Después de ver la foto del sacerdote, Thorn se había dirigido rápidamente a Londres, mientras su mente se debatía en un intento por comprender muchas cosas. Katherine estaba embarazada, el sacerdote había tenido razón. Y ahora ya no podía desechar el resto de lo que Brennan había dicho. Trató de recordar todo el encuentro en el parque, los nombres, los lugares a los que Brennan le había dicho que debía ir. Se esforzó por mantener la calma, tratando de registrar cada uno de los sucesos recientes. La conversación con Katherine, la llamada telefónica anónima. “Lea los periódicos”, había dicho la voz. Le resultaba conocida, pero Thorn no lograba individualizarla. ¿Quién sabía, en todo el mundo, su conexión con el sacerdote? El fotógrafo. Ésa fue la voz, la de Haber Jennings.
Thorn fue a su despacho y se encerró en él. Llamó a su secretaria por el intercomunicador y le pidió que lo comunicara con Jennings por teléfono. Ella lo intentó, pero recibió un mensaje grabado en cinta, indicando que Jennings había salido. Informó de ello a Thorn, mencionándole la grabación en cinta. Thorn le pidió el número y lo marcó él mismo. La grabación la había hecho el propio Jennings. Era la misma voz que lo había llamado a su casa. ¿Por qué no se había identificado? ¿A qué estaba jugando?
Luego Thorn recibió el aviso de que Katherine había telefoneado, pero postergó su llamada de respuesta. Ella querría hablar del aborto y él no estaba en condiciones de dar su opinión.
“Él lo matará —había dicho el sacerdote—. Él lo matará mientras se forma en el vientre.”
Thorn buscó rápidamente el número de teléfono del doctor Charles Greer y le explicó que iría a verlo para hablar de un asunto urgente.
La visita de Thorn no resultó una sorpresa para Greer, porque el psiquiatra había percibido el empeoramiento de Katherine. Una delgada línea entre la ansiedad y la desesperación, y él había visto a Katherine saltar hacia uno y otro lado de esa línea, varias veces. Pensó que su terror podía llegar a un extremo que la llevara al suicidio.
—Nunca se sabe la profundidad de esos temores —dijo a Thorn, en el consultorio—. Pero, francamente, debo confesar que creo que ella está al borde de un grave problema emocional.
Thorn estaba sentado, muy tenso, en una silla de respaldo vertical, mientras el joven psiquiatra aspiraba con fuerza su pipa, tratando de mantenerla encendida en tanto se paseaba por la estancia.
—He tenido ya otros casos similares —continuó—. Es como un tren de carga. Resulta fácil ver cómo va tomando velocidad.
—¿Ha empeorado, entonces? —preguntó Thorn con voz temblorosa.
—Digamos que su problema se está desarrollando.
—¿No hay nada que usted pueda hacer?
—La veo dos veces por semana. Creo que necesita un cuidado más constante.
—¿Trata de decirme que está loca?
—Digamos que está viviendo sus fantasías, que son terroríficas. Y está respondiendo a ese terror.
—¿Qué fantasías? —preguntó Thorn.
Greer se detuvo, considerando si debía o no comentarle sus interpretaciones. Se desplomó en su silla, mirando los desesperados ojos de Thorn.
—Para empezar, en sus fantasías ella piensa que su hijo no es realmente suyo.
La afirmación cayó, sobre Thorn, como un rayo. Se quedó paralizado, incapaz de responder.
—Interpreto eso no tanto como un temor sino, francamente, como un deseo. Ella subconscientemente desea ser una mujer sin hijos. Éste es uno de los modos de lograrlo, por lo menos a nivel emocional.
Thorn estaba aturdido, incapaz de hablar.
—No quiero decir que el niño no sea importante para ella —continuó Greer—. Por el contrario, es lo más importante en su vida. Pero, por alguna razón, le resulta algo muy amenazador. Realmente, no sé si el temor tiene que ver con la maternidad, o con su vinculación emocional, o simplemente con la idea de que es incapaz. Incapaz de afrontar el asunto.
—Pero ella deseaba un hijo —consiguió articular Thorn.
—Para usted.
