8

Para Edgar Brennan, la vida en la tierra pudo no haber sido peor que la del purgatorio. Por esa razón, él, como muchos otros, se había unido a los brujos de Roma. Había nacido en Irlanda, hijo de un pescador que murió cerca de las costas de Terranova mientras pescaba bacalao. El recuerdo de su niñez era el olor del pescado, que rodeaba, como la costra de una enfermedad, a su madre. En efecto, ella había muerto de una infección que contrajo por comer pescado crudo, cuando su debilidad ya no le permitía procurarse leña. Huérfano a los ocho años, Brennan fue llevado a un monasterio. Allí, golpeado por los monjes hasta que confesó sus pecados, fue salvado. Cuando tenía diez años lo habían consagrado a Cristo, pero en ese momento su espalda estaba marcada ya por el acto de penitencia que fue necesario para que el Señor, finalmente, entrara en su existencia.

Con el temor de Dios, literalmente infundido en él a golpes, dedicó su vida a la Iglesia. Permaneció ocho años en el seminario, donde estudió la Biblia noche y día. Leía acerca del amor y de la ira de Dios, y a los veinticinco años se dedicó a recorrer el mundo, para salvar almas de los fuegos del Infierno. Se convirtió en un misionero y fue primero a España y luego a Marruecos, predicando la palabra del Señor. De Marruecos se trasladó al extremo sudeste de África, donde había paganos que convertir. Y los convirtió de la misma manera como lo habían convertido a él. Les pegaba, tal como le habían pegado, y llegó a darse cuenta de que, en el calor del éxtasis religioso, el dolor que infligía le procuraba placer sexual. Entre los jóvenes africanos convertidos, uno llegó a venerarlo. Y ambos compartieron el placer carnal, violando las leyes primitivas del Hombre y de Dios. El nombre del muchacho era Tobu y pertenecía a la tribu kikuyu. Cuando Brennan y él fueron sorprendidos juntos, el joven fue mutilado ceremonialmente: le abrieron el escroto y le seccionaron los testículos, obligándole a comérselos en presencia de sus hermanos guerreros. Brennan logró escapar de milagro y en Somalia tuvo noticias de que los kikuyu habían capturado a un fraile franciscano y lo habían desollado vivo, en su lugar. Y después de desollarlo, lo obligaron a caminar hasta que cayó muerto.

Brennan huyó a Djibuti, luego a Aden y, finalmente, a Yakarta, sintiendo sobre sí la ira de Dios en cuantos lugares estaba. La muerte lo perseguía castigando a los que lo rodeaban y Brennan temió que en cualquier momento él sería el próximo. Sabía muy bien, por los textos bíblicos, de la ira de un Dios escarnecido. Y se movió rápidamente buscando protección contra lo que sabía que, inexorablemente, le llegaría. En Nairobi, conoció al encantador padre Spilletto y le confesó sus pecados. Spilletto prometió protegerlo y lo llevó a Roma. Y en Roma lo adoctrinaron en el dogma del Infierno. Los satanistas poseían un santuario donde el juicio de Dios no existía. Vivían para el placer del cuerpo y Brennan compartió el suyo con otros que practicaban ese placer. Formaban una comunidad de proscritos que, juntos, podían ignorar al resto de los humanos. Se adoraba al Demonio, mediante la profanación de Dios.

La secta estaba compuesta principalmente por miembros de la clase obrera, pero unos pocos eran profesionales de alta posición. En apariencia, todos llevaban vidas respetables. Ésa era su arma más valiosa para utilizarla contra los que adoraban a Dios. Era misión de ellos crear temores y tumultos, y excitar al hombre contra sus hermanos, hasta que llegara el tiempo de Satán. Pequeños grupos, llamados Fuerzas de Trabajo, se dedicaban a provocar el caos, siempre que les era posible. La secta de Roma era la responsable de buena parte de los disturbios que se producían en Irlanda, donde empleaban el sabotaje para enfrentar a católicos y protestantes y aventar los fuegos de la guerra religiosa. Dos monjas irlandesas, conocidas dentro de la secta como B’aalock y B’aalam, habían orquestado los estallidos de bombas en Irlanda. La conocida como B’aalam había muerto por su propia mano. Su cuerpo fue encontrado entre las ruinas, causadas por la explosión de un supermercado y sus restos fueron devueltos a Italia, donde recibieron sepultura en el sagrado suelo de Cerveteri, el antiguo cementerio etrusco, conocido en la actualidad como Cimitero di Sant’Angelo, en las afueras de Roma.

Por su devoción a Satán, B’aalam recibió el honor de ser sepultada debajo del altar de Techulca, el dios-demonio etrusco. Los miembros de las sectas de varias regiones asistieron al funeral, en número de cinco mil. Brennan se sintió impresionado por la ceremonia y, a partir de entonces, inició su actividad política en la secta, tratando de promoverse y de demostrar a Spilletto que era digno de confianza.

