7

El discurso de Thorn a los hombres de negocios tuvo lugar en el Hotel Mayfair. Hacia las siete de la tarde, la sala para congresos del hotel estaba colmada. Thorn había dicho a sus ayudantes que deseaba se hiciera alguna publicidad al asunto, de modo que ellos enviaron una gacetilla a los periódicos de la tarde, y fue tanta la gente que acudió que muchos no pudieron entrar. Estuvieron no sólo los invitados especiales sino muchísimos periodistas, e incluso un grupo de gentes de la calle a las que se permitió escuchar la conferencia, de pie, al extremo del salón. El Partido Comunista se interesaba por Thorn y en dos ocasiones había enviado representantes a molestarlo e interrumpirlo cuando el embajador habló al aire libre. Thorn esperaba que no se presentasen esa noche.

Cuando se acercaba al escritorio desde donde pronunciaría su discurso, Thorn notó que entre un pequeño grupo de fotógrafos estaba agazapado aquel cuya cámara él mismo, en persona, había roto frente a la embajada. El fotógrafo le sonrió, mostrándole en alto una nueva cámara. Thorn le devolvió la sonrisa y apreció el gesto conciliador. Luego esperó a que el público guardase silencio e inició su alocución. Habló de la estructura económica mundial y de la importancia del Mercado Común. En toda sociedad, dijo, incluso las prehistóricas, el mercado era el territorio común, el igualador de la riqueza, el crisol de distintas culturas. Cuando uno necesita comprar y el otro necesita vender, se tiene los componentes básicos de la paz. Cuando uno necesita comprar y el otro se niega a vender, se ha dado el primer paso hacia la guerra. Habló de la comunidad de los hombres, de la necesidad de reconocer que somos hermanos y compartimos una tierra cuyos recursos fueron destinados a todos.

—Estamos todos juntos atrapados en la red de la vida y el tiempo —dijo, citando a Henry Beston—. Somos todos prisioneros del esplendor y del dolor de la tierra.

Era un discurso sugerente y el auditorio bebía cada palabra. Thorn se refirió a los problemas políticos y su relación con la economía, reconociendo los rostros de los árabes entre el público y dirigiéndose directamente a ellos.

—Podemos entender bien la relación de los disturbios con la pobreza —dijo—, pero también debemos tener en cuenta que algunas civilizaciones han sido destruidas por causas derivadas del exceso de lujo.

Thorn estaba ya muy enfervorizado con sus propias palabras. Desde su posición a la altura de los pies del orador, el fotógrafo Jennings enfocó su rostro y empezó a tomar fotos.

—Es una verdad triste e irónica —continuó Thorn—, que se remonta a los tiempos del rey Salomón en Egipto, el hecho de que aquellos nacidos en la riqueza y la posición…

—¡Algo de eso debe saber usted! —gritó una voz desde la parte posterior del salón.

Thorn se detuvo, mirando hacia la oscuridad del auditorio, con ojos entrecerrados. La voz no se volvió a oír y Thorn continuó.

—… que data de los tiempos de los faraones en Egipto, decía, que encontramos que los que nacen en la riqueza y la posición…

—¡Cuéntenos cómo es eso! —volvió a gritar la misma voz. Esta vez se percibió una actitud de fastidio en el auditorio. Thorn se esforzó por ver. Se trataba de un estudiante de barba, vestido con un blue jean, probablemente de la facción comunista—. ¿Qué sabe usted de la pobreza, Thorn? —se mofó—. ¡Usted no tendrá necesidad jamás de trabajar un solo día de su vida!

El público siseó para expresar su resentimiento hacia el joven. Algunos lo insultaban, pero Thorn levantó las manos para pedir calma.

—El joven tiene algo que decir. Oigámoslo.

El joven se adelantó y Thorn esperó que continuara hablando. Lo dejaría vociferar hasta que se hartara.

—Si le preocupa tanto compartir la riqueza, ¿por qué no comparte la suya? —gritó el muchacho—. ¿Cuántos millones tiene? ¿Sabe cuánta gente se está muriendo de hambre? ¿Sabe lo que se podría hacer con el cambio que lleva en los bolsillos? ¡Con lo que le paga a su chófer podría alimentar a una familia de la India durante un mes! ¡Con la hierba que hay en el prado del frente de su casa podría alimentar a la mitad de la población de Bangladesh! ¡Con el dinero que tira en las fiestas para su hijo podría fundar una clínica en el extremo sur de Londres! Si es que va a alentar a la gente a dar su riqueza, ¡veamos un ejemplo! ¡No esté ahí con su traje de cuatrocientos dólares, para decirnos qué es la pobreza!

