10

A la mañana siguiente, la noticia del accidente de Katherine facilitó a Thorn excusarse de sus obligaciones por unos días. Comunicó, a su personal, que se marcharía a Roma, a buscar un especialista traumatólogo para su esposa. En realidad, se marchaba con una misión diferente. Después de contarle toda la historia a Jennings, éste lo convenció de que comenzara por el principio, que volviera al hospital donde Damien había nacido. Allí comenzarían a reconstruir el rompecabezas.

El viaje se arregló rápidamente y se consiguió que fuese reservado. Thorn alquiló un avión privado para partir de Londres y llegar a Roma, aterrizando en pistas bloqueadas al acceso público. En las horas que precedieron a la partida, Jennings se ocupó de buscar material de investigación: varias versiones de la Biblia y tres libros sobre ocultismo. Thorn volvió a Pereford a preparar su equipaje, incluido un sombrero para ocultar su identidad.

En Pereford las cosas estaban extrañamente tranquilas. Mientras Thorn deambulaba por la casa desierta notó que la señora Horton no se veía por ninguna parte. Tampoco su marido. Los automóviles estaban estacionados en el garaje.

—Los dos se fueron —dijo la señora Baylock cuando Thorn entró en la cocina.

La mujer estaba trabajando junto al fregadero, cortando verduras tal como hacía siempre la señora Horton.

—¿Salieron? —preguntó Thorn.

—Se marcharon. Para siempre. Dejaron una dirección para que usted les envíe los salarios del último mes.

Thorn quedó sorprendido.

—¿Dijeron por qué se marchaban? —preguntó.

—No importa, señor. Yo puedo arreglarme.

—Deben haber dado una razón.

—A mí no, señor. Pero ellos no hablaban demasiado conmigo. Fue el marido el que insistió en marcharse. Creo que la señora Horton quería quedarse.

Thorn la miró con ojos preocupados. Le preocupaba mucho, en efecto, dejarla sola en la casa, con Damien. Pero no había otra solución. Debía irse.

—¿Puede hacerse cargo de la casa, si me voy por unos pocos días?

—Creo que sí, señor. Tenemos alimentos suficientes para un par de semanas y creo que al niño va a encantarle la tranquilidad en la casa.

Thorn asintió con la cabeza y ya se retiraba cuando dijo:

—¿Señora Baylock?

—¿Señor?

—Ese perro.

—Oh, lo sé, señor, hoy mismo me lo llevaré.

—¿Por qué está aún aquí?

—Lo llevamos al campo y lo soltamos, pero encontró el camino de regreso. Estaba en la puerta, anoche, después de… bien, después del “accidente”, y el niño estaba muy conmovido y preguntó si podía tenerlo en su cuarto. Le dije que a usted no le iba a gustar, pero en estas circunstancias pensé…

—Quiero que lo saque de aquí.

—Sí, señor. Llamaré hoy mismo a la Sociedad Protectora de Animales.

Thorn dio media vuelta para marcharse.

—¿Señor Thorn?

—Sí.

—¿Cómo está su esposa?

—Reacciona bien.

—Mientras usted no esté, ¿puedo llevar al niño a verla?

Thorn se quedó estudiando a la mujer, mientras ella cogía una toalla de la cocina y empezaba a secarse las manos. Era el cuadro mismo de la domesticidad y Thorn, de pronto, no pudo comprender por qué le disgustaba tanto.

—Prefiero que no. Yo mismo lo llevaré cuando vuelva.

—Muy bien, señor.

Se saludaron mutuamente con un gesto de la cabeza y Thorn partió, conduciendo su propio automóvil hasta el hospital. Allí conversó con el doctor Becker. El doctor le informó de que Katherine estaba despierta y se sentía tranquila. Preguntó si daba su autorización para que la viera un psiquiatra y Thorn le dio el número de teléfono de Charles Greer. Luego fue al cuarto de Katherine. Ella sonrió débilmente cuando lo vio.

—Hola —dijo él.

—Hola —murmuró ella.

—¿Te sientes mejor?

—Algo.

—Dicen que te vas a poner muy bien.

—Estoy segura.

Thorn acercó una silla y se sentó junto a su mujer. Estaba impresionado por la belleza de Katherine, aun en ese estado. El sol entraba por la ventana, iluminando suavemente su cabello.

—Se te ve bien —dijo ella.

—Estaba pensando en ti —replicó él.

—Debo parecer una visión —sonrió ella.

Él le cogió una mano y la sostuvo. Los dos se miraban a los ojos.

—Tiempos extraños —dijo ella suavemente.

—Sí.

—¿Se irá a arreglar todo alguna vez?

—Creo que sí.

Katherine sonrió con tristeza y Thorn echó hacia atrás un mechón de pelo que caía sobre uno de los ojos de ella.

—Somos buena gente, ¿verdad, Robert? —preguntó Katherine.

—Creo que sí.

—¿Entonces por qué todo anda mal?

Él sacudió la cabeza, incapaz de contestar.

—Si fuéramos gente mala —dijo ella serenamente—, entonces yo diría: “Está bien. Tal vez esto sea lo que merecemos.” Pero ¿qué mal hemos hecho? ¿Qué mal hemos hecho nunca?

—No sé —respondió él con tono ronco.

Ella parecía tan vulnerable e inocente que Thorn se sintió invadido por la emoción.

—Estarás segura aquí —murmuró—. Me voy a ir por unos pocos días.

Ella no mostró ninguna reacción, ni siquiera le preguntó adónde se marchaba.

—Trabajo profesional —dijo él—. Algo que no puedo evitar.

—¿Cuánto tiempo?

—Tres días. Te llamaré a diario.

Ella asintió con la cabeza y él se incorporó lentamente, inclinándose para besar suavemente la mejilla lastimada y pálida de Katherine.

—¿Robby?

—¿Sí?

—Dicen que salté.

Ella lo miró con fijeza, con sus ojos animados por una expresión infantil.

—¿Es eso lo que te dijeron? —preguntó.

—Sí.

—¿Por qué iba a hacer eso?

—No sé —murmuró Thorn—. Eso es lo que tenemos que descubrir.

—¿Estoy loca? —preguntó ella, simplemente.

Thorn la miró y luego sacudió la cabeza lentamente.

—Tal vez todos lo estemos —replicó.

Ella se incorporó un poco en la cama y él volvió a inclinarse para acercar su rostro al de ella.

—Yo no salté —murmuró ella—. Damien me empujó.