La primera demostración de la confianza que merecía se produjo en 1968 cuando, con otro sacerdote, Brennan fue enviado por Spilletto al sudeste de Asia. En Camboya, que estaba en manos de los comunistas, organizó un reducido cuerpo de mercenarios con los que hostilizó el frente del Vietnam del Sur, donde se había acordado un cese del fuego. El Norte culpó de ello al Sur, y el Sur al Norte. Pocos días después de la operación de Brennan, se acababa la paz tan duramente conquistada. La secta creía que ello facilitaría la expansión total del comunismo en el sudeste asiático: Camboya, Laos y Vietnam, además de Thailandia y Filipinas. Se esperaba que en unos pocos años la sola mención de la palabra “Dios” se consideraría una herejía en todo el hemisferio sudeste.

En la secta se hicieron grandes celebraciones y, a su regreso, Brennan se había convertido en un líder de su culto. Los fuegos de la rebelión estaban atizándose en África y, teniendo en cuenta su conocimiento de ese continente, Spilletto envió a Brennan a colaborar en la revolución que, finalmente, llevó al poder a Idi Amín, el insano déspota africano. Si bien Amín no confiaba en Brennan, por tratarse de un blanco, el sacerdote estuvo durante más de un año intrigando, con éxito, para que Amín se impusiera políticamente en la Organización de la Unidad Africana.

En buena medida por los logros de Brennan, la secta de Roma llegó a ser considerada, por los satanistas de todo el mundo, como el centro de la dirección política y del poder espiritual. El dinero empezó a llegarle de todas partes, acrecentando su poderío. La misma Roma era un foco de energía: la sede del catolicismo y del comunismo occidental, el núcleo del satanismo del mundo. En la atmósfera parecía restallar el poder de la secta.

Y en esa época, en el apogeo del poder satánico y de la agitación mundial, aparecieron los símbolos bíblicos que anunciaban el momento en que la Historia de la Tierra cambiaría repentina e irrevocablemente. Por tercera vez desde la formación del planeta, el Maligno entregaría su progenie, confiando su crianza, hasta la madurez, a sus discípulos de la Tierra. Se había ya intentado dos veces, sin éxito. Los perros guardianes de Cristo descubrieron a la Bestia y la mataron antes de que alcanzara el poder. Esta vez no se debía fracasar. El concepto era acertado, el plan estaba trazado a la perfección.

No sorprendió que Spilletto eligiera a Brennan como uno de los tres que debían llevar a cabo el trascendental plan. El pequeño y estudioso sacerdote era leal y eficiente. Cumplía las ordenes, sin la menor duda o remordimiento. Por esa razón su misión sería la más cruel: el asesinato del inocente que, por necesidad, debía morir. A Spilletto le correspondía elegir a la familia sustituta y realizar el cambio del niño. La hermana María Teresa (que era como se llamaba ahora B’aalock) vigilaría la fecundación y ayudaría en el nacimiento. Brennan supervisaría la espantosa tarea ulterior, asegurando que la evidencia desapareciera y fuese sepultada en tierra sagrada.

Brennan entró con ansiedad en el pacto porque vio claramente que su vida pasaría a la Historia. Sería recordado y reverenciado. Él, antaño un huérfano rechazado, y ahora uno de los Elegidos, tenía la posibilidad de entrar en una alianza con el demonio mismo. Pero en los días que precedieron al acontecimiento, algo comenzó a ocurrirle a Brennan. Sus fuerzas empezaron a flaquear. Las cicatrices de su espalda volvieron a dolerle y el sufrimiento se tornaba más intenso cada noche, mientras yacía despierto en la cama intentando desesperadamente dormir. Durante cinco noches se agitó febrilmente, combatiendo perturbadoras ilusiones que atravesaban su mente. Luego tomó pociones de hierbas que le hacían dormir, pero que no consiguieron aquietar las pesadillas que lo acosaban.

Tenía visiones de Tobu, el muchacho africano, que le imploraba ayuda. Vio la forma, sin piel, de un hombre, con las cuencas de los ojos abiertas sobre ligamentos y músculos desnudos, y una boca sin labios que lloraba pidiendo piedad. Brennan se veía a sí mismo como un niño esperando en la costa el regreso de su padre. Luego veía a su madre en su lecho de muerte, pidiendo perdón por morir, por dejarlo tan pequeño y abandonado a su destino. Esa noche despertó gritando, como si fuera su propia madre, pidiendo que lo perdonaran. Y cuando volvió a entrar en el sueño, a su lado apareció la figura de Cristo, asegurándole que sería perdonado. Cristo se veía en toda su belleza juvenil, con su delgado cuerpo lleno aún de cicatrices. Se arrodilló junto a Brennan y le dijo que todavía podía ser bien recibido en el Reino del Cielo. Todo lo que debía hacer era arrepentirse.

