Poco tiempo después, Elena y Sol supieron que la cuñada y los sobrinos de Cloti llegarían en breve.
Cloti lo dijo con una risita expresiva:
—También se han quedado sin casa, por culpa de los obuses.
—¿Y dónde van a alojarse? —preguntó Sol, intencionadamente.
—Aquí mismo. ¿Adónde te crees tú que iban a ir? La cosa está clara.
—Pero ¿dónde van a meterse? Estamos aquí ya muy apretados…
—¡Ah, claro! —dijo Cloti, con rabia—. ¡Tú estás muy bien acostumbrada! Todavía serás capaz de decir que el piso es chico. Si hubieras vivido amontonada, sabrías lo que es un cuarto pequeño. —Y añadió—: Vosotros, entre vosotros, no sabéis haceros favores. Todo lo complicáis por nada. Pero nosotros siempre estamos dispuestos a acogernos, aunque no tengamos donde caernos muertos: eso ya sé que es nuevo para ti.
A pesar de todo —pensó Sol—, Cloti no puede dejar de hacer distinciones entre «vosotros» y «nosotros», ¿por qué…? Cuando Sol oía a Cloti hablar de su infancia, se acordaba de Jesucristo. Pero después, cuando, por ejemplo, la veía con una lata de conservas sobre las rodillas, comiendo glotonamente, Jesucristo se alejaba insensiblemente de aquel lugar.
Y Sol se preguntaba por qué nos crearon con narices rojas, ojos lacrimosos y bocas voraces.
Al cabo de unos días llegó la cuñada con sus hijos. Su entrada fue ruidosa, llena de gritos. El niño más pequeño lloraba con fuerza, agarrado a su cuello. Ella era una mujer alta, delgada, de boca amarga y ojos muy negros. Cuando se sacó el pecho para tapar la boca del niño, Sol vio una forma fláccida, con la punta color cuero reseco. Como una bolsa medio deshinchada, alargada y colgante. Una vena muy azul lo surcaba dándole un aire de sufrimiento palpable vivo. La vieja los recibió con chillidos de cariño y besos resonantes. Los chiquillos se colgaron de su cuello, gritando: ¡Agüela! ¡Agüela! El mayor, que tendría unos doce años, llevaba un gorro de miliciano y un fusil de juguete, roto, colgado de la espalda.
Pero poco después la casa se llenaba de disputas insultos y riñas. Se instalaron amontonadamente, todos, excepto Cloti, en la habitación de la vieja. Parecía que fuese ya una costumbre de la que no sabían prescindir. Los niños corrían, persiguiéndose, por las habitaciones. Entraban sin cuidado en las de Sol y su madre, y, especialmente, se enamoraron del cuarto de baño. Posiblemente, era la primera vez que veían uno. Rompieron el espejo grande, llenaban el suelo de charcos y, luego, se presentaban con las manos y la cara llenos de churretes, pero con los cabellos repeinados y chorreando agua. La madre sacó a uno de los dos pequeños, medio ahogado, de la bañera.
Esto, hasta cierto punto, divertía a Sol. Pero cuando oía cómo la cuñada de Cloti —La Margarita— pegaba salvajemente a sus hijos, sentía que no podía soportarlo. Inútilmente se tapaban los oídos ella y su madre, al oír los gritos de los niños. La Margarita los zurraba con el cinturón o con cualquier objeto que tuviera a mano. ¡Te mataré!, gritaba, a quien fuese. Había una desesperación sorda, en aquella mujer. Nada de lo que ocurriera en el mundo, fuera de su vida podía afectarla. Un día le oyó decir a su suegra:
—¿Revolución, mejoramiento, igualdad de clases? ¡Pamemas! ¿Qué me importa a mí? A mí no me toca nada de eso. Mi vida siempre ha sido y será la misma. Yo no he tenido juventud. ¡El Manolo, que chille, que grite! Ahí lo tienes, marchándose al frente, voluntario. Y aquí, que me arregle yo con los críos y con la casa deshecha. ¿Qué es mi vida? ¿En qué ha cambiado mi vida? ¡En nada! Siempre una arrastrada, con estos demonios encima, que me consumen la sangre. Arrastrada, hecha una esclava, siempre. ¡No, no! La vida, pase lo que pase, no cambia pa mí.
La Margarita, Cloti y la abuela disputaban por cualquier cosa. Pero luego, casi sin transición, reían y comentaban el menor suceso.
Un buen día, la Margarita anunció que iba a llevar a los niños a una Guardería infantil. La abuela empezó a llorar, diciendo que no.
—¡Calle usté, madre! —dijo Cloti—. ¿Pero qué se creerá? ¡Si han de estar la mar de bien! ¡Mejor que aquí!
Los niños se fueron, rapadas las cabezas y marcados con un número, excepto el menor, todavía de pecho. La abuela, lloriqueando, guardó en el baúl el gorro de miliciano y el fusil roto.
Pero no cesó la barahúnda del piso. Aún resonaba con más frecuencia, se diría, la amarga retahíla de quejas de la Margarita. Su voz ácida, sus reproches al mundo y a sí misma, por haber escogido semejante suerte, se convirtieron en una música desconcertada y monótona. Llegó un momento en el que a Sol se le hacía imposible quedarse en el piso, estando ella. Muy a menudo, siguiendo el ejemplo de Eduardo, comenzó a salir de casa, en cuanto se vestía. Cuando se hallaba en la calle, ancha y fría, respiraba hondo y caminaba, sin rumbo, por los alrededores.
Una tarde de aquéllas en que huía de casa para no oír los gritos domésticos, un atardecer suave en que se abandonaba calle abajo, con la angustia consciente de su inutilidad, se encontró inesperadamente con su hermano.
Eduardo se detuvo, mirándola como si la viese por vez primera. Nunca se vieron fuera de casa, de improviso, y parecía como si se descorriese un velo ante sus ojos, y por vez primera se contemplasen tal como eran.
—¡Hola! —dijo Eduardo—. ¿Adónde vas?
A Sol le pareció que hacía tiempo, años tal vez, que no se veían. Cuando Eduardo iba a casa, era para cenar o comer la frugal ración que le correspondía, o para dormir. Su madre ya no tenía fuerzas para decirle nada. En alguna ocasión, Eduardo le dio una lata de conservas o algún otro alimento. Cuando Elena le preguntaba dónde lo había conseguido, él se encogía de hombros, como toda respuesta.
—No sé a dónde —respondió Sol—. A ninguna parte. Doy vueltas por ahí, porque no puedo resistir quedarme en casa.
Contempló el rostro de Eduardo. Estaba más delgado y sus facciones se habían agudizado. Una leve pelusa rubia le poblaba las mejillas, sobre el labio.
Daba la impresión de que el frío se le había metido en las manos, en la nariz y al borde de los ojos. La cogió por el brazo y avanzó a su lado. Su mano estaba encallecida, estropeada, con las uñas rotas. Llevaba, desde hacía tiempo, una cazadora de cuero, muy rozada, que nadie sabía de dónde sacó, y unas botas de soldado. El cabello le había crecido, cayéndole por detrás de las orejas en largos mechones rubios.
—¿Adónde me llevas? —dijo Sol.
Eduardo se encogió de hombros.
—A ninguna parte —dijo—. Es que… iba a casa.
—¿Ahora? —se extrañó ella.
La tarde era húmeda, llena de neblina. Sol tuvo un estremecimiento.
Eduardo la miró.
—¿Qué te pasa? —dijo.
—Nada. Tengo frío.
—Es que tienes hambre —dijo él, entonces—. Por eso cualquier cosa te pone medio enferma.
Sol no respondió. Se pararon frente a una tienda en cuyo escaparate se exhibían paquetes de aserrín y añil. Nada más. Casi dos años duraba la guerra para ella perdidos irremisiblemente. En aquel momento hubiera querido desentenderse de todo, de todos, hasta de las propias exigencias. Pero el hambre es cruel, pesa de un modo material y terrible, recordándonos que estamos vivos.
Un perro esquelético empezó a dar vueltas lastimeras en torno a ellos. Oyeron un conocido redoble, calle abajo. Un pelotón de hombres descendían por la calzada, resonaban sus botas sobre el asfalto. La bandera pendía con un gesto cansado, inmensamente triste. Sol se aproximó más a Eduardo y apretó su cuerpo contra el de él. Por vez primera percibió los golpes de su corazón y súbitamente tuvo deseos de acosarlo a preguntas. ¿Por qué, casi, abandonó a su madre, en el momento en que habría representado su mayor apoyo? De niños les inculcaron que los hijos están siempre en deuda con los padres. Deseó hablarle de la injusticia cometida con ellos, con su tiempo, arrojados de un mundo muelle e ignorante a una realidad desconocida, cruel, viviendo una existencia que no sabía ni podía emplear dignamente, pero de la que era pecado maldecir. Tal vez lo anormal e inaudito era vivir en paz y alegre, con proyectos y esperanzas que fueran más allá del problema de comer. El suelo aparecía viscoso, bajo aquel cielo que amenazaba deshacerse en niebla sobre sus cabezas.
Eduardo le rodeó los hombros con el brazo y volvió a preguntarle:
—Sol… ¿Tienes mucha hambre?
Un hombre rebuscaba entre la basura, amontonada al final de las calles, en los solares, despidiendo un olor acre y nauseabundo. Una mujer de melena mitad negra mitad amarilla, tal vez joven, que tal vez fue hermosa y coqueta, cruzaba la calle cansadamente arrastrando de la mano a un niño de grandes orejas. Hambre. Hambre, en todas partes donde mirase.