El ataque era apasionado. Obviamente, el muchacho se había lucido. Del público llegó el sonido de un débil aplauso y fue el turno de Thorn para contestar.

—¿Ha terminado? —preguntó Thorn.

—¿Cuánto dinero tiene usted, Thorn? —gritó el joven—. ¿Tanto como Rockefeller?

—Ni me acerco.

—Cuando Rockefeller fue nombrado vicepresidente, los periódicos mencionaron su renta como de poco más de trescientos millones. ¿Sabe cuánto era el poco más? ¡Treinta y tres millones! ¡Ni valía la pena contarlo! ¡Ése era su dinero suelto, mientras la mitad de la población mundial moría de hambre! ¿No hay algo obsceno en eso? ¿Es que alguien necesita tanto dinero?

—Yo no soy el señor Rockefeller.

—¡Demonio, si llega a serlo!

—¿Me quiere dejar contestar, por favor?

—¡Un niño! ¡Un niño que sufre de hambre! ¡Haga algo por un solo niño que sufre de hambre! ¡Entonces empezaremos a creerle! ¡Sólo llegue con la mano, no con palabras, con la mano, a un niño que sufre de hambre!

—Tal vez ya lo he hecho —replicó Thorn en tono tranquilo.

—¿Dónde está ese niño? —preguntó el muchacho—. ¿Quién es el niño? ¿A quién ha salvado, Thorn? ¿A quién está tratando de salvar?

—Algunos de nosotros tenemos responsabilidades más grandes que la de salvar a un niño que muere de hambre.

—Usted no podrá salvar al mundo, Thorn, hasta que se acerque a ese primer niño que sufre de hambre.

El público estaba ahora de parte del joven. La reacción a sus últimas palabras fue un fuerte aplauso inmediato.

—Estoy en desventaja con usted —dijo Thorn en tono sosegado—. Usted está en la oscuridad lanzándome invectivas…

—¡Qué enciendan las luces, entonces, y gritaré más fuerte!

El público se echó a reír y las luces de la sala empezaron a encenderse. Los periodistas y los fotógrafos se incorporaron rápidamente, dirigiendo su atención a la parte posterior del auditorio. Jennings, el fotógrafo, se maldijo por no tener un teleobjetivo y enfocó a varias cabezas entre las que se encontraba el airado joven.

En el estrado, Thorn estaba sereno, pero cuando las luces se encendieron por completo su ánimo cambió repentinamente. Sus ojos no estaban puestos en el joven sino en otra figura oculta entre las sombras a alguna distancia de aquél. Era la figura de un sacerdote de baja estatura, con un bonete apretado con fuerza en la mano. Era Brennan. Aunque Thorn no pudiera ver sus rasgos, sabía que era él y eso lo dejaba inmóvil.

—¿Qué ocurre, Thorn? —le desafió el joven—. ¿No tiene nada que decir?

La energía de Thorn había desaparecido repentinamente. Una oleada de terror se abatía sobre él, que quedó mudo mientras miraba fijamente hacia las sombras. Desde su lugar, Jennings dirigió su cámara en el sentido de la atemorizada mirada de Thorn y tomó una serie de fotos.

—¡Vamos, Thorn! —insistió el joven—. Ahora me puede ver, ¿qué tiene que decir?

—Creo… —dijo Thorn con voz vacilante—, que sus palabras tienen sentido. Todos deberíamos compartir nuestra fortuna. Trataré de hacer más.

El joven quedó desconcertado. Otro tanto ocurrió con el público. Alguien pidió que se apagaran las luces y Thorn volvió a situarse tras el escritorio. Tuvo que esforzarse para poder recobrar el hilo y entonces volvió a mirar hacia la oscuridad. En un distante haz de luz vio las vestiduras del que lo estaba persiguiendo.

Esa noche, Jennings había vuelto tarde a su apartamento y había puesto las películas en el revelador. Como de costumbre, el embajador había conseguido impresionarlo e intrigarlo. Jennings podía detectar el miedo con tanta facilidad como una rata huele el queso y era miedo lo que había visto a través del visor de su cámara. No era un miedo cuyo origen estuviese en otra parte, porque era evidente que Thorn había visto algo o a alguien en la oscuridad del auditorio. La luz había sido escasa y el ángulo de la cámara amplio, pero Jennings había enfocado en la dirección de la mirada del embajador y esperaba descubrir algo cuando la película estuviera revelada. Mientras esperaba, se dio cuenta de que tenía hambre y abrió una bolsa de comestibles que había comprado cuando regresaba del hotel. Había elegido un pollito asado y una gran botella de gaseosa, que colocó en la mesa, ante sí, para darse una fiesta. El pollo estaba entero, salvo la cabeza y las patas. Jennings lo ensartó en el cuello de la botella de gaseosa, de modo que el pollo parecía sentado y lo miraba, sin cabeza, a través de la mesa. Fue un error porque entonces no quiso ya comerlo y se limitó a sacudir un poco las alitas asadas, mientras emitía un cloqueo, como si el ave estuviese conversando con él. Abrió una lata de sardinas y comió, en silencio, frente a su mudo invitado.