Las pesadillas habían conmovido a Brennan. Spilletto percibió la tensión y lo llamó para pedirle explicaciones de su estado. Pero Brennan estaba demasiado implicado ya y sabía que su vida corría peligro si dejaba entrever alguna duda. Por eso aseguró a Spilletto, que seguía ansioso de hacer lo que fuera necesario. Era el dolor de su espalda lo que le molestaba, dijo, y Spilletto le ofreció un frasco con pastillas que lo aliviarían. Desde entonces, hasta que llegó el momento, Brennan descansaba en un estado de tranquilidad producido por la droga, y las inquietantes visiones de Cristo no volvieron a perseguirlo.

La noche del seis de junio. El sexto mes, el sexto día, la hora sexta. Ocurrieron cosas que acompañarían a Brennan hasta el fin de sus días. En medio del parto, la madre transitoria había empezado a aullar. La hermana Teresa la silenció con éter, cuando su monstruosa progenie emergió del vientre. Brennan completó la tarea de la hermana, con la piedra que Spilletto le había dado. Destrozó la cabeza del animal hasta convertirla en papilla. Lo que le sirvió de ensayo para lo que habría que hacerle al niño humano. Pero cuando le trajeron a la criatura humana recién nacida, Brennan dudó porque se trataba de un niño de belleza poco común. Miró fijamente a los dos niños que estaban uno junto al otro: uno cubierto de sangre y lleno de pelo. El otro blanco, suave, hermoso, con sus ojos vueltos hacia arriba en una mirada de absoluta confianza. Brennan sabía lo que había que hacer y lo hizo, pero no bien. Hubo que hacerlo de nuevo y el sacerdote sollozaba mientras abría la caja, para volver a golpear al hijo de Thorn. Por un instante tuvo el impulso de aferrar al niño entre sus brazos, y salir corriendo en busca de un lugar seguro. Pero vio que el niño ya estaba herido, irreparablemente mutilado, y la piedra volvió a golpear con fuerza. Repetidamente. Hasta que no hubo ningún sonido y el cuerpo quedó inmóvil.

En la oscuridad de esa noche nadie vio las lágrimas que corrieron por el rostro de Brennan. En realidad, a partir de esa noche nadie de la secta volvió a verlo nunca. Huyó de Roma a la mañana siguiente y vivió, en la oscuridad, durante cuatro años. Fue a Bélgica, donde trabajó entre los pobres y consiguió emplearse en una clínica, donde tuvo acceso a las drogas que necesitaba no sólo para mitigar el dolor de su espalda sino para combatir los recuerdos de lo que había hecho, que lo acosaban constantemente. Vivía solo, sin hablar con nadie y, poco a poco, fue enfermando. Cuando, finalmente, ingresó en un hospital, muy pronto se confirmó el diagnóstico. El dolor de su espalda lo causaba un tumor maligno, imposible de operar por su posición en la espina dorsal.

Brennan sabía ahora que iba a morir y era eso lo que lo inducía a buscar el perdón del Señor. Cristo era misericordioso. Cristo lo perdonaría y Brennan se mostraría digno de su perdón, intentando reparar lo que había hecho.

Reunió las pocas fuerzas que le quedaban y viajó a Israel, llevando consigo cinco ampollas de morfina para paliar el dolor de su espalda. Buscaba a un hombre llamado Bugenhagen, un nombre vinculado con el de Satán casi desde el comienzo del tiempo. Fue un Bugenhagen quien, en el año 1092, descubrió la primera progenie de Satán e ideó un método para matarla. Fue también un Bugenhagen, en 1710, quien encontró la segunda y la combatió, impidiéndole la obtención de todo poder terrenal. Eran unos fanáticos religiosos los perros guardianes de Cristo, que tenían como misión impedir al Maligno caminar por la superficie de la Tierra.

Brennan necesitó siete meses para encontrar al último descendiente de los Bugenhagen, porque vivía en la oscuridad, oculto en una fortaleza bajo la superficie de la tierra. Allí, Bugenhagen, como Brennan, esperaba la muerte, atormentado por los achaques de la edad y el dolor de haber fracasado. Como muchos otros, había comprendido que el momento había llegado, pero no consiguió impedir que el hijo de Satán se presentara en la Tierra.

Brennan pasó seis horas con el anciano, narrándole la historia y su intervención en el nacimiento. Bugenhagen escuchaba con desesperación, mientras el sacerdote le rogaba que interviniera, porque él no podía hacerlo. Estaba recluido en su fortaleza y no se atrevía a salir al exterior. Alguien que tuviera acceso directo al niño debía ser llevado ante él.

Temiendo que el tiempo que le quedaba era muy corto, Brennan fue a Londres, para encontrarse con Thorn y convencerlo de lo que se debía hacer. Rogaba que Dios lo estuviera observando, pero temía que Satán estuviera haciendo otro tanto. Mas no ignoraba los manejos del Demonio y tomó todas las precauciones para conservar vida y aliento hasta que pudiera encontrar a Thorn y contarle la historia. Si lograba eso, sabía que sería absuelto de sus pecados y admitido en el Reino del Cielo.