Sol apoyó la cabeza en el hombro de su hermano, y sintió una lágrima inesperada resbalándole hacia la sien. Eduardo la miró de frente y la abrazó con fuerza. Era la primera vez que lo sentía humano, próximo.
—Anda, no llores. Ven conmigo. Te llevaré a un sitio donde podré darte algo de comer.
La llevó ciudad arriba, hacia el Tibidabo. A medida que se acercaban a la montaña, la ciudad, tras ellos, parecía huir rozadamente, dulcemente, como si no existiese la guerra. Tal vez fue aquélla la primera vez que Eduardo la trató como hermano.
Durante el camino le iba hablando de un modo desconocido, confidencial. En la calle, fuera del piso y de su clima invadido, se sentían más cerca uno del otro, las palabras brotaban con menos esfuerzo.
—En este tiempo he aprendido muchas cosas, Sol —dijo él—. Te aseguro que ahora entiendo la vida.
—¿Adónde vamos?
—A una barraca.
—¿Y por qué?
—Ya verás. Es una especie de refugio. Mío y de mis amigos.
Le explicó, entonces, que tenían su guarida, con provisiones, en una barraca de la ladera de la montaña. En ella, además de ser el punto de reunión, vivía un muchacho, llamado Chano. En improvisadas cuevas, en el Tibidabo vivían gentes que huían de los bombardeos, anidadas como animales, resguardándose con jirones de estera y cañas secas.
Cuando llegaron, la noche estaba ya muy próxima, pero una claridad azul bañaba los salientes de la roca, las cañas y las barracas. Alguna que otra hoguera enrojecía levemente el paisaje, desnudo y mísero. Del humo tenue de aquellas fogatas, Sol creyó oír brotar una agria sinfonía de quejas, riñas y desolación.
Nunca antes pisó aquellos parajes. La hierba aparecía rapada y seca, y la tierra polvorienta, muy pisoteada. La silueta de las montañas despedía una extraña luminosidad lechosa. Muchos de los árboles fueron talados para hacer leña. Una estrella, solitaria, parpadeaba lejos.
La barraca era pequeña y frágil, construida con ladrillos viejos, latas oxidadas y cañas. Eduardo apartó los maderos que protegían el agujero de la puerta, y entraron. Olía a suciedad, a frío y a hierbas mustias. En una esquina un colchón, mugriento y aplastado, despedía un hedor dulzón.
—Siéntate —dijo Eduardo.
Obedeció, no sin cierta repugnancia. Eduardo encendió un candil de aceite y el interior de la barraca se llenó de una claridad amarilla, espesa. Una columna de humo, delgado y negro, ascendía al techo.
Sol apretó los brazos contra el cuerpo. El viento soplaba por entre las cañas y los ladrillos mal ajustados.
Eduardo manipuló entre los sacos y los cajones, que casi llenaban todo el reducido espacio. De pequeñas trampas y lugares muy ocultos, sacó chocolate, pan y una lata de carne en conserva. Abrió la lata y colocó un trozo, rojo y gelatinoso, en un plato de aluminio, como los que usan los soldados. Luego desdobló la navaja y le entregó ambas cosas.
Con el plato en las rodillas, Sol comió ávidamente.
La carne estaba fría y tenía un gusto fuerte e insípido a la vez. Sin embargo, todo su ser parecía renovarse. Mientras comía, no se atrevía siquiera a mirar a su hermano, sentado en un cajón, frente a ella. Lo natural era preguntarle cómo llegó hasta allí, interesarse por el modo en que parecía resolver su vida.
No obstante, las palabras se le detenían en la garganta. Sentía una especie de miedo, injustificado y extraño, ante la vida desconocida de su hermano. Un miedo absurdo, un presentimiento de saber cosas que le harían daño, que la iban a llenar de frío y desesperanza. Como si temiera que Eduardo, con sus explicaciones, matara las reservas de esperanza que aún invadían aquella dulce ignorancia que aún la salvaba de las últimas decepciones.
Cuando acabó de comer, miró a Eduardo, que quieto, mascaba un trozo de chocolate, y recogió su navaja, limpiándola con un papel. Masticaba lentamente, con las rubias pestañas medio velándole los ojos. Parecía tranquilo, reposado, lleno, incluso, de seguridad. Sólo se oían los quejidos del viento.
—¿Cómo has conseguido tantas cosas? —preguntó, al fin—. ¡María hubiese tardado un mes en reunir la mitad!
—Es natural —respondió Eduardo, pensativamente. Luego, levantó los ojos mirándola—. Esto —dijo— se consigue saqueando los almacenes de víveres.
Sol le miró, perpleja.
—¿Tú solo? ¿Tú sabes…?
—No, solo no. Tengo amigos. He aprendido mucho de ellos.
—¿Tienes amigos? Antes no te gustaban. Siempre estabas solo. Yo creía que ibas a ser jesuita.
Eduardo sonrió.
—Tal vez —dijo—. Tal vez, si esto no hubiera sucedido. Pero estos amigos de ahora no se parecen en nada a los de entonces. Con éstos todo es diferente.
—¿Con Chano?
—Sí, por ejemplo, y con otros.
—¿También él abandonó su casa?
—Él no ha tenido nunca casa.
Sol cogió su mano, fría y dura.
—Dime cómo le conociste —preguntó con vehemencia. Luego, se quedó quieta, con un raro abatimiento. Si, hacía unos momentos, temía conocer algo relacionado con su vida, ¿por qué ahora deseaba con tanto afán que Eduardo hablase?
—Es largo —dijo Eduardo—. Pero te lo diré. —Cambió el tono, y dijo, con una rabia extraña—: ¡No sé cómo puedes vivir allí dentro!… A mí me hundía aquello. Hay que amoldarse a las circunstancias. La vida cambia, las cosas se vuelven del revés. ¡Bueno, pues cambiemos nosotros, volvámonos del revés si es preciso!… La pobre mamá no sabe vivir. No ha sabido nunca. Y hay cosas que nunca, tampoco, sabrá comprender. Por eso, yo prescindo de lo que ella diga o piense. Por eso, no puedo vivir allí.
Sol descubrió en sus ojos, en su boca, una frialdad acerada. Con los párpados casi cerrados, adquiría una expresión amuñecada, rígida. Apenas tendría diecisiete años, pero su rostro le recordaba las caras de los enanos, en su angustiosa mezcla de infancia y vejez.
—Cuéntame —insistió Sol.
Eduardo se inclinó hacia ella. Y, por vez primera, habló largamente con su hermana.
Las primeras veces que Eduardo salió a la calle, tiempo después de la muerte de su padre, una ciudad nueva, desconocida, se alzó ante sus ojos.
Hasta entonces, interno en los Jesuitas, durante casi todo el año, apenas si tenía de su ciudad una visión rápida, superficial. A través de la ventanilla del coche, desfilaba clara, ordenada, limpia. Por las noches, el asfalto brillaba, negro, reflejando las luces de las grandes farolas donde silbaba el gas. Las altas siluetas de las casas, con sus cien ventanas encendidas, sus amplios portales llenos de luz, daban una sensación de paz y de seguridad inconmovibles. Los edificios altos, macizos, las anchas avenidas como la Diagonal y el Paseo de Gracia, se le antojaban símbolos de una firmeza indestructible, conseguida, año tras año, por generaciones de hombres continuándose en un mismo empeño. Los seres que transitaban por las calles, los automóviles que rodaban suavemente por la calzada, los restaurantes, los bares y los teatros que conoció, le daban idea de un mundo hermoso confortable, firmemente consolidado.
Alguna vez le asaltó el pensamiento de que ya todo estaba hecho, resuelto y conseguido, de que era difícil encontrar un objeto con que llenar la vida.
Durante las últimas vacaciones de Pascua, su propio padre fue a recogerlo al Colegio. Había comprado un Ford de nuevo modelo, y estaba orgulloso de él como un niño. Lleno de entusiasmo le llevó a dar una vuelta por la ciudad, para luego cenar juntos en un viejo restaurante de la Plaza Real, donde, le dijo, hablarían como dos hombres, seriamente.
Eduardo recordaba palabras de su padre: Aquí venía muy a menudo el abuelo. Al decirlo, parecía lleno de emoción. Hablaremos mucho esta noche Eduardo —añadió—. Ya tienes catorce años, y desde hoy te considero como un hombre, en quien puedo confiar. Tú serás mi mejor amigo.
El restaurante daba por un lado a los arcos de la plaza, y por el otro, a las Ramblas. Dentro reinaba una atmósfera tibia, algo melancólica. El maitre conocía a su padre, y se acercó solícito. Era un anciano de cabellos blancos, con un frac de corte antiguo, pulcro y no demasiado nuevo. Luis Roda le presentó a su hijo, con orgullo. Le trataba con gran familiaridad. También me conoció de muchacho —le explicó, mientras subían a un comedorcito privado—. Tenía tu edad cuando el abuelo me trajo aquí, por primera vez. Eduardo se dio cuenta de que para su padre aquellos momentos tenían importancia, continuaban algo, cerraban algo en su vida, a la vez que la abrían a algo nuevo.
Casi todos los camareros eran de edad avanzada.
