hombres y de las mujeres, de los ojos de los niños, de los aullidos de los perros. La vida era una mentira inmensa, monstruosa. Nadie ayuda a nadie, nadie lucha por nadie.
Sus manos estaban desnudas y solas, eternamente despojadas. Tenía miedo, y ya no podía creer en nada…
—¡Ay, chavala! No te fíes de nadie te lo digo yo. Se acercó a la ventana, seguida de Sol. Tras los cristales contemplaron en silencio la borrosa silueta de la ciudad, el presentido brillo del mar, la opaca negrura de las calles… Y aquella masa nebulosa que aparecía sobre los tejados y azoteas, desflecándose negroazulada.
—No soy más que una infeliz —dijo Cloti, dando pequeños sorbetones con la nariz—. Una idiota…, una pobre chica entre todo, entre todos…
Acercó el dedo al tenue vaho de los cristales y empezó a dibujar estrellas, distraídamente.
—¡Qué pobre soy, qué pobre soy! —repetía—. Siempre seré pobre, siempre.
Bruscamente, cambió de tono. Se echó hacia atrás los cabellos y volviéndose a Sol dijo, casi con fiereza:
—¿Sabes qué me pasa?
—No. ¿Cómo voy a saberlo?
La voz de Cloti creció, indignada. Apretó los puños y los dientes.
—¡El muy puerco!… ¡El muy puerco!… ¿Cómo pudo hacerme esto?…
Sol creyó adivinar. Sintió una rara vergüenza, inexplicable, aunque aquello nada tuviese que ver con ella. Asomarse al alma de los otros, escuchar confesiones, le producía siempre una sensación turbadora, un raro pudor que, íntimamente, la replegaba en sí misma, deseando hacerse sorda, ciega, ignorante.
—Pues sí, eso es: un crío. ¡Asqueroso!… ¿Cómo pudo, el cerdo?… ¡Se ha vaciado en mí como un perro! ¡No tiene perdón! Yo tengo que trabajar… Yo no puedo… Y él, haciéndose el longuis, dice que es cosa mía, que me las apañe como pueda.
—¿Qué vas a hacer? Ya no tiene remedio.
El rostro de Cloti se ensombreció. Adquirió un tinte terroso.
—Me ha hablado una compañera del trabajo… Dice que conoce a una vieja…
Pero Cloti tenía miedo. La vieja ésa podía ser tan inexperta como la mala bruja que destrozó a Lidia, una muchachita de Las Ventas, llamada la Negrita, que murió en medio de un charco de sangre, dando gritos. Cloti lo sabía muy bien.
—Cloti —dijo Sol apretando su mano con angustia—. Dime, ¿no podrías…, no podrías querer al niño?
—No puedo quererlo —dijo con voz desesperada, baja—. No puedo, me es imposible.
Bajó los ojos, que de nuevo se llenaron de lágrimas. Intentó borrarlas, con rabia, apretándose los párpados con el puño. Sol sentía el corazón pequeño, encogido. Un gusto amargo invadía su boca. Luego, Cloti añadió con voz raramente humilde que a Sol le llenó de frío:
—¿No te das cuenta, mujer? A pesar de todo lo que yo grazne, lo bueno, lo grande, no puede ser para mí. Yo siempre seré de los de abajo. Antes, ahora y siempre.
Sol cerró los ojos. Una frase oscura, triste, vagaba en sus pensamientos.
Nosotros no fuimos deseados.
Nosotros no hemos nacido del amor…
Cloti se apartó de la ventana, secándose las mejillas.
—Anda, no perdamos tiempo. Ése está esperando.
Se lavó la cara en un santiamén, se empolvó las mejillas y se puso el abrigo de terciopelo rojo, en el que nadie se preocupaba ya de reconocer las cortinas del living. A su lado, con el antiguo abrigo azul de colegiala, alargado en lo posible y cien veces cepillado, Sol tenía un aire entre monacal e infantil.
Cloti, al verla así, con su rostro blanco, fino, sus ojos largos y quietos, su cuerpo delgado, pensó vagamente que se desprendía de ella una pureza perversa, exasperante.
Salieron. El frío las rodeó, casi agradable. Los altos tacones de Cloti resonaban en la acera. La tomó por el brazo.
—Te dará, seguramente, un carnet sindical —dijo—. Él tiene facilidad para estas cosas. Fue voluntario al frente y perdió allí las piernas. Pero eso le ha arreglado la vida: tiene buen puesto y no le falta nada. Es vivo, se hace valer y saca lo que necesita de donde sea.
La Escuela Roja estaba cerca de la calle de Muntaner en lo que antes fue un chalet particular. Cloti acudía allí, junto a otros obreros, de diez a once de la noche.
—¿Es joven? —preguntó Sol.
—No, ¡qué va! Ramón Boloix tiene más de cuarenta años.