El conductor los llevó a la sala de guardia de un hospital. Luego retiró del coche el equipaje y se apresuró a marcharse. Thorn estaba trastornado, de manera que Jennings contestó todas las preguntas, dando identidades falsas, y narró una historia que, aparentemente, satisfizo a las autoridades del hospital. Se habían emborrachado, dijo, y habían entrado en una propiedad privada donde había carteles indicadores de que el lugar estaba vigilado por perros. Era en las afueras de Roma, pero no podía recordar dónde. Sólo recordaba que había un alto cerco con espigones y que su amigo había caído sobre uno de ellos. Les curaron las heridas y les dieron inyecciones antitetánicas, indicándoles luego que debían volver dentro de una semana, para hacerles análisis de sangre y asegurarse de que las inyecciones habían surtido efecto. Se cambiaron de ropa y partieron. Buscaron un pequeño hotel donde dieron nombres falsos. El conserje insistió en que pagaran por adelantado y les dio la llave de una sola habitación.
Thorn trató desesperadamente de comunicarse telefónicamente con Katherine, mientras Jennings se paseaba por el cuarto.
—Pudieron haberlo matado, y no lo hicieron —dijo Jennings, atemorizado aún—. Era a mí a quien querían matar, buscaban mi cuello.
Thorn levantó una mano para indicarle que se callara. Una oscura mancha de sangre se veía en su camisa.
—¿Escucha lo que le estoy diciendo, Thorn? ¡Buscaban mi cuello!
—¿Con el hospital? —preguntó Thorn por el teléfono—. Sí, está en la habitación 4A.
—Dios mío, si no hubiera tenido estas cámaras… —seguía Jennings.
—¿Quiere callarse, por favor?. Se trata de algo urgente para mí.
—Tenemos que hacer algo, Thorn. ¿Me escucha?
Thorn se volvió hacia Jennings y miró las marcas de las correas en su cuello.
—Busque el pueblo de Meguido —le dijo suavemente.
—¿Cómo demonios voy a encontrar…?
—No sé. Vaya a una biblioteca.
—¡Una biblioteca! ¡Jesucristo!
—¿Hola? —Thorn habló por el teléfono—. ¿Katherine?
En su cama del hospital, Katherine se irguió un poco, preocupada por el tono de urgencia de la voz de su esposo. Sostenía el teléfono con su mano sana. La otra estaba inmovilizada en el yeso curvo.
—¿Estás bien? —preguntó Thorn en tono desesperado.
—Sí. ¿Y tú?
—También. Sólo quería estar seguro…
—¿Dónde estás?
—En Roma. En un hotel que se llama Imperatore.
—¿Qué ocurre?
—Nada.
—¿Estás enfermo?
—No, estaba preocupado…
—Vuelve, Robby.
—No puedo volver en seguida.
—Estoy asustada.
—No tienes de qué estar asustada.
—He estado llamando a casa y nadie contesta.
En su cuarto de hotel, Thorn miró a Jennings, que se estaba cambiando la camisa, para salir.
—¿Robby? —dijo Katherine—. Creo que será mejor que vuelva a casa.
—Quédate donde estás —le aconsejó Thorn.
—Estoy preocupada por Damien.
—No vuelvas a casa, Katherine.
—Debo…
—Escúchame, Katherine. No te acerques a la casa.
Katherine quedó en silencio, alarmada por el tono de voz de él.
—Si estás preocupado porque yo pueda hacer alguna cosa —dijo—, no tienes por qué estarlo. He estado conversando con el psiquiatra y ahora veo las cosas con más claridad. No es Damien quien está causando problemas, sino yo.
—Katherine…
—Escúchame. Estoy tomando una droga que se llama lithium. Es una droga para la depresión y me hace bien. Quiero ir a casa. Y quiero que vuelvas. —Hizo una pausa y luego su voz sonó más firme—. Y quiero que todo ande bien.
—¿Quién te dio la droga? —preguntó Thorn.
—El doctor Greer.
—Quédate en el hospital, Katherine. No salgas hasta que yo vaya a buscarte.
—Quiero ir a casa, Robby.
—¡Por Dios…!
—¡Estoy bien!
—¡Tú no estás bien!
—No te preocupes.
—¡Katherine!
—Me voy a casa, Robby.
—¡No! Vuelvo.
—¿Cuándo?
—Esta misma mañana.
—Pero ¿y si ocurre algo en casa? He llamado…
—Algo no anda bien en casa, Katherine.
Ella quedó muda, asustada por las palabras de Thorn.
—¿Robby? —preguntó en tono tranquilo—. ¿Qué es lo que ocurre?
—No te lo puedo decir por teléfono —dijo Thorn con angustia.
—¿Qué está sucediendo? ¿Qué es lo que no anda bien en casa?
—Por favor, espérame ahí. No te muevas del hospital. Estaré contigo esta misma mañana y te lo explicaré todo.
—Por favor, no hagas eso…
—No es contigo el problema, Katherine. Tú estás bien.
—¿Qué quieres decir?
En el cuarto del hotel, Jennings echó una mirada a Thorn y sacudió gravemente la cabeza.
—¿Robby?
—No es nuestro hijo, Katherine. Damien es hijo de otros.
—¿Cómo?
—No vayas a casa —le advirtió Thorn—. Espérame ahí.
Thorn cortó la comunicación y Katherine quedó en azorado silencio, inmóvil hasta que el receptor empezó a zumbar en su oído. Lo colocó lentamente en la horquilla y fijó la mirada en las sombras que jugaban sobre las paredes de su cuarto del sexto piso, que eran la reflexión de un árbol que se movía con la brisa del verano. Estaba asustada, pero consciente de que la sensación de pánico que siempre acompañaba a su temor había desaparecido. La droga estaba haciendo su efecto. Ella podía mantener la mente clara. Volvió a levantar el receptor del teléfono y marcó el número de su casa. Ninguna respuesta. Entonces se volvió hacia el intercomunicador que estaba sobre su cama y se esforzó por oprimir el botón.
