I

A los dieciséis años salió de Saint-Paul, creyéndose el centro del mundo. Pero el mundo resultó distinto a todo lo que ella aprendió a temer o amar. Ojeando su cuaderno escolar, podía evocar nueve años largos y casi inútiles de internado. El cuaderno tenía tapas rojas, y en la primera página había escrito, con letra grande y picuda:

NOMBRE: Soledad Roda Oliver

Nunca la llamó nadie Soledad. Recordaba que este nombre le había parecido ajeno, distante. Siendo muy niña, le sorprendió saber que Sol —tal como la llamaban todos— era como un disfraz, un bello y luminoso fuego que ocultaba aquella palabra oscura: Soledad. Y tenía miedo.

El cuaderno continuaba:

INGRESO EN SAINT-PAUL: dos de octubre de mil novecientos veintisiete. Y, sin embargo, cabían para ella muchas cosas en estas palabras. Cosas lejanas, confusas y pueriles.

Terribles y concretas cosas de niña. Voces anchas y lejanía. Aquellas palabras traían a la memoria las hojas de los libros, aún unidas en los cantos. Tenía seis años, y con manos torpes rasgaba el papel mientras mordía la fina cadena que llevaba al cuello, con una medalla redonda, de oro. Era muy tímida, y le daba vergüenza decir en voz alta la lección. Dentro del pupitre había formado, con cuadernos y libros una ciudad maravillosamente complicada. Pero ella nada sabía de las ciudades, ni siquiera conocía aquélla en que había nacido. Qué difícil de imaginar, entonces, que era posible reducir a escombros parte de una ciudad, en unas horas.

Alguna vez, calle arriba, vio niños desarrapados.

Niños sucios, con costras en la nariz y descalzos, que pedían limosna. Estos niños le eran apartados rápidamente, y Sol no suponía que fuesen hermanos de alguien. Su hermano, al que veía durante las vacaciones, era un niño rubio, limpio. Se llamaba Eduardo, solamente tenía un año menos que ella, jugaban juntos. Su hermano era más guapo que ella, porque se parecía a su madre. Y su madre, entonces, era la única madre posible.

El verano, en aquella época, parecía un trozo de paraíso. Se acababa el colegio, las lecciones mal aprendidas, la severa disciplina de las monjas. Iban a un pueblo de la costa, a una casa de paredes encaladas y postigos azules, con arena en el jardín, que crujía bajo los pies y se metía dentro de las sandalias. El día estaba lleno de oro, de un oro ardiente que inundaba los ojos, la boca. Se buscaba la sombra, y la sombra era verde, con frescura mojada, como polvo de agua. Los niños que tenían cara de hermano se sentaban al lado, daban la mano, se metían en el mar hasta la cintura y el pecho, querían aprender a nadar. Lloraban o se reían con dientes menudos, blancos. Por la tarde, en carritos pintados de rojo, tirados por pequeños asnos, se vendían helados de color de rosa, de color limón, en unos sombreritos de barquillo. Sol, Eduardo y los otros niños hundían los dientes en el hielo, y el hielo sabía a color de rosa y a color limón. También estaba la tarde, llena de bicicletas. Con sus ruedas grandes, brillantes. La bicicleta, para Sol, iba unida al recuerdo de las manos del padre. El padre tenía manos morenas, y ella sabía, milagrosamente acaso, que la bicicleta la compró papá. Las ruedas de la bicicleta y las manos del padre, parecía que le empujaban, rápidas, por la carretera oscura, entre la doble fila de árboles. Y aquella oscuridad era a un tiempo brillante.

Papá, yo he llegado el primero… Papá, yo he llegado antes que nadie… Por la noche, las sábanas herían su piel quemada. Los padres, altos y bronceados, besaban siempre antes del sueño. Entonces surgía una figura entrañable, una figura de la que no se habla, cercana y anodina, insustituible. Era María, la niñera. María, que parecía mentira fuese madre de alguien —aquella frente con tres largas arrugas, aquella pelusa en las mejillas y encima del labio—. Cuando María le abotonaba el vestido, Sol le curioseaba el cuello, y le sacaba siempre, de puro sabido, un medallón que llevaba colgando, caliente, sobre el pecho. Las pequeñas manos nerviosas, preguntonas, lo abrían. Dentro había un mechón de cabello de aquel hijo que tuvo, y le mataron en la guerra de África. Sol no podía imaginarlo. Aquel hijo era sólo una sombra. Como si hubiera sido siempre un soldado, como si hubiera sido siempre un muerto.

¿Cómo te llamaba? Dime, anda, ¿cómo te llamaba?… María, sonreía triste, inclinada, y vaciaba de arena el interior de las sandalias infantiles.

CONCLUYÓ SU EDUCACIÓN EN SAINT-PAUL: quince de junio de mil novecientos treinta y seis. Sol, con el cuaderno entre las manos, pensaba en lo que había consistido aquella educación. Ciertamente logró dominar a medias su torpeza de movimientos, sus manos demasiado nerviosas. Sabía escribir correctamente, con letra delgada, pulcra.

Recitar, con cierto énfasis, poesías francesas. Dibujar flores y paisajes con corzas y cipreses. Pero continuaba negada al mundo de los números, casi como el primer día de colegio. Sus notas en Matemáticas habían sido siempre lamentables. Sin embargo, en Historia y Geografía consiguió incluso diplomas, prolijamente adornados con cenefas de rosas, y algún lacito del que prendía una medalla de aluminio.

Aun así, al cabo de aquellos nueve años, seguía sintiéndose insatisfecha, curiosa.

En aquel tiempo había muchas cosas que le despertaron interés. Pero raramente llegó a conclusiones que la satisficieran.

A veces pensaba que de los pueblos de la tierra apenas sacó nada en claro más que las manchas verdes y amarillas de los mapas y las fechas de las batallas.

Preguntaba, preguntó mucho, sin lograr la respuesta deseada. No querían responder, o no sabían.

Acaso, se dijo, la Historia vivía en otra parte, no en la que ella aprendió. Tantas cosas se agitaban dentro de una vasta zona de sombra, desconocida, presentida.

Se interrogaba, quería saber qué oscuras razones empujaban a los que deseaban suprimir las fronteras o en quienes vivían del contrabando. En los que morían defendiendo un cuadrado de tierra bajo sus pies, y en los que se sentían extranjeros en el mundo. Creía adivinar un anhelo constante, en todos los seres de la tierra. Pero no había respuesta a sus preguntas. Ni para el amor, ni para el odio. Y en aquel tiempo no tuvo nunca hambre, ni podía imaginarla siquiera.