—No…
—Subconscientemente. Ella sentía que necesitaba demostrar que era digna de usted. ¿Cómo mejor que teniendo un hijo suyo?
Thorn miró con fijeza hacia delante, con los ojos llenos de dolor.
—Ahora ella descubre que no es capaz —continuó Greer—, de modo que busca una razón que no la haga sentirse incapaz. Fantasea que el niño no es de ella, que el niño es el mal…
—¿Cómo?
—Es incapaz de amarlo —explicó Greer—, de modo que inventa una razón por la cual el niño no es digno de su amor.
—¿Ella piensa que el niño es el mal?
Thorn estaba muy conmovido, con el rostro tenso de temor.
—A ella le resulta necesario, en este momento, sentir eso —explicó Greer—. Pero el hecho es que, al presente, otro hijo sería desastroso.
—¿En qué sentido el niño… es el mal?
—Se trata sólo de una fantasía. Lo mismo que la fantasía de que el hijo no es de ella.
Thorn respiró hondo, luchando por contener una sensación de náusea.
—No hay que desesperarse —añadió Greer, tratando de tranquilizarlo.
—Doctor…
—¿Sí?
Thorn no pudo seguir. Los dos quedaron sentados en silencio, mirándose a través de la gran sala.
—Usted iba a decirme algo —dijo Greer.
El rostro del psiquiatra denotaba preocupación, porque era evidente que el hombre que estaba frente a él tenía miedo de hablar.
—Señor Thorn, ¿se siente bien?
—Estoy sorprendido —murmuró Thorn.
—Es natural que lo esté.
—Quiero decir que… tengo miedo.
—Es natural.
—Algo… terrible está sucediendo.
—Sí, pero los dos van a superarlo.
—Usted no lo comprende.
—Sí que lo comprendo.
—No.
—Créame que sí.
Thorn, casi en lágrimas, hundió la cabeza entre sus manos.
—Usted sufre una gran tensión, señor Thorn. Aún mayor de lo que usted supone.
—No sé qué hacer —gimió Thorn.
—En primer lugar, debería aceptar el aborto.
Thorn levantó la cabeza y miró a Greer, con firmeza.
—No —dijo.
El psiquiatra mostró una reacción de sorpresa.
—Si se trata de sus principios religiosos…
—No.
—Seguro que usted puede ver que es necesario…
—No voy a permitirlo —dijo Thorn en tono resuelto.
—Debe hacerlo.
—No.
Greer se echó hacia atrás en su silla, mirando al embajador, con preocupación.
—Me gustaría conocer sus razones —dijo.
Thorn lo miró fijamente.
—Fue predicho que este embarazo sería interrumpido —dijo— y voy a luchar para que eso no ocurra.
El médico lo miró, sorprendido y preocupado.
—Sé que esto puede parecer una locura —dijo Thorn—. Tal vez, yo esté… loco.
—¿Por qué dice eso?
Thorn lo miró con dureza y habló con la mandíbula apretada.
—Ese embarazo debe continuar para que yo no empiece a creer.
—¿A creer…?
—Lo que mi esposa cree. Que el niño es…
Las palabras se detuvieron en su garganta y Thorn se incorporó, acosado por una sensación de urgencia. Le había invadido una premonición. Temía que algo estuviese por ocurrir.
—Señor Thorn…
—Perdóneme…
—Por favor, siéntese.
Con un brusco saludo de cabeza, Thorn salió del consultorio, caminando rápidamente hacia las escaleras que conducían a la calle. Una vez en ella, corrió hacia su coche, con una sensación de pánico que crecía dentro de él, mientras buscaba las llaves. Algo andaba mal. Necesitaba llegar a su casa. Pisando a fondo el acelerador, realizó un rápido giro en forma de U y los neumáticos chirriaron. Se dirigió hacia la carretera. Pereford estaba a media hora de viaje y temía, aunque no sabía por qué, llegar tarde. Las calles de Londres estaban colmadas con el tránsito del mediodía. Thorn hacía sonar el claxon, virando y pasando las luces rojas, mientras su desesperación lo abrumaba.