—¿Sí, señora? —respondió una voz.
—Tengo que salir del hospital. ¿Debo hablar con alguien para ello?
—Necesita el permiso de su médico.
—¿Puede buscarlo, por favor?
—Trataré.
La voz enmudeció y Katherine quedó sentada en silencio. Una enfermera le trajo el almuerzo, pero Katherine no tenía apetito. Había un platito, con gelatina, en la bandeja. Empezó a tocarla. La sentía fresca y calmante y la deshizo entre los dedos.
A varios cientos de kilómetros de distancia, en el cementerio de Cerveteri, todo estaba silencioso. El cielo estaba nublado y la quietud sólo era interrumpida por un sonido apenas audible. En las dos tumbas abiertas, dos perros aplanaban la tierra. Sus miembros se movían mecánicamente, mientras rellenaban las criptas abiertas, y la tierra caía suavemente sobre los restos del chacal y del niño. Más allá, los restos destrozados de un perro pendían, sin vida, de un cerco de hierro, mientras un compañero solitario levantaba la cabeza y emitía un sonido bajo y triste. El aullido resonó en todo el cementerio, aumentando lentamente su intensidad. Otros animales aullaron también, hasta que todo el aire estuvo poblado con las discordantes notas de dolor.
En su cuarto del hospital, Katherine logró oprimir el botón del intercomunicador. En su voz se notaba la impaciencia.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó.
—¿Sí? —contestó una voz.
—Le pedí que localizara a mi médico.
—Me temo que no podré. Puede estar en cirugía.
El rostro de Katherine estaba tenso por la irritación.
—¿Puede venir usted aquí y ayudarme, por favor?
—Trataré de enviarle a alguien.
—Pronto, por favor.
—Haré lo posible.
Con esfuerzo, consiguió bajar de la cama y acercarse al guardarropa, donde rápidamente halló sus ropas. El vestido era como una túnica y le resultaría fácil ponérselo, pero el camisón que llevaba estaba abotonado hasta el cuello y Katherine se miraba al espejo, preguntándose cómo haría para quitárselo, pese al yeso. Era de gasa morada y le pareció que estaba ridícula con ese color y con un brazo enyesado. Katherine probó a desabrochar los botones y su frustración aumentaba porque no lo conseguía. Con un movimiento rápido, consiguió arrancarlos todos y se esforzó por elevar el camisón por encima de la cabeza, pero quedó enredada en una masa de bruma morada.
En el cementerio, el aire vibraba con furia creciente. En su cuarto del hospital, Katherine se debatía con la red de gasa y cada vez la enredaba más alrededor de la cabeza y el cuello. Sintió un pánico repentino y empezó a jadear, pero la puerta se abrió y se tranquilizó porque pensó que por fin llegaba la ayuda que necesitaba.
El Cimitero di Sant’Angelo reverberaba con el sonido. El aullido se elevaba a alturas mayores.
—¿Sí? —preguntó Katherine, tratando de ver quién había entrado.
Pero no hubo respuesta y ella giró, explorando el cuarto a través de su velo de gasa.
—¿Quién ha entrado?
Entonces se detuvo.
Era la señora Baylock. Su rostro estaba empolvado de blanco y en sus labios había una sonrisa que resaltaba entre el carmín que los pintaba. Muda, Katherine observaba mientras la mujer caminó lentamente hasta la ventana y la abrió, mirando hacia la calle.
—¿Quiere ayudarme…? —murmuró Katherine—. Me he quedado… enredada con esto.
La señora Baylock sonrió apenas. Katherine se sintió desfallecer ante la visión de su rostro.
—Es un hermoso día, Katherine —dijo la mujer—. Un hermoso día para volar.
Ella se inclinó hacia delante y Katherine retrocedió de un salto. La mujer la hizo girar violentamente hacia la ventana.
En la entrada de emergencia del hospital apareció una ambulancia. Los neumáticos chirriaban, la sirena emitía su aullido y la luz roja giraba mientras arriba, en una ventana del sexto piso, la figura de una mujer con un camisón morado envuelto alrededor de su rostro empezó a volar graciosamente. La figura evolucionó lentamente en su largo descenso y el movimiento de su yeso formó un diseño en el aire. Nadie lo vio hasta que el cuerpo chocó contra el techo de la ambulancia, rebotando hacia arriba para hacer un vuelo final, hasta detenerse, ya muerto, en el acceso de ambulancias de la entrada de emergencia.
Había silencio ahora en Cerveteri. Las tumbas estaban cubiertas y los perros habían desaparecido en la espesura.
Thorn se había quedado dormido, exhausto. Lo despertó el teléfono. Era de noche ya y Jennings no estaba.
—¿Sí? —contestó Thorn, aturdido.
Era el doctor Becker. El tono de su voz delataba el carácter de la noticia que debía dar.
—Es una suerte que lo haya encontrado —dijo—. El nombre del hotel estaba anotado en la mesita de noche de Katherine, pero tuve problemas para localizar…
—¿Qué ocurre? —preguntó Thorn.
—Lamento tener que comunicarle lo sucedido.
—¿Qué ocurrió?
—Katherine saltó desde la ventana de su cuarto.
—¿Qué…? —exclamó Thorn con voz sofocada.
—Ha muerto, señor Thorn. Hicimos todo lo que pudimos.
En la garganta de Thorn se formó un nudo. No podía hablar.
—No sabemos exactamente qué ocurrió. Había pedido marcharse del hospital y luego la encontramos afuera.
—¿Está muerta…? —gimió Thorn.
—Murió instantáneamente. Se destrozó el cráneo con el impacto.
Thorn empezó a gemir y apoyó el receptor contra su pecho.
—¿Señor Thorn? —decía la voz del doctor.
No obtuvo respuesta y oyó cómo se cortaba la comunicación. En la oscuridad de su cuarto, Thorn lloró y sus sollozos resonaban en el corredor. El portero nocturno corrió hacia su cuarto y golpeó, pero no hubo respuesta y el silencio se mantuvo por horas.