Se produjo un largo silencio y Thorn salió lentamente del cuarto.

El Lear Jet de seis plazas estaba ocupado únicamente por Thorn y Jennings, y mientras atravesaba el oscuro cielo hacia Roma el ambiente dentro del aparato era silencioso y tenso. Jennings tenía todos sus libros dispersos a su alrededor e incitaba a Thorn a recordar todo lo que Brennan le había dicho.

—No puedo —replicó Thorn con angustia—. Todo es un recuerdo vago.

—Empiece por el principio. Dígame todo lo que pueda.

Thorn volvió a narrar su primer encuentro con el sacerdote y cómo éste lo había seguido, consiguiendo por último acorralarlo y pedirle la cita en el parque. Y en ese encuentro, el segundo, había recitado el versículo.

—Dijo… algo que surge del mar… —Thorn balbuceaba mientras se esforzaba por recordar—. Acerca de la muerte… y ejércitos… y el Imperio Romano…

—Tiene que esforzarse y recordar mejor.

—Yo estaba perturbado. ¡Pensé que él estaba loco! No lo escuché realmente.

—Sí que lo escuchó. Lo oyó. ¡Tiene la clave de esto, así que dígamela!

—¡No puedo!

—Esfuércese.

Thorn se sentía muy confuso y cerró los ojos, forzando su mente en una dirección que se negaba a seguir.

—Recuerdo… que me pidió que tomara la comunión. Beba la sangre de Cristo. Eso es lo que dijo. Beba la sangre de Cristo…

—¿Para qué?

—Para derrotar al hijo del Demonio. Me dijo que bebiera la sangre de Cristo, para derrotar al hijo del Demonio.

—¿Qué más? —lo urgió Jennings.

—Un anciano. Algo acerca de un anciano…

—¿Qué anciano?

—Dijo que debía ver a un anciano.

—Siga…

—No puedo recordar…

—¿Le dio un nombre?

—M… Megdo. Megdo. Meguido. No, ése era el pueblo.

—¿Qué pueblo? —insistió Jennings.

—El pueblo al que dijo que yo debía ir. Meguido. Estoy seguro de que es ése el nombre. Allí es donde dijo que debía ir.

Jennings buscó ansiosamente en su portafolios y sacó un mapa.

—Meguido —balbuceaba—. Meguido…

—¿Lo oyó mencionar? —preguntó Thorn.

—Apostaría a que es en Italia.

No era así. Tampoco aparecía en ninguna lista de otros países europeos. Jennings estudió su mapa por más de media hora, antes de cerrarlo y sacudir la cabeza con desaliento. Miró a Thorn y vio que el embajador se había quedado dormido. No lo despertó, sino que se dedicó a sus libros de ocultismo. Mientras el pequeño avión atravesaba el cielo de medianoche, Jennings se enfrascó en las profecías de la segunda venida de Cristo. Estaba vinculada con la venida del Anticristo, el Maligno, la Bestia, el Mesías Salvaje:

… y a esta tierra viene el Salvaje Mesías, el hijo de Satán, en forma humana, engendrado mediante la violación de una bestia de cuatro patas. Así como el joven Cristo difundió el amor y la generosidad, el Anticristo difundirá el odio y el temor… recibiendo sus mandamientos directamente del Infierno.

El avión aterrizó con una sacudida. Jennings recogió sus libros, que cayeron en torno de él. Estaba lloviendo en Roma y los truenos retumbaban ominosamente sobre ellos.

Atravesando rápidamente el vacío aeropuerto, se acercaron a un coche de alquiler que los esperaba. Jennings se adormeció mientras avanzaban lentamente, bajo el aguacero, hacia el otro lado de la ciudad. Thorn permaneció en acongojado silencio mientras pasaban frente a las iluminadas estatuas de Vía Véneto, porque recordaba que él y Katherine, cuando eran jóvenes y estaban llenos de esperanzas, habían vagado, cogidos de la mano, por esas mismas calles. Eran inocentes y estaban enamorados. Recordaba su perfume y el sonido de su risa. Habían descubierto Roma de la misma manera que Colón había descubierto América. La reclamaban como propia. Habían hecho el amor, por la tarde, allí. Ahora, mientras Thorn contemplaba la noche, se preguntaba si volverían a hacer el amor alguna vez.

—Ospedale Generale —dijo el conductor cuando detuvo bruscamente el vehículo.

Jennings se despertó y Thorn escrutó el lugar a través de la ventanilla. En su rostro había un gesto de confusión.

—No es aquí —dijo.

—Sí. Ospedale Generale.

—No, era viejo y de ladrillos, recuerdo.

—¿Es la dirección correcta? —preguntó Jennings.

—Ospedale Generale —repitió el conductor.

—E differente —insistió Thorn en italiano.

—¡Ah! —replicó el hombre—. Fuoco. Tre anni più o meno.

—¿Qué es lo que dice? —preguntó Jennings.

—Fuego —replicó Thorn—. Fuoco es fuego.

—Sí —agregó el conductor—. Tre anni.

—¿Qué ocurrió con el fuego? —preguntó Jennings.

—Al parecer, el viejo hospital se incendió. Ha sido reconstruido.

Tre anni più o meno. Molte vittime.

Thorn miró a Jennings.

—Hace tres años. Molte vittime. Muchas víctimas.

Pagaron al hombre y le pidieron que esperara. Se negó en principio, pero luego, al ver la clase de dinero que le entregaban, aceptó prontamente. Thorn le dijo en un italiano defectuoso que deseaban se quedara con ellos hasta que partieran de Roma. El hombre deseaba ir a avisar por teléfono a su esposa, pero prometió que volvería.

En cuanto entraron en el hospital, se vieron frustrados. Como ya era muy tarde, el personal se había marchado, hasta la mañana siguiente. Jennings empezó a moverse por su cuenta, buscando a alguien que tuviera autoridad, mientras Thorn encontraba a una monja de habla inglesa que le confirmó que el incendio de hacía tres años había reducido el edificio a meras ruinas.

—Seguramente no habrá destruido todo —comentó Thorn—. Deben existir registros…

—Yo no estaba aquí —respondió ella—. Pero dicen que el incendio lo destruyó todo.

—¿Es posible que algunos de los papeles estuvieran guardados en otra parte?

—No sé.

Thorn hizo un gesto que delataba su frustración, mientras la monja se encogía de hombros, sin poder ofrecer más información.

—Vea —dijo Thorn—. Esto es importante para mí. Adopté un niño aquí, y estoy buscando algún registro de su nacimiento.