Alguna vez se quedaba quieta, con la frente apoyada en el marco de la ventana.

El jardín del colegio, ancho y arenoso, con sus palmeras y sus plátanos grises, se poblaba fantásticamente de seres. Si habían llegado hasta ella imágenes poéticas —halladas con el asombro de un descubrimiento, en la biblioteca del colegio, revisada y supervisada— desfilaban por su imaginación, enigmáticos y terribles, aquellos personajes que las protagonizaban. Jesucristo, Viriato, Catalina de Rusia, Napoleón, César Borgia, Rasputín, eran deformados y preferidos, alucinantes y alucinados personajes para ella. Aquel hombre que a golpes de knut condujo millares de almas hasta las riberas de un río para que con las uñas excavaran el asiento de una ciudad, le obsesionaba. Se preguntaba qué se propondrían y qué serían aquéllas.

Los fríos libros de texto no le explicaban cómo iban vestidos, qué comían, cómo se pudieron divertir, qué pensaban o sentían.

También aprendió algo de música. Pero no conocía el dolor más que de nombre. Cristo fue dolor, pero Cristo, aun en el suplicio, le era presentado con largos tirabuzones y ceñidor de raso bordado.

Una vez más —tenía trece años— se escabulló al jardín, entre dos clases, y acercándose a la parte trasera del huerto de las monjas, trepó a la tapia para mirar al exterior, para contemplar, ensoñadamente, por sobre los solares, el contorno borroso y violeta de la ciudad, el mar lejano al fondo, como una cinta de luz. Algo llamó más poderosamente su atención.

En la tierra polvorienta del solar vecino, entre la hierba amarilla y rapada, alguien había encendido una fogata. Junto a las llamas, dos hombres desastrados, sucios, despellejaban un gato muerto. Algo se decían, algo turbio y confuso, que les hacía reír a carcajadas. Luego, uno de aquellos hombres sacó una navaja de las profundidades de su chaqueta, destripó al gato, lo ensartó en un palo y empezaron a tostar su carne, rojiazul. Una náusea le subió a la garganta cuando bajó de allí. Aún resonaban al otro lado las palabras y la risa de aquellos hombres. Le pareció que tenían quemada la voz, y se fue con el eco de sus risas dentro. La Historia, los hombres, eran algo más, mucho más, que la fecha de una batalla. Los pueblos, más complejos que las limpias y concretas manchas de color de los mapas.

ESTATURA: 1,62.

Creció mucho en Saint-Paul. El espejo le ofrecía la imagen de una criatura delgada, ambigua. Largas piernas, cuello alto, talle espigado. El cabello en trenzas le despejaba la frente, blanca y suavemente combada. Alguna vez pensó que su frente era media cúpula, radiante, hermosa. Estaba orgullosa de su frente.

No de sus ojos, ni de la expresión de su boca, dura y cerrada como una pequeña concha. Ni de su cuerpo, un poco desgarbado, indolente y nervioso a un tiempo dentro de aquel uniforme azul marino con el cuello blanco, impoluto. Cuando sonreía, sus dientes brillaban como cuentas de cristal. Le gustaba soñar, y llegó un tiempo un poco triste, que dejaba pequeños vacíos en el alma. Se perdían cosas, y las que se ganaban traían más frío. Todos los menudos misterios se desvelaban poco a poco, a su alrededor. Las monjas hablaban mucho, entonces, de los peligros del mundo. Y cada vez que una de aquellas veladas y turbias verdades aparecía, Sol experimentaba una delgada decepción. Las otras alumnas de su edad acostumbraban a cuchichear y adoptar aires de suficiencia. Ella permanecía un tanto fría alejada de estos conciliábulos. Tal vez —se decía— todo en la vida es un poco estúpido. Algo impalpable la acercaba irremisiblemente al mundo de las personas mayores, a sus padres. No era sólo el cariño, ni el deseo de protección, lo que la atraía. Por primera vez se paraba a observar, a meditar, desapasionadamente. Los padres ya no eran los dioses. Los padres tenían defectos y, cosa extraña, ella los amó más. Por eso se sentía más atraída hacia su padre, porque era imperfecto, porque se parecía más a ella. La madre todavía quedaba lejana, más admirada, tal vez, pero no tan entrañable. Un día, viendo a su padre en la playa, con su pantalón corto y la calva achocolatada brillando al sol, sintió una súbita vergüenza.

Su padre se llamaba Luis Roda, y en aquella época contaría algo más de cuarenta años. Era dueño de unos talleres de fundición, que constituían el patrimonio de los Roda desde hacía tres generaciones.

Sol no pudo nunca saber si realmente él amaba aquel trabajo, a pesar de que en ocasiones se lo había preguntado. El hecho de haberlo heredado no le parecía motivo suficiente para ello. Pero su padre, como todos los que la rodeaban, eludía esta clase de preguntas. Era un hombre alto, delgado, pero de una gran fuerza física. Sol lo recordaba ágil, sanguíneo y violento, con la piel de un moreno cobrizo. Le parecía un ser contundente y tozudo. Recordaba su risa sana, fuerte, el olor a loción y tabaco que emanaba.

Le gustaba saber que ella tenía su mismo color de ojos, su modo de mirar, directo, inquisitivo. Sol se reconocía, con honda y cálida emoción, en la torpeza nerviosa de su padre. La frente de su padre era alta indómita. La frente de Sol parecía un corcel encabritándose. Creció lo justo para llegar con ella, sin ponerse de puntillas, a los labios de su padre. Sentía una gran curiosidad por él, por su vida, su mundo: Papá —le decía—, llévame un día a la fundición. Quiero ver cómo es. A veces, oyó decir a su padre que en cada uno de los hombres que allí trabajaban mantenía a un enemigo personal. Luis Roda movía la mano como espantando nubes invisibles y decía que ella nada tenía que hacer allí, que no le gustaría nada verla en aquel lugar. Sol se preguntaba, entonces, que si no le resultaba grato su trabajo, si lo aborrecía. ¿Por qué no eligió otra profesión? El hecho de que los talleres pertenecieran antes al abuelo no le parecía suficiente motivo para que les dedicara su esfuerzo. Ante estas reflexiones, su padre se reía un poco de ella, le pellizcaba la nariz y le daba tironcitos de las trenzas. Era evidente que su padre hallaba un placer hablando con ella, cogiéndola por la cintura y escuchándola.