Olía a caoba, a vieja madera. En las paredes había espejos ya un tanto picados, con marcos dorados, plafones decorados en oro, con pinturas oscurecidas por el tiempo. Eduardo se sintió molesto, incómodo. Su padre, en cambio, rebosaba satisfacción. Escogió los vinos cuidadosamente, fingiendo, incluso, consultar su opinión. Bebieron Cote du Rhone y un vino blanco de Coblenza. En el transcurso de la cena, Luis llenó varias veces las copas de su hijo. Eduardo contemplaba, pensativo, turbado, el líquido claro, brillando dentro del cristal. Se sentía ajeno, azorado por aquella solicitud, que no pedía, que le sacaba forzadamente de una ignorancia cómoda, apática. Luis Roda le habló largamente del abuelo. Allí, con él, cenó muchas veces. Allí, asimismo, se reunía con hombres de negocios: Ahora, tú eres para mí como uno de ellos. Pero, además, un gran amigo. En una mesita supletoria calentaban los platos en un viejo hornillo de alcohol, con las patas curvadas. Luis Roda hablaba del trabajo, de los talleres fundados por su abuelo. De un tiempo huido, que defendía firmemente. Eduardo se dio cuenta, de pronto, de que allí dentro del comedorcito, el tiempo se había detenido milagrosamente. Parecían hallarse en pleno siglo XIX, aun afuera en la paz de la Plaza Real, el murmullo apacible y tierno de la fuente, las viejas tiendas, el Museo-Almacén de Historia Natural. Su padre empezó a hablar como obedeciendo a la misma sugestión. Por un instante, Eduardo creyó descubrir un temblor en los labios de su padre y algo como un miedo fugaz, en el brillo de sus ojos. Le hablaba de unos hombres muertos, inexorablemente continuados a través de sus hijos y sus nietos. Alargó una mano y le apretó la muñeca con fuerza: Hoy más que nunca, debemos defender todo esto. Quiero que sepas que esto no debe morir. Eduardo, al oírle aún se encogió más y más en sí mismo. Vagamente pasaron por su imaginación los viejos almacenes de maderas de Guinea, la tiendecilla del herbolario, los amarillentos retratos de hombres con barba en punta y quevedos reverberantes. Cada vez que su padre nombraba al abuelo, luego a sí mismo, luego a él, le parecía que unas tenazas le oprimían. Se sabía incompatible, lejano a todo aquello.
Le invadía una enorme pereza oyéndole hablar de aquella cadena humana, tendida hacia un mismo fin. Y con cierta estupefacción, por no habérselo planteado hasta entonces, llegó a la conclusión de que no le amaba realmente. Sentía hacia él un gran temor admirativo pero se sabía incapaz de imitarle en nada. La vida que con tanta emoción le describía, a él le repugnaba. La familia, que tanta importancia tenía para su padre, no significaba nada para él. En el colegio alguien le habló ya, largamente, de las deleznables ligaduras humanas. Por aquel tiempo dudó si inclinarse hacia el estado religioso. Pero se daba cuenta de que para ello le faltaba el impulso, el fuego, la generosidad y la fe, la capacidad de amor y de renuncia, que, según oía, debía aceptar. Lo que él sentía era distinto. Le empujaba únicamente un recelo del mundo y de los hombres. La familia se le antojaba un peso aplastante. No tenía amigos, y su única distracción consistía en los deportes y en leer y leer tumbado en la cama. Muchas veces leía vidas de santos y de Cristo, algunas prohibidas por la Iglesia. Una abulia, una pereza inmensas le dominaban, le vedaban toda amistad. Tampoco se esforzaba en los estudios. Todo está hecho ya, se decía con frecuencia.
Las perspectivas de vivir continuando a su padre le aterraban.
Días después de aquella cena, le llevó a los talleres. Los hombres trabajaban ordenadamente. Una gran disciplina reinaba, desde el despacho de su padre hasta la última de las dependencias. Entonces, el desaliento le invadía. Luis le presentó a los principales empleados, con el mismo orgullo que al maitre del restaurante. Eduardo sentía crecer su lejanía, su descontento. Le pesaba, sobre todo, la rutina de aquella vida, aquel tremendo e inalterable orden de cosas y jerarquías. Y, a su vez, él, Eduardo, llevaría allí a su hijo… Hoy, más que nunca, debemos defender todo esto…, recordaba. No. Se sabía incapaz.
Se ahogaba. Sintió aversión por aquellos talleres, por aquellos hombres disciplinados, por aquel trabajo.
Sucediéndose, sucediéndose todo. Y, sin embargo, también se sabía incapaz de rebelarse.
Un día inesperado y violento, de la noche a la mañana, todas las cosas, hasta los mismo seres, cambiaron repentinamente. Aquellos hombres, antes grises y disciplinados, mataron a su padre. Fue al Clínico, con su madre, en busca del cadáver. Le habían recogido de la cuneta, en la carretera de la Rabassada. Tenía la cara deshecha, a balazos saltaron sus facciones, y, en la nariz y la boca, grandes coágulos de sangre negruzca resbalaban viscosamente. Sólo sus ojos abiertos, desesperadamente abiertos, le miraban. Eduardo sintió fijas en su carne aquellas pupilas, como un grito. Y un sacudimiento profundo, un horror inmenso ante el mundo, ante los hombres, se apoderó de él. No estaba todo conseguido. No estaba todo hecho. Una turba de gritos sordos, de cosas ignoradas y ocultas, surgía de la sombra. Y negros abortos, monstruosos, implacables, se alzaban del fondo de las cosas. Un mundo crudo, salvaje, se abría paso ante él. Apretado a su madre, sintió flaquearle las piernas. Todo se tambaleaba a su alrededor. Y, absurdamente, le vinieron a la memoria los viejos camareros, la llamita azul del hornillo de alcohol, que calentaba los platos, el olor a caoba, la sonrisa del viejo maitre, los espejos de marco dorado… Hoy, más que nunca, dijo su padre. Bruscamente, la cuerda se rompía. La cadena saltaba hecha pedazos.
La ciudad era ahora una ciudad distinta. Por las calles, antes limpias, se amontonaba la basura. Las gentes iban mal vestidas. Casi ningún hombre llevaba corbata. Los primeros días en que se aventuró a salir, Eduardo avanzaba tímidamente, mirando ávido a un lado y otro. Los edificios que creyó seguros, inconmovibles, parecían llenarse de un temblor irreal, fantástico. En los balcones, grandes carteles y banderas, hombres con fusiles y ametralladoras.
Por las calles, hombres vestidos con mono azul o con el torso desnudo, con rojos pañuelos al cuello, desfilaban puño en alto. Camiones y coches, atiborrados de hombres y mujeres, huían vertiginosamente, llenos de voces roncas, de armas amenazantes. Los bares, los teatros, los restaurantes, tampoco eran los mismos. Turbas de gentes desarrapadas los invadían, sentándose con los pies sobre la mesa, escupiendo al suelo. Una risa larga, bronca y baja, parecía recorrer aquellos lugares. Por las noches y en el atardecer, grandes resplandores rojizos lamían las paredes de las casas. Alguna campana, insólita, terrible llamaba a quién sabe qué, o quién, antes de caer entre los escombros. Una nube de ceniza surgía de las ventanas quemadas. Los perros, exasperados, se reunían a ladrar en torno, con las cabezas alzadas. Luego, huían juntos, hacia otro lugar. Los perros, de pronto, se llenaron de una piedad salvaje, terrible. La única piedad que quedaba en la tierra, se diría.
Los niños, renegridos, medio desnudos, con sus vientres hinchados y sus cabezas grandes, apedreaban las vidrieras de colores.
En los locales públicos había espejos y cristales con las iniciales de partidos políticos. CNT, UGT, FAI, que también gritaban desde la panza roja y negra de los tranvías, las traseras de los coches, las paredes de las casas. En los quioscos de periódicos, revistas y libros de llamativas portadas atrajeron la atención de Eduardo. Sacó de su alcancía todo su dinero, y adquirió algunos de ellos, y cigarrillos.
Aquellas lecturas le descubrieron un aspecto distinto de la vida. Cosas que creía sólidas, inmutables, se le presentaban como viejos prejuicios, se deshacían ante él. Oscuros secretos se presentaban ante sus ojos de adolescente, de un modo descarnado y cruel.
Poco a poco, con el tiempo, se atrevió a entrar en algún bar. En torno a las mesas, los hombres se amontonaban. Mujeres vestidas medio de soldado, medio de bailarina, se mezclaban con ellos. Sus brazos desnudos, gruesos, marcados por la vacuna, rodeaban los cuellos peludos de los hombres.
Tímidamente, Eduardo pedía un vaso de vino. Los vinos que su padre escogía con cuidado, atentamente, corrían de mano en mano, estrelladas por el suelo las botellas vacías, y los bebían directamente del gollete. Nada era importante, inviolable. Tonterías. Todas las cosas son iguales. Eduardo sentía un raro alivio, en medio de su repugnancia. Y ésta era cada vez más débil.
Entre la barahúnda solía pasar inadvertido. No era otra cosa que un muchacho con el cuello de la camisa desabrochado, con botas de colegial, despeinado, curioso. Alguna vez se dejó arrastrar por la turba, que recorría las calles gritando. Entonces, gritaba como ellos, gritaba y levantaba el puño, sin saber del todo el porqué. De este modo, un mundo nuevo se abría ante sus ojos. Poco a poco se veía impelido hacia aquellos seres, hacia aquel vivir al día que le agradaba. Una a una, las ideas del mundo que intentó inculcarle su padre se desprendían, saltaban y caían como la corteza seca. Surgía en él un ser nuevo, vagabundo, indolente, incapaz de sentir ni amor ni odio. Aquella vida a la deriva, sin porvenir ni pasado, le atraía porque no exigía nada a cambio. Sabía que no podría luchar contra aquello y ni se lo proponía. No le importaban los motivos de la revolución, ni se sentía solidarizado, ideológicamente, con aquellos hombres. Veía cómo se emborrachaban, cómo requisaban los víveres de las tiendas, cómo desvalijaban las viviendas. Todo era en ese mundo caótico, primario, de quien alargaba primero la mano. Alguna vez pasó frente a la casa de un antiguo condiscípulo. Asomados a las ventanas, vio varios hombres en camiseta, con un fusil ametrallador, mirando hacia la calle. Pero no le inquietó lo que pudiera haberle sucedido a su amigo y sus familiares. Si acaso, pensó que la vida era del que sabía defenderla.
