II

Eran las primeras horas de la tarde a mediados de agosto. Un calor húmedo, pegajoso, invadía el aire, resbalaba por las paredes de las casas, por la calle.

Sol permanecía tendida en su habitación, con las manos cruzadas bajo la nuca, mirando fijamente al techo. La ventana, como todas las de la casa, estaba abierta de par en par, en cumplimiento de una orden de la Comisaría de Orden Público para impedir se disparase desde dentro.

El resol arrancaba un brillo exasperado a las paredes. Un leve sudor humedecía las sienes de Sol. De vez en cuando, su corazón parecía detenerse. Cortante, brusco, llegaba el redoble de alguna ametralladora, como el rebote de un juguete siniestro, hasta las paredes blancas de aquel cuarto, que se diría sólo contenía una paz tierna, ignorante, de colegiala.

Los primeros días la sumieron en un estado de apatía, de desconcierto, en el que ni siquiera el miedo pudo tomar forma. Era una rara mezcla de curiosidad, confusión y estupor que le impedían incluso preguntar nada. Contemplaba las caras lívidas de sus padres, la honda tristeza de la vieja María. Seguía, como una sonámbula, los pasos de su padre, que parecía una fiera enjaulada. Su padre ya no era dueño de nada. Fue todo lo que pudo entender un día que Luis llegó pálido y se sentó junto a Elena, mirando al suelo. Luis y Elena, con la radio encendida sin descanso, permanecían inmóviles, escuchando sin cesar las voces desaforadas, la nueva y desquiciada vida en que, de pronto, todas las cosas perdurables e inconmovibles se volvieron del revés.

Apenas transcurrió una semana desde que se oyeron los primeros disparos y, sin embargo, ¡cuántas cosas habían ocurrido! Parecía que hubiera pasado mucho más tiempo. Meses, tal vez. Sol, en la tarde calurosa, oyendo las ráfagas de fuego, lejanas y sombrías, intentaba ordenar sus pensamientos. En su mente la palabra revolución que oía continuamente en casa, escapaba, huía, en confusa mezcla de imágenes e ideas. No comprendía nada. Unía esta palabra a los recuerdos del Carnaval, tal vez porque de niña tuvo que contemplarlo desde detrás de los cristales, y ahora también, recluida temerosamente en el piso —no les permitían salir y su mismo padre permanecía la mayor parte del tiempo en casa—, presenciaba de nuevo grotescas manifestaciones de alegría, disfraces de color hiriente, con aire de guiñol tragicómico. Es decir, el verdadero carnaval, el que le estaba vedado. Los bailes a que acudió siendo niña vestida de Caperucita y con un lobo de cartón bajo el brazo, nada tenían que ver con el gemido ebrio de la calle; aquel otro carnaval hirviendo, lleno de voces que no se sabía si celebraban o si lloraban algo. ¡Qué lejana quedaba aquella gente próxima, ululante! ¡Qué desconocida! Alejada de los otros niños en ocasión de uno de aquellos bailes infantiles, se asomó a ver, con la nariz aplastada contra el cristal, el desaforado carnaval de la calle, los hombres y las mujeres de la Rúa bulliciosa, hasta que la apartaron de allí. No mires, son malos. Entra a jugar con tus amiguitos, hermosa, le dijo María. ¿Es malo el carnaval?, preguntó ella sorprendida. Ése de la calle, sí, respondió María con convicción. Ahora, Sol recordaba todo, el carnaval del otro lado de las habitaciones blandas el que sólo tenía un cielo inflexible y frío sobre la cabeza. Era malo el carnaval haraposo, triste, refugiándose en grotescas muecas.

No, Sol no lo había olvidado.

Ahora, esas gentes que no debían mirarse, prohibidas, cuya existencia se les mantenía oculta y de las que era obligado olvidarse, invadían de nuevo la ciudad. De pronto no cabían en la calle y venían a inundar con su realidad ineludible el pequeño mundo, suave, de caperucitas rojas y lobos de cartón, acrecidos, apelotonados, en número mucho mayor del que podía suponerse, y hacía ostensible su presencia. Como en aquellos carnavales pretéritos, creía escuchar Sol el eco de una alegría furiosa. Asomada a la ventana, veía cruzar los coches pintarrajeados, atiborrados de hombres y mujeres armados.

Unos seres cuyos rostros jamás vio en parte alguna ni supuso que existieran. ¿En qué lugares de la ciudad estuvieron escondidos?, se preguntaba.

