El piso se llenó de una paz gris, antinatural.
Eduardo apenas aparecía por él. Elena y Sol casi podría decirse que vivían solas, con María.
También la ciudad parecía más sosegada. Nadie venía ya a preguntar por Luis Roda —como aún sucedió dos veces, después de su muerte—. Los incendios morían, y el sol se iba bebiendo el rojo de las banderas.
En las tardes grises, llenas de un frío húmedo, Elena se sentaba junto a la ventana. Llamaba a Sol a su lado y, le retenía una mano entre las suyas. En aquellos momentos, sentía un gran desfallecimiento. Perdió, en año y medio, a su marido, a su hijo y su seguridad. Aquella seguridad forjada año tras año, minuto a minuto, desde sus abuelos.
Sólo sentía cercana la enorme y casi incomprensible fidelidad de una vieja criada, y aquella hija de ojos insistentes, silenciosa, que, a veces, le parecía desconocida.
Elena envejeció de un modo rápido, cruel. Seguía los pasos de la guerra en un mapa de España erizado de alfileres, en el que clavaba y desclavaba su esperanza, aplazada día a día. Sus hijos eran el presente, ineludible y vivo.
Crecían, crecían. Se le antojaba que de un modo monstruoso. Se apartaban de su vida, sin aguardar a nada ni a nadie. Eduardo huía, Sol callaba y miraba al cielo, al suelo o a algo dentro de sus ojos. No le pertenecían ya sus pensamientos, sus deseos. Apenas habían dejado de ser niños y ya ella creía descubrirles un anticipado instante de vejez en la mirada. Apretaba con más fuerza la mano de Sol entre las suyas, como si deseara decirle: «No me dejes, no te apartes de mí. El tiempo nos aleja. El tiempo nos separa y no tiene piedad de nada».
Por entonces empezaba a hacerse preciso salir fuera de la ciudad, a los pueblecillos, en busca de alimentos, conseguidos casi al asalto. La ciudad era pobre, estaba despojada. El hambre iba dejando su sombra viscosa, más ancha a medida que pasaban los días, como una gran mancha siniestra. Elena aprendió a cambiar, por un saco de garbanzos, objetos de valor y mérito. Una a una sus joyas desaparecían, y cada día el dinero perdía poder adquisitivo.
Era aquél un mal sueño del que no acababa de despertar. Poco a poco fue agotándose su llanto. Ella y María, que, a pesar de no ser retribuida, no la abandonaba, salían de la ciudad en trenes atiborrados.
Ya casi no le importaba viajar en el estribo o en la plataforma, congestionada de seres, ni el peregrinaje de masía en masía. Pero sentía una nueva y rara tristeza viendo cómo se caían las hojas de los árboles.
Solamente a una cosa no sabía acostumbrarse. Y era a las ausencias de Eduardo.
Rudamente, con dolor material, sentía clavada en el alma la huida del hijo, su despego e indiferencia. Por vez primera, se daba cuenta de que, aunque ella le hubiese arrojado a la vida, era un alma fuera de su alma. En los momentos de febril desesperación, en que se despertaba y lo llamaba, asustándose de la propia voz, un triste pensamiento la invadía. Amarles —se decía— es como amar ese viento que parece arrastrar hasta nuestros recuerdos…
Abatida, también, descubrió el vacío que la separaba de Sol, la gran ignorancia que la una tenía de la otra. Era tarde, sin embargo, para empezar de nuevo. A veces, mirando a su hija, pensaba que dio a luz un ángel puro, transparente, y se veía incapaz de hablarle de su dolor oscuro, terreno. Se daba cuenta de que creció lejos de ella, de que otros seres le forjaron una hija desconocida. Otras veces, en cambio, ante su mirar acerado, la suponía, no sin terror, un monstruo de indiferencia, extranjera a su amor y a su vida. En ambos casos, no obstante, se sentía extrañamente responsable, con una confusa sensación de culpabilidad ante aquellos seres que trajo al mundo. Y se repetía, con desaliento: Les he dado instrucción, les he procurado una vida sana, les he alimentado, vestido, enseñado a rezar, he dado fe a sus corazones… Luis y ella trabajaron y colaboraron por su felicidad. Fueron honrados, buenos.
Procuraron cumplir siempre con los Diez Mandamientos. ¿Por qué, pues, aquel maldito remordimiento, como si hubiera cometido algún crimen del que tuviese que responder ante Dios, implacablemente?
Entonces, se quedaba mirando aquel ser opaco y humilde que era María. La veía a su lado, trajinando en la casa, cocinando, haciendo el trabajo de tres mujeres, silenciosa y obediente. Siguiéndola en su peregrinación de pueblo en pueblo, sin que nadie se lo exigiese, ni siquiera se lo hubiese pedido. A veces, en el tren que las llevaba, Elena bajaba la vista y la encontraba a su lado, agarrada a un asidero, en la plataforma de un viejo vagón y se acrecentaba su amargura, sin saber concretamente por qué, verla allí, fiel, incorruptible. María estaba adherida a un tiempo que huía, como aquel paisaje lleno de invierno que iba derovando el tren. Elena, entonces, sentía más de lleno aún su soledad, y deseaba apretar dentro de la suya la mano de la criada.
La muerte de su marido la obsesionaba. Rara era la noche que no soñaba con él, que no le veía tendido, amontonado entre los cadáveres del Hospital Clínico.
Aun despierta, a veces, le parecía que sus ojos la miraban desde algún lugar. Si hubiera podido hablarle, le habría dicho: Ven. Tan sólo eso.