Si tenía dinero, iba al teatro. O, con las manos en los bolsillos y una leve sonrisa en los labios, recorría las calles. Pronto se acostumbró a las violencias, hasta no afectarle. Fríamente, pudo contemplar cómo unas mujeres desgreñadas arrastraban a un hombre, escupiéndole e insultándole, cerca de la Barceloneta. En el barrio familiar, donde se alzaban las casas más hermosas, vio arder, impasible, en medio de la calle, muebles de valor, cuadros y objetos que simbolizaban un mundo, que para alguien eran algo vivo, entrañable, pero no para él.
En ocasiones entabló fugaces amistades con muchachos de su edad o algo mayores. Eran, por lo general, golfillos, muchachos sin profesión ni techo seguro. Se sentía atraído por aquellas vidas al asalto por aquella indiferencia sonriente que les caracterizaba. Le parecían hombres en pequeño, ladronzuelos, que le mostraron nuevos aspectos de la ciudad.
Un día, en el grupo que rodeaba a un charlatán, entabló conversación con un muchacho delgado, cetrino, de largos cabellos negros. Una criatura de edad imprecisa, con un raído traje azul oscuro, camisa abierta y alpargatas. A pesar de su aire sucio y desastrado, Eduardo creyó descubrir en él un algo distinto, que lo diferenciaba de cualquier golfo o ratero.
Los ojos del muchacho, de un negro intenso, bizqueaban al mirar de frente. Una sonrisa afilada, ligeramente dolorida, ensanchaba continuamente sus labios.
Al cabo de un rato caminaban juntos, uno al lado del otro, Ramblas abajo.
—Anda, te convido a un blanco, y luego echaremos otro a suerte —dijo el chico moreno. Eduardo aceptó.
Entraron por la calle del Buensuceso, hasta la plaza y se arrimaron al mostrador de mármol de un bar viejo y destartalado. Fuera había dos mesas y butacas de mimbre donde se sentaban milicianos y soldados. Enfrente, una iglesia, convertida en cuartel.
—El charlatán era algo distraído —dijo de pronto el chico, con una risita aguda. Y, ante los ojos asombrados de Eduardo, sacó del bolsillo una mugrienta cartera. Dentro había cincuenta duros, la cédula personal y un certificado de vacunación antivariólica, entre otros papeles. Para no ser menos que el otro, rió a su vez. Luego, el chico bizco le miró con fijeza.
—Vente —le dijo. Y añadió por lo bajo, insinuante, algo que Eduardo no entendió. Pero siguió a su nuevo amigo, dándose por enterado.
En la Plaza del Teatro, una larga cola de hombres se apiñaban en la embocadura del Arco. El chico moreno se dio cuenta de la perplejidad de Eduardo, y le arrastró a la cola, tras de sí. Estaba bien enterado de todo aquello. Inesperadamente llegaron dos soldados, haciendo mucho ruido con las botas. Al verlos, comenzaron a insultarles. Olían a vino y se tambaleaban ligeramente. El bizco encogió los hombros, sin abandonar su sonrisa.
—¡Largo de aquí, chavales! —dijo uno de los dos hombres. Y, cogiéndolos por un brazo, les expulsaron de la cola—. ¡A… vuestra madre!
Eduardo forcejeó. Pero al instante vio rodar por el suelo al pelinegro bizco, que era quien le daba valor con su sola presencia y en quien confiaba. Y de pronto, se dio cuenta de que no era más que un muchacho, solamente un muchacho como él, sólo que más delgado y raquítico. Tuvo un instintivo deseo de ir en su ayuda, y ya iba a hacerlo cuando el otro se levantó echando a correr sin volverse ni sacudirse siquiera el polvo del traje.
Cuando Eduardo quiso seguirle, había desaparecido. Lo buscó por el Arco de Cirés, las calles de Guardia y Montserrat, hasta salir al mercadillo de Santa Mónica, pero fue inútil. Entonces se sentó en el quicio de una puerta, pensativo.
Aquel muchacho le despertaba un interés nuevo, una zozobra desconocida. Días después, en casa, en la calle, le recordaba aún.
Ni siquiera sé su nombre —pensaba—. Y no era como los otros. No hablaba como los otros… Pero tampoco era como yo.
Pasó el tiempo. Día tras día, la ciudad fue apagándose. Un nuevo aspecto, sucio y miserable, se descubría ante los ojos de Eduardo. Una ciudad despojada, herida. Las tiendas pequeñas, vacías, los almacenes cerrados, los hombres en el frente. Ya no se veían desfilar puño en alto mujeres vestidas de soldado.
El Ejército se ajustó a una disciplina, y sus columnas uniformadas, sombrías, nada tenían que ver con las patrullas de los primeros tiempos. Una sombra triste, húmeda, iba cubriendo la ciudad. Los edificios oficiales tenían ahora un aire siniestro. Las matanzas acrecían, pero sistematizadas, bajo un barniz de legalidad. No se traslucía una gota de sangre, un incendio. Un silencio cruel, opresor. Como producido por golpes sin ruido.
Únicamente los bombardeos rompían aquella gris monotonía, sórdida y temerosa. Cada vez más frecuentes, desataban de tarde en tarde el histerismo colectivo. Un anochecer, Eduardo, protegido débilmente por el quicio de una puerta, vio derrumbarse ante sus ojos una casa, arder sus vigas y sus ventanas, cayendo con estrépito llameante, como un frágil juguete. Luego, los heridos gemían en el suelo, hasta que llegaban las ambulancias. Un griterío enorme y débil a un tiempo, taladraba sus oídos.
Echó a correr, y, sin saber cómo, encontró el paso cerrado por una pared. En el suelo, el cadáver de un hombre le descubría la masa viscosa de los sesos, sangrante aún. Un grueso moscardón azul zumbaba sobre ella trazando breves círculos. Una náusea profunda, terrible, le invadió. Y acudió a su mente el recuerdo de su padre. Imaginó su cabeza, abierta también, con la masa encefálica ensangrentada, resbalando fuera del cráneo, acechada por mil voraces insectos. Allí, en ella, con la inánime desnudez de la muerte, sus pensamientos, sus deseos, sus ambiciones. Lleno de pánico, retrocedió de espaldas.
Luego echó a correr. Corrió hasta que el cansancio le rindió, respirando agónicamente. Le parecía estar perseguido por un olor dulce, espantoso.
Extendió sus manos, que temblaban, mirándolas intensamente. Se miró las venas de los brazos. Allí estaba su vida. Lo único importante para él. Lo único defendible, para él. Amaba su cuerpo, lo amó aquel día sobre todas las cosas de la tierra.
Cuando llegó el hambre, Eduardo se dijo que para él aquello no podía existir. La idea del hambre le torturaba, le desesperaba. Noches enteras pasadas en la cama, insomne, revolviéndose como una fiera. Y pensaba: Hay quien no pasa hambre. Hay quien no sufre, quien se da la gran vida. Yo he de encontrar la manera de ser como ellos.
Sabía que existían, y dónde estaban, algunos depósitos de víveres, formados por las organizaciones militares y sindicales. Su plan era arriesgado, había mucha vigilancia. Pero un día se atrevió.
Rondando por la izquierda del Ensanche descubrió uno de esos almacenes, perteneciente a la Comisaría de Armamentos. Era una pequeña capilla con ventanas rotas, mal tapadas con maderas. Merodeó por los alrededores toda la tarde, con las manos en los bolsillos, mirando hacia las más altas ventanas que no estaban obstruidas. Una, especialmente, abierta en el pequeño ábside, atraía su atención, y empezó a idear el modo de colarse por ella aprovechando la noche. Los guardianes, dos carabineros, paraban en un pabelloncito, casi una barraca, adosada al almacén. Lo que más le animaba era comprobar que estos dos hombres bebían sin parar del gollete de una botella de coñac, sentados ante el fuego, que ardía dentro de un cubo. Eduardo se acercó a ellos y les pidió un trago. Se lo dieron bromeando. Estaban somnolientos y les pidió un cigarrillo.
—¡Anda, toma y lárgate, muchacho!
Reconfortado por el coñac, caminó unos pasos, hasta situarse en la parte trasera de la capilla. Desde allí veía parte de la barraca, y oía las voces de los carabineros. Ya había oscurecido.
Una glicina rastreaba pared arriba, hasta la ventana del ábside. Agarrándose a su tronco, emprendió una penosa ascensión, apuntalando sus pies entre los intersticios de las dovelas. Al cabo de unos minutos, sentía los músculos tensos, doloridos, y gruesas gotas de sudor le empapaban. Recordó la atención prestada a la agilidad de su cuerpo, a los deportes y al puchingball. Su cuerpo, aunque delgado, era ágil, elástico. Algún momento su pie resbaló y, con el corazón suspenso, tanteó el saliente de la piedra. El tronco de la glicina, sujeto a la pared por escarpias, crujía de un modo alarmante.