Incluso aquellas preguntas que no respondía, con frecuencia le hacían sonreír.

Pero no la tomaba en serio. La cogía con su mano grande y morena por el cuello, levantaba su cara hasta él y decía que tenían los mismos ojos, la misma boca curvada, los dientes blancos y grandes, el pelo negro y lacio, como la crin de un potro. Pero tú —le decía con voz dulce, fuerte y cálida— eres una princesa. Como cuando tenía cinco años, intentaba sentarla en sus rodillas.

El día que cumplas dieciocho años, te compraré un vestido de estrellas y, como un rey, daré un baile en tu honor. Ya verás: te cortarás las trenzas y te peinarás de otro modo, ¡pero siempre hacia atrás, para que todo el mundo vea tu frente bonita! Para que todos vean que te pareces a mí. ¡Y se acabó el colegio, los libros, el uniforme! Iremos al Liceo y tus amigas te verán conmigo y dirán: ¡Qué padre tan joven, parecen hermanos!… Sol sonreía. Pero algo se le quebraba dentro. Algo desconocido, vagamente presentido, como una inconcreta esperanza. ¿Y después?… ¿Después?, decía. ¡Ah, después! A su padre no le gustaba hablar de más allá. Vagamente, decía:

Pues no sé…, te casarás. ¡Pero no hablemos de esto, no me gusta! Aún falta mucho tiempo. Ahora sólo pensamos en la princesa bonita.

Desde aquel punto, en cambio, empezaban los proyectos para Eduardo. Parecía ser que el futuro le correspondía a Eduardo. Su hermano era ya un muchacho serio y callado, frío. Estudiaba en los Jesuitas. Inútilmente, durante las vacaciones, Sol intentaba acercarse a él. Había algo impalpable, como una helada cortina, que los separaba. A Eduardo nadie necesitaba decirle que moderase sus ademanes, su voz, sus pasos. Al contrario, Sol pensaba que daban ganas de darle un empujón de descomponerle un poco el gesto. Mirándole, mientras comían, Sol reconocía que tal vez era una tenue envidia lo que le hacía desear pincharle con un tenedor. Si le pinchase saltaría, es seguro. Parece mentira: todas estas personas tan serias, tan serenas, saltarían si se las pinchase con un simple tenedor. En el fondo, no existen personas serias, moderadas, llenas de calma y suavidad. Es un dominio adquirido que, luego, se va al diablo con un simple pinchazo.

Después reconocía que pensaba tonterías y se tenía un poco de lástima. Cogía la mano de Eduardo, por debajo del mantel, y él la rechazaba. Era quieto, huraño. No demostraba un interés excesivo más que por los caballos. Los estudios le aburrían y sus notas costaban más de un disgusto a su padre, que tanto parecía esperar de él. Sol no sabía nada de su corazón ni de sus pensamientos. Entonces, todas las preguntas de Sol se volvían hacia la madre. Le insinuaron que con el tiempo, se convertiría en una mujer semejante.

¡Igual que su madre! ¡Dios, se decía, cuántas cosas habían de cambiar! Íntimamente le invadía un hondo desfallecimiento, una dilatada pereza.

Su madre era rubia, hermosa. Nunca le sorprendió un gesto excesivo. Respiraba serenidad. Solía besarles en la frente y, mientras fueron muy niños, en las palmas de las manos. Se llamaba Elena, vestía impecablemente y era dulce, alta, armoniosa, y Sol descubrió un día que no era muy inteligente. Lo sospechaba, pero no quería decírselo a sí misma. Sin embargo, emanaba un algo tierno, que atraía. Cuando la veía guardar un silencio digno, prudente y, en ocasiones, hasta interesante, Sol comprendía que no tenía nada que decir. Con inexplicable ternura, la veía escribir en una agenda cosas pequeñas, domésticas y sentía ganas de abrazarla y de parecérsele. Usaba siempre un lápiz de oro, regalo de papá, que tenía sus iniciales grabadas en un extremo. Si Sol la comparaba con las madres de otras chicas era un poco a la antigua. No fumaba, solamente se pintaba los labios, y no le gustaba llamar la atención. Eso sí, adoraba las joyas y solía enseñárselas a su hija a solas, con un puntito de gula en los ojos. Pero eso le daba incluso un aire un poco infantil, ilusionado.

No acudía a reuniones o fiestas si no era acompañada de su marido y, entonces, se arreglaba con esmero, sabiéndose bella. Era también muy cumplidora de los preceptos religiosos. Pero su religión era sencilla, empapada en una fe ciega, totalmente alejada de las terribles dudas que empezaban a atormentar a Sol, a clavarle sus agujas. Por esto, quizá, era por lo que inspiraba mayor respeto a su hija. Sol, posiblemente, quería más a su padre, pero hacia su madre la empujaba un sentimiento admirativo, como si no se considerase digna de ser su hija, por su indomable curiosidad, su corazón asaltado e inquieto, sus vagos temores, azuzándola inesperadamente.

Dios —decía la vocecilla negra que la atormentaba—, yo no seré como ella, no seré así. Sin embargo, Sol crecía sin otra perspectiva que la de convertirse en una mujer semejante. A veces, pensaba que seguramente su madre se aburriría un poco. A menudo, Elena le decía: Cuando te cases… Y, con ello, los proyectos para el futuro de Sol comenzaban en boca de su madre en el mismo punto en que acababan para su padre. No sabía por qué, todo aquello se le antojaba demasiado sencillo, demasiado perfecto para ser real. Tal vez no soy buena.

Empezaba a asomarse a demasiadas cosas, y parecía que alguien —que todos, acaso— intentaban esparcir niebla a su alrededor. Quizá no puedo ser tan buena como mi madre, se repetía, llena de zozobra. Pero en el colegio, en casa estaba prohibido pensar, bajo peligro de caer en el pecado.

Y entró en una extraña zona de miedo, donde Dios se había convertido en un Ser implacable, cruel.

Aprendió profundamente a tener miedo de Dios.

CABELLO: negro.

No era negro. El último año de colegio se cortó las trenzas, y al tenerlas en la mano se dio cuenta que parecían entretejidas con lenguas de fuego.

Tenía el cabello sedoso y lacio. Al andar, se mecía suavemente, con un brillo resbaladizo. Oscuro, junto a las sienes, como una sombra intensa, el sol le arrancaba una luz viva, súbita.