Íntimamente le llamaba, había una voz que siempre le llamaba dentro del pecho.
Jamás, hasta entonces se valió por sí misma. Su madre había quedado en Zona Nacional, y no tenía ninguna noticia suya. Sus hermanos vivían en el extranjero.
Es grato, cómodo, depender siempre de alguien, aunque sea renunciando a la libertad. Elena creyó siempre que su condición de mujer le daba derecho a esta dependencia, a esa cierta irresponsabilidad. Ahora, sólo podía añorar los bienes perdidos, porque ya era tarde, mucho, para crearse otros.
Y llegaron unos días largos, royendo el tiempo con dura indiferencia. Por vez primera, la palabra hambre tuvo sentido en aquella casa.
Algunas noches, Sol no conseguía dormirse. Se levantaba, iba hacia la ventana y miraba a la noche, con las manos abiertas sobre el cristal. Llegó un invierno mojado, brillando aún en la calle, que nadie tenía tiempo de limpiar.
Continuamente, rechinaban las ruedas de los camiones, llevándose hombres a la guerra. Sol no sabía qué pretendían defender aquellos hombres. Sentía una honda indignación por lo que era su propia vida, su juventud. No había derecho —pensaba— a ser engañado año tras año y, un buen día, ser arrojado de frente contra aquella verdad. No había derecho a que la verdad fuese el miedo, la resignación. No se podían tener dieciocho años para ir escondiéndose, escapando a esas balas perdidas en las esquinas, alistándose a la humillación de una cola para poder comer. El temor, siempre el temor. Amanecían unos aviones o unos barcos y dejaban el suelo empapado de muerte. El suelo que aún no se conocía, que aún no se tuvo tiempo de pisar.
La verdad no debía ser el hambre, la agresión y la muerte. No podía serlo.
Un grillo que tenía María en la cocina se quedó cómicamente reseco y encogido, dentro de su jaula de alambres. De un soplo se deshizo, como la ceniza.
Del mismo modo, se deshacían cosas y cosas, dentro del corazón de Sol. Del mismo modo iban desapareciendo, huyendo, como ceniza. Y todas sus preguntas, y hasta su misma rebeldía, había instantes en que se fundían en un solo sentir: el hambre.
Aquella cuchilla invisible, hundiéndose en su cintura.
Nunca la pudo imaginar. Nunca la sospechó, siquiera. Ahora, sí. Se despertaba de noche, y la sentía dentro, arañándole. Era triste y hundía el corazón.
Era humillante y le descubría miserias insospechadas. La pobreza de la condición humana, su inanición ante los árboles y el agua, ante la tierra.
Sol aprendió a sumarse a largas cadenas humanas, en espera de un trozo de pan.
María, vieja ya, no llegaba a todo. Era una dura experiencia para Sol.
Pensaba con un nuevo sentimiento en las ásperas manos de la criada, en aquel hijo soldado, muerto, que la llamó madre. Por primera vez tuvo una viva y amarga curiosidad por aquella vida callada, sumisa.
Cuán distintos significados puede tener la vida, para cada criatura, pensaba.
Mientras transcurría el tiempo en las áridas colas, Sol sentía perder allí instantes, tiempo de su vida, y se notaba crecer, crecer inútilmente. A veces, le parecía que la cabeza tendía a separarse del tronco, como si desease vivir otra existencia, separada del corazón. Eso le producía una risa débil y apretaba los pies contra el suelo de la calle, como para fijarse tozudamente en él.
En casa, el piso parecía barrido por un viento despiadado. Cosas y cosas queridas se echaban de menos. Su madre vendió las lámparas de cristal y bronce. Los objetos de metal codiciado, desaparecieron. Sol no podía estar mucho tiempo allí. Las paredes desnudas —entre registros y ventas, los cuadros y objetos de adorno desaparecieron—, el suelo rayado por los clavos de las botas y los bayonetazos de los milicianos, la desolación material, en fin, era aún soportable. Lo que podía con sus fuerzas, con su ánimo, era el clima de miedo constante y de lágrimas que sofocaban la atmósfera. Por otra parte, además, era preciso permanecer horas y horas en la calle para lograr un panecillo o un trozo de jabón, en lucha angustiosa, desmesurada, para ir existiendo, simplemente existiendo, y arrastrando los pies.
El hombre no debe vivir para comer, sino comer para vivir, recordaba, con ironía. Qué faltos de sentido los viejos refranes escolares. Recordando los preceptos de Jehová a su pueblo amado, la vida, en aquel tiempo, resultaba absolutamente antibíblica. Qué grato sería —ironizaba—que pudiéramos eliminar de nuestra alimentación los animales impuros, que pudiéramos sacrificarnos por propia voluntad, guardar los domingos…
La necesidad de las colas absorbía horas preciosas. La gente se alistaba ante el reclamo de cualquier cosa, de cualquier sustituto de calorías o vitaminas.
Sobraban hombres por todas partes, hombres innecesarios y míseros, que nadie se explicaba por qué crecían y se alistaban en las filas del hambre, con deseos de continuar viviendo. Pero era humano, simplemente. Tampoco a ella le era posible desentenderse de sus exigencias. Tenía hambre, tenía hambre.
El encadenarse en reatas hambrientas el defender un puesto en ellas contra el tiempo mismo se convertía en un vicio animalescamente rutinario. En su habitación, vacía de objetos de adorno, se vestía un traje azul que iba quedándole estrecho y corto.