En la mansión Pereford, Katherine también se sentía ansiosa y se ocupaba de algunas tareas de la casa, en un intento por aquietar su acuciante temor. Estaba parada en el rellano del segundo piso, regadera en mano, pensando cómo podía llegar a las plantas que estaban suspendidas sobre la baranda. Deseaba regarlas, pero temía derramar el agua sobre el piso de baldosas de la planta baja. Detrás de ella, en su sala de juegos, Damien jugaba con su auto, mientras emitía el sonido de un tren carguero, que se iba intensificando a medida que marchaba más rápido. Sin que Katherine pudiera verla, la señora Baylock estaba inmóvil en un rincón apartado del cuarto del niño, con los ojos cerrados, como si estuviera orando.
En la carretera, los neumáticos chirriaron ruidosamente cuando Thorn giró en el acceso a la ruta M-40, que lo llevaba directamente a su casa. El rostro de Thorn estaba tenso y sus manos se aferraban al volante; mientras el pavimento parecía desdibujarse bajo el vehículo, Thorn concentraba su esfuerzo para conseguir la máxima velocidad posible. Se desplazaba por la carretera, como un rayo de color beige, pasando a otros vehículos como si éstos se hallaran parados. Thorn transpiraba ahora y cada coche que le precedía era como una meta que había que superar. Hacía sonar el claxon y los demás conductores se apartaban, dejándole pasar como una flecha. Pensó en la policía y miró el espejo retrovisor. Un automóvil, negro y macizo, le seguía. Era un coche fúnebre que iba alcanzándole. Mientras Thorn observaba cómo se le acercaba, sintió que su sangre se helaba de miedo.
En Pereford, Damien dio mayor velocidad a su automóvil de pedales, golpeándolo como si se tratara de un caballo de carreras. En el corredor, Katherine se subió a un escabel. En el cuarto de Damien, la señora Baylock miró fijamente al niño, como si estuviera dirigiéndolo sólo con la fuerza de la voluntad, para que anduviera más rápido, y el niño aceleró la marcha, con los ojos exaltados y el rostro transfigurado.
En su automóvil, Thorn gemía por el esfuerzo, pisando a fondo el acelerador. El coche fúnebre le estaba adelantando, mientras el rostro del conductor miraba fríamente hacia delante. El indicador de velocidad de Thorn señaló noventa, cien, ciento diez, pero el coche fúnebre siguió acortando, obstinadamente, distancias. Thorn jadeaba ahora y tenía conciencia de que su raciocinio estaba ofuscado, pero era incapaz de detenerse. No podía soportar la idea de que el coche fúnebre lo pasara. La maquinaria de su coche gemía debajo de él, pero el coche fúnebre seguía acercándosele.
—¡No… —gemía Thorn—, no…!
El coche fúnebre acabó por alcanzar al de Thorn. Éste golpeaba el volante, exigiendo a su automóvil una mayor velocidad. Pero el coche fúnebre consiguió adelantarle. Llevaba, en su parte posterior, un ataúd que Thorn pudo ver cuando el vehículo pasó junto a él.
En casa de los Thorn, Damien aceleró más su auto de pedales, que marchaba alocadamente por el cuarto, mientras afuera, en el corredor, Katherine levantaba con cuidado la regadera, subida sobre un escabel.
En la carretera, el coche fúnebre se adelantó de pronto, mientras Thorn dejaba escapar un grito horripilante. En ese instante, Damien salió como disparado de su cuarto, chocando con su auto contra el escabel en el que Katherine se encontraba y del que la derribó. Katherine gritó y trató desesperadamente de asirse a la baranda, mientras caía hacia atrás y arrastraba consigo una pecera circular que cayó también. Su grito terminó con un repentino impacto, al que siguió un segundo más tarde el que produjo la pecera al romperse.
Katherine yacía ahora silenciosa y quieta. Junto a ella, un delicado pez de oro agonizaba sobre la baldosa fría.
Cuando Thorn llegó al hospital, los periodistas estaban ya allí, acosándolo con preguntas y haciendo estallar luces de flash en sus ojos, mientras intentaba abrirse paso desesperadamente hacia una puerta donde se leía TERAPIA INTENSIVA. Cuando había llegado a su casa, encontró a la señora Baylock en estado de histeria. Ella le dijo que Katherine había sufrido una caída y la habían llevado en ambulancia al Hospital Municipal.