Dentro del mundo familiar, Sol, igualmente, descubrió cosas. Más patente que nunca, la sensación de que nada conocía de sus padres, de que algo la separaba de ellos desde siempre, la invadía ahora.

Nunca pudo imaginarse a su madre como una mujer que únicamente parecía saber llorar, que escondía sus joyas en lugares inverosímiles. ¿Por qué se mataban los hombres en la calle? ¿Por qué su padre, que siempre fue bueno y honrado, se escondía como un criminal? Él, a quien siempre creyó admirado y respetado. Una gran realidad se hacía palpable y crecía ante sus ojos: unos hombres estorbaban a otros. Había mujeres desgreñadas, famélicas, que gritaban rabiosas. Mujeres que, indudablemente, no sabían lo que quería decir aburrimiento. Y niños con las cabezas llenas de costras, súbitamente hermanados, formando de la noche a la mañana una monstruosa y enorme familia, agobiante, obsesiva. Sol sabía que el cercano solar amanecía lleno de cadáveres. Que había charcas viscosas en algunas calles, manchas temblorosas de sangre. Y era frecuente, casi cotidiana, la noticia de algún amigo muerto.

Muerto, huido: dos palabras que martilleaban en su cerebro.

La gente buena, la gente permitida, muere o huye, oía.

Sol se levantó de un salto. Algo le oprimía el corazón. El calor se intensificaba y notaba ahora su humedad en la espalda, en la nuca. De pronto, sintió la necesidad de estar con su padre, de acompañarle.

Desde hacía dos días, permanecía totalmente oculto, nervioso. Fumaba un pitillo tras otro en su habitación. Tenía miedo. Había un continuo batir de miedo, desde hacía dos días, en la habitación de su padre.

Algo que se espesaba en la atmósfera, rodeándole, ciñéndose a su frente.

Sol empujó la puerta y entró sin llamar. Estaba echado, mirando al techo. El cigarrillo, entre sus labios, se consumía lentamente. La ventana abierta dejaba paso a toda la luz de la tarde. Al fondo, tras los tejados, el mar brillaba como un hilo cegador. Sol se sintió invadida por la nostalgia, aún tan próxima, de los días en la playa, del viaje por la carretera de la costa. Ahora, los milicianos se incautaron del Ford, nuevo aún, que papá compró recientemente con tanta ilusión. A Sol la apenaba, más que la pérdida del coche, los ojos de niño que tenía su padre cuando lo compró, cambiándolo por el viejo, ya anticuado. Le encogía el corazón la boca de su padre, aquellos labios duros, con un temblor contenido, apretando el cigarrillo. Se acercó y apoyó la cabeza en su brazo.

Notaba el olor de su cuerpo: su calor. Le cogió la mano. Eran las manos que compraban las bicicletas, que compraban los coches nuevos, que empujaban carretera adelante, vida adelante. ¿No había algo ingenuo, incluso, en las manos de papá? ¿Cómo hubiera podido ella explicarle a nadie que eran estas manos, estas cosas, las que la llenaban de tristeza?…

Supo, de pronto, que tenía que decirle algo, explicarle lo que le gritaba dentro del pecho. Pero no podía. Y se estremeció. De improvisto, tuvo la sensación de que debía ahorrar tiempo, que algo se precipitaba en torno a ellos dos. Debía darse prisa en hablar con él de todo lo que guardó durante años en sí misma, y no sabía decir. Apretó más la cara contra él, con la garganta oprimida. Su padre seguía quieto, mirando fijo al techo, como si ya hubiera empezado a irse definitivamente de su lado. Como si ya fuera tarde para todo.

Aquella misma noche, poco después de acostarse, llegaron unos hombres en su busca. Llevaba puesto su pijama y no le dejaron vestirse.

—Volverá pronto —les dijeron. Luis se calzó rápidamente las zapatillas y se echó encima un batín.

—Es para interrogarle. —Y repitieron—: Volverá pronto.

Sol supo lúcidamente que algo se rompía definitivamente. Avanzó hasta la puerta, detrás de ellos, con los pies descalzos. Su madre, de pronto, debió perder la voz. Vio cómo se abrazaba a su marido y nadie, nadie dijo nada. Entonces, Sol notó violentamente cuánto amaba a su padre, más aún que a sus propias manos, que a su propia voz. No se atrevía a gritarle a su madre: ¡No le dejes ir, no permitas que se vaya! ¡No volverá! ¡No le dejes ir! ¡Es papá!

¡Es el que compraba las bicicletas, el que tenía los ojos de niño! ¡No le dejes ir!