Alquiló un apartamento en el Soho y lo convirtió en una fortaleza tan segura como una iglesia. Su armamento fueron las Escrituras. Cubrió cada centímetro de las paredes, e incluso de las ventanas, con páginas arrancadas de la Biblia. Y necesitó setenta ejemplares para completar el trabajo. Colgó cruces en todas partes, en todos los ángulos. Brennan no salía nunca, a menos que su crucifijo, recubierto con partículas de espejo, pudiera reflejar la luz del sol, cuando pendía de su cuello.

Pero advertía que su objetivo era difícil de alcanzar y, entretanto, el dolor de su espalda lo iba consumiendo. El único encuentro con Thorn, en la oficina de éste, fue un fracaso. Había atemorizado al embajador y fue despedido rápidamente. Ahora lo seguía a todas partes y su desesperación crecía. Un día, Brennan estaba parado observando al embajador, desde el otro lado del acordonamiento de protección, mientras Thorn y un grupo de dignatarios inauguraban un emplazamiento para viviendas en una zona pobre de Chelsea.

—Estoy orgulloso de inaugurar este proyecto… —gritaba Thorn al centenar de personas congregadas— ya que representa la voluntad, de la comunidad, de mejorar la calidad de vida.

Y, después de esas palabras, hundió una pala en la tierra. Una pequeña banda de músicos atacó una polca, mientras Thorn y el grupo de dignatarios se acercaron a la cadena que servía de protección, para estrechar las manos de las personas que estaban del otro lado y que se esforzaban por tener ese honor. Thorn era un hábil político, un hombre que gustaba de la adulación. Mientras caminaba a lo largo de la cadena hizo lo posible por estrechar cada una de las ansiosas manos, e incluso se inclinó para recibir un beso. Pero de pronto se sobresaltó. Una mano lo alcanzó con repentina violencia y lo aferró con fuerza de la pechera de la camisa, atrayéndolo hacia sí.

—Mañana —jadeó Brennan, ante los ojos atemorizados del embajador—. A la una en punto, en Kew Gardens…

—¡Suélteme! —exigió Thorn con un hilo de voz.

—Cinco minutos. No volverá a verme.

—Suélteme…

—Su esposa está en peligro. Morirá, a menos que usted acuda mañana.

Mientras Thorn se incorporaba, el sacerdote se marchó rápidamente. El embajador quedó aturdido, mirando rostros extraños, mientras las cámaras fotográficas tomaban su imagen.

Thorn había estado planteándose qué debía hacer con el sacerdote. Podía simplemente enviar, en su lugar, a la policía, que llevaría a Brennan a la cárcel. Pero el cargo sería el de persecución, y Thorn, como querellante debería comparecer. Se interrogaría al sacerdote y el asunto cobraría carácter público. Los periódicos se congratularían y explotarían los desvaríos de un loco. Thorn no podía permitírselo. Ni ahora ni nunca. No había manera de saber lo que el sacerdote tenía que decirle. Su obsesión era el nacimiento del niño. Resultaba una lamentable coincidencia el hecho de que se tratara de un asunto en el que Thorn tenía algo que ocultar. Como alternativa a la policía, tal vez Thorn podría enviar un emisario para que llegara a un acuerdo con el sacerdote o para conminarlo a desaparecer. Pero eso también implicaba la participación de otra persona.

Pensó en Jennings, el fotógrafo, y estuvo a punto de llamarlo para decirle que había encontrado al hombre que él, Jennings, estaba buscando. Pero tampoco eso serviría. Nada podía ser más peligroso que implicar en el asunto a un hombre de la prensa. Sin embargo, necesitaba encontrar alguien a quien recurrir. Alguien con quien pudiera compartir el asunto. Porque, en verdad, se sentía asustado. Le inquietaba lo que el sacerdote podía decirle.

Thorn condujo su automóvil esa mañana, explicándole a Horton que deseaba estar un rato a solas. Estuvo dando vueltas toda la mañana y evitó la embajada, por temor de que le preguntaran dónde almorzaría. Se le ocurrió que simplemente podría ignorar la petición del sacerdote y que su desaire terminaría por hacerle perder interés en el asunto y desaparecer. Pero eso tampoco lo satisfacía, porque Thorn mismo deseaba el encuentro. Necesitaba encarar al hombre y escuchar todo lo que tuviera que decirle. Había dicho que Katherine estaba en peligro, que moriría a menos que él acudiera a la cita. No era posible que Katherine estuviera en peligro, pero le dolía a Thorn que también ella se hubiese convertido en un punto focal en la mente de aquel loco.