El contador de tiempo emitió un sonido y Jennings fue hacia el cuarto oscuro. Utilizó pinzas para sacar las pruebas de los baños de ácido. Lo que vio le produjo gran júbilo y aulló de alegría. Encendió una luz potente y colocó la hoja bajo una lente de aumento. El fotógrafo fue revisando las fotos, mientras movía la cabeza con deleite. Era una serie de fotos tomadas en la parte posterior de la sala. Si bien ni un solo rostro o cuerpo podía verse claramente en la oscuridad, allí estaba el apéndice en forma de jabalina, destacándose como una bocanada de humo gris.

—¡Carajo! —murmuró Jennings cuando su vista reparó en otra cosa.

Era un hombre grueso que fumaba un cigarro. El apéndice podía ser realmente humo. Buscando entre sus negativos, separó los tres en cuestión y los puso en la ampliadora, esperando unos angustiosos quince minutos, hasta que las copias estuvieron listas. No, no era humo. El color y la textura eran diferentes y también lo era la distancia con respecto a la cámara. De ser humo de cigarro, el hombre grueso habría debido echar una gran cantidad para crear tal nube. Habría molestado a las personas que lo rodeaban y éstas aparecían completamente indiferentes al hombre que fumaba y miraban hacia el frente, tranquilas. El apéndice fantasmal parecía estar suspendido más atrás en el auditorio, tal vez contra la pared más apartada. Jennings colocó la ampliación bajo su lente de aumento y la estudió cuidadosamente. Debajo de la mancha vio el borde de las vestiduras sacerdotales. Levantó sus brazos y emitió un grito de guerra. Se trataba, otra vez, del pequeño sacerdote. Sin duda, de alguna manera tenía que ver con Thorn.

—¡Mierda! —gritó—. ¡Buen descubrimiento!

Para celebrarlo volvió a la mesa, donde arrancó las alas a su silencioso compañero y las devoró hasta los huesos.

—¡Voy a encontrar a ese tipejo! —rió—. ¡Lo voy a perseguir hasta que lo encuentre!

A la mañana siguiente recortó una foto del sacerdote, la que le había tomado con el guardia marina, en las escaleras de la embajada. La llevó en un recorrido por varias iglesias y finalmente a las oficinas regionales de la Parroquia de Londres. Pero nadie reconocía al individuo que aparecía en la foto. Le aseguraban que, de pertenecer el sacerdote al área, lo habrían conocido. No era de la ciudad.

La tarea se tornaba más difícil. Siguiendo un impulso, Jennings fue a Scotland Yard y consiguió acceder a los álbumes de fotos de criminales. Pero no obtuvo ningún resultado y pensó que sólo quedaba una cosa por hacer. La primera vez que lo había visto, el sacerdote salía de la embajada. Tal vez alguien de allí lo conociera.

Era difícil entrar en la embajada. Los agentes de seguridad controlaban las credenciales y las citas y no permitieron a Jennings trasponer la mesa de entrada.

—Quisiera ver al embajador —explicó Jennings—. Él me dijo que me indemnizaría por una cámara.

Llamaron al piso superior y, para sorpresa de Jennings, le indicaron que se acercara a un teléfono del corredor, al que lo llamarían desde el despacho del embajador. Jennings hizo lo que se le dijo y un instante después estaba hablando con la secretaria de Thorn, que quería saber cuál era la suma y a qué dirección se debía enviar el cheque.

—Querría explicárselo personalmente —dijo Jennings—, para mostrarle dónde va a parar su dinero.

Ella respondió que eso sería imposible porque el embajador estaba en una reunión. Entonces Jennings decidió jugárselo todo a una carta.

—Para decir la verdad, pensé que él podría ayudarme en un problema personal. Tal vez usted pueda hacerlo. Estoy buscando a un sacerdote. Es un pariente. Sé que ha realizado algunos trámites en la embajada y pensé que tal vez alguien de aquí lo había visto y podía ayudarme.