Entró en la edad de la sed, de los sueños de perfección, de las sacudidas puerilmente místicas. Sentía hambre de belleza, y aquel invierno se enamoró de Jesucristo. Era la época de las súbitas tristezas y la alegría inmotivada, del egoísmo feroz y de la piedad. En la capilla de Saint-Paul, naciendo entre mil sombras, había un Cristo enorme, con goterones de sangre pintada. Por primera vez, Sol descubrió que no sabía nada de Él y leyó los Evangelios apasionadamente, para imaginar su voz. De pronto, amó la condición humana de Jesús y le admiró por haber nacido, por verle allí clavado. En un rapto interior escribió una plegaria, voces nuevas que le hablaran de Él. Pero Mere Colette se la arrojó al fuego, escandalizada, y le obligó a copiar cien veces un sencillo Padrenuestro.

—¡Hereje! —dijo con el ceño fruncido—. Criatura mala, rebelde. Usted parece ser hija de uno de esos desgraciados que queman los templos del Señor. El mundo está perdido. ¡Las jovencitas de buena familia escribiendo oraciones heréticas! Si aún fuese usted alguna de esas desgraciadas de la otra casa a las que ha faltado una madre que las enseñase a rezar…

La otra casa era un edificio adjunto a Saint-Paul donde se daba educación gratuita a muchachas pobres. Siempre que cometían alguna falta, las comparaban con aquellas niñas. Sol las recordaba, entrando por una puerta estrecha, por la calle pequeña, mal vestidas, con una bolsita de la merienda. A veces, si la pelota se escapaba al otro lado de la tapia, alguna voz decía: Ha saltado al lado de las pobres.

O, si era al revés, si una pelota gris y despellejada —la desechada el curso anterior por las de la casa grande— llegaba al jardín, todo el mundo sabía de quién era. Otro mundo, otra raza.

Para Sol, en aquellos momentos, casi todo lo de la vida era confuso.

—¡Que el Señor la perdone! —continuó Mere Colette, agitadísima—. Usted está perseguida por el diablo. Vaya a la capilla y ore como los cristianos al Señor, para que Él le devuelva su fe.

Sol se alejó, pensativa, con el corazón oprimido.

Si pido fe a Dios, es que tengo fe. No comprendo a quién se puede pedir fe, cuando no se tiene.

Estas cosas la turbaban, se exponía, con sus indagaciones, a ser llamada hereje. Y, tristemente, reconocía que algo de verdad había en las palabras de Mere Colette, cuando decía que ella no merecía ser hija de Elena. Oscuramente, con una gran angustia, se temía dentro de aquella ancha sombra donde se apretujan y gimen los que están al lado izquierdo de aquel Dios que le habían enseñado a temer, sin comprenderlo. Con un terror íntimo y profundo, sabía que, no lejos de su ciudad, había hombres que incendiaban templos. Por el Colegio parecía extenderse una ola de miedo. Las Madres estaban nerviosas, desapacibles. Llegaban extraños relatos de las externas. Sí, había unos hombres que quemaban templos. Sol tenía miedo, se sabía distante, fuera de todos: de los de dentro y de los de afuera. ¿Dónde había un lugar para ella? De aquellos hombres lo ignoraba todo, al igual que de los seres con quienes había de convivir. No sabía por qué razón alguien determinado podía odiar un templo. Pero tampoco le explicaron en Saint-Paul qué significaba un altar.

OJOS: grises.

Tal vez sí eran grises. Lo cierto es que parecía llevar ceniza caliente entre los párpados. Sol sabía que la traicionaban, que sus dudas y su miedo estaban en sus ojos. Sus afectos, su indiferencia, su curiosidad y sus decepciones. Claros y brillantes, parecían, a veces, sobrevolados por un ave negra que dejase caer su sombra, errando en un círculo extraño, hasta resbalar al fondo de sus pupilas. Entonces, pensaba que vivir era peligroso, terrible. Los proyectos tiernos, dulces, de su padre parecían desplazados y absurdos. Incomprensibles e imposibles. En Saint-Paul las palabras eran muy otras, y cada vez más insistentes, cercándolas con más intensidad cuantos más años cumplían y más se aproximaba el día de enfrentarse a la vida Se dejaba dominar, como sus compañeras, por aquellas amenazas que, constantemente, las prevenían del mundo: falso, traidor, irremisiblemente condenado. Se temía entonces a sí misma más que a nadie, y le repugnaba el cuerpo humano, el amor humano, oyendo y leyendo historias de vírgenes martirizadas. El odioso mundo al que eran arrojadas sin piedad todas las criaturas la llenaba de perplejidad respecto a Dios, su creador. Todo se le hacía de pronto contradictorio, monstruoso. No lo podía comprender, pero se guardaba de preguntar. Hablaba poco y no tenía ninguna amiga verdadera. La llamaban huraña y antipática.

Las Madres la tenían secretamente señalada, dejándose decir alguna vez que era una criatura acechada por el diablo, con la cabeza llena de malos pensamientos y poca fe en el corazón.

Con una desvelada angustia, no exenta de cierta rebeldía, intuíase marcada, como Caín, indefensamente empujada hacia algo que, aunque desconocido, la aterraba. En estas ocasiones intentaba con todas sus fuerzas escapar a sus pensamientos, olvidarse de todo. Entonces, cerraba los ojos y se repetía: No pensar. No pensar. No pensar. Luego miraba largamente, obsesivamente, su reloj de pulsera, regalo de la Primera Comunión, y escuchaba el tictac del tiempo. No pensar. No pensar. Debía existir, en cualquier parte, un lugar donde se pudiera descansar, limpio, puro, lleno de paz. Tenía que haberlo. Y se sonreía con una inconcreta nostalgia de cosas futuras, o tal vez huidas sin conocerlas. Eran éstos unos momentos como transcurridos entre dos mundos, suspensa, en blanco y casi feliz.

Llegó el mes de junio. En octubre reanudarían el próximo curso, que sería el último de su vida en Saint-Paul. Aquéllas eran sus últimas vacaciones de verano.

Los exámenes de Eduardo fueron un desastre. Eduardo se hizo más alto que ella en poco tiempo. Tenía la piel dorada, con un rubio centelleo en los brazos. Era ágil y pausado a la vez, y nada parecía conmover su serenidad. Hablaba muy poco y jamás de temas que le concernieran directamente; parecía guardar celosamente el mundo de sus pensamientos al resto de la familia, a su padre en particular, a quien no se parecía en absoluto. Es hermético decía Luis Roda con impaciencia. Sol, que sentía una gran ternura hacia su padre, se apenaba viéndole preocupado por Eduardo. Su hermano iba apareciendo a sus ojos como una criatura abúlica, desafectiva y egoísta. Si amaba a alguien, este amor no se adivinaba en absoluto, ni por su actitud ni por sus palabras.