Thorn llegó a las doce treinta, estacionó al borde de la calle y esperó tenso en su coche. El tiempo pasó con lentitud, mientras escuchaba las noticias. Se dio una lista de países en los que se habían producido disturbios. España, Laos, Irlanda, Angola, Zaire, Israel, Thailandia. Se podía cerrar los ojos, poner un dedo en el mapa y tener la seguridad de hallarse a algunos centímetros, a lo sumo, de una zona efervescente. Parecía que cuanto más largo se hacía el tiempo del hombre sobre la Tierra, menores eran las perspectivas de habitarla. Las bombas superdestructoras eran una realidad y el día menos pensado podían estallar. El plutonio, subproducto de la energía nuclear, estaba ahora al alcance de todos y, con él, incluso los países más pequeños podrían armarse para la guerra atómica. Algunos se inclinaban por la destrucción suicida. No perderían nada si en su atrocidad eliminaban al resto del mundo. Thorn pensó en el Desierto del Sinaí, la Tierra Prometida. Se preguntaba si Dios sabía, cuando se la prometió a Abraham, que era allí donde estallaría la bomba apocalíptica.

Miró el reloj del cuadro de mandos del automóvil. Era la una en punto. Reunió sus fuerzas y entró lentamente en el parque. Se había puesto un impermeable y gafas oscuras, para que no lo reconocieran, pero esos mismos detalles aumentaban su ansiedad, mientras buscaba la figura del sacerdote. Lo divisó y sintió que su sangre se helaba. Debió combatir el impulso de no seguir avanzando. Brennan estaba solo en un banco, de espaldas a él. Thorn habría podido fácilmente marcharse sin que lo viera. Pero decidió dar una vuelta para acercarse de frente al sacerdote.

Brennan se sobresaltó ante la súbita aparición de Thorn. Su rostro estaba tenso y bañado en sudor, como si sufriera un dolor insoportable. Por un largo momento se miraron en silencio.

—Debí haber venido con la policía —dijo Thorn.

—Ella no podría ayudarle.

—Adelante. Diga lo que tenga que decir.

Los ojos de Brennan se agitaron y sus manos empezaron a temblar. Era evidente que estaba realizando un gran esfuerzo para combatir un dolor.

—Cuando los judíos regresen a Sión… —murmuró.

—¿Qué?

—… Cuando los judíos regresen a Sión. Y un cometa ocupe el cielo. Y surja el Sacro Imperio Romano. Entonces usted y yo… debemos morir.

El corazón de Thorn dio un brinco. El hombre estaba loco. Estaba recitando un versículo, con el rostro tenso y como en trance, y la voz elevada en estridente intensidad.

—Del Mar Eterno él se levanta. Creando ejércitos en cada orilla. Volviendo al hombre contra su hermano. ¡Hasta que el hombre ya no exista!

Thorn lo miró, mientras el sacerdote temblaba, esforzándose por hacerse oír.

—¡El Apocalipsis lo predijo todo! —consiguió articular.

—No he venido a oír un sermón religioso.

—Mediante una personalidad humana, que esté bajo su total dominio, Satán lanzará su ofensiva más formidable y final. Libro de Daniel, de Lucas…

—Usted dijo que mi esposa estaba en peligro.

—Vaya al pueblo de Meguido —rogó Brennan—. En la antigua ciudad de Jezreel. Vea allí al anciano Bugenhagen. Sólo él puede describir de qué manera el niño debe morir.

—¿Cómo…?

—Aquel que no sea salvado por el cordero será destrozado por la bestia.

—¡Basta!

Brennan quedó silencioso, con el cuerpo encorvado, mientras con una mano temblorosa trataba de enjugar el sudor que bañaba sus cejas.

—He venido —dijo Thorn en tono sereno— porque usted dijo que mi esposa estaba en peligro.

—Tuve una visión, señor Thorn.

—Usted dijo que mi esposa…

—¡Ella está encinta!

Thorn quedó silencioso, sorprendido.

—Usted se equivoca.

—Sí, está encinta.

—No lo está.

—Él no permitirá que el niño nazca. Lo matará mientras se forma en el vientre.

El sacerdote se quejó, atacado otra vez por un dolor violento.

—¿De qué está hablando? —le preguntó Thorn con tono airado.

—¡De su hijo, señor Thorn! ¡Del hijo de Satán! Él matará al niño que aún no ha nacido y luego matará a su esposa. Y cuando esté seguro de heredar todo lo que es suyo, entonces ¡lo matará a usted!

—¡Basta!

—… Y con su fortuna y su poder establecerá su falso Reino aquí en la Tierra, para recibir las órdenes directamente de Satán.

—Usted está loco —murmuró Thorn.

—¡Él debe morir, señor Thorn!

El sacerdote sollozó y una lágrima se deslizó de sus ojos; Thorn lo miró, incapaz de moverse.

—Por favor, señor Thorn… —imploró el sacerdote.

—Usted me pidió cinco minutos.