—Aquí no se realizaban adopciones.

—Hubo una. No fue una adopción real.

—Se equivoca. Nuestras adopciones se realizan por intermedio de una institución oficial.

—¿Existen registros de nacimientos? ¿Llevan registros, en alguna parte, de los niños nacidos aquí?

—Sí, por supuesto.

—Tal vez si yo le diera una fecha…

—No vale la pena —interrumpió Jennings.

Thorn se volvió y vio que Jennings se acercaba con rostro desesperanzado.

—El fuego se inició en la Sala de Registros, en el subsuelo. Todos los papeles estaban allí. Ardió como una antorcha. El fuego trepó por las escaleras… el tercer piso se convirtió en un infierno.

—¿El tercer piso…?

—La sala-cuna y la maternidad —asintió Jennings con la cabeza—. Sólo quedaron cenizas.

Thorn se apoyó pesadamente contra la pared, abatido.

—Si me disculpan… —dijo la monja.

—Espere —rogó Thorn—. ¿Qué ocurrió con el personal? Seguramente algunos habrán sobrevivido.

—Sí, algunos.

—Había un hombre alto. Un sacerdote. Un hombre gigantesco.

—¿Se llamaba Spilletto?

—Sí —replicó Thorn en tono excitado—. Spilletto.

—Era el jefe de personal —agregó la monja.

—Sí, tenía este cargo. ¿Él ha…?

—Se salvó.

El corazón de Thorn dio un salto de esperanza.

—¿Está aquí?

—No.

—¿Dónde está?

—En un monasterio de Subiaco. Muchos de los que sobrevivieron fueron llevados allá. Algunos murieron en ese monasterio. El padre Spilletto pudo haber muerto, pero se salvó del incendio. Se decía, lo recuerdo, que era un milagro que no hubiese muerto. Estaba en el tercer piso en el momento del incendio.

—¿Subiaco? —preguntó Jennings.

La monja asintió con la cabeza.

—El monasterio de San Benedetto.

Corrieron hacia el coche y se lanzaron sobre los mapas de Jennings. Subiaco estaba en la región meridional de Italia. Para llegar allí deberían viajar toda la noche. El conductor del coche se quejó, pero le dieron más dinero. Trazaron la ruta, con lápiz rojo, para que pudiera seguirla mientras ellos dormían. Pero estaban demasiado excitados para dormir y se dedicaron a los libros de Jennings, que estudiaron a la débil luz interior del coche, que marchaba rápidamente por el campo italiano.

—Maldito sea… —murmuró Jennings mientras hojeaba una Biblia—. Aquí está.

—¿Qué es?

—Está todo aquí en la Biblia. En el maldito Apocalipsis. Cuando los judíos regresen a Sión…

—Eso era —lo interrumpió Thorn, excitado—. El versículo. Cuando los judíos regresen a Sión. Luego, algo sobre un cometa…

—Eso también está aquí —dijo Jennings, mientras señalaba otro libro—. Una lluvia de estrellas y el surgimiento del Sacro Imperio Romano. Se supone que ésos son los sucesos que indican el nacimiento del Anticristo. El hijo mismo del Demonio.

El coche seguía su marcha y ellos continuaron leyendo. Thorn buscó en su portafolios el texto interpretativo que en una ocasión utilizara para preparar un discurso en el que citaba fragmentos de la Biblia. El libro les brindó la claridad que necesitaban para interpretar los símbolos de las Sagradas Escrituras.

—De modo que los judíos han regresado a Sión —afirmó Jennings, cuando ya la mañana se acercaba— y ha habido un cometa. En cuanto al surgimiento del Sacro Imperio Romano, los estudiosos creen que eso muy bien puede interpretarse como la formación del Mercado Común.

—Un tanto aventurado… —consideró Thorn.

—Entonces, ¿qué le parece esto? —preguntó Jennings, abriendo uno de sus libros—. El Apocalipsis dice: “Él surgirá del Mar Eterno.”

—Eso también es parte del versículo. El versículo de Brennan —Thorn fijó la mirada, tratando de recordar—. Del Mar Eterno, él se levanta… con ejércitos en cada orilla. Así es como empezaba.

—Estuvo citando el Apocalipsis todo el tiempo. El versículo fue tomado de ese libro.

—Del Mar Eterno, Él se levanta… —Thorn se esforzaba por recordar más.

—Aquí está la clave, Thorn —dijo Jennings, señalando su libro—. Dice que el Centro de Ciencias Teológicas Universales ha interpretado “Mar Eterno” como el mundo de la política. El Mar que brama continuamente con los tumultos y las revoluciones.

Jennings miró fijo a Thorn.

—El hijo del Demonio surgirá del mundo de la política —declaró.

Thorn no respondió y sus ojos se volvieron hacia el paisaje, que se iba aclarando lentamente.

El monasterio de San Benedetto se hallaba en un estado semirruinoso, pero la maciza fortaleza de piedra conservaba su vigor y su dignidad, aunque los elementos que la constituían empezaban a desmoronarse. Durante siglos había estado erigido sobre su montaña en el sur de Italia, soportando muchos embates. A principios de la Segunda Guerra Mundial, todos los monjes que lo habitaban fueron muertos por las fuerzas alemanas invasoras, que lo utilizaron como cuartel central. En 1946 fue atacado por los propios italianos, como castigo por las atrocidades que en él se habían cometido.

Sin embargo, a pesar de todos los embates terrenales, San Benedetto era un lugar santo. De apariencia severa y gótica, sobre su montaña, el sonido de la plegaria religiosa había atravesado sus paredes durante siglos, elevándose desde las bóvedas de la Historia misma.

Cuando el pequeño coche salpicado de barro se acercó al camino que bordeaba su enorme frontispicio, los pasajeros estaban dormidos. El conductor debió volverse y sacudirlos para despertarlos.

¡Signori!

Mientras Thorn empezaba a reaccionar, Jennings bajó el cristal de su ventanilla y aspiró el aire de la mañana, observando el paisaje fresco y húmedo.

—San Benedetto —masculló el cansado conductor.

Thorn se frotó los ojos y miró hacia el monasterio, cuyo contorno se destacaba contra el tono rojizo violento del cielo de la mañana.

—Mire eso… —murmuró Jennings, sorprendido por la grandiosidad del edificio.

—¿No podemos acercarnos más? —preguntó Thorn al conductor.

El hombre sacudió la cabeza.