Aprendieron a vivir con lo estrictamente indispensable, y todo ahorro parecía pequeño. Una cama, una mesa y una silla, únicamente, en su cuarto, antes cálido y confortable. En un ángulo un espejo le devolvía su propia mirada atenta. A veces, mirándose en él, le gustaba apretarse las orejas contra la cabeza, para sentir su frío pequeño en la tibieza de la piel.
Sonreía. Buscaba siempre pretextos para sonreír y los encontraba en cualquier cosa, como si quisiera olvidarse de la muerte, con patético optimismo.
En la calle, mirando a las gentes, recordaba cómo en el jardín de Saint-Paul las orugas se sucedían en el suelo, una tras otra, entre las hojas caídas de los árboles. Una cola servía para adquirir un número que, a su vez, la alistaría en otra cola. Había que levantarse muy temprano para conseguir una cifra baja. Así, se adquirían trescientos gramos de pan o medio kilo de patatas. Estómagos. En aquello se convertían los hombres. Cada hombre era un estómago, y cada estómago un número en tinta morada, estampado sobre las cartillas, en las listas infinitas. Sol contemplaba las carrocerías de aquellos motores digestivos: carne pálida, ojos pensativos, narices frioleras. Oía sus voces, sus comentarios, su preocupación escuetamente fisiológica. Un viejo escupía en el suelo, sin cuidado de ocultarse, lentamente, como si de este modo pudiera recordar e imponer los derechos de su vejez, tan olvidados. Sus tres hijas, explicaba entre quejas y blasfemias, le abandonaron para ir al frente. Harán más bajas entre los soldados que las balas, decía, rencoroso. A su lado, una mujer hablaba con tímido amor de la creciente anemia de su niño. En ocasiones, un camión lleno de milicianos se paraba frente al establecimiento, requisaban las últimas existencias y se iban.
Entonces, el tendero salía a la calle con las manos elocuentemente abiertas, y la cola se disolvía.
A menudo, Sol fue arrojada de su puesto. Era débil, suave y, sobre todo, incapaz de gritar ni discutir.
Una tibia pereza la invadía ante los gritos y abusos, y acababa encogiéndose de hombros, alejándose de allí con las manos en los bolsillos y una triste sonrisa en los ojos. El viento le acariciaba el cabello, y le gustaba pensar que se trataba de una muestra de afectuosa comprensión. En aquellos días, se dio cuenta de que no tenía, ni tuvo jamás, un amigo.
Sus zapatos estaban destrozados y, ante la imposibilidad de comprarse otros, llevaba unas viejas sandalias veraniegas, inadecuadas a la estación, que le daban un aire infantil, y empezó a sentir cierta vergüenza por sus manos demasiado blancas, que escondía en los bolsillos del abrigo, y por el tono apacible y quedo de su voz. Para vivir era más práctico tener las palmas endurecidas, saber gritar y empujar con los codos. Cuando oía alguna violenta interjección, no podía menos de pensar: Es así como se entiende la gente.
Un día llegó un individuo con una orden firmada por el Comité de la Fundición de Luis Roda. Como el piso era grande y espacioso, demasiado para tres mujeres y un muchacho, se les obligaba a alojar en él a una familia de refugiados madrileños. Elena no emitió una sola queja, pero aquella noche llamó a su lado a Sol y a María, y las tres se recluyeron, con los escasos muebles más apreciados, en las habitaciones posteriores. Era la parte más aislada del piso, donde estaban los dormitorios, el saloncito de Elena, y la que fue pequeña biblioteca de Luis.
Sol creyó adivinar en su madre un instintivo deseo de recluirse entre sus recuerdos más íntimos, y allí, junto a ellos, sobrevivir, acompañada de sus fantasmas. Casi insensiblemente, la vieja María y Elena se unían más y más. Sol pensó que se les iba acabando un mundo, únicamente suyo, del que defendían las ruinas, cada una a su modo.
Y llegaron los refugiados. Eran solamente dos mujeres, de momento. Madre e hija. Elena prefirió no asistir a cómo instalaban sus cachivaches en el comedor y en el antiguo despacho de Luis, esas grandes y desoladas habitaciones que despertaban su dolor más amargo. Sol veía cómo su madre cruzaba las manos y las descruzaba, sonriendo con una falta de expresión total. En vano esperó sus lamentaciones, su llanto. Al verla silenciosa, con su vestido negro y el cabello, ya encanecido sencillamente alisado hacia atrás, con un hondo dolor que ya nada ni nadie podría borrarle de los ojos, le llegó una ola de emoción. Era su hija, nació de ella, cuando era una mujer feliz, amada, antes de toda aquella soledad, que la envolvía para siempre. Comprendió su dolor pero inmediatamente algo frío se apoderó de ella.
Era como un filo acerado, que fuera clavándosele muy hondo. Tuvo un instante de rebeldía, y algo nació en su corazón, gritándole que no se dejara vencer. Era un sentimiento defensivo y cruel; deseaba que jamás pudiera alguien infligirle un dolor semejante al que soportaba su madre. Para ello, era preciso que la vida transcurriese limpia de afectos apegos y nostalgias. Había que desnudarse de todo calor, que fabricarse una existencia nueva, limpia de cosas que luego se pueden añorar. Si amaba algo, sería a algo presente, invulnerable, que acabase con su vida. Luego la invadió de nuevo la desesperanza.
Se sabía sin preparación para esta clase de vida y, lo que era peor, para cualquier otra.
Las dos refugiadas se instalaron ruidosamente.
Gritaban, se decían cosas gritando de una habitación a otra, reían o disputaban.