Pero tal vez Elena pensaba lo mismo. ¿Qué extraña cobardía les detuvo, incluso la voz? No era cobardía, se dijo luego, sino esperanza, tal vez absurda, como un hilillo de luz.

Sol apretó los dientes con sorda desesperación. En aquel momento le parecía que su amor por su padre no tenía ningún valor. Hubiera deseado amarle por causas ajenas a la sangre. Confusamente, creyó oír que Elena decía algo, o suplicaba algo, con voz débil. Eduardo, a su lado, pálido, tenía los ojos muy abiertos. Tampoco dijo nada.

Los hombres abrieron la puerta de la calle y salieron. La escalera estaba oscura y, a la luz de las linternas, los peldaños desnudos, despojados de la alfombra, parecían empequeñecidos de vergüenza.

De pronto, Sol se precipitó hacia su padre y fue a besarle la mano. Una mano, ahora, de venas hinchadas. La notó mojada, fría, y le dejó en los labios un gusto salado que no pudo olvidar.

Estuvieron silenciosos y quietos hasta que oyeron el motor del coche alejándose calle abajo. Entonces, Elena pareció despertar e intento salir, correr detrás de aquellas ruedas que se perdieron irremisiblemente. Eduardo la sujetó por los brazos. Sus ojos brillaban, más grandes, en su cara pálida.

Elena levantó la cabeza.

—María —llamó suavemente.

De la sombra, en el extremo de la habitación, surgió la figura achatada de María, sus ojos humildes.

—Aquí estoy —dijo. Las otras dos criadas les habían dejado hacía días.

Ante el estupor de Sol y Eduardo, Elena la abrazó.

Apoyó su cabeza, vencida y envejecida, en el hombro de la antigua niñera, con un llanto silencioso y desesperado. La mano tosca de la criada se alzó tímidamente, acariciando una y otra vez la espalda.

—Aquí estoy… Aquí estoy… —repetía con su voz ronca, su voz inalterable de toda la vida.

Alguien encontró y reconoció, en la cuneta de la Rabassada, a Luis Roda, de madrugada, muerto a balazos y con las zapatillas perdidas.

Sol se sintió sacudida por un vértigo extraño. Tuvo, de pronto, conciencia de que dentro de ella algo se había desquiciado, algo irremediable había sucedido que trastornaba el curso de su vida. Un mundo había concluido. Murieron los veranos junto al mar, la risa sana y brusca, la palabra princesa, la mirada pendiente del reloj, las promesas cuando crezcas…

Nunca crecerían hijos para él. ¿Dónde habrían ido a parar sus horas de trabajo, sus preocupaciones pequeñas y cotidianas, sus proyectos? Aún estaban sus trajes colgados en el armario, bamboleándose cuando se abría bruscamente. ¿Qué se hizo de sus recuerdos, de sus secretos? No murió sólo su cuerpo.

Un cortejo de luces y sombras, de sonidos, de deseos, de color, de luchas y de recompensas terminaba con él. Se piensa a veces en la muerte, tal vez se piensa siempre en la muerte y no se cree que pueda ser tan breve, tan simple, tan rotunda. Sol se quedó quieta, como golpeada. Mucho tiempo después, aún creía conservar entre los labios aquel gusto salado, el sudor inútil de un hombre que ya no existía.

Los días continuaron. Continuaban, uno tras otro, como sus vidas. Sol, desde la terraza, vio arder los templos, la ciudad emborronada por grandes resplandores rojizos y el polvo negruzco del hollín; las nubes cruzaban el cielo, sobre la ciudad, hacia otros países.

Dos veces aún, después de aquella noche en que se llevaron a su padre, llegaron patrullas de hombres y registraron el piso. Irrumpían con violencia y golpeaban los muebles con la culata de los fusiles.

Se burlaban de los cuadros de las paredes y los rasgaban, ante el estupor de Sol y Eduardo. Comprendían que buscasen los objetos de valor, pero no que destruyesen lo que no les servía para nada. ¿Por qué odiaban un cuadro, por qué rompían un Jarrón de porcelana? Algo había allí, algo oscuro y triste, que Sol no podía ver, pero que presentía. En alguna ocasión, hubiera deseado preguntarles qué buscaban, si allí no estaba ya su padre. Pero únicamente les miraba. Con sus ojos grises, lentos, que a veces parecían de cristal.

Cedió el verano, luego el otoño. El cielo, aún manchado de rojo en algún punto, se le antojaba una inmensa sonrisa indiferente. Los talleres de fundición fueron colectivizados.