—¿Algún informe sobre su estado, señor Thorn? —preguntó un periodista.
—Apártense, por favor.
—Dicen que tuvo una caída.
—Déjenme pasar.
—¿Está bien su esposa?
Atravesó una puerta doble y las voces de los hombres de la prensa se perdían a sus espaldas, mientras él corría por un pasillo.
—¿Embajador Thorn?
—Sí.
Apareció un médico que caminó rápidamente hacia él.
—Mi nombre es Becker —dijo.
—¿Cómo está? —preguntó Thorn desesperado.
—Se recuperará. Recibió un golpe muy fuerte. Tiene conmoción cerebral, fractura de clavícula y algunas hemorragias internas.
—Está embarazada.
—Me temo que no.
—¿Lo perdió? —preguntó ansiosamente.
—En el piso donde cayó. Yo iba a hacer un examen, pero, al parecer, la sirvienta limpió todo antes de que llegáramos allá.
Thorn tuvo un escalofrío y se apoyó contra la pared.
—Naturalmente —continuó el médico—, mantendremos en reserva los detalles del episodio. Cuantos menos sean los que lo sepan, mejor.
Thorn lo miró fijamente y el médico vio que el hombre no entendía.
—¿Usted sabe que ella saltó? —dijo el médico.
—¿Saltó?
—Desde la baranda del segundo piso. Según tengo entendido, la vista de su hijo y la niñera.
Thorn quedó mirándolo. Luego volvió el rostro hacia la pared. Por la tensión de sus hombros, el médico comprendió que estaba llorando.
—En una caída de ese tipo —agregó el médico— es, generalmente, la cabeza la que golpea primero. De modo que, en cierto sentido, puede considerarse afortunado.
Thorn asintió con la cabeza, tratando de contener las lágrimas.
—No debe desesperarse —agregó el médico—. Al contrario, hay motivos para sentirse reconfortado. Su mujer está viva y, con la atención necesaria, probablemente no volverá a intentarlo. Mi propia cuñada era del tipo suicida. Se metió en la bañera llena de agua, portando una tostadora. Cuando oprimió el botón, casi se electrocutó.
Thorn giró y lo miró.
—El hecho es que superó el trance y nunca volvió a intentarlo. Ya han pasado cuatro años y no ha habido más problemas.
—¿Dónde está ella? —preguntó Thorn.
—Vive en Suiza.
—Mi esposa.
—En la sala 4A. Pronto volverá en sí.
El cuarto de Katherine estaba oscuro y tranquilo. Una enfermera se hallaba sentada en un ángulo, leyendo una revista cuando entró Thorn, que se detuvo, con el rostro demudado por la impresión. El aspecto de Katherine era aterrador. Tenía el rostro hinchado y pálido. De su brazo partía un tubo que ascendía hasta una botella de plasma. Su otro brazo estaba enyesado formando una curva grotesca. Parecía inconsciente, con el rostro desprovisto de vida.
—Está durmiendo —dijo la enfermera.
Thorn se acercó rígidamente a su mujer. Como si hubiese percibido la presencia de él, Katherine lanzó un quejido y movió lentamente la cabeza.
—¿Tiene dolores? —preguntó Thorn con voz temblorosa.
—Está bajo los efectos del pentotal sódico —contestó la enfermera.
Thorn se sentó junto a Katherine, apoyó la frente en la cama y lloró. Un momento después notó que la mano de Katherine había tocado su cabeza.
—Robby… —murmuró ella.
Él la miró y vio que se esforzaba por abrir los ojos.
—Kathy… —gimió Thorn, conteniendo las lágrimas.
—No permitas que él me mate.
Y entonces cerró los ojos y se durmió.
Thorn llegó a su casa después de medianoche y se quedó por un largo rato de pie en la oscuridad del vestíbulo de la planta baja, mirando el lugar, del piso de baldosas, donde Katherine había caído. Se sentía aturdido, físicamente agotado y con gran necesidad de dormir para aliviar la tensión producida por lo ocurrido. La vida de ellos había cambiado ahora definitivamente. Era como si fuesen víctimas de una maldición.