Aunque era de suponer que antes vivieron en un lugar mucho más reducido, se quejaban de falta de espacio. Sol las contemplaba con curiosidad un tanto divertida. Tal vez aquellas mujeres tenían formada de la buena vida una idea distinta, más espaciosa. Es peligroso soñar, pensó Sol. Y se dijo: Acaso la decepción es la única recompensa de los que sufren y sueñan.
De todos modos, una vez instaladas, molestaron mucho menos de lo que imaginaban. Elena comentó:
—Yo creo que, después de todo, hemos tenido suerte.
Poco a poco, Sol fue conociendo a las dos refugiadas. La chica tenía diecinueve años. Era una muchacha morena, cetrina, de piel hermosa y facciones vulgares.
Vestía generalmente un mono azul, porque estaba empleada en una fábrica de material de guerra. Llevaba el cabello largo hasta los hombros, negro y reluciente. A juzgar por los gritos de la vieja, que salía a aguardarla al rellano las noches que tardaba demasiado, se llamaba Cloti.
Cloti, a menudo, volvía tarde. Incluso, a veces, como Eduardo, no llegaba siquiera. Al día siguiente, explicaba a gritos a su madre que había pasado la noche en el Hotel Colón, con las juventudes, como ella decía. La vieja, pese a tararear, mientras cocinaba, canciones que hablaban de libertad, se intranquilizaba con estas ausencias y despotricaba contra el amor libre que defendía su hija.
Sol necesitaba saber cosas de aquella chica. Era algo que no sintió antes por ninguna compañera de Saint-Paul, cuyas vidas fueron más o menos semejantes a la suya. Cloti pertenecía a un mundo distinto, totalmente desconocido. Parecía una criatura simple pero llena de vida. Su vitalidad desbordante le fascinaba y le atraía, su deseo de beberse las horas a grandes tragos, como si presintiera, desesperanzadamente, que lo bueno acaba demasiado pronto. Pero, al propio tiempo, y por eso mismo, le inspiraba una rara tristeza, parecida a la que sintió viendo a un miliciano romper una porcelana.
Las vidas de Sol y de Cloti transcurrían separadas, y apenas se cruzaban alguna palabra al encontrarse. Cloti pertenecía a las Juventudes Socialistas Unificadas, gracias a lo cual consiguió su empleo y disponía de un nutrido racionamiento que, entre su madre y ella, devoraban ávidamente, cerradas en su habitación.
Luego recogían las migajas —Sol no comprendía cómo se las arreglaban para dejar siempre un reguero de desperdicios a su alrededor—, canturreando y con el rostro encendido de satisfacción.
Las miraban, entonces, con ingenuo desafío. Sobre todo, la vieja, cuando veía cocinar a María sus modestas tortas de harina de maíz. Cloti acudía a las clases nocturnas de una Escuela Roja, donde le enseñaban a leer y a escribir. Sol pensó que parecía muy feliz.
Pasó el tiempo. Un mes, dos, y llegó la Navidad.
Una noche fría y quieta. Nadie la celebraba. Elena miraba fijamente tras la ventana. La ciudad surgía negra contra el cielo. Un viento de voz triste sacudía alguna ventana abierta, cerca de allí. Camiones. Hora tras hora, se veían y oían ruedas de camiones y hombres que se llevaba la noche. Hombres que no vuelven.
Era aquélla su segunda Navidad solitaria. Para Elena la Navidad representaba recuerdos, una fecha sagrada. En aquélla, sólo desolación y pobreza la rodeaban.
Elena cerró los ojos. Prefería ignorar la suciedad de la vieja refugiada, que en la cercana habitación manchaba incomprensiblemente las paredes y utilizaba muebles queridos para encender el fuego. De la última de las cortinas, Cloti se hizo un abrigo: el terciopelo rojo era el colmo del lujo para ella. Hombres que no vuelven nunca… Elena lloró, silenciosamente. Trataba de sentir un hálito cerca, como, según oyera, a veces, vuelven a nosotros los muertos. Pero nada había en la habitación despojada. Sol, sentada en una butaca baja, leía un periódico. La luz rielaba sobre su cabello, y proyectaba una sombra tenue bajo sus párpados.
La vio delgada, y precozmente entristecida. Miró sus largas piernas desnudas, que tenían un brillo mate y sedoso, cruzadas en un gesto descuidado, casi infantil. De pronto, le pareció tan joven, tan tierna y, al propio tiempo, tan amarga, que sintió un miedo súbito y la sensación de que algo oscuro, siniestro, rondaba aquella figura confiada, aún adolescente. Deseó rodearla con sus brazos, fuertemente, para protegerla de lo desconocido, frío e inmenso, que se abría a su alrededor.
La vieja María aún no había vuelto. Salió en busca de algunos víveres, conseguidos por trámites absurdos e inimaginables. Qué cansada aquella búsqueda, aquella terrible preocupación cotidiana. Elena volvió a cerrar los ojos.
Deseaba escuchar algo, pedía una voz amiga que rozara tenuemente su corazón.
Pero nada más le llegaba el eco de algún golpe, en la habitación de la vieja refugiada, sólo el calor de sus propias lágrimas sobre la piel. Como el frío mismo, de pronto, se notó las arrugas, todas, sin engaño. Conservaba aún el reloj de su marido —sería lo último de que se desprendería—, su reloj que no se paraba nunca. Miró las manecillas brillantes, las pequeñas agujas que giraban y giraban como una burla a través de su silencio, de su ausencia. Hombres que no vuelven. Como si no hubieran nacido jamás.
