El vuelo de regreso a Londres había durado ocho horas. Thorn viajó sentado, en aturdido silencio. Su mente se negaba a funcionar. Los fuegos que una vez habían incitado su pensamiento —la especulación, la imaginación, la duda— se habían extinguido ahora. Ya no había más temor, ni pena, ni confusión. Sólo el conocimiento concreto de lo que había que hacer.
En el aeropuerto de Londres, una azafata le había devuelto el paquete con los cuchillos. De acuerdo con las medidas de seguridad, los había retenido hasta la finalización del viaje. Al devolverlos, comentó que eran muy bellos y le preguntó dónde los había comprado. Thorn respondió con monosílabos y guardó el paquete en un bolsillo interior de la chaqueta, antes de entrar en la terminal aérea que estaba casi vacía. Era más de medianoche y el aeropuerto se había cerrado. El de Thorn había sido el último vuelo al que se autorizó el aterrizaje, porque la visibilidad no era suficiente en las pistas. La ciudad estaba sumergida en la bruma y los conductores de taxi se negaban a llevarlo hasta Pereford. Resultaba extraño volver de esa manera a Londres, sin nadie que lo recibiera, ni nadie que lo llevara en automóvil. Lo aguijoneaba el recuerdo de sus anteriores regresos. Siempre estaba Horton esperándolo con las noticias del tiempo. Y en el hogar, Katherine lo recibía con una sonrisa de bienvenida.
Ahora, mientras esperaba en la fría noche a que un coche de alquiler pasara a buscarlo, la soledad lo invadió y se sintió helado hasta los huesos.
Cuando, finalmente, llegó el coche, partieron con paso de tortuga. La imposibilidad de ver nada que se deslizara por la ventanilla creaba la sensación de que el vehículo no se movía. Era como si el coche estuviese suspendido en el espacio, y ello ayudó a Thorn a resistir la tentación de pensar en nada de lo que le esperaba. El pasado había desaparecido, el futuro era imprevisible. Sólo existía ese momento, que duró una eternidad, hasta que finalmente Pereford apareció a la vista.
También la casa estaba cubierta por la bruma, que se arremolinó en torno del coche cuando se detuvo y depositó a Thorn y su equipaje en el acceso para vehículos. La casa parecía tranquila y oscura. Cuando el coche se hubo marchado, Thorn quedó por unos minutos mirando en silencio la casa en la que antes vivía la gente que él amaba. Dentro no se veía una sola luz, ni se percibía ningún sonido. La mente de Thorn lo torturaba con huidizas imágenes de los sucesos que habían ocurrido allí. Vio a Katherine en el jardín, jugando con su hijo, mientras Chessa reía y observaba. Vio el balcón lleno de gente que reía, el acceso de vehículos atestado de coches, con chóferes, que pertenecían a las personas más importantes de la Comunidad Británica. Pero las visiones se esfumaron y Thorn sólo tuvo ya conciencia de los latidos de su corazón, la sensación de la sangre que corría por sus venas.
Haciendo acopio de coraje, se acercó a la puerta del frente y con manos endurecidas por el frío insertó la llave. Sintió un ruido que le llegaba desde detrás. Era un movimiento como si algo se estuviese acercando a él, a la carrera, desde el bosque de Pereford. La respiración de Thorn se aceleró mientras abría la puerta y entraba, cerrándola rápidamente tras sí. Tuvo la sensación de que lo perseguían, pero cuando miró por el panel de cristal emplomado de la puerta cerrada sólo vio la bruma. El temor momentáneo había sido una fantasía. Sabía que debía evitar que ello se repitiera.
Aseguró la puerta tras sí y permaneció de pie en la oscuridad, por un momento, acostumbrando a sus oídos a los sonidos de la casa. El sistema de calefacción funcionaba, resonando en los conductos de aluminio. El reloj de péndulo emitía su tictac, marcando los segundos que pasaban. Thorn fue lentamente, a través de la sala de estar, hacia la cocina y allí abrió la puerta del garaje. Los dos coches estaban estacionados uno junto al otro, la camioneta de Katherine y su Mercedes. Fue hacia su automóvil, abrió la portezuela del lado del conductor e insertó las llaves en el contacto. El depósito de combustible sólo contenía una cuarta parte de líquido, suficiente para volver a Londres. Dejó la portezuela abierta y la llave puesta y volvió a la cocina, donde se detuvo para accionar la llave que elevaba automáticamente las puertas del garaje. La bruma entró en un remolino y, por un momento, Thorn volvió a pensar que oía un sonido. Entró nuevamente, cerró la puerta y se quedó escuchando. No había nada. Su mente lo estaba engañando.
