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La noticia de la tragedia se difundió velozmente por todo Londres y en seguida, merced a los teletipos, llegó a todos los puntos del planeta. La historia resultaba confusa, contradictorios los detalles del suceso y, durante cuarenta y ocho horas, los periodistas abarrotaron la sala de espera del Hospital Municipal e interrogaron incesantemente a los médicos, para averiguar qué había ocurrido y cómo se desarrollaron los acontecimientos. En la mañana del segundo día, un grupo de portavoces del hospital entró en la sala y sus integrantes aguardaron a que las cámaras de televisión se pusieran en funcionamiento. Entonces pronunciaron su comunicado. Un médico sudafricano, procedente del Hospital Groote Schuur, de Ciudad del Cabo, que se había trasladado desde allí, por vía aérea, para realizar una intervención quirúrgica extraordinaria, hizo la declaración final.

—Debo manifestar… que la muerte sobrevino a las ocho y media de esta mañana. Se intentó lo imposible para salvar la vida del paciente, pero la gravedad de la herida era tal, los daños producidos, tan irreparables, que la ciencia no pudo hacer nada.

Un murmullo de pesar brotó del grupo de periodistas que llenaban la sala y el médico esperó a que reinara de nuevo el silencio.

—No habrá más comunicados. Se celebrarán funerales en la iglesia de Todos los Santos, donde ocurrió el trágico incidente… Luego, el cadáver se enviará a los Estados Unidos, donde recibirá sepultura.

La hilera de automóviles, en la ciudad de Nueva York, aguardaba delante del Aeropuerto John F. Kennedy. Los dos féretros se dispusieron en un solo coche fúnebre, que los trasladó al cementerio por una carretera rebosante de vehículos. Motoristas de la policía se encargaron de abrir paso al cortejo fúnebre. Una muchedumbre llenaba el cementerio, cuando llegaron los ataúdes. Los guardias mantuvieron a cierta distancia a curiosos y plañideros, mientras el reducido grupo que constituía el acompañamiento oficial era conducido hacia las abiertas sepulturas. Un sacerdote ataviado con amplios hábitos blancos empezó a oficiar bajo una bandera estadounidense. Sonaron toques de duelo mientras se colocaban las correas en los féretros y uno de los sepultureros probaba el mecanismo de descenso, bajando ligeramente los ataúdes, antes de que se iniciase el elogio fúnebre.

—Lamentamos todos juntos, hoy —salmodió el sacerdote—, la muerte prematura de dos de nuestros hermanos, que en su partida hacia la eternidad se llevan parte de nosotros. No debemos afligirnos por ellos, que ahora van a descansar, sino por nosotros, que los hemos perdido y los echaremos de menos. Por breve que sea una vida, es una vida completa y tenemos que dar gracias por el corto espacio de tiempo que estuvieron entre nosotros.

El gentío permanecía silencioso; algunas personas lloraban, otras protegían sus ojos del sol.

—Despedimos al hijo de un gran hombre… Decimos adiós a alguien que nació en un hogar dotado de riqueza y seguridad… que dispuso de todos los bienes terrenales que un ser humano puede poseer y disfrutar. Pero este ejemplo nos permite comprender que los bienes terrenales no son suficiente.

Al otro lado de las verjas del camposanto, los periodistas observaban la ceremonia y tomaban fotografías con teleobjetivo. Unos cuantos reporteros formaban un grupo aparte y comentaban entre sí lo confuso que resultaba aquel caso, a través de los datos que se hicieron públicos. Unos hechos oscuros, los que les habían conducido allí.

—Un asunto muy raro, ¿verdad?

—¿Raro? ¿Qué tiene de raro? No es la primera vez que se cometen homicidios en la calle.

—¿Qué me dices del fulano que los vio pelearse en la escalinata? Me refiero al tipo que avisó a la policía.

—Era un borracho. Le hicieron la prueba del alcohol y tenía la sangre llena.

—No sé, no sé —terció otro periodista—. A mí me parece todo bastante extraño. ¿Qué estaban haciendo delante de la iglesia a aquellas horas?

—Su esposa había muerto, tal vez iban a rezar.

—¿Qué clase de enfermos cometerían un asesinato en los peldaños de una iglesia?

—El mundo está lleno de chalados así. Créeme.

—No sé —repitió el primero—. Me da en la nariz que se han callado algo.

—Tampoco sería la primera vez.

—Ni la última.

Los dos ataúdes descendían ya, despacio, hacia el fondo de la sepultura, mientras el sacerdote elevaba los brazos al cielo. Entre los asistentes al entierro, las figuras de una pareja se mantenían separadas de los demás. A su alrededor, cierto número de policías de paisano lanzaban furtivas miradas vigilantes a la multitud. Se trataba de un hombre de aspecto digno y majestuoso y de una mujer cuyo rostro estaba cubierto por un velo negro. La mujer tenía cogido de la mano a un niño de cuatro años, que llevaba un brazo en cabestrillo.

—Al dirigir nuestro último adiós a Robert y Katherine Thorn, que emprenden viaje hacia su eterno descanso —moduló el presbítero—, proyectamos nuestros ojos sobre su hijo Damien, único superviviente de esta desaparecida gran familia, que ahora irá a vivir en el hogar de otra. Quiera Dios que su vida florezca en el amor que esta nueva familia suya derrame sobre él. Quiera Dios que pueda asumir el legado de su padre y convertirse en un dirigente de la Humanidad.

Desde el lugar que ocupaba, cerca de las tumbas, Damien observó el lento descenso de los dos féretros, mientras apretaba con fuerza la mano de la mujer situada a su lado.

—Y, por último, ruego por ti, Damien Thorn —remató el sacerdote, todavía con los brazos elevados al cielo—. Quiera el Señor derramar sobre ti sus gracias y bendiciones… Quiera Jesucristo concederte su amor eterno.

De la lejanía de un cielo limpio de nubes llegó el sordo retumbar de un trueno. La muchedumbre empezó a dispersarse lentamente. La pareja rodeada de policías de paisano aguardó hasta que todos se hubieron retirado. Se aproximaron entonces a la tumba y el niño se arrodilló para rezar. La gente volvía la cabeza para mirar aquella escena y eran muchos los que lloraban. Por fin, el niño se levantó y, acompañado de sus nuevos padres, empezó a alejarse despacio. Los policías formaron un círculo alrededor del trío y protegieron su trayecto hasta el automóvil presidencial.

Cuatro motoristas escoltaron el coche, que pasó por delante del lugar donde estaban congregados los periodistas. Los reporteros gráficos tiraron placas del rostro del chiquillo, que los miraba a través de la ventanilla posterior del automóvil en movimiento. En todos los casos, los clichés salieron velados por una mancha, un defecto de la emulsión de la película que creaba algo así como una especie de neblina suspendida sobre el automóvil.