Claramente, marcaba una gran distancia entre sus familiares y él. Es antipático —se decía Sol, mirándole—. Comprendo que, si no fuese mi hermano, no me costaría nada decir que es muy antipático. A veces le llamaban por teléfono algunos muchachos, condiscípulos, invitándole a reunirse con algún motivo. Siempre rehusó, y si alguno fue a verle, hizo decir que no estaba en casa. En una ocasión en que Sol entró en su cuarto inesperadamente, le vio esconder un grueso libro de tapas rojas. Sol para no molestarle, salió en silencio, experimentando un débil desprecio, suponiendo que leía algún librote pornográfico de los que se exhibían profusamente en los quioscos de las Ramblas. Más tarde, cuando casualmente cayó en sus manos, vio que se trataba sencillamente de una vida de Cristo. Eduardo la guardaba en el fondo de un cajón de libros.

Los suspensos de Eduardo entorpecían los proyectos de veraneo de la familia, porque el chico debía estudiar durante las vacaciones para poder examinarse en septiembre. Oyó decir a su padre que si iban a la playa, como todos los años, Eduardo no estudiaría. Las regatas y el patín le sorbían el seso. También Elena era de la misma opinión, y estuvieron unos días dubitativos y malhumorados. El único que no se preocupaba era Eduardo. Indiferente, se dedicaba a dar puñetazos en el puchingball instalado en su cuarto de estudio, como si todo lo que se debatía a su alrededor no tuviera nada que ver con él.

Sol le contemplaba, curiosa y pensativa. La verdad es que somos un par de hermanitos poco simpáticos, se dijo. Se daba cuenta de que vivían retraídos, hoscos, aunque fuese de distinta manera. El porqué, la llenó de preocupación. Y, por primera vez se dio cuenta de que no se conocían, de que vivían aislados Siempre hubo algo, también, que les separaba de sus padres, desde niños: la niñera, el colegio… El caso es que, casi, casi, vivir con los padres era un poco como estar de visita. Ella amaba mucho a su padre, admiraba a su madre, pero no les conocía. Algo de esto, tal vez, le ocurría a Eduardo. Tal vez en el colegio era distinto. A lo mejor resulta que tiene vocación religiosa, pensó. Y casi creyó haber acertado.

Al fin, un día, Luis Roda halló la solución del veraneo. En el colegio de Eduardo había un profesor de matemáticas que, cuando algún alumno debía repetir alguna asignatura, al concluir el curso enviaba a los familiares del chico su tarjeta, ofreciendo sus servicios durante los tres meses de verano. Aquel año la recibió Luis Roda, que pudo leer en ella: Ramón Boloix, Pensión X, calle Z, Barcelona. Luis Roda decidió hablar con él. No estoy dispuesto a que me estropees las vacaciones —dijo a Eduardo—. Te irás al campo a estudiar. A casa de la abuela, vigilado por un profesor.

Tras la entrevista con Ramón Boloix, Luis Roda apareció muy satisfecho, como quien se quita un peso de encima. Todo estaba resuelto tal como había proyectado.

Pocos días después, llamó a Sol, la atrajo hacia sí y, levantándole los párpados con el dedo, le examinó los ojos. Luego los huesos tras las orejas. Echó hacia atrás los hombros.

—Estás pálida, delgada —le dijo—. Has crecido demasiado. Tendrás que ir también al campo; verás cómo te gusta y qué guapa vienes en octubre. Tienes que hacerte tan bonita como mamá.

Empezó a hablar con entusiasmo del sol, del aire y del aroma de la montaña. Del clima seco y del aceite de hígado de bacalao. Sol le escuchó en silencio. No le importaba demasiado lo que se decidiera de su veraneo. Y, por otra parte, nunca fue a la montaña. En el Norte, la madre de Elena poseía una hermosa finca, donde la abuela vivía solitaria durante todo el año. Sol oía a veces hablar de ella, había visto su retrato y leído alguna de las cartas que les escribía con letra vigorosa, un poco hombruna.

Así, se decidió su partida. En tanto, aquel verano sus padres se decidieron a dar aquella vueltecita por ahí, que consistía en visitar Francia, Suiza e Italia. Programa ya viejo y a menudo comentado, del que Sol creyó siempre poder participar. Por eso, al recibir distintas postales de París, Zurich, Ginebra y Milán sentía una rara amargura y un gran desencanto, como si la hubieran defraudado en algo mucho más grande que un simple viaje. Ésta fue la primera vez que perdió confianza en su padre —muchas veces él le explicó cómo harían juntos este recorrido— y, por ello, algo insustituible huía de su corazón. Sintió, más que nunca, aquella extraña y sutil lejanía que la separaba de sus padres. No, no es el viaje lo que me importa, se decía repetidamente.

El viaje a la montaña fue largo, pero tranquilo. Les acompañaba Ramón Boloix, el profesor. Era un hombre de aspecto sencillo, con la voz gratamente queda.

Tendría unos cuarenta años. Les explicó que también él nació en la montaña.

Amaba los bosques y entendía y conocía todos los árboles. Nada de lo que decía —y bien a las claras notó Sol que procuraba, sobre todas las cosas, aparecer amable— parecía interesar a Eduardo, que se mantenía en un silencio distanciado y orgulloso. Veía correr el paisaje tras la ventanilla del tren y no prestaba atención a las palabras del profesor.

La casa de la abuela, enorme, en plena naturaleza, distaba un kilómetro del pueblo. De tres cuerpos, con dos grandes patios, en sus cuadras coceaban aún cinco hermosos caballos, porque el abuelo fue amigo de galopadas. El paisaje umbrío, húmedo, no se parecía en nada a las descripciones que de él hiciera Luis Roda.

Dentro de la casa hallaron a una anciana menuda, blanca y negra, que les besó sin efusión. Inmediatamente, Sol comprendió a quién se parecía Eduardo:

Aquella fría mirada de los ojos azules, aquella dureza en la boca egoísta, bella.

También la abuela lo notó. Lo atrajo más hacia sí y dijo:

—Te pareces a nosotros. Pero no eres tan guapo como tu madre. Ni siquiera como ninguno de tus tíos. Te pareces más a mí.