Era una extraña petición y la secretaria se mostró reacia a contestar.

—Es un tipo muy bajito —agregó Jennings.

—¿Es italiano? —preguntó la secretaria.

—Creo que pasó algún tiempo en Italia —replicó Jennings, inventando para ver si conseguía algún resultado.

—¿Su nombre sería Brennan? —preguntó la mujer.

—Bien, en realidad, no estoy seguro. Vea, en verdad, estoy tratando de encontrar a un pariente perdido. El hermano de mi madre se separó de ella cuando eran niños y cambió su apellido. Mi madre está moribunda y desea encontrarlo. No sabemos cuál es ahora su apellido, sólo tenemos una vaga descripción suya. Sabemos que es pequeño como mi madre, y también que se hizo sacerdote. Un amigo mío vio a un sacerdote que salía de la embajada, hace como una semana, y dijo que se parecía a mi madre.

—Estuvo un sacerdote aquí —dijo la secretaria—. Dijo que venía de Roma y creo que su nombre era Brennan.

—¿Sabe dónde vive?

—No.

—¿Tuvo algo que ver con el embajador?

—Creo que sí.

—Tal vez el embajador sepa dónde vive.

—No sé, no creo.

—¿Sería posible preguntarle?

—Supongo que sí.

—¿Cuándo puede ser?

—No sé, más tarde.

—Mi madre está muy enferma. Se halla ahora en el hospital y me temo que quede poco tiempo.

En el despacho de Thorn sonó el intercomunicador. La voz de la secretaria le preguntaba si sabía cómo ponerse en contacto con el sacerdote que había estado a verlo hacía dos semanas. Thorn interrumpió el trabajo, sintiendo que su sangre se helaba.

—¿Quién pregunta?

—Un hombre que dice que usted le rompió una cámara. El sacerdote es un pariente suyo, o cree que lo es.

Después de un momento de pausa, Thorn dijo:

—¿Quiere pedirle que suba, por favor?

Jennings no tuvo problemas para encontrar el despacho del embajador. De estilo moderno, era manifiestamente la oficina del hombre que tenía a su cargo la embajada. Se encontraba en el extremo de un largo corredor adornado con los retratos de todos los embajadores norteamericanos en Londres. Mientras Jennings pasaba ante los retratos, le llamó la atención el hecho de que John Quincy Adams y James Monroe habían ocupado ese cargo antes de convertirse en presidentes de la nación. Tal vez, era un buen trampolín. Tal vez, Thorn estuviera destinado también a la grandeza.

—Adelante —le sonrió Thorn—. Tome asiento.

—Lamento molestarlo así…

—Nada de eso.

El embajador le indicó con un gesto que se acercara. El fotógrafo entró y tomó una silla. En todos sus años de persecuciones era la primera vez que lograba un contacto personal con su presa. Le resultó fácil acceder, pero ahora se sentía turbado, con el corazón que marchaba al galope y las rodillas poco firmes. Había recordado sentirse así la primera vez que reveló una foto. La excitación era tan grande que resultaba casi de naturaleza sexual.

—Tenía ganas de disculparme por esa cámara —dijo Thorn.

—Era vieja, de todos modos.

—Deseo indemnizarlo.

—No, no…

—Me gustaría. Me gustaría compensarle la pérdida.

Jennings se encogió de hombros y aceptó con un movimiento de cabeza.

—¿Por qué no me dice simplemente cuál es la mejor clase de cámara, así puedo ordenar a alguien que se la compre?

—Bueno, es muy generoso…

—Dígame simplemente cuál es la mejor.

—Es una cámara alemana. Pentaflex. Trescientos.

—Perfecto. Dígale a mi secretaria dónde podemos encontrarle a usted.

Jennings volvió a afirmar con la cabeza y los dos hombres se miraron en silencio. Thorn lo estaba estudiando, midiendo. Consideraba todo, desde los calcetines, que no eran idénticos, hasta las hilachas que colgaban del cuello de la chaqueta. A Jennings le gustaba ese tipo de examen. Sabía que su apariencia desconcertaba a la gente. De manera perversa, eso le daba cierta ventaja.

—Le he visto por ahí —dijo Thorn.

—Trato de estar en todas partes.

—Usted es muy inteligente.

—Gracias.

Thorn salió de detrás de su escritorio y se acercó a un armario de donde tomó una botella de coñac. Jennings le observó servir los vasos y aceptó uno.

—Me pareció que manejó muy bien la situación con ese muchacho la otra noche —dijo Jennings.

—¿Sí?