A media noche volvió Jennings, con su desgarbado físico encorvado por la fatiga. Entró en el cuarto y miró la figura de Thorn tendida sobre la cama.
—¿Thorn?
—Sí —susurró Thorn.
—Fui a la biblioteca, luego al autoclub y después llamé a la Sociedad Geográfica Real.
Thorn no le respondió y Jennings se sentó cansadamente en el lado opuesto de la cama. Vio que la mancha de sangre en la camisa de Thorn se había hecho más grande y aparecía oscura y húmeda.
—Hice algunos descubrimientos sobre el pueblo de Meguido. Está tomado de la palabra “Armagedón”. El fin del mundo.
—¿Dónde está? —preguntó Thorn sin expresión.
—A unos quince metros bajo el suelo, me temo. Fuera de la ciudad de Jerusalén. Se está realizando una excavación allí. La realiza una universidad norteamericana.
No hubo respuesta y Jennings fue hacia su propia cama y se tendió, cediendo al cansancio.
—Quiero ir allí —murmuró Thorn.
Jennings asintió con la cabeza, emitiendo un largo suspiro.
—Si usted pudiera recordar el nombre del anciano…
—Bugenhagen.
Jennings lo miró, pero no pudo ver los ojos de Thorn.
—¿Bugenhagen?
—Sí. He recordado también el versículo.
El rostro de Jennings denotaba consternación.
—¿El nombre del anciano a quien se supone que debe ver es Bugenhagen?
—Sí.
—Bugenhagen fue un exorcista del siglo XVII. Se le menciona en uno de esos libros que tenemos.
—Ése era el nombre —replicó Thorn sin expresión—. He recordado todo. Todo lo que él dijo.
—¡Aleluya! —exclamó Jennings.
—Cuando los judíos regresen a Sión… —empezó Thorn a recitar en un murmullo—. Y un cometa ocupe el cielo… Y surja el Sacro Imperio Romano… entonces todos moriremos.
Jennings escuchó atentamente en la oscuridad del cuarto. Después, alertado por el tono deprimido de Thorn, comprendió que algo en él había cambiado.
—Del Mar Eterno, él se levanta… —siguió Thorn— creando ejércitos en cada orilla… volviendo al hombre contra su hermano… hasta que el hombre no exista más.
Quedó en silencio. Jennings esperó mientras un coche policial se acercaba al hotel y pasaba frente a la ventana, dejando oír su sirena.
—¿Ha ocurrido algo? —preguntó.
—Katherine ha muerto —replicó Thorn sin emoción—. Quiero que el niño muera también.
Escucharon los sonidos de la calle, y los dos estaban aún despiertos al amanecer, cuando los sonidos se acallaron. A las ocho en punto, Jennings marcó el número de El Al y reservó pasajes en el vuelo de la noche a Israel.
A pesar de sus múltiples viajes, Thorn nunca había estado en Israel. Su conocimiento del lugar derivaba de las noticias de contiendas, que aparecían en los periódicos, y de su reciente investigación en la Biblia. Le sorprendió por lo moderno. Un país concebido en la época de los faraones, pero creado en la era del asfalto y del hormigón, que parecía una mancha de yeso en medio de un árido desierto. El cielo que observara el éxodo a lomo de camello estaba punzado ahora por edificios de gran altura y enormes hoteles. Los ruidos de la construcción se oían en todas partes. Las grúas gigantes se movían pesadamente como elefantes mecánicos, balanceando hacia arriba las cargas de materiales de construcción. Parecía que la ciudad estaba decidida a extenderse en todas las direcciones posibles. Los martillos neumáticos rompían calles y aceras, ya obsoletas después de muy pocos años. En todas partes se veían carteles que ofrecían excursiones a la Tierra Santa. También la policía se hacía muy evidente, revisando equipajes y bolsos de mano, con los ojos siempre alerta ante saboteadores en potencia.
Thorn y Jennings fueron detenidos en el aeropuerto porque las cicatrices de sus rostros despertaron sospechas. Thorn utilizó su pasaporte civil y pasó, sin problemas, como un funcionario del gobierno norteamericano. En el vuelo anterior a Roma, donde la vigilancia era menos rigurosa, el jet privado había servido a su propósito. Pero aquí la clave para mantener el anonimato era parecer como todos los demás.
Fueron en taxi a un hotel Hilton y compraron ropas, más livianas, en la sección de indumentaria masculina de la planta baja. Hacía calor en la ciudad, donde los rayos del sol parecían tostar el cemento. El sudor le atravesó el vendaje y Thorn sintió un renovado dolor en la herida de la axila, que aparecía pálida y supuraba. Mientras Thorn se cambiaba de ropas, Jennings la observó y sugirió que viesen a un médico. Thorn se negó, ya que lo único que deseaba era encontrar a Bugenhagen.
Cuando estuvieron listos, ya la noche había caído. Caminaron por las calles de la ciudad, haciendo tiempo hasta que pudieran empezar la búsqueda. Thorn estaba debilitado y transpiraba mucho. Se detuvieron en la terraza de un café y pidieron té, con la esperanza de que la bebida reconfortara al embajador. Tenían poco de qué hablar ahora. Jennings estaba inquieto, molesto por el silencio angustiado de su compañero. Mientras sus ojos vagaban ociosos registrando la actividad de la calle, vio a dos mujeres que los estaban mirando.
—Sabe qué es lo que necesitamos —dijo a Thorn—. Olvidarnos de todo por un rato.
Thorn siguió su mirada y divisó a las mujeres, que en ese momento se dirigían a la mesa.
—Yo quiero la que tiene lunares —dijo Jennings.
Thorn miró a Jennings, con repulsión. El fotógrafo se incorporó cortésmente, mientras invitaba a las mujeres a sentarse a la mesa.
—¿Hablan inglés? —preguntó cuando ellas se sentaron.
Se limitaron a sonreír, lo que era una indicación de que no hablaban ese idioma.
—Es mejor así —dijo Jennings a Thorn—. Todo lo que hay que hacer es señalar.