—Vaya al pueblo de Meguido —suplicó Brennan—. ¡Vea a Bugenhagen, antes de que sea demasiado tarde!

Thorn sacudió la cabeza y apuntó un dedo tembloroso hacia el sacerdote.

—Lo he escuchado. Ahora… —advirtió— quiero que usted me escuche a mí. Si alguna vez vuelvo a verlo… lo haré arrestar.

Thorn empezó a alejarse, mientras Brennan lo llamaba, con los ojos llenos de lágrimas.

—¡Me verá en el infierno, señor Thorn! ¡Allí compartiremos nuestra sentencia!

Un momento después, Thorn había desaparecido ya. Brennan quedó solo, con la cabeza entre las manos. Permaneció allí varios minutos, tratando de contener las lágrimas, pero fue imposible. Todo había terminado con su fracaso.

Se incorporó lentamente y miró a su alrededor. El parque estaba vacío y tranquilo ahora. Pero esta calma le parecía un tanto ominosa. Brennan sintió que se encontraba en un vacío, mientras el aire contenía su aliento. Luego empezó a oír apenas el sonido. Parecía lejano al principio, casi pura imaginación, pero gradualmente fue creciendo en intensidad hasta que llenó la atmósfera que rodeaba al sacerdote. Era el sonido del OHM. A medida que iba aumentando su intensidad, Brennan aferró su crucifijo y su respiración se tornó anhelante, mientras miraba con temor a su alrededor. El cielo se estaba oscureciendo y empezó a levantarse una brisa que fue acentuándose rápidamente hasta que las ramas de los árboles fueron sacudidas con violencia.

Aferrando su cruz con ambas manos, Brennan empezó a caminar, buscando la seguridad de la calle. Pero allí el viento pareció precipitarse sobre él. Papeles y residuos se arremolinaban a sus pies, mientras jadeaba y una fuerte ráfaga le daba de lleno en la cara. Al otro lado de la calle veía una iglesia, pero cuando descendió el borde de la acera, el viento se lanzó de nuevo contra él, con toda su fuerza. Brennan tuvo que realizar un gran esfuerzo para resistirlo e iniciar su marcha hacia el lugar seguro. El sonido del OHM resonaba ahora en sus oídos, mezclado con el aullido del viento. Gemía de cansancio, mientras se esforzaba por avanzar con la visión oscurecida por una nube de polvo en movimiento. Ni vio ni oyó el camión que se acercaba. Sólo le llegó el ruido de los enormes neumáticos cuando el vehículo se desvió a pocos centímetros de él, precipitándose sobre una hilera de automóviles estacionados contra los que chocó.

De pronto cesó el viento y apareció gente que gritaba y corría hacia el camión que acababa de chocar, en el que la cabeza del conductor asomaba flojamente, sangrante, contra la ventanilla. El retumbar de un trueno atravesó el cielo y Brennan se detuvo en el centro de la calle, gimiendo de temor. La luz de un relámpago iluminó el cielo por encima de la iglesia y Brennan retrocedió, volviendo al parque. Tras un trueno, la lluvia empezó a caer y Brennan corrió desesperado, mientras los relámpagos se sucedían a su alrededor y un enorme árbol casi se desmoronó a su paso. Gritando de temor, cayó en el barro y luchó por volver a incorporarse, mientras un rayo destrozaba un banco del parque, que quedó ardiendo cerca del sacerdote. Dio vueltas y atinó a atravesar un grupo de arbustos por donde salió a una calle lateral. Otro rayo cayó y golpeó un buzón próximo a Brennan, derribándolo.

Sollozando, el pequeño sacerdote se incorporó y avanzó vacilante, con los ojos vueltos hacia el airado cielo. La lluvia caía con fuerza, golpeando su rostro. La ciudad se veía desdibujada a través del traslúcido velo de agua. En todo Londres la gente corría buscando refugio y las ventanas se cerraban. A seis manzanas del parque una maestra estaba tratando, con una larga vara, de cerrar la ventana, mientras sus pequeños alumnos la observaban y oían el fuerte ruido de la lluvia. Ella jamás había oído hablar del padre Brennan ni sabía que su propio destino se vincularía con el de él. Pero en ese momento, por las resbaladizas calles, Brennan estaba avanzando inexorablemente hacia ella. Respirando con dificultad, caminaba al azar por pequeños callejones, huyendo de la furia que lo perseguía. Los relámpagos se veían lejanos ahora, pero las fuerzas de Brennan lo estaban abandonando y su corazón parecía punzarle las entrañas, mientras doblaba una esquina y se detenía frente a un edificio, con la boca abierta tratando desesperadamente de respirar. Sus ojos estaban fijos en el lejano parque, donde los relámpagos y los truenos se sucedían. Ni pensó en mirar hacia arriba, donde se produjo un movimiento repentino. Desde una ventana del tercer piso cayó una larga vara escapada de las manos de una mujer que había intentado, en vano, impedirlo. Se desplomó, con su punta de metal atravesando el aire como si fuese una jabalina. Atravesó la cabeza del sacerdote y penetró en su cuerpo, dejándolo clavado en la tierra cubierta de hierba.