Thorn apagó las luces de la planta baja y estuvo parado un momento en la oscuridad, mientras dirigía la vista hacia el rellano de la escalera. Trató de imaginarse a Katherine allí, considerando la posibilidad de saltar. ¿Por qué, si deseaba de verdad acabar con su vida, no se había arrojado desde un balcón? Había píldoras en la casa, hojas de afeitar, muchos medios y formas posibles para hacerlo. ¿Por qué así? ¿Y por qué frente a Damien y a la señora Baylock?
Volvió a pensar en el sacerdote y en su advertencia. “Matará al niño no nacido mientras se forma en el vientre. Luego matará a su esposa. Y luego, cuando esté ya seguro de heredar todo lo que es suyo…” Cerró los ojos, tratando de desalojar todo eso de su mente. Pensó en Brennan, muerto por la pértiga, en la llamada telefónica de Jennings, en su pánico irracional cuando el coche fúnebre lo pasó en la carretera. El psiquiatra tenía razón. Estaba viviendo una etapa de tensión y su conducta lo demostraba. Los temores de Katherine habían hecho presa en él. Sus fantasías eran, de alguna manera, contagiosas. No podía permitir que siguiera ocurriendo. Ahora más que nunca debía ser racional y claro.
Sintiéndose físicamente débil, se acercó a las escaleras y subió en la oscuridad. Se iría a dormir y por la mañana se levantaría reanimado, con nueva energía, en condiciones de afrontar las cosas.
Cuando llegó a la puerta de su cuarto se detuvo, mirando a través del hall en penumbra hacia el cuarto de Damien. El suave resplandor de una lámpara de noche se deslizaba por debajo de la puerta. Thorn imaginó el rostro del niño en la apacible inocencia del sueño. Tuvo deseos de verlo y se acercó lentamente al cuarto de Damien, tratando de hallar una confirmación de que no había nada que temer. Pero cuando entreabrió la puerta del cuarto vio una escena que lo hizo temblar. El niño estaba dormido, pero no solo. A su lado se encontraba la señora Baylock, con los brazos entrecruzados y la mirada perdida en el vacío. Frente a ella, se veía la maciza silueta de un perro. Era el perro que Thorn había pedido a la señora Baylock que sacara de la casa. Pero allí estaba otra vez, sentado y atento, como haciendo guardia a su propio hijo mientras dormía. Casi sin aliento, Thorn cerró silenciosamente la puerta y retrocedió por el hall, hasta llegar a su cuarto. Y, una vez en él, permaneció quieto, tratando de recobrar el aliento y dándose cuenta de que estaba temblando. De pronto, el silencio quedó interrumpido. Estaba sonando el teléfono y Thorn corrió al lado de la cama, para atenderlo.
—Diga…
—Soy Jennings —dijo una voz—. ¿Recuerda, el fotógrafo a quien usted le rompió la cámara?
—Sí.
—Vivo en la esquina de Grosvenor y la calle Quinta, en Chelsea. Creo que le conviene venir aquí en seguida.
—¿Qué desea?
—Algo está ocurriendo, señor Thorn. Algo está ocurriendo que usted debería saber.
El apartamento de Jennings estaba en un distrito de viviendas pobres y Thorn tuvo dificultades para encontrarlo. Llovía, la visibilidad era mala y estaba ya a punto de renunciar, cuando divisó un resplandor infrarrojo en una torrecilla a cierta altura. Jennings estaba en la ventana y le hizo una señal con la mano. Luego se dio cuenta de que debió haber limpiado un poco su apartamento, para recibir a un visitante tan distinguido. Con el pie escondió algunas ropas debajo de un armario y alisó la colcha de la cama. Entonces abrió la puerta y esperó a Thorn. El embajador apareció sin resuello, después de ascender cinco tramos de escalera.
—Tengo un poco de coñac, si gusta.
—No se moleste.
—Aunque no de la marca a la que usted estará acostumbrado, seguramente.
Jennings cerró la puerta y desapareció en una habitación, mientras los ojos de Thorn escrutaban el cuarto bañado sólo por un resplandor rojizo que entraba por la puerta abierta de otro cuarto, oscuro, del tamaño de un armario y cuyas paredes estaban adornadas con fotos ampliadas.