—Parece que no —afirmó Jennings.

Dieron instrucciones al conductor para que estacionara y durmiera un poco y empezaron la marcha a pie. Pronto se encontraron metidos hasta la cintura entre altos pastos que humedecían las perneras de sus pantalones, hasta la altura del muslo. El camino era duro y no estaban vestidos para hacerlo. Sus ropas eran un obstáculo para el esfuerzo que les exigía cruzar el campo. Jadeando en el abrumador silencio, Jennings se detuvo para preparar su cámara y cogió medio rollo de fotos.

—¡Increíble! —murmuraba—. ¡Increíble!

Thorn miró hacia atrás, con impaciencia, y Jennings corrió para alcanzarlo. Juntos siguieron avanzando, escuchando el sonido de su respiración en la calma de la mañana y el lejano canto que llegaba, como un gemido constante, desde el interior del edificio.

—Hay mucha tristeza aquí —comentó Jennings cuando llegaron a la entrada—. Escuche. Escuche el dolor.

Resultaba aterrador. El monótono canto parecía emanar de las paredes mismas de los corredores y arcadas de piedra por los que ellos caminaban lentamente, mirando a su alrededor para tratar de localizar el lugar de donde llegaba la oración.

—Por aquí, creo —dijo Jennings, señalando un largo corredor—. Mire el barro.

Más adelante, el piso estaba marcado con un sendero. Con el paso de los siglos, el movimiento de los pies había desgastado la roca, creando un vertedero al que fluía el agua en las épocas de grandes lluvias. Conducía hacia una enorme rotonda de piedra, resguardada por pesadas puertas de madera. Cuando ellos se acercaron, lentamente, el canto pareció aumentar su intensidad. Al abrir las puertas, miraron con pavor la visión que se les ofrecía. Era como si hubieran entrado en la Edad Media. La presencia de Dios, de santidad espiritual, podía sentirse como si fuera algo físico y vivo. El ambiente era grandioso y antiguo. Unos escalones de piedra llevaban a un espacioso altar en el que había una maciza cruz de madera con la figura de Cristo esculpida en piedra. La rotonda estaba formada por bloques de piedra sostenidos por vigas que se unían en el centro de un cielorraso, en forma de cúpula, abierto en su parte superior. En ese momento, entraba un haz de luz por el hueco, que iluminaba la figura de Cristo.

—Esto es todo —murmuró Jennings—. Un lugar de veneración.

Thorn asintió con la cabeza y sus ojos escrutaron todo el ámbito, deteniéndose en un grupo de monjes encapuchados, arrodillados entre los bancos, que oraban. El canto era emotivo y enervante. Se elevaba y luego empezaba a decaer, pero parecía renovarse cada vez que llegaba a su punto más bajo. Jennings quitó la funda a su fotómetro y trató de hacer su lectura, pese a la penumbra del lugar.

—Guarde eso —murmuró Thorn.

—Debí haber traído el flash.

—Le dije que lo guarde.

Jennings clavó la mirada en Thorn, pero le obedeció. Thorn estaba muy conmovido y sus rodillas temblaban, como si le indicaran que debía arrodillarse y orar.

—¿Se siente bien? —murmuró Jennings.

—Soy católico —replicó Thorn con su voz queda.

Entonces su rostro se endureció mientras sus ojos se clavaban en algo que estaba entre las sombras. Jennings siguió su mirada y también él lo vio. Era una silla de ruedas, en la que estaba la pesada figura de un hombre. A diferencia de los otros, que estaban de rodillas y con las cabezas agachadas, el hombre de la silla de ruedas estaba sentado, con el torso erguido. Su cabeza estaba ladeada y tenía los brazos sobre el regazo, como paralizados.

—¿Es él? —susurró Jennings.

Thorn asintió con la cabeza. Sus ojos aparecían desorbitados por la aprensión. Los dos hombres se fueron acercando para poder ver mejor. Jennings pestañeó cuando pudo ver los rasgos del sacerdote. La mitad del rostro parecía literalmente fundida. Su ojo, opaco, miraba ciegamente hacia delante. También la mano derecha estaba deformada grotescamente y asomaba, bajo la manga de arpillera, como un muñón liso y brillante.

—No sabemos si ve ni si oye —dijo el monje que estaba junto a Spilletto en el patio del monasterio—. Desde el incendio no ha pronunciado sonido alguno.

Estaban en lo que una vez fuera un jardín, ahora arruinado y cubierto de trozos de estatuas. Al fin del servicio, el monje había empujado la silla de ruedas de Spilletto, y los dos hombres lo habían seguido, acercándose sólo cuando estuvieron apartados del resto.

—Lo alimentan y lo cuidan los hermanos —continuó el monje— y rogamos por su recuperación cuando su penitencia se haya cumplido.

—¿Penitencia? —preguntó Thorn.

El monje asintió con la cabeza.

Desdichado el pastor que abandona a sus ovejas. Que su brazo derecho se debilite y su ojo derecho pierda la vista.

—¿Ha perdido la gracia? —preguntó Thorn.

—Sí.

—¿Puedo preguntar por qué?

—Por abandonar a Cristo.

Thorn y Jennings intercambiaron una mirada de entendimiento.

—¿Cómo sabe usted que él ha abandonado a Cristo? —le preguntó Thorn al monje.

—Por la confesión.

—Pero él no habla.

—Confesión escrita. Puede hacer algún movimiento con su mano izquierda.

—¿Qué clase de confesión? —insistió Thorn.

El monje hizo una pausa.

—¿Puedo preguntarle el porqué de sus preguntas?

—Es de importancia vital —replicó Thorn con ansiedad—. Le ruego que nos ayude. Hay una vida en juego.

El monje estudió el rostro de Thorn y entonces asintió.

—Vengan conmigo.

La celda de Spilletto era muy austera y sólo contenía un colchón de paja y una mesa de piedra. Como la rotonda, tenía una claraboya abierta que permitía entrar la luz y también la lluvia. En el suelo había un charco de agua de la lluvia de la noche anterior. Thorn observó que el jergón estaba húmedo y se preguntó si todos sufrirían la misma incomodidad o si ésa era parte de la penitencia particular de Spilletto.

—Está dibujada sobre la mesa —dijo el monje cuando entraron—. La escribió con carbón.

La silla de ruedas de Spilletto crujió cuando se desplazó sobre las piedras desiguales. Se reunieron alrededor de la pequeña mesa, observando el extraño símbolo que el sacerdote había trazado.