El rostro de Thorn denotó su disgusto.
—Estaré en el hotel —dijo.
—¿Por qué no espera y ve lo que hay en el menú?
—No tengo hambre.
—Podría ser muy sabroso —sonrió Jennings.
Thorn comprendió entonces lo que el otro quería decir. Se levantó y se marchó.
—No se preocupen por él —dijo Jennings a las muchachas—. Es antisemita.
Ya en la calle, Thorn dio media vuelta para mirar a Jennings, que ya tenía las manos sobre las mujeres. Se volvió de nuevo y se puso a caminar en la noche.
Vagó sin rumbo fijo, mientras su pena se abatía sobre él como un oleaje. El dolor latía debajo de su brazo y los sonidos de la noche le resultaban extraños. Sintió que si la muerte venía de pronto a buscarlo, la recibiría de buen grado. Pasó frente a un club nocturno y el portero lo cogió del brazo, tratando de convencerlo para que entrara. Pero Thorn siguió caminando, sin oír, sin sentir, viendo las luces de la calle desdibujadas por las lágrimas. Más adelante, vio que salía gente de una sinagoga. Cuando se acercó advirtió que las puertas estaban abiertas y entró en silencio. La Estrella de David se veía iluminada en un altar sobre el que había pergaminos bíblicos en una caja de cristal. Thorn fue acercándose hasta hallarse frente a los pergaminos, solo en el resonante silencio.
—¿Puedo ayudarlo? —preguntó una voz desde las sombras.
Thorn se volvió y vio a un anciano rabino que se acercaba.
Estaba vestido de negro y caminaba encorvado por la artritis. Su pequeño bonete, parecido a una caja, desafiaba a la gravedad y se aferraba a la cabeza.
—Ésta es la Torah más antigua de Israel —dijo, indicando los pergaminos—. Fue desenterrada en las costas del Mar Rojo.
Thorn observó al hombre. Sus viejos ojos, nublados por las cataratas, estaban llenos de orgullo.
—Debajo de Israel la tierra está llena de historia —susurró el anciano—. Es una pena que debamos caminar sobre ella.
Se volvió hacia Thorn y sonrió.
—¿Está de visita?
—Sí.
—¿Qué lo trae aquí?
—Estoy buscando a una persona —replicó Thorn.
—También yo vine por eso. Estaba buscando a mi hermana. No la encontré —el hombre sonrió—. Tal vez estemos caminando también sobre ella.
Se produjo un silencio y el hombre alzó un brazo para apagar una luz.
—¿Oyó mencionar alguna vez el nombre “Bugenhagen”? —preguntó Thorn.
—¿Es polaco?
—No sé.
—¿Vive en Israel?
—Creo que sí.
—¿De qué se ocupa?
Thorn se hizo el desentendido y sacudió la cabeza.
—No sé.
—Ese nombre me resulta familiar.
Estuvieron por un momento parados en la penumbra. El rabino pensaba, tratando de recordar.
—¿Usted sabe lo que es un exorcista? —preguntó Thorn.
—¿Un exorcista? —sonrió el anciano—. ¿Quiere decir contra el Demonio?
—Sí.
El rabino rió e hizo ondular su mano.
—¿Por qué se ríe?
—No existe tal cosa.
—¿No?
—El Demonio. No existe.
Desapareció en las sombras, riendo entre dientes como si hubiese escuchado una broma. Thorn volvió a contemplar los pergaminos y salió hacia la noche.
Jennings regresó temprano a la mañana siguiente y ahorró a Thorn toda conversación relativa a sus experiencias de la noche anterior. Su único gesto de reconocimiento se produjo mientras orinaba, con la puerta del baño abierta. Orinaba sobre sus manos ahuecadas y se lavaba los genitales con la orina. Captó la expresión de Thorn, que le veía realizar ese ritual extraño y repulsivo, y comentó:
—Aprendí esto en la RAF. Es tan bueno como la penicilina.
Thorn cerró la puerta y esperó con impaciencia que Jennings se vistiera. Le disgustaba su compañía, pero temía la soledad.
—Vamos —dijo Jennings cogiendo su equipo—. Cuando volvía esta mañana, compré los pasajes para una excursión a las excavaciones.
Viajaron en un pequeño ómnibus, con otros diez turistas, a través de la vieja ciudad de Jerusalén. Allí se detuvieron ante el Muro de las Lamentaciones, donde los turistas descendieron ansiosamente y tomaron fotos. Incluso allí, el mercantilismo era grotesco. Los vendedores andaban entre la multitud de judíos que se lamentaban, pregonando sus mercaderías, que comprendían desde bocadillos de salchicha hasta figuras, de plástico, de Cristo en la cruz. Jennings compró dos de esos crucifijos. Se colgó uno del cuello y dio el otro a Thorn.
—Póngaselo, amigo. Puede necesitarlo.
Pero Thorn se negó, irritado porque Jennings se comportaba como si estuviese realizando un viaje de placer.
El viaje al desierto fue menos interesante. El guía de la excursión narró los acontecimientos recientes de la guerra entre árabes y judíos, señalando las Alturas del Golan, donde habían tenido lugar las batallas más importantes. Recorrieron el villorrio de Daa-Lot, donde un grupo de escolares judíos habían sido asesinados por los terroristas árabes. Luego el guía contó que otro grupo de terroristas había sido capturado y muerto, y sus cuerpos pisoteados hasta ser convertidos en papilla por otros escolares que vengaban a sus compañeros asesinados.
—Ahora sabemos por qué todas las lamentaciones —susurró Jennings.
Thorn rehusó responder y siguieron en silencio todo el resto del trayecto.