—Aquí está —dijo Jennings mientras volvía con una botella y vasos—. Un poco de coñac y estará en condiciones de afrontar las cosas.
Thorn aceptó el vaso y Jennings le sirvió la bebida. El fotógrafo se sentó en la cama e indicó a Thorn, con un gesto, una pila de almohadones que estaban sobre el suelo, pero el embajador permaneció de pie.
—¡Salud! —dijo Jennings—. ¿Quiere fumar?
Thorn negó con la cabeza, molesto por el aire displicente de su anfitrión.
—Usted dijo que estaba ocurriendo algo.
—Exacto.
—Me gustaría saber a qué se refería.
Jennings lo estudió cuidadosamente.
—¿Es que no lo sabe ya?
—No, no lo sé.
—Entonces, ¿por qué está aquí?
—Usted no quiso explicarse por teléfono.
Jennings asintió con la cabeza y apoyó su vaso en el suelo.
—No podía explicárselo porque es algo con lo que usted tiene que ver.
—¿De que se trata?
—Son fotos —se incorporó y entró en el cuarto oscuro, haciendo un gesto a Thorn para que lo siguiera—. Pensé que usted desearía primero charlar un rato.
—Estoy muy cansado.
—Bien, esto lo va a reanimar.
Encendió una pequeña lámpara que iluminó un grupo de fotos. Thorn entró y se sentó en un banco, junto a Jennings.
—¿Las reconoce?
Eran fotos de la fiesta. La fiesta del cumpleaños de Damien. Fotos de niños en el tiovivo, de Katherine mirando a la multitud.
—Sí —replicó Thorn.
—Eche una mirada a esta foto.
Jennings cogió las primeras fotos de la serie, dejando al descubierto una de Chessa, la primera niñera de Damien. Estaba de pie, sola, con su traje de payaso. Detrás se veía la fachada de la casa.
—¿Nota algo extraño? —preguntó Jennings.
—No.
Jennings tocó la foto, señalando con el dedo la vaga bruma que pendía alrededor del cuello y la cabeza de la muchacha.
—Al principio pensé que era una mancha —dijo Jennings—. Pero vea cómo aparece en la siguiente.
Tomó una foto de Chessa suspendida del techo.
—No entiendo —dijo Thorn.
—Un momento.
Jennings apartó a un lado la pila de fotos y cogió otra pila. La primera era una foto del pequeño sacerdote Brennan alejándose de la embajada.
—¿Qué le parece ésta?
Thorn se volvió hacia el fotógrafo, molesto.
—¿Dónde tomó esa foto?
—La tomé.
—Pensé que usted estaba buscando a ese hombre. Me había dicho que estaba emparentado con él.
—Mentí. Mire la fotografía.
Jennings tocó la foto, señalando el apéndice brumoso que parecía suspendido sobre la cabeza del sacerdote.
—¿Esa “sombra” sobre la cabeza? —preguntó Thorn.
—Sí. Ahora mire ésta. Tomada unos diez días más tarde.
Buscó otra foto y la colocó bajo la luz. Era una ampliación de un grupo de personas paradas en la parte posterior de un auditorio. No se veía el rostro de Brennan sino solamente sus ropas sacerdotales, pero justo encima del lugar en donde debía estar la cabeza se veía la misma forma oblonga suspendida del aire.
—Supongo que es el mismo hombre. No se ve el rostro, pero se puede ver lo que pende sobre él.
Thorn estudió la foto, con ojos llenos de confusión.
—Está un poco más pronunciada esta vez —continuó Jennings—. Si uno supone el tamaño de la cabeza, se ve que está casi haciendo contacto con ella. En los diez días entre la primera foto y ésta otra, se fue acercando a la cabeza. Sea lo que fuere, se acercó.
Thorn miró atentamente, asombrado. Jennings retiró la foto y puso en su lugar la que aparecía en la primer plana de los periódicos, con el sacerdote atravesado por la pértiga.
—¿Empieza a ver la relación? —preguntó Jennings.
Thorn estaba perplejo. Detrás de ellos emitió un sonido un marcador de tiempo automático y Jennings encendió otra luz. Al volverse, se encontró con la mirada perturbada de Thorn.