Hasta él llegaban las voces de la barraca.
Cuando alcanzó la ventana, sus manos se asieron con fuerza a los bordes. Unas cristaleras empolvadas, de colores, entorpecían su paso. Sin pensarlo más cerró los ojos, y volviendo la cabeza hacia otro lado, dio un fuerte codazo. Sobresaltado, oyó romperse el cristal. Le pareció que aquello levantaba un ruido monstruoso, el más grande que oyera en su vida. Impelido por el propio pánico, penetró por el agujero, sujetándose con las manos al quicio de la ventana. Ya dentro, tanteó de nuevo con los pies, y con terror, los sintió en el vacío. Luego pudo comprobar que hasta el suelo apenas habría cuatro metros y, para más facilidad, unos cajones se apilaban cerca, acortando la distancia. Se dejó caer sobre ellos y, luego, saltó al suelo. Miró en torno. Se encontraba detrás del altar. Nada se oía.
Las cajas de madera, los sacos y los bidones de aceite se apilaban profusamente. El brazo le dolía, por el codazo que dio a la vidriera, y tenía la manga de la cazadora cortada por los cristales. En la sombra, con los ojos ya hechos a la oscuridad, descubrió unas escalerillas, que bajaban a una especie de cripta. Con sigilo emprendió el descenso. Pero a medio camino se detuvo, con el corazón vacilante. Del fondo de la cripta surgía un débil resplandor y unas voces apagadas.
Pegándose a la pared, bajó el resto de los escalones, y al llegar a la cripta, agachándose, se ocultó tras un montón de cajas. Desde allí pudo atisbar lo que sucedía. Dos muchachos, algo mayores que él, metían apresuradamente en un saco el contenido de una caja abierta, alumbrándose con una linterna de bolsillo. Parecían tener mucha prisa. Tal vez, se dijo, oyeron el ruido de los cristales. En el suelo, a su lado, tenían una botella, de la que de vez en cuando echaban un trago. Se fijó en la etiqueta y su forma. Era whisky escocés, del que bebía su padre.
Los chicos metían en el saco latas de conservas. Cuando estuvo más que mediado, lo cerraron con una cuerda. Apagaron la linterna, y se dispusieron a salir.
Uno de ellos tropezó con el cuerpo de Eduardo.
Él estaba tendido, entorpeciendo la salida, al pie de la escalerilla. Inmediatamente empezó a llover sobre él una lluvia de golpes. Los sentía como mazazos en la cara, en el pecho. Pero no ofreció ninguna resistencia.
No se oía una voz. Sólo una respiración poderosa agitada, sobre él. De pronto, los golpes cesaron, las manos se aflojaron sobre su cuello, y escuchó más cerca el jadeo de su agresor.
—Está muerto —dijo una voz, temerosa y torpe.
Y otra, aguda, raramente familiar a Eduardo:
—¡Dale más, idiota! ¡Dale fuerte!
Unas manos grandes, poderosas, le sujetaron con fuerza. Por otra parte, se sentía débil, hambriento y aturdido, sin ánimo ni posibilidad de resistir. Tras un cuchicheo, encendieron de nuevo la linterna.
Era aquél un lugar sin ventilación, y, tras los golpes, Eduardo creía ahogarse. El que lo sujetaba se inclinó hacia él, mirándole. Tendría dieciséis años y era robusto, de cara ancha y pómulos poderosos.
Una gran simpleza asomaba a su rostro, a sus ojos separados, de mirada fija y lenta.
—¡Duro con él! —dijo de nuevo la voz del otro, que permanecía en la sombra—. No te fíes… ¡Dale fuerte Chano!
Los ojos del llamado Chano se fijaron en algo que brillaba sobre el pecho de Eduardo. Era la medalla de nacimiento, que le colgaron al cuello el día del bautizo, y que no se quitó jamás, siquiera por costumbre, que se salvó de malvender, como el reloj de Luis, por respeto a su madre. Y en aquel momento, se dio cuenta de que la llevaba como parte de su cuerpo, sin saberlo él mismo, de un modo involuntariamente significativo, superior a lo rutinario. De un golpe, le vinieron cosas y cosas a la mente. Cosas en que no quería pensar, que quería apartar de sí, para no ser débil, para no inclinarse ante la vida, que acechaba despiadada. La vida, esa vida que quería defender, le amenazaba ahora.
La medalla, para Chano, fue un descubrimiento.
—Es de oro… —dijo a media voz.
—Pues, quítasela… —dijo el otro, impaciente.
Chano acercó su mano a la medalla y enredó la cadena a sus dedos, dando un fuerte tirón. La débil cadena saltó y Eduardo no pudo evitar un gemido, no supo si de dolor o de qué otra cosa.
—¡Patéale el hocico! —dijo el otro—. Y quítale la ropa.
Chano aparecía raído y roto, por lo que Eduardo podía ver. Del otro, supuso que no iría mejor. Repentinamente intuyó un instante de abandono en Chano, confiado en su pasividad. No podía desperdiciar la ocasión. Incorporándose violentamente, agarró por el cuello al chico. Desconcertado, Chano no se movió. Eduardo le apretaba el cuello vigorosamente, hundía en él las yemas de sus dedos con una rabia exaltada, frenética.
El otro chico, que seguía en la sombra, empezó a maldecir. Con sorpresa, Eduardo vio que no le atacaba. Al contrario, retrocedía más. En la semioscuridad, Eduardo pudo distinguir su cuerpo raquítico, delgado. De nuevo, como antes, la voz, algo vagamente familiar se desprendía de él.
Envalentonado, Eduardo apretaba más y más aquel cuello que se le rendía. Chano clavaba en él unos ojos congestionados. De un solo empujón el muchacho se habría podido desprender, pero algo le retenía parado, estupefacto. En el puño, cerrado, guardaba la medalla. La cadena, rota, le caía por entre los dedos, como la baba por la boca.
Inesperadamente, el otro chico atacó a Eduardo por la espalda, golpeándole torpemente. Unos puños nerviosos, pero débiles, sacudían su nuca y sus hombros, haciéndoles rodar a los tres por el suelo. El cuerpo de Chano derribó una pila de bidones, que cayeron con estrépito. Eduardo sintió en la espalda el frío de las baldosas.
Arriba, en la nave, se oyó algo. Eran voces y pisadas de los carabineros, alarmados por el barullo de la cripta. Como por encanto, quedaron los tres en silencio, encogidos.
Les descubrieron enseguida. A empujones, les sacaron de allí. Entonces, Eduardo pudo ver la cara de aquel muchacho moreno, de largos cabellos negros y mirada estrábica, que conoció una tarde en el grupo de un charlatán.
Junto a la barraca había un pequeño patio, al que les llevaron los guardianes.
—¡Hijos de perra! —dijeron—. ¡Os vais a acordar de ésta!
Les vaciaron los bolsillos y, al encontrar la medalla que Chano retenía obstinadamente en el puño, uno de ellos le preguntó dónde la había encontrado.
—La requisé —dijo Chano.
Los carabineros rieron a gusto. No eran tontos aquellos chicos, sabían adaptarse al momento. Pero la orden era la orden.
Les ataron las muñecas entre sí y les hicieron volverse de espaldas. Luego, quitándose el cinturón les zurraron de lo lindo, como quien no tiene una cosa mejor que hacer. A cada golpe, les sacudía el dolor y la rabia. Casi enseguida cayó al suelo el bizco, arrastrando a los otros dos. Aún en el suelo, los guardianes siguieron pegándoles.
—Para que no os olvidéis —decían—. Y dad gracias que no os detengamos. Lo ibais a pasar mal. ¡Esto os servirá de escarmiento, golfos, hijos de puta…!
El cielo aparecía negro, atravesado por un frío cortante. El fulgor de las linternas y el de la fogata encendida en un cubo, daba en el rostro de los muchachos. Las hebillas de los cinturones relampagueaban al caer. Nunca le pegó nadie a Eduardo.
Cada golpe le estremecía y le arrancaba un dolor profundo, ardiente. Chano y el otro no se quejaban. Eran de otra carne, al parecer.
Después Eduardo recordaba vagamente lo sucedido. Les sacaron a rastras hasta la callejuela vecina, solitaria y triste, en cuya esquina había una fuente, y les desataron las manos.
Aún en el suelo, los tres respiraban fuerte. Chano se levantó el primero y, acercándose al bizco, le zarandeó. Era débil, raquítico y parecía estar casi inconsciente.
Eduardo levantó la cabeza.
—¡Échale agua, para reanimarle! —dijo.
Chano no pareció prestarle atención. Eduardo se incorporó, fue hacia la fuente y se mojó la cabeza.
Luego, arrastró al Bizco hasta el caño y, a su vez, le echó agua en la cara. El chico rechinaba los dientes.
—¡Daniel! —llamó Chano, sacudiéndole fuertemente por los hombros.
Y empezó a maldecir. El llamado Daniel estaba delgadísimo. Al cogerlo, Eduardo creyó sostener un manojo de huesos.
—¡Ahora escupirá sangre! —dijo Chano—. Por lo menos tendrá que estarse tres días en cama. Pero es muy listo. Vale mucho.
En silencio, miraban la cara pálida y cetrina de Daniel, que seguía con los ojos semicerrados, mudo, respirando fatigosamente.
—¿Dónde vive?
—Por la calle Ancha.
—Vamos a llevarle… A ver, cógele tú por debajo del brazo…, así…
Entre los dos lo cargaron, como un fardo. Daniel respiraba como un fuelle y murmuraba algo ininteligible. Tenía la boca llena de espuma.