—Lo hizo en cuanto llegó aquí —dijo el sacerdote—. Dejamos el carbón sobre la mesa, pero no ha vuelto a dibujar.

Era una grotesca figura, trazada rudimentariamente, como un dibujo infantil. Aparecía inclinada y deforme y la cabeza estaba rodeada por una línea semicircular. Lo que llamó de inmediato la atención de Jennings fueron los tres números que rodeaban el semicírculo sobre la cabeza de la figura. Eran tres 6. Como los de la marca en el muslo de Brennan.

—Notarán la línea curva sobre la cabeza —dijo el monje—. Representa la capucha de un monje, su propia capucha.

—¿Es un autorretrato? —preguntó Jennings.

—Creo que sí.

—¿Y los 6?

—Seis es el signo del Demonio —respondió el monje—. Siete es el número perfecto, el número de Jesús. Seis es el signo de Satán.

—¿Por qué aparece tres veces? —preguntó Jennings.

—Creemos que significa la Trinidad Diabólica. El Demonio, el Anticristo y el Falso Profeta.

—Padre, Hijo y Espíritu Santo —observó Thorn.

El monje asintió.

—Frente a todo lo santo hay algo profano. Es la esencia de la tentación.

—¿Por qué usted considera esto una confesión? —preguntó Jennings.

—Es, como usted dice, un autorretrato. O así lo creemos. Está rodeado simbólicamente por el triunvirato del Infierno.

—¿De modo que usted no conoce, específicamente, el acto que él confiesa?

—Los detalles no son importantes —replicó el monje—. Lo que importa es que desea arrepentirse.

Jennings y Thorn intercambiaron una larga mirada. El rostro de Thorn mostraba frustración.

—¿Puedo hablarle? —preguntó Thorn.

—No servirá de nada.

Thorn observó a Spilletto y tembló ante la vista del rostro helado y brillante.

—Padre Spilletto —dijo con firmeza—, mi nombre es Thorn.

El sacerdote miraba en silencio, hacia arriba, sin moverse, sin oír.

—No vale la pena —aconsejó el monje.

Pero no era fácil disuadir a Thorn.

—Padre Spilletto —repitió—. Hubo un niño. Quiero saber de dónde vino.

—Por favor, signor —rogó el monje.

—¡Usted se lo confesó a ellos! —gritó Thorn—. ¡Ahora confiésemelo a ! ¡Quiero saber de dónde vino el niño!

—Tendré que pedirle que…

—¡Padre Spilletto! ¡Escúcheme! ¡Contésteme!

El monje intentó llegar hasta la silla de Spilletto, pero Jennings le bloqueó el paso.

—¡Padre Spilletto! —gritó Thorn, junto al rostro mudo e inmóvil—. ¡Se lo ruego! ¿Dónde está ella? ¿Quién era ella? ¡Por favor! ¡Contésteme ahora!

Y, de pronto, se estremecieron porque el aire en torno de ellos resonó cuando las campanas de la torre de la iglesia empezaron a tañer. Era ensordecedor. Thorn y Jennings se estremecían, mientras el sonido hacía eco en la pared de piedra del monasterio. La mano del sacerdote estaba comenzando a temblar y a levantarse lentamente.

—¡El carbón! —gritó Thorn—. ¡Dele el carbón!

La mano de Jennings se movió rápidamente para tomar el trozo de carbón que estaba en la mesa y colocarlo en la temblorosa mano. Mientras las campanas seguían tañendo, la mano del sacerdote hacía movimientos espasmódicos sobre la piedra, formando torpes letras que ondulaban con cada tañido ensordecedor.

—¡Es una palabra! —exclamó Jennings con gran excitación—. C… E… R…

El sacerdote temblaba intensamente, mientras se esforzaba por continuar. El dolor del esfuerzo se evidenció cuando su boca desfigurada se abrió, emitiendo un quejido casi animal.

—¡Siga! —lo urgió Thorn.

—V… —leía Jennings—, E… T…

De pronto, las campanas cesaron de sonar; el sacerdote dejó caer el carbón, de entre sus temblorosos dedos, y apoyó su cabeza sobre el respaldo de la silla. Exhausto, sus ojos miraban hacia arriba y su rostro estaba bañado en sudor.

Cuando el sonido se desvaneció en torno de ellos, quedaron en silencio, mirando la palabra garabateada en la mesa.

—¿Cervet…? —preguntó Thorn.

—Cervet —repitió Jennings.

—¿Es eso italiano?

Se volvieron hacia el monje, que miró la palabra y luego, con ojos confundidos a Spilletto.

—¿Significa algo para usted? —preguntó Thorn.

—Cerveteri —replicó el monje—. Creo que es Cerveteri.

—¿Qué es eso? —preguntó Jennings.

—Es un antiguo cementerio. De los tiempos de los etruscos. Cimitero di Sant’Angelo.

El cuerpo rígido del sacerdote volvió a temblar. Spilletto gimió, como si tratara de hablar. Pero luego quedó silencioso y su cuerpo se relajó cuando se rindió a sus limitaciones.

Thorn y Jennings miraron al monje, que sacudió la cabeza entristecido.

—No hay más que ruinas en Cerveteri. Los restos del altar de Techulca.

—¿Techulca? —preguntó Jennings.

—El dios demonio etrusco. Los etruscos eran adoradores del demonio. Su cementerio era lugar de sacrificios.

—¿Por qué habrá escrito ese nombre? —preguntó Thorn.

—No lo sé.

—¿Dónde queda ese lugar? —preguntó Jennings.

—No hay nada allí, signor, excepto tumbas… y unos pocos perros salvajes.

—¿Dónde está? —repitió Jennings con insistencia.

—El conductor de su coche debe saberlo. Tal vez a unos cincuenta kilómetros al norte de Roma.

Fue difícil despertar al conductor del automóvil. Luego, Thorn y Jennings debieron esperar hasta que el hombre defecó en el campo, junto al camino. Estaba disgustado ahora y lamentaba haber aceptado el trabajo, en especial desde que se enteró del lugar adonde deseaban ir. Cerveteri era un lugar que evitaban los hombres temerosos de Dios. Además, no llegarían hasta después de medianoche.