Cuando, finalmente, llegaron a las excavaciones arqueológicas, los turistas estaban cansados y se quejaban del calor, mientras el guía señalaba el área cercada por cuerdas y explicaba el trabajo que se estaba realizando. Debajo de sus pies estaban las presas del rey Salomón, un intrincado sistema de acequias y canales que posiblemente se extendía hasta Jerusalén, a unos cien kilómetros de distancia. En algún punto dentro del sistema estaban las ruinas de una antigua ciudad que, en opinión de muchos, era el sitio donde se escribiera la Biblia. Ya se habían recuperado textos, cuidadosamente conservados en cerámica y tela, que relataban historias muy similares a las del Antiguo Testamento. La excavación era un ambicioso proyecto porque nadie sabía con exactitud en qué punto estaba la ciudad. Se la estaba descubriendo, pero no con excavadoras sino, centímetro a centímetro, con picos y palas.
Mientras el guía continuaba con sus explicaciones, Jennings y Thorn trataron de encontrar a alguno de los arqueólogos, pero obtuvieron poca información. No conocían el nombre “Bugenhagen” y todo lo que sabían de la ciudad de Meguido era que hacía muchos siglos un violento cataclismo la había hundido en la tierra. Fue un terremoto, o posiblemente una crecida, porque habían encontrado caracolas allí, lejos de toda corriente de agua conocida.
Thorn y Jennings volvieron al hotel y luego caminaron por los mercados, preguntando a todos y a cada uno si conocían el nombre “Bugenhagen”. No obtenían resultado, pero siguieron insistiendo. Thorn estaba desesperado y sus fuerzas flaqueaban. Jennings fue quien más se movió por comercios y fábricas, y revisó guías telefónicas e incluso visitó a la policía.
—Tal vez se cambió de nombre —suspiró Jennings, mientras estaban ambos sentados en el banco de un parque, en la mañana del segundo día—. Tal vez es George Bugen. O Jim Hagen. O Izzy Hagenberg.
Al día siguiente fueron a Jerusalén y tomaron un cuarto de un pequeño hotel. Una vez más, empezaron a recorrer las calles, buscando a alguien que conociera el nombre que sonaba a extranjero. Pero no obtenían ningún resultado y tenían la perspectiva de seguir así siempre.
—Propongo que abandonemos el asunto —dijo Jennings, que desde el balcón del cuarto del hotel, miraba la ciudad.
Hacía calor adentro y Thorn estaba tendido en la cama, bañado en sudor.
—Si existe un Bugenhagen, no tenemos ni una probabilidad de encontrarlo. Y por lo que sabemos, ni siquiera existe.
Entró en el cuarto a buscar un cigarrillo.
—Demonios, ese pequeño sacerdote estaba bajo los efectos de la morfina casi todo el tiempo y, sin embargo, nos encontramos aquí, por creer en su palabra como si fuera el Evangelio. Es una suerte que no le dijera que fuese a la Luna, porque, de habérselo dicho, estaríamos allí, ahora, congelándonos el culo.
Se sentó pesadamente en su cama, mientras miraba a Thorn.
—No sé, Thorn. Todo esto parecía tener sentido antes, pero ahora suena a locura.
Thorn asintió y con esfuerzo y dolor se sentó en la cama. No tenía ningún vendaje y Jennings se estremeció cuando vio la herida.
—Me parece que eso no anda bien —dijo.
—Está bien.
—Parece infectada.
—Está bien —insistió Thorn.
—¿No será mejor que yo vaya a buscar un médico?
—Busque a ese anciano —replicó Thorn—. Es el único a quien deseo encontrar.
Jennings iba a contestar, cuando se oyó un suave golpe en la puerta. Se acercó, la abrió y sus ojos se posaron en un mendigo. Era un hombre pequeño, un árabe, viejo y desnudo desde la cintura hacia arriba, con su sonrisa ansiosa acentuada por un diente de oro. Movía la cabeza con exagerada cortesía.
—¿Qué quiere? —preguntó Jennings.
—¿Usted busca al anciano?
Jennings y Thorn intercambiaron una rápida mirada.
—¿Qué anciano? —preguntó Jennings cautamente.
—En el mercado me dijeron que ustedes buscan al anciano.
—Estamos buscando a un hombre —asintió Jennings.
—Yo los conduciré hasta él.
Thorn se incorporó con gran esfuerzo, mientras sus ojos se encontraban con los de Jennings.
—Rápido, rápido —urgió el árabe—. Él dijo que acudan en seguida.
Fueron a pie por calles apartadas de Jerusalén, en apresurado silencio, conducidos por el pequeño árabe. Sorprendía su rapidez en un hombre de su edad. Thorn y Jennings debían esforzarse para seguirle el paso, perdiéndolo de vista, por momentos, cuando se sumergía entre la multitud de un mercado y lo veían aparecer, en seguida, en la parte superior de una escalera del otro lado. El árabe se divertía con la fatiga de ellos y se mantenía siempre unos veinte metros adelante, girando rápidamente por angostas callejas y arcadas. Sonreía como un gato cuando, por fin, lo alcanzaron, jadeantes. Parecía que habían llegado a la meta, pero se trataba de una pared de ladrillos. Jennings y Thorn temieron de pronto que se tratara de un engaño.
—Abajo —dijo el árabe, mientras levantaba una reja, indicándoles con un gesto que entraran.
—¿Qué demonios es esto? —preguntó Jennings.
—Rápido, rápido —repitió el árabe, siempre con su sonrisa.
Thorn y Jennings intercambiaron una mirada de aprensión y luego obedecieron. El árabe entró detrás de ellos y volvió a colocar la reja en su lugar. Estaba oscuro adentro. El hombre encendió una antorcha y caminó rápidamente delante de ellos. Su figura pareció descender y los dos hombres pudieron entrever en la escasa luz una resbaladiza escalera de piedra basta. El drenaje de la calle había creado un grueso revestimiento de algas marrones que olía mal y dificultaba el movimiento. Vacilaron mientras descendían y, una vez en tierra sólida, el árabe los sorprendió echando a correr. Intentaron imitarlo, pero no podían acelerar la marcha sobre las piedras muy lisas. El hombrecito se había alejado y su antorcha era ahora sólo un punto luminoso en la distancia. Estaban casi a oscuras, en un túnel angosto cuyas paredes casi los tocaban por ambos lados. Era un canal de drenaje o una acequia de irrigación. Jennings comprendió que era probable que estuvieran circulando por el intrincado sistema de canales antiguos descritos por el arqueólogo en el lugar de las excavaciones del desierto. La piedra sólida y la oscuridad los rodeaban mientras avanzaban a ciegas y sus pasos resonaban en todo el túnel. La luz de la antorcha había desaparecido por completo ahora y caminaron más lentamente al comprender que estaban solos. No se podían ver uno al otro, pero sentían su proximidad por el sonido de la dificultosa respiración.