Encendió la luz y observó todo lo que le rodeaba. Estaban todas las cosas tal como las había dejado, como si la encargada se hubiese retirado a dormir y todo permaneciese en orden. Incluso había sobre la cocina un recipiente con cereales en remojo para que estuvieran ya blandos por la mañana. Este detalle conmovió a Thorn. Era todo tan normal, tan poco coherente con lo que él sabía que era la verdad.
Acercándose a la mesa, sacó el paquete de tela, del bolsillo de la chaqueta, y colocó el contenido frente a sí. Los siete cuchillos estaban allí, recién afilados. Las hojas reflejaban partes de su rostro, mientras los examinaba. Vio sus ojos, tristes y resueltos, y tomó conciencia de una repentina transpiración que le produjo la vista de los cuchillos. Empezó a sentir una debilidad que trepaba por sus piernas y trató de combatirla, volviendo a envolver los cuchillos con manos temblorosas, y colocando otra vez el paquete en su bolsillo.
Entró en la despensa y empezó a subir por una angosta escalera de madera, agachándose para evitar tocar la lamparita desnuda que la iluminaba, suspendida desde arriba por un cable muy gastado. Era la escalera de servicio y Thorn sólo la había utilizado una vez que estuvo jugando al escondite con Damien. Recordó que en aquel momento había tomado nota de que necesitaba hacer arreglar el cable gastado, por temor de que un día el niño llegara a tocarlo. Ése era sólo uno de los muchos riesgos de la casa vieja y obsoleta. Había ventanas, de los pisos superiores, que se abrían con demasiada facilidad, creando corrientes. Los balcones eran poco sólidos y las barandas estaban en mal estado.
Mientras subía por la angosta escalera posterior, Thorn tuvo la sensación de que estaba viviendo un sueño, que en cualquier momento se despertaría junto a Katherine y le contaría la terrible fantasía que había ocupado su mente. Ella demostraría su preocupación y lo tranquilizaría acariciándolo. El niño entraría, con su pasito, en el cuarto de ellos, con el rostro fresco y rosado por el sueño.
Thorn llegó al rellano del primer piso y se adentró en el oscuro hall, mientras la confusión que lo había invadido antes de la muerte de Jennings volvía a perturbarlo. Deseaba entrar en el cuarto del niño y hallarlo vacío, y quería pensar que la casa estaba silenciosa y a oscuras porque la mujer se lo había llevado consigo. Pero oía el sonido de la respiración de ambos en el sueño. Los ronquidos de la mujer destacaban por contraste con la respiración del niño. Thorn siempre había sentido que en ese hall sus vidas se entremezclaban de alguna manera, durante el sueño, que su respiración se encontraba y se fundía en la oscuridad, creando una unidad que no se daba en las horas de vigilia. Se apoyó contra la pared, escuchando. Luego, se fue, sin hacer ruido, hacia su propio cuarto y encendió la luz.
Su cama estaba preparada, como si se le esperara, y Thorn se acercó y se sentó pesadamente. Sus ojos se posaron sobre la fotografía, enmarcada, de Katherine y él, que había sobre la mesita de noche. Qué jóvenes se les veía, qué llenos de vida. Thorn se recostó en la cama y sintió que las lágrimas manaban de sus ojos. Habían brotado, sin que él lo advirtiese, y no se resistió, permitiéndoles fluir. Abajo, un reloj sonó dos veces y Thorn se levantó. Fue al baño y encendió la luz. El espectáculo lo aterró. El baño de Katherine estaba en un desorden total. Se veía maquillaje usado y tirado por todas partes, como si allí se hubiera realizado alguna celebración macabra. Había frascos de polvos y cremas destrozados en el suelo, manchas de lápiz labial frotado contra el azulejo, el inodoro estaba lleno de cepillos y rizadores, como si alguien hubiera intentado hacerlos desaparecer por la cloaca. Todo indicaba una furia insana y, aunque Thorn no podía comprender nada, vio claramente que era algo dirigido contra Katherine. Era la obra de un adulto. Los frascos estaban destrozados con fuerza, las manchas indicaban decisión. Era la obra de un loco. Un loco lleno de odio. Estaba azorado por lo que veía y levantó la cabeza para ver su rostro en un espejo roto. Comprobó que su rostro se endurecía y entonces se agachó para abrir un cajón. Lo que buscaba no estaba allí y abrió un armarito donde encontró lo que necesitaba. Era una afeitadora eléctrica. Thorn la conectó a la corriente, oprimió el botón que la ponía en funcionamiento, y el objeto zumbó en sus manos. Cuando volvió a oprimir el botón, le pareció oír un ruido. Era un crujido de las tablas del piso superior. Se quedó en silencio, conteniendo casi la respiración, hasta que cesó el ruido. No se repitió.