Sol, a su lado mismo, seguía con la cabeza inclinada, leyendo el periódico.
Lejana. Hasta indiferente, tal vez. Nadie, ya, podía comprenderla.
Inesperadamente, sonaron detrás de la puerta unos sollozos ahogados. Elena escuchó con sorpresa.
La vieja refugiada se acercó llorando, y estaba tras la puerta entornada, sin atreverse a entrar. Elena se levantó, enjugándose las lágrimas y se acercó a la puerta. Es extraño —pensaba— cómo consuela el dolor de los otros.
La vieja estaba quieta, intimidada, con la cara entre las manos. Hasta aquel momento vivieron distantes, dándose la espalda. Elena se dio cuenta, con angustia, de que deseaba, de que le era preciso, ver llorar a alguien. Y se quedó mirándola. Hasta que la anciana levantó la cabeza.
—Vamos, dígame qué le pasa… —empezó a decir Elena, suavemente.
La vieja, sólo entonces, se aproximó, y empezó a hablar. Nunca hubiese creído Elena que pudiera hablar tanto aquella mujer. Una confusa mezcla de tristezas pasadas, hambres viejas y miedos presentes desbordaba aquella boca reseca, que no conoció nunca la felicidad. Decía, entre lamentos que, siempre, siempre, celebró de alguna manera aquella fecha. Explicaba cosas pasadas y actuales, casi sin ilación. Que tuvo tres hijos, siempre parados, siempre hambrientos. Que vivían en Madrid, en Ventas, donde se masca el polvo y no crece ni la maleza. Donde se hacinaban los seres en viviendas de adobe y cal. Las cosas no iban bien. La hija, Cloti, siempre delgaducha, trabajaba desde los once años, sin salir de los harapos, y deseándolo todo.
Claro —añadió, con su lenguaje revuelto— es lo que una piensa, ahora, y se explica cosas: ni colonia se podía poner en la cabeza, la pobre hija…
—Sí, sí… comprendo —asintió Elena, tímidamente.
La vieja se revolvió en un relámpago de desprecio.
—¡Bah…! ¿Cómo va a saber de esas cosas?
Luego, volvió a su tono plañidero:
—Y así íbamos, mal, mal… Hasta que vino lo que tenía que venir. Sí, señor, lo justo y lo que debe ser. Pero… ya ve usted, antes, esta noche, aunque fuese gastando el jornal entero, la celebrábamos… ¡Porque, no vaya a creerse, yo creo en Dios!
Sí, creía en Dios. Se advertía que tenía miedo a algo impalpable, sólo al decirlo. No miedo de los hombres, sino a algo distinto, más grande, más vago.
Creía en Dios, aunque no fuese a Misa. ¿Cómo iba a oír Misa, con el trabajo que tenía? Pero iba por las calles y, a lo mejor, se ponía a rezar, mirando hacia arriba, por encima de los tejados. En los curas no, en ésos no creía. Y volvió a llorar, porque era la Nochebuena, y no lo parece, no lo parece. Bien estaba que los ricos supiesen lo que era pasar hambre. Bien, incluso, que los ricos «cascasen» y que los pobres tuvieran lo que nunca pudieron conseguir, pensaba. Pero… la Nochebuena es la Nochebuena.
Dios es Dios.
Cuando Cloti llegó, poco después, encontró a su madre en plena confesión.
—Pero ¿qué está usté diciendo? ¡Ande, ande, déjese de monsergas! —se enfadó.
—¡Calla tú! —dijo la vieja, irritada—. Calla tú, que no respetas nada.
Cloti salió, con un encogimiento de hombros, y se encerró en su cuarto, dando un portazo.
La vieja, que de pronto perdió su azoramiento, pidió permiso para sentarse. No puede remediarlo —se dijo Sol—. Tiene, a su pesar, delante de mamá, el mismo aire de una antigua criada de visita. La vieja se dirigía a Elena con un respeto inconsciente.
Sentose al borde de la silla, con las manos cruzadas sobre la falda de profusos vuelos. Elena la escuchaba en silencio. Sol miraba a su madre, y pensó: Tiene algo, a pesar de todo, que nada ni nadie podrá destruir. Algo que nadie podrá quitarle jamás.
Inesperadamente, Cloti entró en la habitación. Llevaba debajo de cada brazo una botella de champaña.
—¡Hala! —dijo, con su voz dura, fresca—. ¡Pa que no gruñan!… Es esto lo que quería, ¿verdá, usté? Pues ahí tiene. A alegrarse.
Una sonrisa, mitad vergonzosa, mitad burlona, vagaba en sus labios. Miró a Sol como si la viese por vez primera.
—Ven, pajarito —le dijo—. Pareces un pajarito.
Siéntate a mi lado.
La vieja dio un chillido de alegría, corrió a por vasos y volvió con ellos, colocándolos alegremente sobre la mesa. Elena seguía de pie, quieta y silenciosa, y Sol notó cómo temblaban sus labios. Se acuerda de papá, pensó. Y ella también sintió aquella ausencia, aquella mirada de niño a cuyo alrededor el mundo creció demasiado deprisa.
A su lado, Cloti hablaba con voz fuerte y brusca.
La alegría de las dos refugiadas parecía que las aislaba aún más, que las recluía en sí mismas, aún con más fuerza. Las risas de Cloti y su madre formaban una barrera a su alrededor, sutil y helada.