—Jennings… —jadeó Thorn.
—Aquí estoy.
—No veo nada…
—Ese carajo…
—Espéreme.
—No hay otra alternativa —replicó Jennings—. Frente a nosotros hay una sólida pared.
Thorn avanzó a tientas y tocó a Jennings. Luego palpó la pared que estaba frente a ellos. Era un callejón sin salida. El guía había desaparecido.
—El árabe no pasó junto a nosotros, en su camino hacia afuera —dijo Jennings—. Eso puedo afirmarlo.
Encendió un fósforo que iluminó una pequeña área alrededor de ellos. Era como una tumba. El cielorraso de piedra parecía presionarles, con sus hendiduras húmedas y las cucarachas que corrían.
—¿Es una cloaca? —preguntó Thorn.
—Está húmedo —afirmó Jennings—. ¿Por qué demonios está húmedo?
Su fósforo se apagó y quedaron en la oscuridad.
—Esto es un desierto árido. ¿De dónde demonios llega el agua?
—Debe haber una fuente subterránea… —conjeturó Thorn.
—O depósitos de abastecimiento. No me sorprendería que estuviésemos cerca de la presa subterránea. Encontraron conchillas en el desierto y es posible que una corriente de agua la llenara cuando la tierra se hundió.
Thorn estaba silencioso y su respiración denotaba fatiga.
—Vayamos —jadeó.
—¿A través de la pared?
—Hacia atrás. Salgamos de aquí.
Empezaron a volver a tientas, deslizando las manos a lo largo de la húmeda pared rocosa. Su movimiento era lento y, al no tener visión, cada centímetro parecía un kilómetro. Entonces la mano de Jennings halló un espacio abierto.
—¿Thorn?
Cogió el brazo de Thorn y lo atrajo a sus espaldas. Detrás de ellos había otro corredor perpendicular al que transitaban. Aparentemente, habían pasado por allí antes, sin verlo en la oscuridad.
—Hay una luz allí lejos —murmuró Thorn.
—Tal vez sea nuestro pequeño Gandhi.
Se internaron por el pasadizo, avanzando lentamente a tientas. No era otro brazo del canal de drenaje, sino una caverna. Los guijarros estaban dispersos por el suelo y las paredes eran de textura irregular y tenían puntos salientes. Fueron avanzando con sumo cuidado, tanteando las paredes. Empezaron a vislumbrar la forma de lo que se hallaba al final del pasadizo. No era una única antorcha, sino una cámara completamente iluminada en la que había dos hombres que observaban y los esperaban. Uno era el mendigo árabe con su antorcha apagada asida flojamente con una mano. El otro era un hombre de edad, vestido con pantalones cortos de color caqui y camisa de mangas cortas, parecido a los arqueólogos que habían visto en el lugar de las excavaciones del fondo del desierto. Su rostro era serio y enjuto, y el sudor le pegaba al torso la camisa. Detrás de él pudieron ver una mesa de madera cubierta de pilas de papeles y pergaminos.
Jennings y Thorn treparon para atravesar un dintel de rocas irregulares y entrar en el cubículo. Allí se detuvieron, aturdidos, parpadeando ante el repentino ataque de la luz. El recinto estaba iluminado con docenas de faroles suspendidos y las paredes sombreadas delataban los vagos contornos de edificios y escaleras de piedra talladas directamente en la roca. El suelo era de barro apisonado, pero en los espacios desgastados por el gotear de las estalactitas pudieron vislumbrar la forma de las piedras que en un tiempo formaban una antigua calle.
—Doscientas dracmas —dijo el árabe con su mano tendida.
—¿Pueden pagarle? —preguntó el hombre de los pantalones caqui.
Thorn y Jennings lo miraron y el hombre se encogió de hombros como disculpándose.
—¿Es usted…? —Jennings se interrumpió ante la señal de asentimiento del hombre—. ¿Usted es Bugenhagen?
—Sí.
Jennings lo observó en actitud de sospecha.
—Bugenhagen fue un exorcista del siglo XVII.
—Eso ocurrió hace nueve generaciones.
—¿Pero usted…?
—Soy el último —replicó bruscamente—. Y el menos importante.
Fue hacia su mesa y se sentó con esfuerzo. La luz de la lámpara que había sobre la mesa reveló una tez tan pálida que casi era transparente. Las venas se destacaban claramente en las sienes y en el calvo cráneo. Su rostro se veía tenso y amargado, como si no le gustara lo que debía hacer.
—¿Qué es este lugar? —preguntó Thorn.
—Ciudad de Jezreel, pueblo de Meguido —replicó el hombre, sin expresión—. Mi fortaleza, mi prisión. El lugar en que empezó el cristianismo.
—¿Su prisión…? —preguntó Thorn.
—Geográficamente, éste es el corazón del cristianismo. Mientras permanezca dentro, nada podrá dañarme.
Se detuvo para considerar la reacción de los hombres. Parecían recelosos, desconfiados. El rostro los delataba.
—¿Pueden pagar a mi mensajero, por favor? —preguntó.
Thorn metió la mano en el bolsillo y separó algunos billetes. El árabe los tomó y desapareció inmediatamente por donde había venido, dejando a los tres hombres enfrentados en silencio. El recinto estaba muy frío y húmedo y tanto Thorn como Jennings tiritaban mientras miraban a su alrededor.
—En esta plaza de pueblo —dijo Bugenhagen— una vez desfilaron los ejércitos romanos. Los ancianos se sentaron en bancos de piedra susurrando rumores del nacimiento de Cristo. Las historias que narraban fueron registradas con gran esfuerzo aquí —dijo, señalando—, en este edificio, escritas y compiladas en libros que conocemos como la Biblia.