Se le había acumulado sudor sobre el labio superior y Thorn lo enjugó con una mano temblorosa. Entonces salió del baño y quedó de pie en el hall oscuro. Mientras caminaba, las tablas del piso crujieron bajo sus pies. El cuarto del niño estaba más allá del de la señora Baylock y cuando Thorn pasó frente a la puerta se detuvo. Estaba ligeramente abierto y pudo ver el interior. La mujer estaba acostada de espaldas con un brazo que se balanceaba hacia abajo. Tenían las uñas pintadas con un rojo brillante. También el rostro estaba maquillado como Thorn ya lo viera en otra ocasión, como el de una prostituta, con mucho carmín y polvos a los que ahora había agregado sombra para los ojos y colorete en las mejillas. Ella yacía quieta y roncaba, con su prominente vientre que ascendía y descendía, proyectando una sombra sobre el piso.
Con dedos temblorosos, Thorn cerró la puerta, hizo un esfuerzo de voluntad para seguir adelante y anduvo en silencio hasta la puerta situada en el extremo del pasillo. También estaba entornada. Thorn la abrió, entró en el cuarto, volvió a cerrar tras sí y permaneció inmóvil, recostado en la hoja de madera, mientras contemplaba a su hijo. En el otro lado de la habitación, el niño dormía, con rostro apacible e inocente, y Thorn desvió la vista sin atreverse a mirarlo de nuevo. Tensó los músculos y respiró hondo. Luego avanzó, con la maquinilla de afeitar apretada fuertemente en la mano. Al llegar junto a Damien, la puso en funcionamiento. El aparato emitió un sonoro zumbido que pareció inundar toda la estancia. El chiquillo continuó durmiendo, ajeno a lo que ocurría a su alrededor, y Thorn se inclinó sobre él. Le temblaban los brazos cuando levantó la ronroneante maquinilla para aplicarla con suavidad a la piel de la criatura. Se desprendió en seguida un mechón de pelo y poco faltó para que a Thorn se le escapara un grito sofocado, al ver aquel corte; en la blancura del cuero cabelludo, bajo la espléndida pelambrera negra, se vislumbró una fea cicatriz. Thorn volvió a aplicar la rasuradora y fue abriendo un claro por detrás de la sutura. El pelo cayó sobre la almohada, al tiempo que el pequeño emitía un gemido y empezaba a removerse. Jadeante a causa de la consternación, Thorn se apresuró, mientras el chiquillo parpadeaba y movía la cabeza, tratando de desasirse. En tanto el pelo continuaba cayendo, el niño comenzó a despertarse y, aún aturdido, pretendió alzar el rostro. Una oleada de pánico invadió a Thorn, mientras empujaba hacia abajo la cabeza de Damien, para sujetarla contra la almohada. El aterrado chiquillo forcejeó, dispuesto a rechazar aquella mano, pero Thorn apretó con más fuerza, gimiendo de fatiga y repulsión mientras accionaba la afeitadora y las cuchillas seguían cortando pelo. Damien bregaba y se debatía frenéticamente, la maquinilla entraba en contacto con el cuero cabelludo sólo de forma esporádica y los sofocados gritos de miedo del niño expresaban cada vez más desesperación, mientras Thorn se esforzaba en inmovilizarlo. La cabeza empezaba a quedar limpia y a Thorn se le escapó un quejido durante el esfuerzo; el cuerpo infantil se retorcía y pataleaba, en busca de aire. De súbito, Thorn desorbitó los ojos y aplicó la maquinilla con renovada firmeza, en un punto de la parte posterior del cráneo. Allí estaba. La marca de nacimiento. El filo de las cuchillas había rasgado la superficie irregular, semejante a una corteza, de la que ahora brotaba sangre, pero la señal se distinguía perfectamente sobre la blancura del cuero cabelludo, en la base del cráneo. Tres 6 dispuestos de manera que constituían el dibujo de un trébol, al unirse en el centro la punta de sus extremos curvos. Thorn retrocedió y el niño se incorporó de un salto, fijos en su padre los asustados ojos, mientras sollozaba y luchaba por recobrar el aliento. Se llevó las manitas a la parcialmente rapada cabeza, las retiró ensangrentadas y, al verlas teñidas de rojo, chilló empavorecido. Alargó los brazos hacia su padre y estalló en lágrimas. El impotente terror que saturaba los ojos del niño dejó paralizado a Thorn. Se sintió incapaz de consolarlo y empezó a sollozar cuando las manitas manchadas de sangre se tendieron hacia él, en súplica de ayuda.