Nos han pegado a los tres juntos se decía Eduardo. Aquello les acercaba. Se sentían unidos compañeros, sin detenerse a pensarlo siquiera.
Cuando llegaron frente a la casa de Daniel —vieja de muros verduscos y sombríos, con amplio portal de madera— eran ya cerca de las diez. Chano se volvió a Eduardo.
—Espérate ahí. No subas. Vive en la buhardilla.
Daniel apoyaba trabajosamente los pies en el suelo.
De pronto, empezó a toser, convulso, y sus hombros temblaron. Con cuidado, Chano le pasó el brazo por la espalda, ayudándole a subir la escalera.
El portal era oscuro, el suelo enlosado de piedra ennegrecida. Los muros olían a humedad.
Al fondo, tras una puerta cochera, se divisaba un patio en sombras. Eduardo se sentó en un peldaño y vio cómo subían trabajosamente el primer tramo.
Pasó bastante rato antes de que Chano bajase.
Eduardo se puso a su lado y salieron juntos.
La calle era angosta, sin luz, y desembocaba en el Paseo de Colón. Eduardo reconoció el salobre del mar frío y mohoso, y lo aspiró con incierta melancolía. Los muros de las casas, altos y sombríos, deslizaban el cielo sobre sus cabezas, como un río negro.
Chano avanzaba con aire preocupado, las manos en los bolsillos y el ceño fruncido.
—¿Qué le pasa a ése? —preguntó Eduardo.
—Está enfermo. —Se notaba pena en su voz.
—¿Y qué tiene? ¿Por qué no está en cama?
—¡Psch!… A veces, sí, se queda. ¡Qué remedio! —Tras unos pasos, más amistoso, añadió—: ¡Pero es muy listo! Muy listo… Él no hubiera entrado nunca haciendo ruido, como tú. ¡Lo que él sabe!
—¿Qué hubiera hecho?
—Se pega masilla de carpintero en el cristal. Luego, se corta con el diamante, se saca sin ruido… y ya está.
Sentados en el bordillo de la acera, Chano fue animándose. Intentaba comunicar a los oídos atentos de Eduardo un resquicio de la sabiduría de Daniel.
Al cabo de un rato, bostezó. Se puso en pie, hizo un gesto de adiós con la mano. Eduardo movió la cabeza levemente. Chano desapareció en el fondo oscuro de la calle. A su vez, Eduardo se levantó y se fue a su casa.
Durante toda la noche tuvo pesadillas referentes a Daniel y a Chano. Estaba inquieto, desasosegado de ánimo y de cuerpo. Las marcas de las correas se inflamaban en su espalda y tuvo que dormir boca abajo para no lastimarse con la sábana.
Al día siguiente, se levantó muy temprano. Mientras se vestía daba vueltas a una idea fija. Enseguida se encaminó a casa de Daniel. Tardó en encontrarla.
La mañana gris y los muros de las calles le parecían más sucios y más viejos, más tristes que la noche anterior. Al fondo de la calle se veía una palmera amarillenta del Paseo de Colón y los tinglados de la Aduana.
La escalera de la casa donde vivía Daniel era angosta, de peldaños altos y estrechos. Cuando llegó a la buhardilla, el corazón le latía rápidamente. Golpeó la puerta con una pequeña aldaba que prefiguraba una manita de hierro. No tardaron mucho en abrir. Un hombre muy viejo, flaco y menudo, de aire distraído estaba al otro lado de la puerta. Llevaba gruesos lentes y un raído batín de lana gris.
—¿Está Daniel? —preguntó Eduardo.
El anciano le miró vagamente, como sin comprender.
—¿No vive aquí Daniel? —insistió.
—¡Ah, Daniel!… Entra, hijo mío. Por ahí andará.
Y con la cabeza le indicó una puerta al extremo del pasillo. Luego, volviéndole la espalda, se fue a sus cosas.
Eduardo entró en la habitación indicada. Era una pieza pequeña con una ventana al patio. En una cama de hierro negro yacía Daniel, vestido, con una bufanda al cuello. La ventana estaba cerrada.
Un olor peculiar y la espesura de la atmósfera daban a entender que aquella pieza no era ventilada con frecuencia. En las paredes, se abrían grandes manchas de humedad nerveadas por grietas profundas.
Daniel volvió la cara hacia Eduardo y la sorpresa se reflejó en sus ojos. Tenía los labios de un rojo excesivo, y sus negras pupilas brillaban de fiebre. No sin cierto estupor, Eduardo comprobó que Daniel se entretenía con un Meccano. Construía una pequeña torre Eiffel.
Daniel abrió levemente los labios, sin decir nada y enrojeció de pronto hasta las orejas. Eduardo observó que los pequeños tornillos temblaban entre sus dedos.
—¿Cómo te encuentras? —Se sentía raramente intimidado ante aquellas pupilas, como cabezas de alfileres negros, que se desviaban inquietantes.
Daniel apretó la bufanda contra sus labios y empezó a toser. En la bufanda, Eduardo creyó advertir grandes manchas húmedas.
—¿Qué vienes a buscar aquí? —El acceso cedió, pero aún jadeaba.
Antes de hablar, Eduardo se sentó en una silla que había junto a la cama.
—¿No te acuerdas de mí? —preguntó. Creía que era lo mejor no contestar directamente.
Daniel hizo un gesto vago.
—Puede ser…
Eduardo presentía que nacía en el otro un punto de cordialidad.
—¡Cuánto alcohol había allí dentro! —dijo, para decir algo—. ¡Y cuánto de todo! Mala pata que nos oyeran… Si no hubiésemos peleado…
—A ti te falta experiencia —le interrumpió Daniel—. Lo que hiciste, lo hiciste mal. Chano y yo, solos, salimos con bien siempre. Tú trajiste la negra.
—¿Tenéis herramientas?
—¿Te importan mucho nuestros asuntos? —La pregunta tenía algo de desafío.
Eduardo creyó que lo mejor era dar la cara, decididamente. Había enrojecido con vergüenza más que con miedo, pero se atrevió a preguntar:
—Y… ¿no necesitaríais un tercero?
Daniel volvió a toser y apartó su torre Eiffel de un empujón. Cayeron al suelo muchas piezas, que Eduardo se agachó a recoger. Daniel se encogió de hombros y volviéndose hacia la ventana, inmediata al lecho, miró hacia el patio, abstraído.
Eduardo jugueteaba con las piezas del Meccano. Luego, intentó reanudar el trabajo de la torre con los menudos alicates y tornillos que Daniel dejó caer.
Daniel le miró con atención. Parecía como avergonzado de que Eduardo le hubiese sorprendido entreteniéndose con aquello.
—Eso, te advierto, ayuda a pensar, a calcular posibilidades… Y templa los nervios.
—Sí, eso me parece —contestó Eduardo.
Al cabo de media hora, a Eduardo le pareció oportuno retirarse. Cuando iba a cruzar la puerta, Daniel lo llamó:
—¡Oye…!
Volvió a su lado. Daniel se quitó la chaqueta y la camisa y, dándose la vuelta, le mostró la espalda cruzada por los cintarazos de los carabineros.
—¿Entiendes tú de esto?
Eduardo no dijo nada, estremeciéndose. Nunca vio un cuerpo tan flaco. Junto a las marcas recientes había otras oscuras, amoratadas.
—Te han pegado antes de anoche… —No pudo evitar decirlo. La vista de aquella espalda casi le mareaba.
Daniel lanzó una media risa dura incisiva.
—Sí. —Lo dijo con afectada naturalidad. Y añadió—: Mi hermano Pablo se divierte a veces con mis costillas. Si estuviese Cristián, me habría curado. Yo no puedo hacerlo, y mi padre es un viejo loco. Pero, en fin, tendré que esperar a que venga Chano. Lo malo es que duele y se me pega la camisa a la espalda.
—¿Quién es Cristián? —Eduardo sentía repugnancia de tocar aquel cuerpo maltratado.
—Otro hermano. Pero ahora está en la cárcel. —Hizo una pausa. Prosiguió—: No es muy listo, que digamos… Pero es cosa sabida que Pablo lo sacará de allí.
Eduardo se sentía fuertemente atraído por aquellas criaturas totalmente nuevas para él. Curioseó:
—Ese Pablo, hermano tuyo, debe ser alguien importante.
—Es comisario político. Pero, para mí, como si fuese fascista. No sacaría más de él. ¡Puerco!
Daniel se volvió impaciente.
—Bueno, ¿me curas o no?
Eduardo tragó saliva.
—Claro —dijo—. ¿Tienes aceite y un trapo?
—Aceite no hay. Ponme vinagre y sal. Lo encontrarás en la cocina. Toma mi pañuelo.
En la cocina, renegrida y oscura, con rimeros de platos sucios, dio con el vinagre y un paquete de sal, por verdadera casualidad. Volvió al cuarto y siguiendo las instrucciones de Daniel, le aplicó la mezcla en los zurriagazos, inflamados y con despellejamientos. El muchacho soportaba bien el fuerte escozor apretando los dientes.
Cuando Eduardo concluyó, Daniel se puso con cuidado la camisa. Luego, le dijo:
—Enséñame ahora tu espalda.
Daniel mojó a su vez el pañuelo en el vinagre y le humedeció las huellas de las correas. Luego, le aplicó sal. Eduardo se mordía la lengua para no gritar. Daniel rió entre dientes.
—Tienes carne de burro —comentó.