La mano de la abuela era pequeña y blanca, pero llena de fuerza. Sol la sintió rodear su muñeca con cierto desagrado. La anciana la miraba.

—Tus ojos no son de mi familia —dijo simplemente. Pero Sol comprendió que aquello era un paso atrás en el afecto de la anciana.

Los dos días siguientes, Sol recorrió la casa, solitaria, llena de curiosidad.

Miraba el techo, las vigas anchas y barnizadas, las ventanas de madera labrada y los clavos relucientes de las puertas. Descubrió entonces que sólo estaban limpias y bien pintadas las habitaciones de la abuela. El resto de la casa permanecía mohoso y triste. Especialmente las dependencias de los criados, gente lacónica y dada a la melancolía. Eran perezosos, se lavaban poco, bebían aguardiente. Y no amaban a su señora. Cazaban a escondidas en el coto y asaban las piezas cobradas ocultándose entre los árboles. Sus hogueras clandestinas enrojecían a grandes borrones la niebla de los bosques.

De las habitaciones de la abuela partía una pasarela, como un puentecillo, tendida sobre una estrecha calle de piedra. Aquel pasadizo de hierro, con una tupida cortina de hojas verdes y frías, conducía a un pequeño jardín. Allí, la anciana cuidaba rosales que no lograban nunca florecer con esplendor.

La abuela decía que de aquella tierra brotaban mejor los hombres que las plantas.

Eduardo y Ramón Boloix se alojaron en el ala opuesta a la de la abuela. A Sol, en cambio, la acaparó e introdujo en sus habitaciones. Ella tenía la sensación de una especie de secuestro. Desde los primeros momentos, la abuela empezó a hacerle sentir su autoridad y rigidez. No le permitía salir sola ni siquiera al jardincillo adyacente. La tenía constantemente a su lado, obligándola a leer en voz alta, a hacerle compañía, a rezar. La abuela, en aquellas habitaciones, vivía rodeada de objetos antiguos: grabados, jarrones, urnas de cristal con santos mofletudos y descoloridos, quinqués de bronce… Las ventanas permanecían casi siempre cerradas, con la luz espesada por gruesos visillos. Allí dentro, la atmósfera se hacía caliente y viciada. La abuela tenía muchos rosarios. De madera, de nácar, de plata y de oro. Cada uno de ellos contenía indulgencias tan fabulosas, que Sol pensó que excitaban a ponerse a pecar rabiosamente, durante años y años, para después darse el gusto de limpiarse el alma en un cuarto de hora. Y se dio cuenta de que de estas cosas la abuela tenía un criterio especial y, para ella, desconcertante. La abuela, que tan severa e intransigente se mostraba para ciertas materias, por otra parte se presentaba como un ser desatado y voraz, lleno de glotonerías físicas y espirituales. Era avara, amaba los objetos de oro, comía con gula. Los días de vigilia eran los que el menú resultaba más satisfactorio. Se hacía traer especialmente de la costa las más hermosas langostas, lubinas y mariscos. Observaba rigurosamente la vigilia durante todos los viernes del año, resistiéndose a comprar bulas. Su mesa era abundante, esmerada, pródiga en salsas y buenos vinos. Bebía poco, pero siempre de botellas empolvadas y selladas, que abastecían su bodega. Las llaves de ésta las guardaba celosamente dentro de una caja, en su armario, y cada vez que habían de ser utilizadas las entregaba ceremoniosamente al anciano Pedro, el único que contaba con su plena confianza.

La abuela era miedosa. A menudo, Sol se sobresaltó, oyéndola despertarse de madrugada, agitada.

Siempre creía que llegaban ladrones, que venían a asaltar su casa y robar sus vinos y sus joyas. Guardaba en el armario la vieja escopeta del abuelo, cargada con bala. Una vez, al oír ruidos en la puerta del patio, la tomó y salió a la ventana. Sol la siguió con una mezcla de miedo y risa. La anciana, menuda y vigorosa, con su larga y blanca vestidura y su cofia, ofrecía un raro aspecto, arma en ristre. Se volvió a Sol con los ojos brillantes y le dijo:

—Vivimos en tiempos agitados. Satanás anda suelto en la aldea, en el campo y en la ciudad. Las personas decentes debemos defendernos… Cualquier día, esos hijos sin madre vendrán a prender fuego a mi casa. ¡Pero yo arderé viva, después de matar a todos los que me sea posible desde esta ventana!

Sol, a su pesar, sintió una extraña admiración por la anciana. No le gustaba, incluso había algo en ella que la repelía, pero existía en sus palabras, en su mirada, un algo inconmovible, de una pieza, que moriría o viviría en bloque, sin disgregarse jamás. En cambio, ella se sabía hecha de menudas piececitas, cada una girando en un mundo, contradictorias, inquietas.

Las oraciones de la abuela eran interminables y muy complicadas, hasta el punto de que Sol añoró la sencillez de aquel Padrenuestro que le impusiera Mere Colette. Según la postura del que rezaba, aumentaba o disminuía el valor de la plegaria. Así lo decía la abuela, con voz baja y supersticiosa. Tú no sabes rezar, añadía. También estaba escandalizada porque en el colegio no la habían enseñado a bordar. ¡Qué colegios!, se lamentaba. No eran como en sus tiempos.

Abría entonces un arca tallada, y, entre olor a tomillo y espliego, fue mostrándole viejas mantelerías de hilo amarillo y duro, llenas de puntadas.

Todas estaban sin estrenar. Sol bostezaba y se frotaba un pie contra el otro.

Un día, la abuela le enseñó las fotografías de sus hijos. Tuvo diez. Todos vivían aún, y ninguno abortó en su seno, explicó con orgullo. Nueve varones rubios, de ojos azules, y una sola mujer: Elena. La anciana guardaba celosamente estas fotografías. Sin embargo, nada decía de su marido. Sol, enseguida se interesó por él. ¿Y el abuelo?, preguntó. Entonces, la abuela buscó en el fondo de la caja, luego en un cajón y, al fin, le mostró con indiferencia una fotografía pequeña, amarillenta. Sol vio a un hombre de cara sonriente y melancólica, con grandes bigotes curvados.

—En aquella época, ¿éste era un hombre guapo? —le preguntó.

Pero la abuela sólo dijo:

—Era un hombre sano.