Brennan quedó suspendido, con los brazos en jarras, como un títere después de la función.

En todo Londres, la lluvia de verano cesó repentinamente.

Desde el tercer piso de una escuela, una maestra sacó la cabeza por la ventana y empezó a gritar. En la calle, en el otro lado del parque, un grupo de personas retiraba el cuerpo muerto del conductor del camión que había chocado. En la frente se veía la marca ensangrentada que había dejado el volante contra el que se estrelló.

Mientras las nubes se abrían y los rayos del sol volvían a brillar apaciblemente, un grupo de niñitos se reunieron con silenciosa extrañeza alrededor de la figura de un sacerdote sostenido tiesamente por una vara. De su sombrero caían gotitas de lluvia que corrían sobre un rostro helado en una expresión de boquiabierto azoramiento. Una mosca zumbó alrededor del sacerdote y se posó en sus labios entreabiertos.

A la mañana siguiente, Horton recogió el periódico que estaba junto al portón de entrada y lo llevó a la sala soleada donde Katherine y Thorn estaban tomando el desayuno. Cuando se retiraba, Horton observó que el rostro de la señora Thorn aparecía enjuto y tenso. Ya hacía semanas que se la veía así, y él sospechaba que ello tenía algo que ver con sus idas regulares a Londres para ver al médico. Al principio, había pensado que las visitas a las que él mismo la llevaba tenían que ver con su salud física, pero un día leyó el registro de inquilinos del edificio y supo que el doctor Greer era un psiquiatra. Horton no había sentido nunca necesidad de un psiquiatra y tampoco conocía a nadie que lo hubiera necesitado, pero tenía la sensación de que sólo servían para enloquecer a la gente. La prensa da cuenta, a menudo, de atrocidades cometidas, y en estas informaciones se añade, también frecuentemente, que el autor de dichas atrocidades acababa precisamente de visitar a un psiquiatra. La causa y el efecto eran muy evidentes. Ahora, mientras observaba a la señora Thorn, la teoría de Horton sobre la psiquiatría se estaba confirmando. Por alegre que ella pareciera en el viaje hacia la ciudad, se mostraba silenciosa y retraída cuando volvía al hogar.

Desde que empezaron las visitas, su estado de ánimo se había ido deteriorando y ahora Katherine sufría una gran tensión. Su relación con el personal de la casa se limitaba a breves órdenes y con su hijo se había cortado casi por completo. Lo triste del caso era que el niño mismo había empezado a necesitarla. Las semanas en que ella intentó conquistar el cariño del niño habían tenido su efecto. Pero, ahora, cuando Damien la buscaba no podía encontrarla.

Para la propia Katherine, la terapia había sido verdaderamente perturbadora, porque había conseguido rasgar la superficie de sus temores y encontró debajo un enorme pozo de ansiedad y desesperación. La vida que ella llevaba estaba cargada de confusión. Sentía que ya no sabía quién era. Recordaba lo que ella era antes y lo que fueran sus deseos, pero todo ello había desaparecido ahora y no podía imaginar un futuro. Las cosas más simples la llenaban de temor: el timbre del teléfono, el reloj del horno que emitía su sonido, la tetera que silbaba como si exigiese que se la atendiera. Estaba llegando a un punto en que simplemente no podía hacer frente a nada y vivir le exigía cada día un enorme coraje.

Ese día le demandaba más coraje que la mayoría, porque había descubierto algo que exigía acción. Le requería el tipo de enfrentamiento con su esposo, que ella temía, y, para completar su angustia, estaba su hijo. El niño se había acostumbrado a andar a su alrededor por las mañanas, tratando de llamar su atención. Ese día estaba haciendo rodar ruidosamente un coche sobre el piso de la sala, golpeando una y otra vez contra la silla de Katherine e imitando el sonido de una locomotora.

—¡¡¡Señora Baylock!!! —gritó Katherine.

Thorn, que estaba sentado frente a ella y abría el periódico, quedó impresionado por el fastidio que delataba su tono.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Damien. No puedo soportar ese ruido.

—No es para tanto…

—¡Señora Baylock! —insistió ella.

La pesada mujer entró casi corriendo.

—¿Señora?

—Lléveselo —ordenó Katherine.

—Está jugando —objetó Thorn.

—¡Dije que se lo lleve!

—Sí, señora —replicó la señora Baylock.

Ella cogió a Damien de la mano y lo sacó de la sala. Mientras se marchaba, el niño volvió la mirada hacia su madre, con los ojos llenos de dolor. Thorn lo vio y miró con tristeza a Katherine. Ella siguió comiendo, evitando los ojos de él.

—¿Para qué hemos tenido un hijo, Katherine?