Los ojos de Jennings se fijaron en una caverna oscura que estaba detrás de ellos y Bugenhagen siguió su mirada.
—Toda la ciudad está aquí —dijo—. Treinta y cinco kilómetros de Norte a Sur. Transitable en su mayor parte, salvo en recientes hundimientos. Ellos excavan allí y causan hundimientos aquí. Para la época en que lleguen aquí, todo será ya una ruina. —Se detuvo, considerando el asunto con tristeza—. Pero ése es el hecho del hombre, ¿verdad? —preguntó—. ¿Suponen que todo lo que hay que ver está visible en la parte superior?
Thorn y Jennings permanecieron silenciosos, mientras trataban de comprender todo lo que estaban viendo y oyendo.
—El pequeño sacerdote —preguntó Bugenhagen—, ¿ha muerto ya?
Thorn se volvió hacia el hombre, agitado por el recuerdo de Brennan.
—Sí —replicó.
—Entonces siéntese, señor Thorn. Será mejor que comencemos a trabajar.
Thorn no deseaba moverse y permaneció en su lugar. Los ojos del anciano se fijaron en Jennings.
—Usted nos debe excusar. Esto es sólo para el señor Thorn.
—En este asunto yo estoy con él —replicó Jennings.
—Me temo que no.
—Yo lo traje aquí.
—Estoy seguro de que le estará agradecido.
—¿Thorn…?
—Haga lo que le dice —replicó Thorn.
Jennings se puso rígido pues se sintió agraviado.
—¿Dónde demonios se supone que debo ir?
—Coja uno de los faroles —dijo Bugenhagen.
Jennings hizo de mala gana lo que se le decía. Miró a Thorn, con enojo, y cogiendo uno de los faroles de la pared se marchó hacia la oscuridad.
Se produjo un silencio desagradable; el anciano se puso de pie y esperó hasta que dejó de oírse el sonido de los pasos de Jennings.
—¿Usted confía en él? —preguntó Bugenhagen.
—Sí.
—No confíe en nadie.
Se volvió y buscó en un armario tallado en la roca. Retiró un paquete envuelto en tela.
—¿Debo confiar en usted? —le preguntó Thorn.
Como respuesta, el anciano volvió a la mesa y abrió el paquete, del que extrajo siete estiletes que relucieron a la luz. Eran delgados y tenían puños de marfil. Cada puño estaba tallado formando la imagen de Cristo en la cruz.
—Confíe en éstos —dijo—. Éstos son los que pueden salvarlo.
En las cavernas que se hallaban detrás de ellos el aire estaba inmóvil. Jennings avanzaba, casi encorvado, por un bajo e irregular cielorraso de piedra, mirando con pavor el círculo de luz que lanzaba el farol que llevaba en la mano. Había objetos engastados en las paredes, esqueletos semienterrados en la roca que parecían salir de los contornos de cunetas y escalones que en una época dieron a la antigua calle. Siguió internándose en el túnel que gradualmente se angostaba.
En el recinto que tenía tras sí las luces habían disminuido su intensidad. Los ojos de Thorn se llenaron de temor cuando miró la mesa. Ante él los siete estiletes estaban clavados con firmeza en la madera, formando la señal de la cruz.
—Debe hacerse sobre suelo sagrado —murmuró el anciano—. El suelo de una iglesia. Su sangre debe derramarse ante el altar de Dios.
Sus palabras quedaron suspendidas en el silencio, mientras el anciano estudiaba a Thorn, para asegurarse de que le había entendido.
—Cada estilete debe clavarse a fondo. Hasta los pies de la figura de Cristo de cada puño… clavados de esta manera para formar la señal de la cruz.
La nudosa mano del anciano retiró con fuerza el estilete del centro.
—El primero es el más importante. Extingue la vida física y forma el centro de la cruz. Los siguientes extinguen la vida espiritual y deben irradiar hacia afuera, así…
—Usted no debe tener sentimientos —le instruyó—. Ése no es un niño humano.
Thorn luchó por encontrar su voz. Cuando pudo hablar, sonó extraña, ronca y desigual. Reflejaba su angustia.
—¿Y si usted se equivoca? —preguntó—. ¿Y si él no es…?
—No cometa ningún error.
—Debe haber alguna prueba.
—Tiene una marca de nacimiento. Una serie de 6.
La respiración de Thorn se hizo más intensa.
—No —dijo.
—Así, dice la Biblia, están marcados todos los apóstoles de Satán.
—Él no lo tiene.
—Salmo Doce, versículo seis. Aquel que tenga inteligencia calcule el número de la bestia, pues es número de hombre y su número es seiscientos sesenta y seis.
—Él no lo tiene, se lo aseguro.
—Debe tenerlo.
—Lo he examinado. He estudiado cada centímetro de su piel.
—Si no es visible en el cuerpo, lo encontrará debajo del pelo. ¿Nació con mucho pelo?
Thorn recordó la primera vez que vio al niño, cuando le había maravillado su pelo espeso y hermoso.
—Arránqueselo —indicó Bugenhagen—. Encontrará la marca oculta debajo.
Thorn cerró los ojos y se cogió la cabeza con las manos.
—Una vez que empiece, no dude.
Thorn sacudió la cabeza, incapaz de aceptar lo que el hombre proponía.
—¿Usted duda de mí? —preguntó Bugenhagen.
—No sé —respondió Thorn con un suspiro.
El hombre se apoyó en el respaldo de la silla y lo estudió.
—Su hijo no nacido fue muerto tal como estaba predicho. Su esposa ha muerto…
—¡Pero éste es un niño!
—¿Necesita más pruebas?
—Sí.
—Entonces espere —dijo Bugenhagen—. Tenga la convicción de que lo que está haciendo debe hacerse. De lo contrario, lo hará mal. Si usted mismo se halla inseguro, ellos lo derrotarán.
—¿Ellos…?