—Damien… —gimió Thorn.
Pero, en aquel momento, la puerta se abrió violentamente y, al volver la cabeza, Thorn vio la voluminosa figura de la señora Baylock, que había irrumpido en el cuarto y se le acercaba con gesto iracundo. Un horripilante alarido de furor brotó a través de los abiertos labios pintados de rojo. Thorn trató de coger al niño, pero la mujer dio un salto, se abalanzó sobre el hombre y lo derribó contra el suelo. El chiquillo gritó aterrado y huyó de la cama. Thorn rodó bajo la señora Baylock y trató de impedir que los dedos de la mujer le hicieran presa en el cuello o se le clavaran en los ojos. La golpeó, pero no pudo quitarse de encima aquel enorme peso que inmovilizaba su cuerpo. Las carnosas manos de la mujer encontraron la garganta de Thorn y apretaron con ferocidad, hasta que los ojos amenazaron con salirse de las órbitas. A la desesperada, Thorn empujó hacia atrás el rostro de la señora Baylock, pero ella le clavó los dientes en la mano, en el momento en que una lámpara caía de la mesa situada junto a los luchadores. Thorn alcanzó la lámpara y golpeó con ella a la mujer. La lámpara se hizo pedazos y la señora Baylock, aturdida por el impacto, se estremeció y se inclinó lateralmente. El macizo pie de la lámpara había quedado en la mano de Thorn, que aprovechó la circunstancia para golpear con él a la señora Baylock. Notó que el cráneo se resquebrajaba y vio deslizarse la sangre por las mejillas, hasta el mentón, a través de la capa de polvos blancos que cubría su rostro. Pero la señora Baylock no le soltó. Thorn la golpeó por tercera vez y entonces sí, la corpulenta humanidad de la mujer se desplomó de costado y, trabajosamente, Thorn pudo ponerse en pie para, con paso vacilante, retroceder hacia la pared donde se encontraba el niño, heladas de espanto las pupilas. Thorn agarró a la criatura y salió de la habitación. Recorrió el pasillo, dando tumbos y chocando contra los tabiques. Franqueó el umbral de la escalera posterior y cerró la puerta de golpe. Damien se aferró al pomo y sacudió el entrepaño con violencia, hasta que Thorn le arrancó de allí a la fuerza. El niño le arañó la cara, mientras descendían juntos, dando traspiés por los peldaños. En mitad de la escalera, Damien se agarró a la bombilla que colgaba del techo y Thorn tiró de él con brusquedad, para que se soltara. Una súbita sacudida eléctrica hizo estremecer sus cuerpos y ambos salieron despedidos escaleras abajo.