—Yo tampoco me lo puedo explicar —dijo Jennings—. Por eso empecé a investigar.
Tomó una pinza y la sumergió en un recipiente, para sacar una ampliación, que sacudió para secarla antes de acercarla a la luz.
—Tengo algunos amigos en la policía. Ellos me dieron los negativos e hice ampliaciones. El informe del médico forense indica que estaba minado por el cáncer. Necesitaba constantemente morfina, que se inyectaba dos o tres veces al día.
Cuando los ojos de Thorn se posaron en las ampliaciones, pestañeó. Eran tres tomas de distintas posturas del cuerpo desnudo del sacerdote muerto.
—Externamente, su cuerpo era completamente normal —continuó Jennings—. Salvo por un pequeño detalle en la parte interior de su muslo izquierdo.
Entregó a Thorn una lupa, guiando su mano hacia la última foto. El sacerdote aparecía grotescamente extendido, con los genitales y los muslos expuestos a la vista. Thorn miró atentamente y vio la marca. Parecía algo similar a un tatuaje.
—¿Qué es eso? —preguntó Thorn.
—Tres seis. Seiscientos sesenta y seis.
—¿Campo de concentración?
—Eso fue lo que pensé. Pero una biopsia demostró que literalmente se lo tallaron en la piel. Eso no se hacía en los campos de concentración. Se lo hizo él mismo, supongo.
Thorn y Jennings intercambiaron una mirada. Thorn estaba completamente perplejo.
—Un momento —dijo Jennings y acercó otra foto a la luz—. Éste es el cuarto donde vivía. Un apartamento, sin agua caliente, en el Soho. Estaba lleno de ratas cuando entramos. Él había dejado un trozo de carne salada, a medio comer, sobre la mesa.
Thorn examinó la foto. Se veía una pequeña alcoba con una mesa, una cómoda y una cama. Las paredes estaban cubiertas con algo de extraña textura, que parecían trozos de papel arrugado. De todas partes colgaban grandes cruces.
—El apartamento estaba tal como lo ve. Los papeles de las paredes son páginas de la Biblia. Miles de páginas. Cada centímetro de pared estaba cubierto con las hojas, incluso las ventanas. Como si hubiese querido evitar que entrara en él algo.
Thorn estaba aturdido, observando la extraña fotografía.
—Y también muchas cruces. Sólo en la puerta de entrada había clavadas cuarenta y siete.
—¿Estaba… loco…? —murmuró Thorn.
Jennings lo miró directamente a los ojos.
—Usted sabe muy bien qué le ocurría.
Jennings giró con su silla y abrió un cajón, extrayendo una carpeta muy deteriorada.
—La policía lo catalogó como un excéntrico —dijo—. Me permitieron revolver sus cosas y llevarme lo que quisiera. Así es como conseguí esto.
Jennings se incorporó y fue hacia la sala de estar, seguido por Thorn. Allí el fotógrafo levantó la carpeta, dejando caer su contenido sobre la mesa.
—El primer elemento es un diario —dijo, tomando un librito, muy manoseado, del montón—. No habla de él, sino de usted. Sus movimientos. Cuándo salía de su oficina, los escenarios de sus conferencias…
—¿Puedo verlo?
—Adelante.
Thorn cogió con manos temblorosas el librito y lentamente hojeó las páginas.
—La última anotación indica que usted debía encontrarse con él —siguió Jennings—. En Kew Gardens. Eso está fechado el mismo día en que murió. Me parece que la policía podría haber demostrado más interés de haber sabido eso.
Thorn levantó sus ojos, que se encontraron con los de Jennings.
—Era un loco —dijo Thorn.
—¿Un loco?
El tono de Jennings era amenazador y Thorn se puso en guardia.
—¿Qué quiere usted?
—¿Se encontró con él?
—No.
—Poseo más información, señor embajador, pero usted no se enterará, a menos que me diga la verdad.
—¿Cuál es su interés en este asunto? —preguntó Thorn en un murmullo.
—Deseo ayudarle —contestó Jennings—. Soy su amigo.
Thorn siguió rígido, con sus ojos fijos en Jennings.
—Los elementos realmente importantes están aquí —dijo Jennings señalando la mesa—. ¿Prefiere conversar o prefiere marcharse?