La tormenta que se cernía sobre Roma se había extendido hacia fuera, y las fuertes lluvias entorpecían el viaje cuando abandonaron la carretera principal y pasaron a una ruta más antigua que estaba llena de barro y de baches. El coche vaciló cuando su rueda trasera izquierda se deslizó en un surco, y todos debieron descender para empujarlo. Cuando volvieron a sentarse en el vehículo, estaban empapados y temblaban de frío. Jennings miró su reloj y vio que eran cerca de las doce de la noche. Fue su último pensamiento antes de quedarse dormido. Cuando se despertó varias horas más tarde, se dio cuenta de que el coche no se movía y de que todo estaba en silencio. Thorn estaba dormido a su lado, envuelto en una manta. Del conductor, sólo podía divisar los zapatos embarrados, porque se había tendido en el asiento delantero y roncaba.

Jennings manipuló la manecilla de la portezuela y salió a la noche, vacilando hasta alcanzar un grupo cercano de arbustos, donde orinó. Faltaba poco para el amanecer y el cielo estaba empezando a mostrar las primeras señales de luz. Jennings parpadeó repetidas veces, tratando de ver entre las sombras que lo rodeaban. Lentamente, comprendió que habían llegado a Cerveteri. Frente a él había un cerco formado con espigones de hierro, e inmediatamente detrás se percibían los contornos de las lápidas bajo el cielo que se iba iluminando.

Volvió hacia el coche y miró a Thorn. Luego miró su reloj. Faltaban diez minutos para las cinco. Caminando, sin hacer ruido, hasta la portezuela del conductor, pasó el brazo y quitó las llaves del contacto, y luego fue hasta el maletero, que abrió cuidadosamente, levantando después la tapa, que se movió con un chirrido. Pero el ruido no despertó a los hombres que dormían. Jennings, en la oscuridad, buscó su cámara y le puso un rollo nuevo de película. Luego probó el flash, que se encendió ante sus ojos y lo cegó por un momento, haciéndolo vacilar. Esperó que su visión se normalizara y entonces cargó el equipo al hombro, deteniéndose cuando sus ojos divisaron un trozo de hierro que estaba envuelto, con trapos sucios de grasa, en un rincón del maletero. Lo cogió y lo colocó debajo de su cinturón. Luego cerró la tapa con cuidado y caminó en silencio hasta el cerco de hierro herrumbroso. El suelo estaba húmedo y Jennings se sentía helado. Tiritó mientras caminaba a lo largo del cerco, buscando un punto de entrada. No había ninguno. Asegurando su equipo, escaló el cerco, con la ayuda de un árbol cercano, perdiendo pie por un instante y desgarrándose el abrigo cuando cayó al suelo del otro lado. Después de incorporarse y ajustar sus cámaras, se dirigió hacia el interior del cementerio. El cielo se estaba tornando más claro ahora y Jennings podía ver los detalles de las lápidas y de las deterioradas estatuas que lo rodeaban. Eran muy complejas y aparatosas y estaban bastante desfiguradas por el deterioro. Rostros como gárgolas con expresiones desgarradas, criptas, algunas semiderruidas, en las que se movían los ratones, despreocupados de su presencia, entrando y saliendo de los oscuros agujeros.

Aunque estaba helado, Jennings sintió que transpiraba. Miró a su alrededor, inquieto, mientras avanzaba a través de la hierba abundante. Sintió como si lo estuviesen vigilando. Los ojos vacíos de las gárgolas parecían seguirlo cuando él pasaba. Se detuvo, tratando de aquietar su desasosiego. Sus ojos miraban hacia arriba y quedaron clavados en lo que vieron. Era un gigantesco ídolo de piedra que miraba hacia abajo desde su altura, con el rostro congelado en una expresión de ira, como si se sintiera ultrajado por la invasión del fotógrafo. Jennings tuvo dificultades para respirar mientras miraba hacia arriba. Los ojos salientes del ídolo parecían exigirle que se retirara. Su rostro parecía humano, pero su expresión era animal: una frente profundamente arrugada y una nariz bulbosa, una boca carnosa abierta en una expresión de ira. Jennings sofocó una oleada de temor y consiguió levantar la cámara. Tomó tres fotos con el flash, que atacó al rostro de piedra, como con una sucesión de repentinos relámpagos.

Dentro del coche, los ojos de Thorn se abrieron lentamente y se dio cuenta de que Jennings se había ido. Salió del automóvil y vio ante sí el cementerio, con sus rotas estatuas iluminadas ahora por los primeros rayos del amanecer.

—¿Jennings…?

No hubo respuesta. Thorn fue hasta el cerco y volvió a llamar. Le respondió un sonido lejano. Era un sonido de pasos dentro del cementerio, como si alguien caminase hacia él. Thorn se asió con fuerza de las barras resbaladizas y, con gran esfuerzo, se elevó sobre el cerco y cayó al suelo del otro lado.

El sonido de pasos había cesado. Thorn buscó entre el grupo de estatuas que había más adelante. Obligándose a andar, caminó hacia delante. Sus zapatos hacían ruido al hundirse en el barro. Las gárgolas que parecían cabezas aparecieron a la vista y Thorn se sintió enervado. Había allí una cierta calma que él había experimentado ya antes, un silencio suspendido como si la atmósfera misma estuviese conteniendo la respiración. Fue en Pereford donde lo había sentido antes, la noche que vio los ojos que lo observaban desde el bosque. Se detuvo ahora, temiendo que otra vez estuviesen observándolo. Sus ojos escrutaron las estatuas y se detuvieron en una maciza cruz invertida, fija en el suelo. Se puso rígido. De algún punto detrás de la cruz llegó un sonido. Otra vez era el sonido de pasos, pero esta vez se acercaban rápidamente hacia él. Thorn quiso correr, pero estaba como clavado al suelo, con los ojos agrandándosele a medida que el sonido se aproximaba.

—¡Thorn!

Era Jennings, sin aliento y con ojos desorbitados, que atravesaba a la carrera un grupo de arbustos. Thorn respiró con fuerza, todavía tembloroso. Jennings se adelantó rápidamente con el hierro asido, con fuerza, en la mano.

—¡Lo encontré! —jadeó—. ¡Lo encontré!

—¿Encontró qué?

—¡Venga! ¡Venga conmigo!

Empezaron a correr a través de la vegetación. Jennings sorteaba las lápidas, como un soldado que corre una carrera de obstáculos, y Thorn se esforzaba por seguirlo.

—¡Allí! —exclamó Jennings cuando se detuvo en un claro—. Mire. ¡Son ésas!

A sus pies había dos tumbas, cavadas una junto a la otra. A diferencia de las otras, eran bastante recientes. Una era de tamaño normal; la otra, pequeña. Las lápidas carecían de todo adorno y sólo tenían nombres y fechas.