—Usted dijo que había una mujer. Una mujer que cuida al niño.
—La señora Baylock…
—Su nombre es B’aalock. Es una apóstata del Demonio y morirá antes de permitir eso.
Quedaron en silencio. Se oyeron pasos en la caverna que estaba detrás de ellos. Jennings se fue materializando gradualmente desde la oscuridad. Su rostro denotaba su turbación.
—Miles de esqueletos… —murmuró.
—Siete mil —respondió Bugenhagen.
—¿Qué ocurrió?
—Meguido fue Armagedón. El fin del mundo.
Jennings se adelantó, conmovido por lo que había visto.
—¿Quiere decir que… “Armagedón” ya ha ocurrido?
—Oh, sí —replicó Bugenhagen—. Como volverá a ocurrir muchas veces.
Desclavó los estiletes y los envolvió cuidadosamente para dar el paquete a Thorn. Éste deseaba negarse, pero Bugenhagen se impuso. Sus ojos se encontraron cuando Thorn se incorporó.
—He vivido mucho tiempo —dijo Bugenhagen con voz temblorosa—. Rogaré porque no haya vivido en vano.
Thorn dio media vuelta y siguió a Jennings, hacia la oscuridad por la que habían entrado. Avanzaba en silencio y sólo se volvió una vez, para ver el lugar que acababa de dejar. Había desaparecido. Sus luces se habían apagado y el lugar desapareció en la oscuridad.
Caminaron, en silencio, por las calles de Jerusalén. Thorn aferraba en la mano el paquete de tela. Estaba deprimido y caminaba como un autómata, con la mirada fija adelante ignorando todo lo que le rodeaba. Jennings le había hecho preguntas, pero Thorn se negó a hablar. Ahora, cuando andaban por la reducida acera de un área de construcción, el fotógrafo debía apurar el paso para mantenerse detrás de Thorn y gritaba para que su voz se oyera a pesar del ruido de los martillos neumáticos.
—¡Escuche! ¡Todo lo que deseo saber es lo que dijo! Tengo derecho a saber, ¿no?
Pero Thorn continuó empecinadamente su marcha y aceleró el paso, como si tratara de alejarse de Jennings.
—¡Thorn! ¡Quiero saber lo que dijo!
Jennings descendió a la calzada para adelantarse y cogió a Thorn por el brazo.
—¡Eeh! ¡No soy un simple mirón! Soy yo quien lo encontró.
Thorn se detuvo y miró con furia a Jennings.
—Sí. Es usted, ¿verdad? Usted es el que ha estado descubriendo todo esto.
—¿Qué quiere decir?
—¡Usted es quien ha estado insistiendo en todo esto! ¡Usted es quien me ha estado metiendo todo esto en la mente…!
—¡Un momento…!
—Usted es quien tomó esas fotografías…
—Espere…
—Usted es quien me trajo aquí…
—¿Qué ocurre?
—¡Yo ni siquiera sé quién es usted!
Consiguió zafar su brazo de la mano de Jennings y se volvió. Jennings volvió a cogerlo por el brazo.
—Usted va a esperar un minuto y escuchar lo que tengo que decir.
—Ya he escuchado bastante.
—Estoy tratando de ayudarlo.
—¡Basta ya!
Se miraron con furia. Thorn temblaba de ira.
—¡Pensar que he estado prestando oído a esto! ¡Creer esto!
—Thorn…
—Todo lo que sé es que ese anciano no es más que un “faquir” que trata de vender sus cuchillos.
—¡¿De qué está hablando?!
Thorn levantó el paquete con sus manos temblorosas.
—¡Éstos son cuchillos! ¡Armas! ¡Quiere que lo acuchille! ¡Espera que yo asesine a ese niño!
—¡No es un niño!
—¡Es un niño!
—Por Dios, ¿qué otra prueba…?
—¿Qué clase de hombre se piensa que soy?
—Cálmese un poco.
—¡No! —gritó Thorn—. ¡No lo haré! ¡No participaré en eso! ¿Asesinar a un niño? ¿Qué clase de hombre se cree que soy?
Con una explosión de ira, se giró y arrojó el paquete de cuchillos, con fuerza. El paquete golpeó contra una pared y fue a caer a un callejón. Jennings se detuvo por un instante y miró con fijeza los ojos furiosos de Thorn.
—Tal vez usted no lo haga —gruñó— pero yo sí.
Giró, pero Thorn lo detuvo.
—Jennings.
—¿Señor?
—No quiero volver a verlo nunca. Me aparto de todo este asunto.
Con su labio fruncido, Jennings fue rápidamente hacia el callejón a buscar los cuchillos. El suelo estaba lleno de basura y los martillos neumáticos y las máquinas pesadas llenaban el ambiente de ruidos, mientras él apartaba escombros con el pie. Vio el pequeño paquete junto a la base de una lata de residuos, cerca de él. Se acercó rápidamente y se agachó, sin ver el brazo de la enorme grúa que se balanceaba arriba, deteniéndose un instante antes de soltar el enorme panel de cristal que sostenía. El cristal se deslizó hacia abajo, como la hoja de una guillotina, y alcanzó a Jennings en el cuello, separando limpiamente la cabeza del cuerpo, antes de convertirse en un millón de fragmentos que volaron hacia todos lados.
Thorn oyó el impacto y luego los gritos, y vio que los peatones corrían, de todas direcciones, hacia el callejón donde Jennings había desaparecido. Los siguió y se fue acercando al lugar donde yacía el cuerpo. Estaba decapitado y la sangre manaba en un movimiento débil y rítmico, como si el corazón estuviese latiendo aún. Una mujer asomada a un balcón alto señaló el cadáver y gritó. La cabeza había quedado en una lata de residuos, mirando hacia el cielo.
Haciendo un esfuerzo, Thorn caminó rápidamente hacía delante y recogió el paquete de cuchillos que estaba entre los escombros, a pocos centímetros de la mano, sin vida, de Jennings. Con ojos vidriosos, salió del callejón y volvió al hotel.