Sol se dio cuenta de que Cloti y ella sentían la una por la otra una curiosidad recíproca. Esto la divirtió íntimamente. Cloti sirvió el champaña en grandes vasos de cocina, llenándolos hasta los bordes y a Sol le pareció que era un champaña distinto al que bebían antes, que no tenía nada que ver con aquél. El gesto de Cloti al servirlo, desbordado, denotaba prisa, una prisa febril y angustiada. Las cosas acaban. Las cosas pasan pronto. Hay que aprovechar el momento bueno. Mañana, tal vez, todo vuelva a ser amargo, duro. Tal vez mañana despertemos de nuevo en el polvo seco, sin una brizna, sin una sonrisa.
Sol bebió despacio, con la garganta ligeramente oprimida. Aquella bebida le pareció amarga y excesiva.
No, no tenía nada que ver con el champaña, ligero, dorado, de otros tiempos.
Cloti sonreía, con los labios apretados. Bruscamente, le cogió la muñeca.
—Vente, chica —le dijo—. Deja a las viejas lloronas. Vente y charlaremos.
Se levantó y la arrastró tras sí. Entraron en el cuarto y cerró la puerta con llave.
Del armario sacó otra botella, galletas y chocolate, y lo fue poniendo todo encima de la cama.
—Toma, hija —dijo—. Come, criatura. ¡Pobre chavala, qué pena me das, con esa cara de pájaro hambriento! Anda, y come. Yo te tengo que espabilar a ti, muchacha.
Sol obedeció. Primero con timidez, luego, despreocupadamente. Hacía tiempo no gustaba el sabor del chocolate. A medida que comía. Sentía una vergüenza íntima, profunda. No por Cloti, sino por sí misma.
La misma que experimentaba, a veces, enrolada en una cola.
—Eres maja, chica —le dijo Cloti, con la boca llena—. Tú no tienes la culpa de ser hija de quien eres. Me das pena. ¡Ya verás cómo te espabilo! Hazme caso y verás.
Cloti calló, mirándola. Su curiosidad podía más que su protesta.
Luego, empezó a contar cosas. Parecía que quisiera deslumbrarla o hacerle sufrir un poco, hablándole de todo lo que ahora disfrutaba. A menudo, iba al Hotel Colón. Cuántas cosas descubrió Cloti en él, paseándose por sus largos pasillos con un pijama de seda. Al decírselo a Sol, la miraba a través, sonriendo con cierta malignidad. Hablaba con dejes extraños, con terminaciones breves y desvaídas. El gesto, sobre todo, expresaba más que sus palabras. Pasearse con un pijama de seda, fumar cigarrillos egipcios, bañarse en un cuarto de baño, con muchos espejos, con colonia y jabón de olor, era, al parecer, fabuloso, delirante, un sueño hecho realidad.
Sol la escuchaba atentamente, absorbía sus gestos, la veía expulsar humo por la nariz, cruzar trabajosamente una pierna sobre otra. El pantalón del mono acentuaba la anchura de sus caderas. Había huellas infantiles en su rostro, pero el cuerpo parecía estallar demasiado pronto, como si tuviera también prisa, consciente del curso vertiginoso de las horas. Los buenos tiempos acaban. Eso decía cada poro de su piel, cada uno de sus ademanes. Las cosas agradables pasan pronto. A veces, Cloti se apartaba un mechón de cabello, que le estorbaba sobre la frente, con gesto rápido.
—No tenía ni colonia para echarse en la cabeza… —dijo la vieja. Flotaba en el cuarto, entre ellas, una tristeza vaga.
—Quiero dejar la fábrica —dijo Cloti, mirando al suelo. Tenía el vaso en la mano, ahora lleno de vino. Y lo derramaba lentamente, como si lo estuviera desangrando. Los dedos le temblaban un poco—. Unos camaradas van a buscarme un empleo en un garaje…
—¿Por qué? —preguntó Sol.
—Tengo… tengo miedo de los bombardeos —dijo—. Es peligroso. Se fabrica material de guerra, ¿sabes? Yo no soy cobarde. Cuando se echaron mis hermanos a la calle, yo iba con ellos, pero tengo miedo de los aviones.
En aquel momento, Cloti se parecía a su madre.
Hablaba de los aviones con el mismo acento con que la vieja decía: Dios.
—¿Dónde están tus hermanos? —preguntó Sol.
Estaban en el frente. Al hablar de ellos, volvían a brillarle los ojos.
—¡Te digo que yo salí con ellos, como un hombre!… ¡Qué buenos días aquéllos! Nunca, pase lo que pase, los podremos olvidar… Tenían muchas cosas que vengar, ¿sabes?… ¡Y yo les ayudé!
De pronto, la miró con fijeza, con una risa breve y áspera.
—Tú eres una inocente, chavala. Una desgraciada. ¿Qué sabes de la vida? ¡Nada! A tu edad, nadie me la daba a mí.
Acercó su mano al cuello de Sol y su risa creció violentamente. No sabía por qué, a Sol le complacía imaginar el corazón de Cloti, ancho y grande como un fuelle de fragua.
—Todo esto del hambre te toca ahora a ti —añadió Cloti, pensativa—. Antes la pasé yo. Es justo.
Tal vez, se dijo Sol. Pero todo era mucho menos sencillo de lo que parecía. Mucho más complicado de como lo veía Cloti. Sol no estaba segura de nada.
Desde aquella noche, nació entre Cloti y Sol una extraña amistad. Cloti no podía evitar su simpatía hacia la muchacha. Le hablaba con un airecillo protector, lleno de áspera ternura. Sol no sentía por ella cariño, pero sí una gran curiosidad y una cierta compasión inexplicable. No tengo razón para compadecerla —se decía—. Es mucho más feliz que yo.