Tras aterrizar en el suelo de la despensa, al pie del tramo de escalones, Thorn, desorientado, se arrastró, a gatas, e intentó incorporarse y recobrar la lucidez. Encontró al chiquillo, que estaba inconsciente, trató de levantarlo en peso, pero le fallaron las fuerzas y cayó hacia atrás. Se abrió la puerta de la cocina y Thorn volvió la cabeza con aturdido movimiento. Era la señora Baylock, que avanzaba tambaleándose, con la cabeza convertida en un pequeño surtidor de sangre. Thorn se esforzó en recuperar totalmente el equilibrio, pero la mujer le agarró por la chaqueta y le obligó a girar sobre sí mismo, mientras él intentaba desesperadamente abrir unos cajones, que se le escaparon de la mano y cuyo contenido se esparció por el piso. También Thorn fue a parar al suelo, cuando la señora Baylock se abalanzó sobre él y las ensangrentadas manos buscaron con inexorable crueldad la garganta del hombre. El contraído semblante de la señora Baylock tenía una tonalidad rosada, resultado de la mezcla de sangre y polvos blancos; la boca, abierta a causa del esfuerzo, dejaba ver una dentadura feroz, revestida también por aquella pasta repugnante. Thorn se sintió indefenso, a punto de morir asfixiado, mientras miraba fijamente los ojos de la mujer, en los que se reflejaba el delirio homicida. El rostro de la señora Baylock se fue acercando hasta que sus labios se oprimieron con fuerza contra los de Thorn. A su alrededor, el suelo estaba sembrado de utensilios y cubiertos, caídos de los cajones, y las manos de Thorn, al tantear frenéticamente, tropezaron con un par de tenedores, que se apresuró a empuñar, desesperado. Los levantó simultáneamente, con arrebatada violencia, apuntando a ambas sienes de la mujer, donde se hundieron a fondo, tras producir un chasquido espantoso. La señora Baylock emitió un alarido y se echó hacia atrás. Thorn se puso en pie, vacilante, mientras la mujer trastabillaba por la estancia y se esforzaba inútilmente en arrancarse los tenedores que sobresalían de su cabeza.
Thorn cruzó la despensa, dando bandazos, cogió al todavía inconsciente chiquillo y se encaminó a la puerta del garaje, que franqueó para dirigirse con paso inseguro hacia la abierta portezuela del automóvil. Casi había llegado, cuando brotó un repentino ladrido y una borrosa figura de piel negra surcó el aire y fue a chocar contra su hombro, despidiéndole de costado hacia el interior del coche. Era el perro, cuyas mandíbulas habían hecho presa en el brazo de Thorn y tiraban hacia fuera, tratando de sacarle del vehículo. El niño había caído en el asiento contiguo y Thorn utilizó la mano que tenía libre para coger la portezuela y golpear con ella, abriéndola y cerrándola, el hocico del perro. La sangre empezó a manar y el animal soltó el brazo de Thorn y dejó oír un aullido de dolor, en tanto la portezuela se cerraba del todo.
Dentro del coche, Thorn buscó las llaves. El perro pareció enloquecer. Saltó encima del capó y embistió repetidamente, con furia salvaje, el parabrisas del automóvil. Cada impacto provocaba un ominoso estremecimiento del cristal. Los dedos temblorosos de Thorn encontraron por fin las llaves, pero se le cayeron de la mano y se aprestó a recuperarlas, mientras el niño empezaba a gemir y el perro seguía lanzándose contra el parabrisas, cuyo cristal se cuarteaba ya. Thorn consiguió encontrar de nuevo las llaves e introdujo la de contacto, pero al mirar a través del parabrisas, la escena que apareció frente a sus ojos le heló la sangre. La señora Baylock, aún viva, acababa de salir de la cocina y, con torpe paso, se dirigía hacia el coche, al tiempo que empleaba sus últimas fuerzas para levantar un pesado mazo. Thorn puso en marcha el motor, pero en el preciso instante en que el vehículo iba a arrancar, el mazo descendió y en el parabrisas se abrió un amplio agujero. La cabeza del perro se coló rápidamente por la brecha. Chasquearon los dientes del animal, que se esforzaba por entrar en el coche, mientras su boca desprendía babeante saliva. La cabeza de aquella fiera se acercaba cada vez más a Thorn. Adosado contra el respaldo del asiento, Thorn veía ya los dientes del perro a escasos centímetros de su rostro, lanzando rabiosos mordiscos al aire, cuando los dedos, hundidos en el bolsillo de la chaqueta, encontraron uno de los estiletes. Sacó la mano, armada con el estilete, la levantó por encima de la cabeza y clavó el arma firme y directamente entre los juntos ojos del animal. La afilada hoja se hundió hasta la empuñadura. La boca del can pareció querer desencajarse y de ella brotó un rugido de dolor, más propio de un leopardo que de un perro. El animal retrocedió, convulso, resbaló por el capó, fue a parar al suelo y allí empezó a retorcerse y a bailotear sobre las patas posteriores, mientras agitaba las delanteras en vanos intentos para arrancarse el puñal clavado en la frente. Su aullido de agonía resonó estremecedor en el garaje. Thorn accionó la palanca de cambio y puso la marcha atrás. La señora Baylock se acercó dando traspiés a la ventanilla y golpeó el cristal, con su rostro suplicante convertido en una masa amorfa de carne rosada.