Desde aquel instante, se inició entre Eduardo, Daniel y Chano una amistad o, mejor, sociedad, capitaneada con indiscutible acierto por Daniel, comúnmente llamado el Bizco. Tenía apenas dieciséis años, pero su astucia y habilidad superaban la experiencia de otros mayores. El grupo dedicábase a toda clase de raterías. Con el producto de las ventas, Daniel llevaba una vida revuelta, que arrastró inmediatamente a Eduardo. La salud del Bizco, de suyo débil sufría grandes depresiones. Vivía atropelladamente, mordía la existencia con una amargura precoz, desesperada e inconsciente a la vez.
Vivía como si le esperase la muerte al filo de cada hora. Cuando celebraba algún triunfo, su frase predilecta era: Todo eso nos llevamos por delante.
Chano, fuerte y simple, le adoraba como a un dios, y Daniel se aprovechaba de su fuerza y fidelidad.
La familia de Daniel despertaba la curiosidad de Eduardo. Daniel era el menor de los tres hermanos. No conocía, a Pablo, el mayor, pero le intrigaba. Cuando el Bizco bebía, lo nombraba a menudo, llenándole de insultos. Parecía odiarle con toda el alma.
—¡Cerdo sucia bestia! —decía—. Me apalea como a un perro, pero algún día me las pagará.
Por lo que se desprendía de sus incoherentes insultos y quejas, Pablo se enfurecía cada vez que Daniel robaba a su padre las medicinas y alimentos que él procuraba al viejo, para venderlos o devorarlos.
—Mi padre es un viejo chalado —explicaba el Bizco cuando, borracho, le daba por hablar de los suyos, cosa que sereno no hacía jamás—. Era profesor de latín, pero enfermó y le dieron la excedencia. Se pasa la vida hurgando en librotes que a nadie le importan, como una vieja polilla. ¡Da asco y risa, verle! ¡No se entera, yo creo, ni de que hay guerra!
A quien sí conoció Eduardo fue a Cristián cuando Pablo lo sacó de la cárcel.
Cristián, el segundo de los hermanos, era un muchacho alto, de ojos grandes, oscuros y cabello rizado. Su mirada, triste y ardiente, impresionó a Eduardo, que se sentía incómodo ante él. Daniel le enteró de que Cristián, hasta la revolución, estudió Medicina.
—Ahora sólo es una rata cobarde —seguía explicando, estimulado por los vapores alcohólicos—. Anda siempre escondiéndose para no ir al frente. ¡No entenderé nunca a mis dos hermanos mayores! Por un lado, parecen enemigos rabiosos, tienen ideas completamente distintas y diría que se aborrecen. Por otro, andan amparándose y protegiéndose, ayudándose a la primera. ¡Bah, asco y risa, digo que dan! El único que sabe lo que se hace soy yo. Yo a quien nunca han hecho maldito el caso. Yo, que les doy a todos cien mil vueltas…
Daniel estaba poseído de su sabiduría. La incondicional admiración de Chano le halagaba.
Los tres muchachos se reunían, a planear los golpes en la barraca de Chano. Allí guardaban parte de su botín, en el suelo, en una pequeña trampa oculta bajo el colchón. Pero su más frecuente punto de reunión eran los billares Esquerra, de la calle de Aribau, a la altura de la de Diputación. Eduardo iba allí a ver a Daniel, seguro de encontrarlo a determinadas horas. De ir, a su vez, se aficionó al lugar. A la entrada, quedaba el bar, poco frecuentado por ellos, y, al fondo, los billares. Discos de luz iluminaban los tapetes verdes, y en la zona de sombra flotaba el humo densamente. Daniel, en mangas de camisa, jugaba y apostaba incansable. Perdía y ganaba, perdía y ganaba con pasión. La mayor parte de los clientes eran muchachos de catorce a dieciocho años que ponían en el juego la misma pasión que Daniel.
Los mayores estaban en el frente. A Eduardo le atraía la atmósfera, espesa y adormecedora. Apoyado en la pared, seguía el juego de su amigo. Con las manos en los bolsillos y los ojos entornados, se dejaba arrastrar por un sentimiento turbio envuelto en un adormecimiento perezoso. Se alegraba en aquellos momentos, con alegría punzante, de que los talleres de su padre no pudieran pertenecerle, de que nadie le exigiese defender nada, de que todo lo pasado hubiera muerto. De no tener que continuar algo, ni pensar, ni esforzarse.
¿Para qué le sirvió a mi padre toda su vida? ¿Para qué su trabajo, sus proyectos y sus mismos hijos?, se decía. Dejarse llevar, abandonarse al curso de los acontecimientos, no pensar.
Sacar de la vida el máximo posible, con el menor esfuerzo. Y, después… Todo era igual. Unas paletadas de cemento para todo el mundo, y terminaban todas las cosas. Eduardo aspiraba el humo de su cigarrillo con delectación. Nada me importa, nada es importante, se repetía. Su cuerpo era joven, hermoso. Lo único que le interesaba. Resonaban en sus oídos, secamente, las palabras concretas: chapó, carambola, ligar… Alguna vez, grandes exclamaciones de los muchachos: alguien hizo una serie americana de treinta o treinta y cinco carambolas…
Tac, tac, resonaban los tacos sobre las bolas. Como un seco entrechocar de huesos. A veces, Daniel le hacía una seña y él le seguía.
Entre el bar y los billares, unas escalerillas descendían a los sótanos, habilitados para sala de baile y salón de té. Por módico precio se adquirían tickets para bailar con las taxi-girls. Daniel tenía allí una novia, delgada y hambrienta, de cabello rojo, que bebía melancólicamente pipermint. El Baile-Taxi estaba casi siempre invadido por soldados que venían de permiso o muchachos ya incorporados a filas, próximos a partir al frente. Las chicas se volcaban en estos muchachos, porque se dejaban hasta el último duro. Los víveres y la ginebra que Daniel ofrecía lograban también lo suyo. Eduardo, más por cobardía y abulia que por deseos verdaderos, le seguía en esos pasos. Aquellas mujeres flacas o de fofa gordura, vestidas con sedas brillantes, repintadas y tristísimas, le repugnaban íntimamente. Pero no hubiera soportado las burlas y el desprecio de Daniel, de no seguirle en su juego.
Chano, en cambio, despreciaba olímpicamente aquel lugar. Únicamente frecuentaba los billares para ver jugar a su ídolo, Daniel, o porque éste le citó. A pesar de su brutalidad, poseía una extraña inocencia, casi pureza, para ciertas cosas. Era de cortos alcances, pero de sentimientos nobles. Sin vacilación, habría dado su vida por Daniel, de éste pedírselo o necesitarlo. Contra lo que se suponía, por más alto y robusto, era el menor de los tres, apenas con quince años. No tenía familia, casa, ni trabajo.
Desconocía su origen o prefería ignorarlo. Vivió siempre como un perro vagabundo, ignorante, simple, salvándole esa misma simplicidad de muchas cosas. No tenía el fondo sucio, maligno, que Daniel el Bizco. Tampoco tenía su tristeza, la oscura melancolía que a veces asomaba a sus ojos. Pero una larga amistad unía, profunda y extrañamente, a aquellas criaturas tan distintas. Un día, Daniel llamó a Eduardo y le enseñó un billete de mil pesetas.
—Mira. Vamos a cenar por ahí, como no tienes idea. Pero tiene que ser con chicas.
Eduardo asintió. Daniel le habló de un restaurante frecuentado por su hermano Pablo, que no quería morirse sin conocer. Una extraña sombra, húmeda y brillante, llenaba sus ojos al decirlo. Y añadió, con rara seriedad:
—Quién sabe lo que va a durar uno.
A Eduardo le pareció que la sonrisa del Bizco tenía un quiebro trágico.
—¿De dónde has sacado eso? —dijo Eduardo.
—Pablo se descuidó. Si se da cuenta, me deshará. Pero no me importa. Yo quiero ir allí. Tú vendrás también. A Chano no se le puede llevar.
Aquella noche, acompañados de la Peli Lola —el rojo de sus cabellos todo el mundo lo conocía— y de Marina, con sus diecinueve años y sus anchos pómulos, fueron al Boston, un bar que en tiempos sería lujoso, en la calle Aribau. Lo frecuentaban ahora comisarios, carabineros, oficiales del C.A.S.E. Detrás del mostrador había un alto anaquel de madera tallada con las filigranas astilladas, y enmarcando espejos, ya opacos, como bañados por luz de gas. Grandes globos de cristal blanquecino iluminaban el local, con mesas de hierro y mármol, alineadas junto a la pared.
Cuando entraron, frente a la puerta, había dos coches del Ejército con camuflaje. Estaba lleno. Hombres con cazadoras de cuero y gorro de pico hablaban alto, bebían y comían, con el rostro brillante. Alguna mujer les acompañaba.
Lola y Marina reventaban de satisfacción. Lola se quitó el abrigo y apareció una blusa de raso rojo. El escote, en punta, mostraba un triángulo de carne blanca y azulosa. Tenía un granito junto al cuello, con la cabeza madura, pero no lo debía saber. Lola sonreía, mostrando sus dientes grandes, levemente oscurecidos. Marina, más melancólica, apoyaba la cabeza en el hombro de Eduardo. Un olor espeso, a brillantina barata, llegó a la nariz del chico.
—Tú eres un señorito —dijo de pronto, con voz baja y hueca. Y le acarició el cabello. Eduardo la apartó con fastidio.