Y, sin embargo, qué rara piedad le inspiraban a veces sus ojos ávidos, su risa, su modo de comer, a dos carrillos, como si siempre fuese el último bocado de su vida el que se llevaba a la boca.
Muchas noches, cuando Sol ya estaba acostada, llegaba Cloti de la calle y entraba en su cuarto. A pesar de su cansancio, se quedaba allí hablando, hablando… Alguna vez, Sol sentía se notaba vencida por el sueño, pero la escuchaba.
Cloti logró su empleo en el garaje y llevaba unas altas botas negras, que se quitaba gruñendo de satisfacción. Se sentaba al borde de la cama y ponía los pies sobre la silla. Contaba cosas, contaba cosas.
Era como si diera rienda suelta a todo lo que se le apretaba en el corazón. Recuerdos amargos, embrollados pensamientos. Tal vez se liberaba así, en voz alta, de confusos fantasmas que la atormentaban.
Cloti era un retazo de vida apurada, febril. Explicaba su vida a borbotones, violentamente. Su madre era lavandera. No fue a la escuela, no tuvo tiempo.
Prefería ganar unos céntimos por las calles de la ciudad, porque desde muy niña aprendió a conocer el valor del dinero. Además, nadie la obligaba. Crecía sola, como un perro. Resultaba chocante ver cómo se le llenaban los ojos de lágrimas acordándose de Madrid. Sol se complacía imaginándola niña, con los brazos y las piernas renegridos y secos, tendiendo a los transeúntes las cajas de fósforos.
Sentada en los quicios, amontonando calderilla, con sus pequeños dedos sucios y ambiciosos. Vivían en lo que ella llamaba, con agria ternura, su corral, en un rincón miserable de Las Ventas. No tenía padre. Sus hermanos eran, el uno peón de albañil, y el otro, nada. Intentó varios oficios, pero resultó golfante, como decía la madre. El otro, el mayor, estaba casado y tenía dos niños. Vivían todos juntos, en el mismo agujero, dentro de aquel círculo de viviendas oscuras y mal encaladas, con un patio de tierra seca en el centro, donde los niños jugaban y las vecinas solían pelearse. Algunas noches, cuando el hermano mayor estaba sin trabajo, procuraba olvidarlo emborrachándose y pegando a su mujer. Hacían hijos, en un derroche de amargura, hijos de la desesperación. No podían portarse sensatamente, todo era absurdo y desmesurado en sus vidas, inadecuado y desastroso. Al fin, el hermano menor consiguió un empleo en una imprenta. Apenas ganaba quince pesetas a la semana, pero no era eso lo que más le importaba. El dinero lo tendría por otros procedimientos, como una restitución, que le decía a Cloti.
Hablaba de cosas extrañas, de sueños locos. Esperaba la revolución. El mundo parecía suyo cuando hablaba. Cloti amaba a aquel hermano con pasión. Era un amor fanático, lo amaba como puede amarse un símbolo, una esperanza.
La atmósfera de su adolescencia estaba cargada de sed, como las noches que amenazan tormenta. Impaciente, desde su ventanuco mal velado por un jirón de tela roja, Cloti veía el contorno de la gran ciudad. El hálito amarillento del anochecer, tras los cables negros y los postes.
Cloti tenía recogidos tres gatos, flacos y hambrientos como su infancia. Durante el día se acurrucaban bajo la cama, que compartía con su madre, y por las noches salían por el hueco de la puerta. Cloti les veía pasearse por la barandilla de la galería, sobre el patio. Escuchaba sus maullidos, con los ojos abiertos y fijos, y soñaba en voz alta. El cuartucho estaba mal ventilado y apenas si cabía en él la cama.
Cloti crecía, pasaban los años. A los once años, entró de aprendiza en un taller de modista. Barría el suelo, espolvoreando aserrín. La echaron por ladrona. Sus gatos continuaban paseándose por las cornisas en las noches ardientes del verano. Alguien los apedreó, y ella les curó las heridas con un trapo mojado en vinagre. Crecía, crecía. Enfermó, y por las mañanas aguardaba su vez en la antesala de un Dispensario. El hermano mayor seguía peleándose con su mujer, tras el tabique. Temporadas sin trabajo, temporadas de hambre. Encarcelaron y libertaron al hermano menor, hasta tres veces. El hermano menor reía, hablaba, soñaba. Todos creían tener cosas que vengar: una sonrisa, una noche de frío, una cicatriz, su envidia, su descontento, su odio. Su ignorancia, su lenguaje, su hambre y su sed, sin ellos mismos saberlo. También su pena, sus tristezas, su miedo. Y su paciencia, podrida de rencor. Tenían que vengar haber nacido fruto de la desesperación o la casualidad. No fueron deseados y lo sabían. Algo se lo advertía desde el fondo de sus conciencias. No fueron deseados, no nacieron del amor. Mientras, a su lado, los niños seguían creciendo, también. Fumaban colillas recogidas del suelo, amontonaban calderilla. Juntaban en círculo sus cabezas grandes y rapadas, o cubiertas de una pelambrera piojosa, mientras jugaban sobre la acera con unos naipes resobados. Cloti sujetó sus cabellos con una cinta de bordes deshilachados. Cloti, cierta mañana, arrancó, para adornarse, un geranio florecido, como una estrella en tierra gris, dentro de un cajón.