—Mi niño… —sollozaba—. Mi niño…
El coche aceleró, en marcha atrás y, al quedarse rezagada, la mujer corrió hasta el centro de la calzada y levantó los brazos, en un último intento para evitar que el coche se alejase. El vehículo se detuvo y luego salió disparado hacia delante, despidiendo gravilla impulsada por los neumáticos. Thorn pudo desviarse y pasar junto a la mujer, pero no lo hizo. Apretó los dientes y pisó a fondo el acelerador; el resplandor de los faros iluminó brevemente el semblante desencajado de la señora Baylock y, un segundo después, el automóvil la alcanzó de lleno y el cuerpo de la mujer salió despedido por el aire, mientras la parte frontal del vehículo quedaba abollada. Al llegar al extremo de la avenida de acceso, Thorn detuvo el coche y lanzó una mirada por el espejo retrovisor. Vio el cuerpo sin vida de la señora Baylock, un inerte montón de carne retorcido de forma grotesca en medio de la calzada y, sobre el césped, la figura del perro, que se agitaba en espasmos, bajo la claridad de la luna.
Apretó de nuevo el acelerador, desembocó en la carretera, después de que el costado del automóvil tropezara con un muro de piedra, y aumentó la velocidad, rumbo a la autopista. A su lado, el chiquillo continuaba inconsciente. Una vez en la autopista, Thorn apretó al máximo el acelerador, en dirección a Londres. Asomaba ya la aurora y la niebla emprendía la retirada. El automóvil de Thorn se deslizó por la amplia y desierta carretera como un reactor por la pista de despegue. Casi volaba. La línea que dividía la calzada era una raya borrosa que el vehículo parecía engullirse entre el zumbido de un motor cuyas revoluciones daban la impresión de incrementar su ritmo de modo siempre creciente.
Junto a Thorn, Damien empezaba a volver en sí. Se movió y sus labios exhalaron un gemido de dolor. Thorn fijó su atención en la autopista, dispuesto por todos los medios a prescindir mentalmente de la presencia del muchacho.
—¡No es un niño humano! —gritó, apretando los dientes—. ¡No es una criatura humana!
Continuó a toda velocidad, mientras Damien seguía quejándose lastimeramente, aunque incapaz de recuperar del todo el sentido.
El desvío de la West-10 le pilló desprevenido. Thorn reaccionó con excesiva lentitud, perdió momentáneamente el dominio del automóvil y el vehículo patinó de costado y fue a meterse en la cuneta. La brusca maniobra lanzó a Damien al piso del coche. Se dirigían a la iglesia de Todos los Santos. Thorn divisaba ya los altos chapiteles de las torres del templo cuando el chiquillo, al que el golpe había despertado, alzó la vista y le contempló con ojos llenos de inocencia.
—No me mires… —rezongó Thorn.
—Me duele… —gimió el niño.
—¡No me mires!
Y Damien obedeció, clavando la vista en el piso del coche. Chirriaron los neumáticos al doblar una esquina para aproximarse velozmente a la iglesia. Thorn levantó la cabeza y observó un repentino oscurecimiento del cielo. Era como si volviese a anochecer, como si un denso manto de tinieblas cayese con repentino impulso, acompañado por los chispazos de una serie de relámpagos que rasgaban el aire para descender y acribillar la tierra sañudamente.
—Papaíto… —articuló Damien.
—¡No me dirijas la palabra!
—Estoy malo.