—Nuestra imagen —replicó ella.

—¿Qué?

—¿Cómo podíamos no tener un hijo, Robert? ¿Quién oyó hablar nunca de una hermosa familia que no tenga un hermoso hijo?

Thorn absorbió las palabras de ella, en silencio, sorprendido por su tono.

—Katherine…

—Es verdad, ¿no? Nunca pensamos cómo sería criar un hijo. Sólo pensábamos cómo serían nuestras fotos en los periódicos.

Thorn la miró confundido; ella le devolvió una mirada firme.

—Es verdad, ¿no?

—¿Es esto lo que está haciendo tu médico contigo?

—Sí.

—Entonces creo que será mejor que hable con él.

—Sí, él tiene algo que conversar contigo, también.

Su manera era directa y fría. Thorn instintivamente temía lo que ella iba a decir.

—¿De qué se trata? —preguntó.

—Tenemos un problema, Robert.

—¿Sí?

—No quiero tener más hijos. Nunca más.

Thorn escrutó su rostro, esperando que siguiera.

—¿Está bien? —preguntó ella.

—Si es eso lo que tú deseas… —replicó él.

—Entonces estarás de acuerdo en que me hagan un aborto.

Thorn sintió que su sangre se había helado. Quedó boquiabierto, atontado.

—Estoy embarazada, Robert. Lo descubrí ayer por la mañana.

Se produjo un silencio. La cabeza de Thorn era un torbellino.

—¿Me oíste? —preguntó Katherine.

—¿Cómo pudo ser? —murmuró Thorn.

—A veces, los anticonceptivos fracasan.

—¿Estás embarazada? —preguntó él débilmente.

—De poco tiempo.

Thorn había empalidecido y sus manos temblaban mientras clavaba los ojos en la mesa.

—¿Se lo dijiste a alguien? —preguntó.

—Sólo al doctor Greer.

—¿Estás segura?

—¿De que no quiero que siga?

—De que estás embarazada.

—Sí.

Thorn quedó inmóvil, con la mirada fija en el espacio. Junto a él sonó el teléfono y mecánicamente lo atendió.

—¿Sí? —Se detuvo, porque no reconocía la voz—. Sí, soy yo. —Sus ojos parecieron intrigados y miró a Katherine—. ¿Qué? ¿Quién es? ¡Hable! ¡Hable!

La persona que había llamado cortó. Thorn se quedó sentado inmóvil, con los ojos llenos de alarma.

—¿Qué pasaba? —preguntó Katherine.

—Algo sobre los periódicos…

—¿Qué hay con los periódicos?

—Alguien me llamó… y me dijo… que los “leyera” hoy.

Miró el periódico plegado frente a él y lentamente lo abrió, estremeciéndose cuando sus ojos vieron la foto de la primer plana.

—¿Qué ocurre? —preguntó Katherine—. ¿Qué pasa?

Pero Thorn no supo qué contestar y ella tomó el periódico, hallando el objeto de la mirada. Era la foto de un sacerdote atravesado por una vara de cerrar ventanas. El epígrafe decía: SACERDOTE MUERTO EN EXTRAÑA TRAGEDIA.

Katherine miró a su esposo y vio que estaba temblando; confundida, le cogió la mano, que estaba fría.

—Robby.

Thorn se incorporó, tenso, y se alejó de la sala.

—¿Lo conocías? —preguntó Katherine.

Pero él no respondió. Katherine volvió a mirar la foto y, mientras leía el artículo, oyó el ruido del automóvil de Thorn, que se ponía en marcha y se alejaba.

“Para la señora James Akrewian, maestra de tercer grado de la Escuela Industrial de Bishop, el día había comenzado como cualquier otro. Era viernes y, cuando empezó la lluvia, estaba enseñando a sus alumnos a leer en voz alta. Si bien la lluvia no entraba por la ventana, la maestra trató de cerrarla para disminuir el ruido. Se había quejado muchas veces de las anticuadas ventanas porque no podía alcanzar las más altas y tenía que subirse a un banco, incluso sirviéndose de la pértiga. Incapaz de establecer contacto entre el anillo de metal de la ventana y el gancho de la pértiga, sacó ésta hacia afuera, intentando alcanzar la parte inferior de la ventana y atraerla hacia dentro. La pértiga se escapó de la mano de la maestra, cayendo sobre un transeúnte que probablemente se estaba guareciendo de la lluvia. La identidad del difunto es mantenida en secreto por la policía, hasta tanto se notifique a los parientes.”

Katherine no pudo descubrir nada en el artículo y llamó al despacho de Thorn, dejando el mensaje de que la llamara tan pronto como regresase. Aparentemente, nunca volvió, porque, hacia el mediodía, aún no la había llamado. Luego Katherine llamó a Greer, su psiquiatra, que estaba muy ocupado y no pudo atenderla. Su última llamada fue al hospital, para tratar del aborto.