Abandonó la foto al fondo del cajón, con gesto distraído, y volvió a hablar de los hijos como de sí misma. Con orgullo y entusiasmo. Tuvo hijos. Tuvo hijos. Sol se estremeció, oyéndola. Había una extraña gula en sus palabras. Sus hijos, unos tras otros, todos vivos. Diez hijos… Sol imaginó a su abuela como una mezcla de vaca y de loba, con sus pasos ladinos con su mirada fría y estúpida. Sus cachorros estaban esparcidos por la tierra. Uno vivía en Francia dos en América, otro en Alemania… Y ella se sentía soberbia, sabiendo que la semilla de su pequeño cuerpo se extendía como una epidemia por el mundo.

—¿Y el abuelo? —insistía Sol, con una vaga angustia. Pero el abuelo tuvo muy poca importancia para la anciana. A fuerza de preguntar, obtuvo lacónicas noticias de él: cazaba, bebía y le gustaba mucho hablar con los jornaleros en las largas tardes del verano. Murió de una pulmonía, hacía mucho tiempo.

Así, poco a poco, Sol empezó a sentir una irreprimible antipatía por su abuela, o por algo impalpable y desconocido que emanaba de ella, de sus plegarias, de aquellas finas tacitas de porcelana que le enviaban sus hijos desde otros países.

Al mismo tiempo, desapareció su repugnancia por el cuerpo humano. Casi insensiblemente, huían de ella escrúpulos y ciertos temores que la invadieron últimamente en Saint-Paul. El verano entraba, violento, lleno de perfume a bosques y tierra regada, por las ventanas de la abuela. El verano y sus cien gritos silenciosos, agudos, taladrando las paredes, iluminando las sombras de la habitación con tintes de fuego. Sol descubrió que amaba todo aquello que contuviese un soplo de vida, por débil que fuera. Era grotesco —pensaba— aquel cariño súbito por el bosque de hojas húmedas, por aquel pobre perro aullante que seguía la vía del tren. Pero real e irremediable.

Una tarde, a la hora de la siesta, la abuela dormía y, desde la ventana, Sol oía el ruido del agua cayendo del caño de la fuente hasta las piedras. En el calor de las tres de la tarde, ella imaginaba el agua, las piedras brillantes y mojadas, el oscuro surco abriéndose paso en la tierra seca. Tuvo deseos de romper aquellos objetos que sofocaban la habitación. De empezar a golpes, hasta hacerlos añicos, con todas las porcelanas y las urnas de cristal. Deseó escapar, deslizarse al suelo por la pasarela de hierro y huir al campo. No a la montaña, sino al campo, que le sonaba a tierra labrada. Y correr, correr sin parar.

Desde aquel día, aprovechando la siesta de la abuela, se escapaba de casa. Hablaba con los jornaleros, con las criadas. Eran una gente simple, pero llena de picardía. Poco a poco, sus excursiones se hacían más largas y la abuela llegó a darse cuenta.

Pero fueron inútiles sus regañinas y prohibiciones; ya no había nada que la retuviera. Y la anciana no se lo perdonó.

De este modo nació su amistad con Ramón Boloix.

Eduardo estudiaba únicamente durante las mañanas y el resto del día el profesor quedaba libre.

Eduardo montaba a caballo o se encerraba en su habitación a leer. Siempre orgullosamente distante y solitario. Entonces, Ramón Boloix se iba al bosque con unos zapatos blancos de lona que la hierba empapaba de humedad y una caja de acuarelas bajo el brazo. Tenía el cabello gris, los ojos negros y su sonrisa, entre humillada y desdeñosa, parecía un escudo contra las palabras imprudentes. Era dueño de un solo traje, demasiado cepillado, y de un solo suéter, demasiado nuevo.

Sol, en sus paseos, empezó a encontrarse con él cada vez con más frecuencia. La conversación de Ramón Boloix, suave y levemente teñida de amargura —una amargura que ella aún no comprendía—, la atraía. Le impresionaba, sobre todas las cosas, la sensación de soledad que emanaba de aquel hombre.

Una soledad gris, anodina. Parecía que hubiese nacido así: solitario y pobre, sofocando protestas en la voz, doblando la cabeza hacia un lado y sonriendo con ligero desdén. No hacía falta que hablara de su infancia, de su juventud, de su vida. Sol comprendía que no era preciso conocer los pormenores de aquella existencia para imaginarla. Sentía una mezcla de compasión y simpatía por él, y se interesaba cada vez más por conocer sus pensamientos. Estaba tan llena de curiosidad por todas las cosas, por todos los seres, que no le costaba apasionarse. Además, con Ramón Boloix, las preguntas tenían respuesta. Se aventuró a hacer algunas. Ramón, antes de responder, la miraba con cierto estupor. Pero luego clara y concisa, la respuesta llegaba. Tal vez no disipaba sus dudas, quizá las aumentaba, pero Ramón Boloix la tomaba en consideración, no se escandalizaba de sus palabras, y respondía sin aspavientos. Ramón no creía que preguntar ciertas cosas estuviera vedado a una muchacha de quince años. No creía que una muchacha de quince años no necesite saber cómo trabaja la gente, qué come, cómo se distrae y cómo sufre, qué existe al otro lado de las tapias del colegio y del mundo de los padres. A Sol le venían entonces a la memoria los niños que no tenían cara de hermano. Ramón Boloix tampoco la tenía.

En pleno bosque, Ramón se sentaba sobre una piedra, y sacaba sus carpetas de colores. Ella se instalaba detrás de él, viéndole embadurnar grandes láminas de papel blanco. Volvía a contarle historias de árboles, como cuando venían en el tren. Sol contemplaba su nuca de cabellos grises y la curva cansada de sus hombros. Alguna vez, se volvía a mirarla y sonreía. Esta sonrisa era tan rara, tan inhabitual, que Sol pensaba era una sonrisa prestada. Sin embargo, en aquellas ocasiones, Ramón parecía rejuvenecer. Tenía dientes blancos, iguales. Sol sonreía muy pocas veces, pero le gustaba, en cambio, contemplar la risa de los otros, esa risa honda que parece arrancar del centro del pecho.

Una tarde, se ennegreció el cielo inesperadamente.

Sol y Boloix echaron a correr, bajo las primeras gotas de lluvia hacia la casa. Como ella se retrasaba, Boloix la cogió de la muñeca.

Desde su ventana, la abuela les vio llegar. Mojados por la lluvia, con las manos unidas, reían alegremente. Aquella misma noche, se encerró a solas con ella y le habló con ojos brillantes de cólera.