Un día la Gallega le habló. La Gallega era la viuda de un marmolista que murió tísico de tanto tragar polvo, y que se pasó los últimos años de su vida renqueando por las tabernas del barrio. Su última obra fue una lápida, conmemorativa de no se sabía qué fiesta, para la Confraternidad. Y de esa renta vivió, el tiempo que le quedaba, arrastrando un tufillo de vino blanco y una alegría secreta, casi pudorosa.
Al morir, la Gallega tuvo que espabilarse, pues de la renta de esa lápida no le tocaba a ella nada. Comenzó a tratar con lo que tenía más a mano: con ella misma. Aún estaba de buen ver, a sus treinta y cinco años. Y siempre había, el sábado, algún albañil o fumista, con la paga recién cobrada, que quería echar una cana al aire y se iba a su casa, a tomar media botella y algo más. Luego, con el tiempo, cuando el trato de sí misma se hizo más difícil, pensó en ampliar el negocio. Vivía casi en descampado, en una casucha de madera, con huertecillo. Empezó a echar el ojo a las muchachitas de la barriada. Clientes, no le faltaban. Sin grandes fatigas, no había semana que no ingresase algo en la Caja de Ahorros.
Cuando caía una menor, el saldo crecía vertiginosamente.
A Cloti hacía tiempo que la llevaba en el magín.
Le fue algo difícil convencerla, pero bien pudo serlo más. A los catorce años, todas tienen escrúpulos.
¡Como si no fuese eso cosa de la vida, y no pasase al fin, siempre igual! El señor Paco, cincuentón y rijoso, propietario de granos, la tenía vista. Que tuviese hijas de su edad, poco se le importaba. Él no sabía de melindres, ni la conocía la paga era un peso.
Además, con los años, el paladar se le hacía más fino como él decía. Cuando alguna vez Cloti pasaba delante de su almacén y él estaba ocupado vigilando la carga o descarga de algún camión, sus ojillos pequeños, redondos, rodeados de grasa, brillaban, húmedos. Cloti los sentía sobre su piel, resbalando viscosamente, como dos lentos caracoles.
La Gallega hizo lo que faltaba y Cloti se encontró, de un solo golpe, como si lo hubiera soñado en una noche de hambre, metida en una vida extraña, que fatalmente, fue haciéndose regular. Cuando había trabajo, la Gallega buscaba el modo de encontrarse con ella, y la citaba a hora fija. En el comedorcito de la viuda del marmolista se entraba en relación delante de una botella y de unos vasos. Unos hombres decían unas cosas. Otros hombres, otras. Pero luego, siempre era igual. Algo absurdo, que ella no comprendía fuese tan importante como para valer tanto dinero. Cloti procuró ocultar aquellos encuentros a su familia. No le fue difícil, porque todos estaban demasiado preocupados con sus propios asuntos. La madre salía temprano de casa, comía fuera su bocadillo y volvía ya muy tarde. Lavaba y hacía de asistenta en varias casas de la ciudad. Llegaba rendida de cansancio y en casa la esperaban un montón de quehaceres. La cuñada tenía el cuidado de sus cinco hijos y del marido. Si sospechó algo, nada dijo. A los hermanos les veía poquísimo. Su vida transcurría en completa libertad, vendiendo periódicos. Así, a lo largo de tres años, una o dos veces al mes —a veces más—, Cloti pudo creer que el amor era otra estupidez humana.
Pero el amor, o algo que se acercaba a la idea que de él pudo tener antes, rozó un día su corazón.
Cuando menos, el amor podía ser algo distinto de aquel habitual entregarse a la pasión de los otros.
Conoció a un muchacho, aprendiz de tornero, muy joven todavía, que se llamaba Pedro. Pedro iba limpio, con un mono azul bien planchado. Solía esperarla en un bar, cerca de su corral. Alguna vez ella le mandaba recado: No puedo ir. Tengo trabajo.
Señal que la Gallega la había citado. Pedro se iba, dócilmente. Pedro vivía mejor que Cloti, en una casita aseada, con su madre y un hermano pequeño.
Inexplicablemente, junto al cariño, surgió en el corazón de Cloti un raro resentimiento hacia el chico, hacia su vida limpia, sin zozobras. En ocasiones, creyó odiarle salvajemente. Luego un sentimiento dulce la invadía, y besaba su boca joven, tan distinta a todas. Pero, oscuramente, le nacieron sentimientos de odio, de amargura, de venganza. Al conocer aquel amor tierno, desinteresado, aparecieron las inquietudes, el miedo y la desesperanza. Cloti, entonces, buscaba el campo, o algo que se pareciera. Algún lugar donde creciera un árbol, donde ofrecer al sol sus grandes mejillas descoloridas, el azul de sus suaves ojeras.
Poco antes del dieciocho de julio, la policía acabó con lo de la Gallega. Tras un escándalo demasiado sonado, la encerraron para un tiempo. Cloti iba a cumplir los diecisiete años. Un hervidero de rencores, de cosas, frustradas, de amor enfermo, le llenaba el pecho. Tenía deseos de luchar por el sol, por la luz.
Cuando mis hermanos se echaron a la calle yo les acompañé.
Ahora, mirando a Sol, a sus ojos claros, algo doloroso se distendía en el corazón de Cloti. Era una envidia que podría llamarse dulce, sin culpa. Y algo se le rompía dentro, como un grito sofocado, cuando le cogía la mano diciéndole:
—¡Menuda inocente estás hecha, so panoli! ¡A ti te tengo que espabilar yo!