—Anda, déjate de pamplinas. —Procuró dar a sus palabras un tono parecido al de Daniel, pero no quedó muy satisfecho.
Comieron platos extraordinarios en aquellos días.
Eduardo no daba crédito a sus ojos. El propio Daniel, con su suficiencia, con su desprecio, parecía impresionado. Huevos fritos con patatas, bistec, pan blanco, licores y vino en abundancia. Eduardo comía con voracidad y miraba a sus compañeros. Un instante, algo le encogió levemente el ánimo. Daniel, quieto, con el tenedor en la mano, miraba el mantel.
Sus ojos negros, desviados, se teñían de una angustia infinita. De repente, se le apareció en un nuevo aspecto. Daniel el Bizco era casi un niño. Había en su boca, raramente seria, en las comisuras caídas, un algo infantil, infinitamente desolado. Daniel pensaba, sin duda en aquellos momentos en algo terrible, irreparable. Algo como la muerte, como el vacío. Eduardo intentó alejar de sí esta idea, fastidiosa en aquel momento, y apartó sus ojos de Daniel. Las chicas charlaban y reían en voz alta y comían a dos carrillos. A Marina le salieron dos rosetones en sus pómulos de gato.
Bebieron mucho. Daniel anunció que quería emborracharse. Una alegría desaforada le invadía. Una alegría angustiosa, excesiva. Bromeaba a voces exaltado, y Lola, oyéndole, reía hasta llorar. Un mechón de cabello, negro y lacio, le resbalaba sobre la frente.
Eduardo miraba sus hombros estrechos, su pecho hundido, su tensa sonrisa, inquietante, mantenida aun comiendo. A medio bocado, empezó a toser. Las chicas pararon de reír, como si algo sonara a muerto.
Daniel apretó la servilleta contra sus labios, intentando sofocar aquella tos violenta, ridícula. Eduardo, incómodo, intentó atraer la atención de las chicas.
Lola estaba un poco bebida. Se levantó y fue a sentarse al lado de Eduardo. Daniel seguía tosiendo, sordamente, escudado tras la servilleta.
La chica le pasó a Eduardo el brazo por el cuello, riendo.
—Tú sí que eres guapo —le dijo—. Anda, dame un beso, muñequito de bosque. —Le acercó la boca, pintada de un rojo violento. Eduardo se apartó—. ¡Mira, la florecita tierna! —rió burlona. Olía a alcohol—. ¿Estará pensando en su mamá, el niño bonito?
Eduardo llenó de nuevo las copas. Todo cuanto les rodeaba temblaba de un modo especial ante sus ojos.
Sentía la garganta seca y la boca llena del rouge barato de Lola y Marina. Una a cada lado, se lo disputaban entre risas. Lola, excitada, le clavaba los dientes con fuerza en el pabellón de las orejas. Su aliento espeso, sus manos apetentes, le rodeaban. Un vaho ardoroso le invadía. No sabía qué boca besaba, qué cuerpo apretaba contra el suyo. Aun en la bamboleada visión que tenía de las cosas, se daba cuenta de que les miraban y se reían de ellos. Alguna palabra brutal llegaba a sus oídos. A Daniel lo tenían olvidado.
—¡Anda, muñeco, levántate! Vamos a jugar un rato los tres.
Hizo una pausa. La voz de Lola era insegura.
—Si no te asustas, ¿eh? ¿O prefieres jugar a la oca?
Tropezando, salieron del local. El aire de la noche le provocó a Eduardo un mareo más fuerte y se agarró a las chicas para no caerse. Bajaron por la calle de Aribau hasta la plaza de la Universidad. El monumento al doctor Robert, de sólido granito y mármol entre la niebla húmeda, parecía un blanco cendal, diluido y flotante, detenido así, para siempre, en un aire milagrosamente quieto. La humedad mojaba el enlosado y el asfalto, y resbalaban alguna vez. Cualquier ruido sonaba con distancia y misterio. Confusamente, Eduardo vio los plátanos de la calle Cortes.
Los árboles avanzaban, avanzaban, hasta perderse en la bruma. Al llegar a Muntaner doblaron hacia abajo. Lola y Marina vivían realquiladas en un piso de la calle de Sepúlveda, algo más allá de la Casa de Socorro. Luego, recordó el globo de luz con su cruz roja pintada.
Despertó con una sed espantosa. Medio inconsciente aún, se levantó y tambaleándose, buscó el lavabo. Acercó los labios al grifo y el agua helada, con una felicidad aguda y pueril, inundó su paladar y la lengua. Hasta entonces, no abrió los ojos. La habitación estaba medio a oscuras. Apenas se filtró una luz gris por el postigo entornado. Sobre la cama, entre las ropas revueltas, se confundían los cuerpos de las mujeres. Un brazo, en gris muerto, caía hacia el suelo. Apartó la vista con un poso amargo y una terrible sensación de vacío. A los pies del lecho, sobre la silla, la ropa interior de las chicas se esparcía en desorden. Un olor agrio, denso, llenaba la habitación. Sus ojos tropezaron con una media rota.
Temblando de frío y sin hacer ruido, se vistió rápidamente. Las chicas dormían, extenuadas, con algo animal. Un asco profundo, recóndito, le subía a la garganta. Apartaba fantasmas, espesas imágenes en que la carne le oprimía, asfixiándole. No tengo dinero, pensaba, y vagamente recordó que se lo pidieron, que les prometió cosas y cosas. Tuvo miedo, un miedo frío y mezquino del que quería liberarse cuanto antes. Con los zapatos en la mano salió al pasillo. Buscó la puerta y salió. Bajó las escaleras con prisa, temiendo que alguien saliese al rellano, llamándole.
En la calle, la ciudad ya estaba despierta. Gente desconocida iba a sus quehaceres, pasaba a su lado sin fijarse en él. Eduardo veía sus rostros, ateridos de frío, sus ojos preocupados. Un pensamiento cruel le martirizaba: Daniel me matará. Tenía miedo de verle, ahora. ¿Cómo le pudo olvidar? Lo recordaba con la servilleta apretada a los labios, sacudiendo los hombros. Un escalofrío le impedía acercarse a los lugares en que podía encontrarlo.
Fue a su casa, a comer. Su madre le reprendió, dócilmente cansada. Comió trozos de calabaza hervida y tortas de maíz. Luego, se tendió en la cama.
Durmió con un sueño pesado, en el que, de nuevo, los brazos de Lola y Marina le estrechaban como tentáculos, y sus bocas, viscosas como sellos de goma, se derretían en su carne.
Hacia las cinco despertó. Se lavó y se vistió despacio. En su cerebro dolorido sólo cabía una idea que le espantaba y le atraía a un tiempo: ver a Daniel. Tenía la imperiosa necesidad de verle, de hablarle. ¿Cómo le recibiría? ¿Qué iba a decirle? Le quitó a Lola en las propias narices. Si bien él no quiso, no tuvo la culpa. Lola, como Marina, le repugnaban. No deseó aquello, se lo encontró hecho, simplemente. Pero se olvidó de Daniel, que tosía, convulso, con la servilleta apretada a los labios y el billete de mil pesetas en el bolsillo.
Fue, inevitablemente, a los billares, arrastrado por algo más fuerte que su miedo. Todo estaba igual. Habló con algunos conocidos. Ninguno había visto a Daniel.
A las ocho y cuarto entró Chano. Enseguida se dio cuenta de su gesto hosco, el de los malos momentos.
Dejó que se le acercase, con el corazón palpitante y el cigarrillo en los labios, contra la pared.
Chano se apoyó a su lado. Durante unos minutos, estuvieron callados, como si escuchasen el seco golpear de los tacos.
—Está enfermo —dijo Chano lacónicamente.
—¿Enfermo?
—Ya sabes. Lo de siempre.
Eduardo movió la cabeza.
—¿Qué te ha dicho? —preguntó, aparentando no darle importancia.
—¡Psch! Nada. Ya sabes cómo es. Aguanta bien el dolor no es un blanco. Pero tiene cara de muerto.
Eduardo arrojó el cigarrillo y lo aplastó bajo el tacón.
—Voy a verle —dijo.
Pero no tuvo valor. Fue a su casa de nuevo. Se acostó y durmió hasta la mañana siguiente.
Pasó el otro día vagabundeando de un lado para otro. Jugó en los billares y, luego, a la tarde, se encaminó a la calle Ancha. Sus pies le guiaron, casi inconscientemente, hasta la calle en que Daniel vivía.
Como el primer día que le visitó, Daniel estaba en la cama de hierro. Pero, ahora, cubierto por la sábana, con los ojos cerrados. Al oírle, los abrió y, como siempre, una ancha sonrisa llenó su cara.
—Hola —dijo. Nada más. Como si no le importase nada. Como si no recordase nada. Tal vez fue aquélla una noche ilusionada para él. Tal vez, se dijo con angustia Eduardo, fue la última noche de su vida. De nuevo, el miedo le invadía.
Pero Daniel no aludió para nada a las chicas. Su risa, amarga, falsa, martilleaba los oídos de Eduardo.
Hablaron de cosas corrientes, de nuevos proyectos…
—Esto pasará pronto —dijo el Bizco, cuando Eduardo se disponía a irse. Dentro de tres días como nuevo otra vez.
Pero aquellos tres días pasaron y, en lugar de mejorar, Daniel empeoraba.
Al cuarto día, Eduardo, con el alma encogida por un presentimiento, abandonó a Daniel. Preocupado, inquieto, se dirigía a su casa. Entonces, inesperadamente, al doblar una esquina, encontró a Sol.