—¿Ve las fechas? —preguntó Jennings con gran excitación—. Seis de junio. ¡Seis de junio! Hace cuatro años. Una madre y su hijo.

Thorn se acercó lentamente y se paró junto a él, mirando hacia los montículos.

—Son las únicas recientes en todo el lugar —dijo Jennings con orgullo—. Las otras son tan antiguas que ni se puede leerlas.

Sin contestarle, Thorn se arrodilló y limpió las lápidas para ver las inscripciones.

—María Avedici Santoya… —leyó—. Bambino Santoya… In Morte et in Nate Amplexarantur Generationes.

—¿Qué significa?

—Es latín.

—¿Qué dice?

—En la muerte… y en el nacimiento… las generaciones se acercan.

—Todo un hallazgo, me parece.

Jennings se arrodilló junto a Thorn, sorprendido de hallar a su compañero llorando. Thorn bajó la cabeza y lloró abiertamente. Jennings esperó hasta que se calmara.

—Es ésta —gimió Thorn—. Lo sé. Mi hijo está enterrado aquí.

—Y, probablemente, también la mujer que alumbró al niño que usted está criando.

Thorn miró a Jennings a los ojos.

—María Santoya —dijo Jennings, señalando la lápida—. Aquí hay una madre y un hijo.

Thorn sacudió la cabeza, tratando de comprender.

—Mire —dijo Jennings—. Usted exigió a Spilletto que le dijera dónde estaba la madre. Ésta es la madre. Y éste, probablemente, es su hijo.

—Pero ¿por qué aquí? ¿Por qué en este lugar?

—No sé.

Jennings miró a Thorn; ambos se encontraban perplejos.

—Sólo hay un modo de averiguarlo, Thorn. Ya que hemos venido hasta aquí sería mejor que lo hiciéramos.

Elevó la barra de hierro y la clavó con fuerza en la tierra. La herramienta produjo un sonido sordo al clavarse.

—Es bastante fácil. Debe estar a unos treinta centímetros.

Empezó a cavar con su barra y fue aflojando los terrones, que apartaba con las manos.

—¿Se decide a ayudarme? —preguntó Jennings, y Thorn lo hizo de mala gana; sus dedos estaban ateridos de frío, mientras manipulaba la tierra.

Antes de media hora, estaban ya cubiertos de sudor y de tierra, pero prosiguieron su trabajo hasta apartar a un lado los últimos fragmentos de dos pesadas tapas de cemento. Luego se sentaron en cuclillas y se miraron, considerando qué era lo que debían hacer a continuación.

—¿Huele? —preguntó Jennings.

—Sí.

—Debe haber sido hecho a la carrera. Sin tener demasiado en cuenta las normas sanitarias.

Thorn no respondió; en su rostro se leía la angustia.

—¿Con cuál empezamos? —preguntó Jennings.

—¿Es necesario que lo hagamos?

—Sí.

—No me parece procedente.

—Si lo prefiere, iré a buscar al conductor.

Thorn apretó los dientes y luego sacudió la cabeza.

—Vamos, entonces —dijo Jennings—. Empezaremos por la grande.

Jennings golpeó fuertemente, con su herramienta de hierro, el lado de la gran tapa de cemento. Luego, con gran esfuerzo, presionó hacia arriba, hasta que pudo deslizar sus dedos por debajo.

—¡Ayúdeme, carajo! —le gritó a Thorn.

Éste respondió de inmediato, pero sus brazos temblaban de fatiga mientras se esforzaba, con Jennings, en levantar la pesada tapa.

—¡Pesa una maldita tonelada…! —se quejó Jennings, mientras lanzaba todo su peso contra la tapa, que empezó a levantarse lentamente.

Los dos pusieron en juego toda su fuerza para mantenerla en su lugar, y con los ojos exploraron la cámara oscura que había debajo.

—¡Dios mío! —exclamó Jennings.

Era el esqueleto de un chacal. Abundaban las moscas y los bichos, que se concentraban en los restos de carne con piel que aún estaban adheridos a los huesos.

Con la boca abierta por la sorpresa, Thorn saltó hacia atrás y el cemento se deslizó de entre sus manos y cayó rompiéndose en pedazos. Una maraña de moscas voló hacia arriba. Jennings, súbitamente aterrado, se puso en movimiento mientras resbalaba aterrado e intentaba llevarse consigo a Thorn.

—¡¡No!! —gritó Thorn.

—¡Vamos!

—¡No! —insistió Thorn—. ¡El otro!

—¿Para qué? ¡Hemos visto lo que necesitábamos!

—No, el otro —Thorn gemía desesperadamente—. ¡Tal vez sea un animal también!

—¿Y qué?

—¡Entonces puede ser que mi hijo esté vivo en alguna parte!

Jennings se detuvo, retenido por la angustia que veía en los ojos de Thorn. Cogiendo rápidamente la barra de hierro, empezó a golpear la tapa más pequeña. Thorn fue rápidamente a su lado, para deslizar los dedos debajo de la tapa, mientras Jennings hacía fuerza para levantarla. De un solo movimiento lograron quitarla, y el rostro de Thorn se convulsionó de dolor. Dentro de la pequeña caja estaban los restos de un niño, con su delicado cráneo hecho pedazos.

—La cabeza… —sollozó Thorn.

—Dios…

—¡Ellos lo mataron!

—Salgamos de aquí.

—¡Asesinaron a mi hijo! —gritó Thorn, mientras la tapa volvía a su lugar y los dos hombres se miraban horrorizados.

—¡Asesinaron a mi hijo! —gimió Thorn—. ¡Mataron a mi hijo!

Jennings obligó a Thorn a incorporarse y lo fue arrastrando consigo. Pero luego se detuvo, con el cuerpo tieso por un repentino terror.

—Thorn.

Thorn se volvió para seguir la mirada de Jennings y vio, más adelante, la cabeza de un perro negro del tipo pastor alemán. El perro tenía los ojos muy juntos y destellaban. De su boca semiabierta caía saliva, mientras emitía un desagradable gruñido. Thorn y Jennings se quedaron inmóviles y el animal fue avanzando lentamente de entre el follaje, hasta que se pudo verlo enteramente. Era flaco y estaba lleno de cicatrices. En un costado se le veía una herida abierta y ulcerada, entre manchas de sangre coagulada. Junto al animal, los arbustos susurraron y apareció la cabeza de otro perro, de pelaje gris y con el hocico desfigurado y baboso. Luego apareció otro y otro más. El cementerio cobró vida con el movimiento de las figuras oscuras que aparecieron de todas partes. Eran por lo menos diez perros, enfermos y famélicos, con los hocicos babeando incesantemente.