Y empezó a vomitar. Thorn, gritó, decidido a que su voz sofocara los ruidos que producía el dolor del niño. Se desencadenó de pronto un violento aguacero; feroces ramalazos de aire arrojaron contra el parabrisas gigantescos puñados de broza, mientras el automóvil frenaba de golpe ante la iglesia y Thorn abría la portezuela. Agarró a Damien por el cuello del pijama y trató de arrastrarlo por encima del asiento, pero el chico empezó a chillar y a patalear, sus piernas entraron en contacto con el estómago de Thorn, que se vio despedido hacia atrás y cayó de espaldas sobre la acera. Thorn se abalanzó de nuevo sobre el coche, agarró a Damien por un pie y lo sacó del vehículo, pero el niño logró desasirse y echó a correr. Thorn salió en su persecución, lo cogió por la parte superior del pijama y lo lanzó contra el pavimento. Resonó en las alturas el estallido de los truenos, un rayo fue a caer cerca del automóvil y Damien giró sobre sí mismo en la húmeda acera y eludió de nuevo las manos de Thorn. Éste dio un salto, alcanzó otra vez al escurridizo chiquillo y lo sujetó con fuerza, pasándole un brazo alrededor del pecho. Damien pataleó y gritó, mientras avanzaban con paso vacilante en dirección a la iglesia.
Una ventana se abrió, al otro lado de la calle, y un hombre empezó a vocear, pero Thorn continuó su marcha bajo la impresionante tromba de agua, convertido su rostro en una máscara de terror, mientras se afanaba en alcanzar la imponente escalinata de entrada al templo. Se levantó un viento ululante, que azotó a Thorn de frente, con tal violencia que casi contrarrestaba los esfuerzos del hombre para seguir adelante. Inclinado, Thorn fue avanzando centímetro a centímetro. Damien se revolvió entre sus brazos y le mordió en el cuello. Thorn emitió un grito dolorido, pero no cedió en su lucha por acercarse a la iglesia. A través del estrépito de la tormenta llegó el alarido de una sirena de la policía y, desde la ventana del otro lado de la calle, una voz masculina conminaba a Thorn a que soltase al chiquillo. Pero Thorn no se enteraba de nada, concentrado en su propósito de llegar a la escalinata, mientras el viento aullaba a su alrededor y el niño le desgarraba la carne del rostro. Le hundió un dedo en la cuenca del ojo y Thorn cayó de rodillas, pero siguió decidido a llegar con el niño, que no dejaba de debatirse, hasta la escalinata. Un rayo trazó un surco en el asfalto y dio la impresión de que iba a dirigirse hacia ellos, pero la chispa eléctrica se apagó. Thorn había llegado ya a los macizos peldaños, y utilizaba todas las energías que le quedaban para impulsar hacia arriba al chiquillo, que no cesaba de chillar. Pero no conseguía su empeño. Le fallaban las fuerzas, mientras el vigor del niño parecía aumentar. Las uñas de Damien se cebaban en los ojos de Thorn y las rodillas infantiles batían el estómago del hombre, que jadeaba y luchaba para que la criatura no se le escapase de entre los brazos. Mediante un esfuerzo sobrehumano, logró tender al niño en el suelo y luego hundió la mano en el bolsillo de la chaqueta, en busca del paquete de puñales. Al tiempo que emitía un grito estremecedor, Damien le propinó un puntapié en la mano y los estiletes se diseminaron por los escalones, en torno a ellos. Thorn alcanzó uno, mientras intentaba mantener al chiquillo sujeto contra el suelo. El ulular de la sirena llegó a su nota más alta y luego cesó bruscamente. El niño gritó, al tiempo que Thorn alzaba el estilete por encima del cuerpo de Damien.
—¡Alto! —ordenó una voz, desde la calle.
Dos agentes de policía aparecieron bajo la lluvia. Acababan de apearse del coche, se habían lanzado ya a la carrera y uno de ellos desenfundó el revólver. Thorn levantó la cabeza, los vio aproximarse y luego miró al niño, emitió un repentino grito de furia y descargó la cuchillada. El alarido del chiquillo sonó al mismo tiempo que la detonación de un disparo.
Durante unos segundos, todo pareció quedar petrificado: los policías, inmóviles; Thorn, rígido, sentado en la escalinata, con el cuerpo de Damien tendido ante él. Después, las puertas de la iglesia se abrieron y, desde el umbral de la entrada, un sacerdote contempló la escena: un cuadro vivo, velado por la cortina que formaba la lluvia torrencial.