Eduardo se convirtió en un jovencito de quince años, muy alto para su edad, tan alto como su padre. Pasaba la mayor parte del tiempo tumbado en la cama, leyendo. Fue el primero de la familia en salir a la calle. Al principio eran salidas furtivas, casi temerosas. Volvía con libros, unos libros gruesos, en rústica, con portadas chillonas, que apilaba en su cuarto. Sol le veía leer con avidez. Algo había en su mirada que denotaba cierta satisfacción por el rumbo que su existencia iba tomando. Por alguna razón había momentos en que Eduardo casi parecía feliz. Hasta entonces, su vida fue como a rastras de algo, forzada. Ahora, por vez primera, parecía hacer lo que más le agradaba. No tenía, al parecer, ninguna preocupación. Asomado a la ventana, contemplaba la ciudad con extraña avidez. Había empezado también a fumar. Siempre estaba rodeado de un montón de colillas al acabar la lectura. Sol llegó a creer que Eduardo veía todo aquello como una cosa suya, para su beneficio, aunque no le interesasen sus causas ni pudiera tomar parte en ellas.

Elena, desde la muerte de su marido, pareció volcar todo su amor hacia Eduardo con más intensidad. Buscaba en él un apoyo que el muchacho estaba muy lejos de proporcionarle. Sol veía el gesto de fastidio con que Eduardo recibía las caricias y efusiones de su madre. Cuanto más cariño le demostraba, más deseo de alejarse manifestaba él. Empezó a salir de casa con más frecuencia y cada vez sus ausencias eran más prolongadas. Jamás decía dónde estuvo. Compraba libros y cigarrillos, leía y permanecía largas horas pensativo. No daba explicaciones de sus pasos, a pesar de que Elena —para quien él sería siempre el niño— sufría con sus ausencias cuando éstas se prolongaban demasiado, y él lo sabía. Temía que le pasase algo malo, le creía acechado por mil peligros.

—Dios mío, no salgas tanto —le suplicaba—. No sabes en qué tiempos de peligro vivimos… ¿Es que no te acuerdas de papá? Ten paciencia, espera hasta que todo se normalice.

La esperanza de que en breve todo se normalizaría era lo que mantenía a Elena.

Aquello no podía durar, no era de este mundo. Alguien, muy pronto, acabaría con aquel infierno. No podía ser. Sus palabras herían a Sol, que la escuchaba en silencio. La situación económica empezó a ser apurada, pues les fueron confiscando todos sus bienes. Se defendían gracias a los préstamos de algunos amigos que consiguieron salvar parte de su fortuna. Luego, clandestinamente, Elena empezó a vender las joyas. De este modo, creía, podrían resistir hasta el día en que todo se normalizara. De todas formas, sus gastos eran muy restringidos.

—Lo que más siento es que te veas obligado a suspender tus estudios —decía Elena dirigiéndose a su hijo.

Eduardo sonreía, con cierta ironía. Cada vez faltaba de casa con más frecuencia.

Empezó a salir de noche, a pesar de los ruegos e incluso las órdenes de su madre. Ahora que no estaba su padre, nadie ejercía autoridad sobre él. Poco a poco, fue descubriendo los sentimientos de su hermano. Tras su silencio orgulloso, adivinaba un egoísmo cerrado, una avidez poco común. No era difícil advertir su deseo de liberarse de la familia, que le pesaba como lastre.

Entró el invierno. Eduardo volvía a las ocho o nueve de la mañana, pálido y ojeroso, pero con la mirada resuelta, brillante. A veces, viendo llorar a su madre, le decía:

—No te preocupes. Lo que hago es lo mejor para mí. Yo sé bien lo que me conviene.

Adquirió un aire distinto. Se hizo en poco tiempo más hombre, aunque estaba delgado y pálido. De sus correrías, a menudo volvía con la ropa estropeada.

Sol se apercibió de que, aunque poco, Eduardo llevaba dinero en los bolsillos.

Estaba segura de que a su madre no le entregaba ninguna cantidad y no imaginaba de dónde podía sacarlo.

Así, el tiempo pasaba y Elena seguía en su esperanza de una inmediata paz. Al oírla, Sol experimentaba una angustia honda, terrible. La abrazaba y procuraba consolarla como a una niña pequeña. Dentro de ella, una voz le decía que aquello sólo era el principio de un tiempo, largo y desconocido. Que el mundo que añoraba su madre estaba definitivamente muerto. Algo en su vida había terminado para siempre.