Jennings y Thorn quedaron paralizados en su lugar, temerosos de realizar cualquier movimiento, aun el de mirarse uno al otro, mientras los animales, gruñendo, los acorralaban.

—Huelen… los esqueletos… —susurró Jennings—. Tratemos de… retroceder…

Respirando apenas, los dos hombres empezaron a retroceder. Los perros se adelantaron de inmediato, con la cabeza baja, como si estuvieran persiguiendo a una presa. Thorn tropezó y un sonido involuntario surgió bruscamente de su garganta. Jennings lo cogió del brazo, tratando de calmarlo.

—No corra… sólo desean… los cadáveres.

Pero cuando los perros pasaron frente a las dos tumbas abiertas, siguieron avanzando, con los ojos fijos sólo en los hombres. Estaban acercándose ahora, mientras Jennings buscaba desesperadamente el cerco y vio que estaba a unos cien metros. Thorn volvió a tropezar y se aferró a Jennings. Los dos hombres temblaban mientras se esforzaban por retroceder. Entonces sus espaldas dieron contra algo sólido y Thorn se estremeció. Estaban en la base del gran ídolo de piedra, atrapados allí mientras los perros los rodeaban, impidiéndoles toda posibilidad de huida. Durante un aterrador momento, todos quedaron paralizados, perseguidores y perseguidos, mientras el círculo de dientes babosos acorralaba a los hombres.

El sol había salido ya y arrojaba un resplandor rojizo sobre los metros que había hasta el cerco. Thorn tropezó otra vez y se agarró a una lápida. Perros y hombres permanecían quietos, como si esperasen una señal para iniciar el movimiento. Los segundos pasaban y la tensión crecía. Los hombres estaban rígidos; los perros, agachados, prestos a saltar.

Emitiendo un agudo grito de guerra, Jennings lanzó su barra de hierro contra la cabeza del perro que estaba más cerca, y los animales saltaron, arrojándose sobre los hombres que trataban de huir. Jennings fue derribado cuando los animales se abalanzaron sobre su cuello. Rodó ante el ataque y las correas de la cámara se le arrollaron al cuello lastimándolo, en tanto los perros danzaban a su alrededor, tratando de alcanzar la carne protegida por las correas. Mientras se batía indefenso, sintió que los perros destrozaban la lente de la cámara, que estaba debajo de su mentón.

A Thorn le habían permitido alejarse más. Pero cuando se aproximó al cerco, un enorme animal se abalanzó sobre él. Los dientes del perro hicieron presa en la espalda de Thorn, mientras el hombre trataba de alejarse. El animal seguía mordiéndole la espalda, con las patas delanteras balanceándose en el aire. Thorn cayó de rodillas, debatiéndose por avanzar, cuando otros perros se le acercaron y le bloquearon la visión. Les brillaban los dientes y la saliva saltaba por el aire mientras Thorn gritaba, luchando con desesperación y tratando aún de llegar al cerco. Pero era inútil. Se ovilló en el suelo y sintió un agudo dolor cuando los dientes se le hincaban en la espalda. Por un instante vio que Jennings giraba sobre sí mismo, acuciado por los perros que se abalanzaban repetidamente hacia su garganta. Thorn no sentía ya dolor, lo único que deseaba desesperadamente era escapar. Volvió a incorporarse, sobre manos y piernas, con los perros siempre en su espalda, y logró acercarse un poco más al cerco. Su mano tocó algo frío. Era la barra de hierro que Jennings había tirado. La asió con fuerza y la blandió contra los animales que le destrozaban la espalda. Por los gemidos de dolor comprendió que había dado en un blanco. Una bocanada de sangre salpicó su cabeza. Un perro se retorcía frente a él, con un ojo suspendido de su cuenca por hilos ensangrentados. Esta visión dio coraje a Thorn, que volvió a golpear con fuerza, mientras trataba de ponerse totalmente de pie.

Jennings rodó sobre sí mismo hasta que llegó al pie de un árbol, debatiéndose por incorporarse, mientras los perros bramaban a su alrededor, sin dejar de atacar la cámara y las cuerdas que protegían el cuello del hombre. Mientras Jennings luchaba, el flash se disparó solo y los animales retrocedieron ante la cegadora luz.

Ahora, Thorn estaba de pie, blandiendo frenéticamente la barra contra cabezas y hocicos, a la vez que retrocedía hacia el cerco. Jennings había saltado del árbol y sostenía el flash frente a sí, disparándolo cada vez que los perros avanzaban. De esa manera pudo contenerlos hasta que alcanzó también el cerco.

Se acercó rápidamente a Thorn y vigiló a los perros, mientras su compañero empezaba a trepar. Con las ropas desgarradas y el rostro ensangrentado, Thorn trepó por el cerco hasta que de pronto cayó con fuerza sobre la parte superior y se hirió, en la axila, con la punta de uno de los espigones herrumbrosos. Gritando de dolor, hizo otro esfuerzo por desprenderse y cayó pesadamente del otro lado. Jennings lo siguió, disparando su flash mientras trepaba. Cuando llegó al otro lado, tiró el aparato a los aullantes animales. Thorn vacilaba y Jennings lo cogió por la espalda y lo llevó hasta el coche. El conductor los miraba azorado y lanzó un grito de horror. Trató de poner en movimiento el vehículo, pero no estaban las llaves. Salió apresuradamente para ayudar a Jennings a sentar a Thorn en el asiento posterior. Cuando Jennings fue hacia el maletero, para buscar las llaves del coche, echó una mirada a los perros, que parecían enloquecidos ahora. Se destrozaban a sí mismos contra el cerco, aullando con furia. Uno de ellos intentó trepar y casi lo consiguió, pero quedó enganchado por el cuello a la punta de un espigón y la sangre le manó a chorro. En su frenesí, los otros animales saltaron sobre él, devorándolo vivo mientras sus patas golpeaban con violencia y lanzaba un aullido de furia.

El coche emprendió la marcha velozmente con la puerta del maletero abierta y sacudiéndose. El conductor quedó perplejo cuando miró por el retrovisor a los dos hombres sentados en el asiento posterior. Ya no parecían hombres, sino masas informes de sangre y ropas. Estaban muy juntos uno del otro y lloraban como niños.