—No quiero que salgas con el profesor. No te quiero volver a ver hablando con él, tratándole como un amigo. Es indecoroso e impropio.

Pero fue inútil. Del mismo modo que había escapado de sus habitaciones, prescindió de la advertencia. Precisamente desde entonces sintiose atraída de un modo especial por aquella amistad, tal vez la única escogida por ella. La prohibición aún la incitó más.

Casi insensiblemente, se encontraba todas las tardes al lado de Ramón Boloix, camino del río. Hablaba con él, hablaba tranquilamente, sin miedo, liberándose por primera vez de tantas cosas que guardaba dentro, enconándosele. Despotricaba sobre las monjas, la abuela, o bien alababa, se entusiasmaba y criticaba a su antojo, sin temor. Decía tonterías alegremente y pequeñas cosas tristes y escondidas. Tenía apenas quince años y el sol doraba tibiamente la neblina entre los troncos negros. Por la noche, escuchaba el zumbar de los insectos. Algo flotaba en el aire, algo dulce y extraño, que la llenaba de paz. Sol no comprendía qué podía haber de malo en su amistad con el profesor.

Pero aquella amistad fue destruida de un modo sencillo y decisivo. La abuela le obligó a volver a Barcelona, pocos días después.

Eran ya los últimos días de septiembre y llovía copiosamente. En la pequeña estación del pueblo el agua tamborileaba sobre el cobertizo de uralita.

Como el día era gris, permanecían encendidas las bombillas, pobres y amarillentas. Una criada la acompañaba con cara de mal humor, por verse obligada a madrugar.

De pronto, Sol descubrió al profesor que venía hacia ella, con su vieja gabardina, una talla más grande de la adecuada. ¡Adiós, adiós!, dijo precipitadamente. Estrechó su mano con fuerza y, antes de que ella pudiera decirle nada, desapareció rápidamente entre la lluvia y la blanca nube de vapor de la locomotora que llegaba.

En Barcelona aún estuvo sola unos días, mientras sus padres regresaban de viaje. Se introdujo en el despacho de su padre y curioseó los libros de su biblioteca. No halló nada que le interesase. Sin embargo, miró los lápices y las plumas que su padre usaba y los tocó, acariciándolos con un vago sentimiento de ternura.

Alguna vez, oyó discutir a la vieja niñera, María —ahora convertida en ama de llaves— con la doncella y la cocinera. María no podía soportar que se hablase mal de los señores ni de la religión Sol sentía una divertida curiosidad, escuchando los razonamientos de las otras dos mujeres, que pretendían convencerla. Pero María era testaruda y violenta. Sus convicciones eran inconmovibles. La razón no existía para ella. Sólo la fe. Su fe la defendía de toda turbación, del odio, quizá de su propia soledad. En algún momento, Sol sintió algo parecido a la envidia cuando percibía el eco de su voz exaltada, casi dolorida.

Llegaron, al fin, sus padres, cargados de regalos y de cosas que contar. Pero no fue lo mismo que cuando era pequeña. Con íntima melancolía, no sentía ya la misma ilusión ante los regalos, ni escuchaba con la misma exaltada curiosidad los relatos del viaje. Tal vez —se dijo— la vida sea así únicamente: A medida que el tiempo pasa, en vez de ganar cosas, sólo es un continuo perder, perder… La angustiaba perder, sólo perder. Ir perdiendo cosas pequeñas, cosas íntimas y sutiles, irse dejando a uno mismo atrás. Verse al fin de la vida, lejano, perdido allá lejos, como un enanillo que agita los brazos y cuya voz ya no se entiende.

El primero de octubre se reanudaron las clases y volvió a Saint-Paul. Aquél era el último año de colegio y algo flotaba en el ambiente, desconocido y perturbador, que las mantenía a todas, profesoras y alumnas, en una rara tensión.

En primer lugar, tuvieron la sorpresa de hallar a las monjas desprovistas de sus hábitos. Un poco avergonzadas ante las alumnas, que siempre las vieron bajo las rizadas tocas, parecían unos seres nuevos, extraños. Vestían faldas de lana hasta los tobillos, sorprendentes blusas de lunares con lazos bajo la barbilla y, en sus pequeñas cabezas —de pronto, sin las tocas parecían haber disminuido—, el cabello se adhería tirante, casto. Sol se dio cuenta de que eran mujeres, simples y humildes mujeres, como la mayoría de las que cruzaban la calle. Se extrañó de considerarlas hasta entonces como seres de una raza especial. Y sintió piedad por sus defectos, por su miedo, por sus arrugas. Tenían algo de animalillo asustado, de criatura sorprendida, acechadas por algo desconocido y que, por tanto, temían más. Se notaba que iban ciegas, por un camino incierto, hacia algo que ni se atrevían a imaginar. Intentan defenderse de una cosa que desconocen, se dijo Sol. Entretanto, las externas aumentaban el clima de inquietud que reinaba en Saint-Paul. Relataban confusas historias de mineros, de hombres asesinados, de guardias civiles…

Aseguraban que cualquier día vendría una turba de harapientos y quemarían el colegio, con todas dentro. Quemarán todos los conventos, todos, aseguraba, seria y convencida, una muchacha morena.

Decía lo que oyó decir a su padre. Bueno —añadía otra, menuda y perezosa—, estoy harta de colegios.

Reían entonces. Pero en su agitación había un rápido latir de corazones, un nudo en la garganta, raro cosquilleo entre angustiado y curioso. A menudo, ella misma no podía dejar de pensar: Que llegue, que llegue de una vez. Hay que saber la verdad. Era preferible conocer las cosas pronto, por malas que fueran.

Lo horrible era la espera, la incertidumbre. En general, Sol percibía vagamente en sus compañeras algún poso de inconsciente crueldad.

Pero llegó el fin de curso sin que nada decisivo estallase. Finalizó el último día, fiesta de despedida en el salón de actos, la exposición, los abrazos y las lagrimitas. Sol abandonó el colegio sin la emoción que siempre imaginó. Ni siquiera, al alejarse en el coche, al lado de sus padres, vio perderse el edificio lenta y melancólicamente, con todos sus recuerdos infantiles, como había supuesto. Y descubrió que cuando las cosas acaban, se borran tras una esquina, secamente.

Así, con dieciséis años inquietos, ignorantes, y un extraño acordeón de libros mal atados —en el que parecía empaquetar toda su infancia—, ojeando pensativamente su cuaderno escolar, le sorprendió el estallido de la guerra.