Thorn apretó los dientes.
—¿Qué quiere saber?
—¿Lo vio en el parque?
—Sí.
—¿Qué le dijo?
—Me avisó.
—¿Qué cosa?
—Dijo que mi esposa estaba en peligro.
—¿Qué clase de peligro?
—No fue claro.
—No trate de engañarme.
—No le estoy engañando. No tenían sentido sus palabras.
Jennings retrocedió, observando, con mirada de duda, a Thorn.
—Era algo de la Biblia —agregó Thorn—. Era un versículo, pero no lo recuerdo. Pensé que estaba loco, porque no pude entenderlo. Le estoy diciendo la verdad. No lo recuerdo y no pude entenderlo.
Jennings parecía escéptico, mientras Thorn se inquietaba bajo su mirada.
—Creo que debería confiar en mí —dijo Jennings.
—Dijo que tenía más información.
—No, hasta que usted hable más.
—No tengo nada más que decir.
Jennings asintió con la cabeza, aceptando, y buscó entre las cosas que había sobre la mesa. Encendió una lamparita que pendía desnuda del cielorraso y encontró el recorte de un periódico, que le pasó a Thorn.
—Es de una revista que se llama Astrologer’s Monthly. Un informe, redactado por un astrólogo, sobre lo que él considera un “fenómeno inusual”. Un cometa que tomó la forma de una estrella brillante. Como la estrella de Belén, hace dos mil años.
Thorn estudió el artículo, enjugándose el sudor de su labio superior.
—Sólo que esto ocurrió en el otro lado del mundo —continuó Jennings—. El continente europeo. Hace cuatro años. El 6 de junio, para ser exactos. ¿No le dice nada esa fecha?
—Sí —respondió Thorn con voz ronca.
—Entonces reconocerá este segundo recorte —replicó Jennings, cogiendo otro papel del montón—. Corresponde a la última página de un periódico de Roma.
Thorn lo cogió y lo reconoció de inmediato. Katherine lo tenía en su cuaderno de recortes.
—Es el anuncio del nacimiento de su hijo. Eso también ocurrió el 6 de junio, hace cuatro años. Yo llamaría a eso una coincidencia, ¿verdad?
Las manos de Thorn temblaban ahora. Los papeles se agitaban tanto que no podía leerlos.
—¿Su hijo nació a las seis de la mañana?
Thorn se volvió hacia Jennings, con los ojos llenos de angustia.
—Estoy tratando de descifrar la marca que aparece en el muslo del sacerdote. Los tres 6. Creo que tiene relación con su hijo. El sexto mes, el sexto día…
—Mi hijo ha muerto —estalló Thorn—. ¡Mi hijo está muerto! ¡No sé de quién es hijo el niño que estoy criando!
Se llevó las manos a la cabeza y giró hacia la oscuridad, respirando en forma anhelante, mientras Jennings lo observaba.
—Si no le molesta, señor Thorn —dijo Jennings con calma—, me gustaría ayudarlo a investigar.
—No —gruñó Thorn—. Éste es mi problema.
—Se equivoca, señor —replicó Jennings con tristeza—. Es mi problema, también.
Thorn se volvió hacia el fotógrafo y sus ojos se encontraron. Jennings fue lentamente hacia el cuarto oscuro y reapareció con una última foto en las manos. Se la pasó a Thorn.
—Había un pequeño espejo en un rincón del cuarto del sacerdote —dijo Jennings con dificultad—. Ocurrió que capté mi propia reflexión en él cuando tomé una de las fotos.
Los ojos de Thorn se posaron en la foto y su rostro denotó alarma.
—Un efecto poco frecuente —dijo Jennings—. ¿No le parece?
Acercó la lamparita a Thorn, para que éste pudiera ver mejor. Allí, en la fotografía del cuarto de Brennan, había un pequeño espejo, en un rincón apartado, que reflejaba a Jennings con la cámara frente al rostro. No había nada de extraño en el hecho de que un fotógrafo tome su propia reflexión en un espejo, pero en este caso había algo que faltaba. Era el cuello de Jennings. La cabeza estaba separada del cuerpo por una mancha brumosa.