—Sí.

—No estoy seguro.

Estaban tratando de hacer tiempo y los dos lo sabían, esperando ambos que el otro fuera al grano.

—Estuve de acuerdo con él —agregó Thorn—. Muy pronto la prensa me llamará comunista.

—Oh, usted conoce a la prensa.

—Sí.

—Hay que ganarse la vida.

—Exacto.

Bebieron a sorbos el coñac y Thorn se acercó a las ventanas, mirando hacia afuera.

—¿Está buscando a un pariente?

—Sí, señor.

—¿Es un sacerdote de nombre Brennan?

—Es un sacerdote, pero no estoy seguro de su nombre. Es el hermano de mi madre. Se separaron cuando eran niños.

Thorn miró a Jennings y éste notó la decepción del embajador.

—De modo que usted, en realidad, no lo conoce —dijo el embajador.

—No, señor. Estoy tratando de encontrarlo.

Thorn frunció el entrecejo y se sentó pesadamente en su silla.

—Si me permite preguntarle… —dijo Jennings—. Tal vez si supiera qué necesitaba de usted cuando vino a verlo…

—Tenía que ver con un hospital. Deseaba… una donación.

—¿Qué hospital?

—En Roma. No estoy seguro.

—¿Le dejó su dirección?

—No. En realidad, me preocupa un poco. Le prometí enviar un cheque y no sé a qué dirección.

Jennings asintió con la cabeza.

—Supongo que tenemos el mismo problema, entonces.

—Supongo que sí —respondió Thorn.

—Él sólo vino y se fue, ¿verdad?

—Sí.

—¿Y no lo ha vuelto a ver?

La mandíbula de Thorn se puso tensa y Jennings lo notó. Se dio cuenta de que el embajador estaba ocultando algo.

—Nunca más.

—Pensé que tal vez… pudo haber asistido a una de sus conferencias.

Sus ojos se enfrentaron por un momento y Thorn sintió que el fotógrafo estaba jugando con él.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó Thorn.

—Jennings. Haber Jennings.

—Señor Jennings…

—Haber.

—Haber.

Thorn estudió el rostro del hombre y luego desvió la mirada, volviendo a mirar por la ventana.

—¿Señor?

—Tengo gran interés en encontrar a ese hombre. El sacerdote que estuvo aquí. Me temo que fui grosero con él y me gustaría que no se quedara con esa idea de mí.

—¿Grosero en qué sentido?

—Lo eché bastante rudamente. En realidad, no escuché lo que quería decirme.

—Estoy seguro de que estará acostumbrado a eso. Cuando se va a molestar a la gente para pedirle donaciones…

—Me gustaría encontrarlo. Es importante para mí.

Por el aspecto del rostro de Thorn, sin duda lo era. Jennings sabía que había tropezado con algo, aunque no sabía qué era. Todo lo que podía hacer era seguir en el juego.

—Si lo localizo se lo haré saber —dijo.

—¿Me hará el favor?

—Por supuesto.

Thorn movió la cabeza, dando por terminada la entrevista, y Jennings se incorporó, acercándose a Thorn para estrecharle la mano.

—Se le ve muy preocupado, señor embajador. Espero que el mundo no esté a punto de estallar.

—Oh, no —replicó Thorn con una sonrisa.

—Soy un admirador suyo. Por eso lo sigo por todas partes.

—Gracias.

Jennings se dirigió hacia la puerta, pero Thorn lo detuvo.

—¿Señor Jennings?

—¿Señor?

—Quiero entender bien… ¿usted nunca ha visto realmente al sacerdote?

—No.

—Como hizo esa observación de que estaba en una de mis conferencias. Pensé que tal vez…

—No.

—Bien. No importa.

Hubo un silencio incómodo y luego Jennings reinició su marcha hacia la puerta.

—¿Existe la posibilidad de que le tome algunas fotos? Quiero decir, en su casa. Con su familia.

—Éste no es un buen momento.

—Tal vez lo llame dentro de unas semanas.

—Hágalo.

—Tendrá noticias mías.

Se marchó y Thorn se quedó mirándolo, mientras se alejaba. Obviamente, el hombre sabía algo que no quería divulgar. Pero ¿qué podría saber acerca del sacerdote? ¿Era pura coincidencia que un hombre con el que tenía contacto muy esporádico estuviera buscando al sacerdote que lo seguía y lo rondaba? Thorn lo pensó, pero no pudo encontrar ninguna relación. Como en muchos otros sucesos recientes de su vida, parecía pura coincidencia pero, en cierto modo, era algo más.