5

Thorn había pasado la noche sin dormir. Estuvo sentado en la terraza del dormitorio, fumando cigarrillos cuyo sabor le resultaba desagradable. De la habitación que estaba a sus espaldas le llegaban los gemidos de Katherine y se preguntó con qué demonio estaría ella luchando en el sueño. ¿Era el antiguo demonio de la depresión que había vuelto a rondarla? ¿O simplemente estaría reviviendo los horribles sucesos del día?

Para no pensar en la realidad empezó a especular, imaginando las preocupaciones inmediatas. Pensó en los sueños, en la posibilidad de que un hombre vea los sueños de otro. Se sabía que la actividad cerebral era eléctrica. También lo son los impulsos que crean las imágenes en las pantallas de los televisores. Seguramente debía haber un método para combinar ambas cosas. Imaginaba el adelanto terapéutico que ello podía ofrecer. Hasta se podría guardar los sueños en videotape, para que la persona que los había soñado pudiera volver a verlos en detalle. Thorn mismo se había sentido a menudo rondado por la vaga sensación de haber tenido un sueño inquietante. Pero durante la mañana los detalles se perdían, dejándole sólo la sensación de inquietud. Además de terapéuticos, pensaba, ¡que entretenidos podrían ser esos sueños grabados en cinta! ¡Y qué peligrosos, también! Los sueños de los grandes hombres se podrían guardar en archivos para que los vieran las generaciones futuras. ¿Cuáles habrían sido los sueños de Napoleón? O los de Hitler, o los de Lee Harvey Oswald. Tal vez el asesinato de Kennedy pudo haberse evitado si alguien hubiera podido ver los sueños de Oswald. Seguramente, debía haber un modo para lograrlo. Sumido en esas especulaciones, Thorn pasó las horas hasta que llegó la mañana.

Cuando Katherine se despertó, su ojo lastimado estaba cerrado por la hinchazón. Al marcharse, Thorn le sugirió que viese a un médico. Fue de lo único que conversaron. Katherine se mostraba poco comunicativa y Thorn estaba preocupado por el día que le aguardaba. Debía hacer los arreglos finales para su viaje a Arabia Saudita, pero tenía la sensación de que no debía ir. Estaba asustado. Por Katherine, por Damien y por sí mismo, aunque no sabía por qué. Había incertidumbre en el aire, una sensación de que la vida se había vuelto repentinamente frágil. Hasta ahora no se había sentido nunca preocupado por la muerte, que siempre le había parecido lejana. Pero ésa era la esencia de lo que sentía ahora, que su vida estaba, de alguna manera, en peligro.

En el coche, mientras se trasladaba a la embajada, hizo rápidas notas sobre pólizas de seguro y detalles de negocios que deberían tenerse en cuenta en el caso de su muerte. Lo hizo desapasionadamente y sin tener conciencia de que se trataba de algo que jamás había hecho antes, ni siquiera considerado. Sólo cuando terminó sus notas, el hecho lo atemorizó y se quedó sentado, en un tenso silencio, mientras el coche se acercaba a la embajada, sintiendo que en cualquier momento algo iba a ocurrir.

Cuando el coche se detuvo, Thorn bajó rígido, esperando en el lugar hasta que el vehículo se alejó. Entonces los vio abalanzándose sobre él: dos hombres que se movían con rapidez, uno tomando fotos, el otro disparándole preguntas. Thorn se encaminó hacia la embajada, pero ellos se interpusieron en su camino. Trató de eludirlos, sacudiendo la cabeza en respuesta a las preguntas.

—¿Ha leído el Reporter de hoy, señor Thorn?

—No, no he…

—Hay un artículo acerca de su niñera, la que saltó…

—No sé nada.

—Se dice que ella dejó una nota antes de suicidarse.

—Tonterías.

—¿Quiere mirar hacia aquí, por favor? —Era Jennings con su cámara, moviéndose rápidamente, tomando fotos.

—¿Me hace el favor de apartarse? —pidió Thorn cuando Jennings le bloqueó el paso.

—¿Es cierto que ella tenía que ver con las drogas? —preguntó el otro.

—Por supuesto que no.

—En el informe del médico forense aparece que había una droga en la sangre.

—Era una droga antialérgica —repuso bruscamente Thorn con la mandíbula tensa—. Sufría de alergia…

—Se dice que era una dosis excesiva.

—¿Puede quedarse así un momento? —pidió Jennings.

—¿Quiere dejarme libre el camino? —gruñó Thorn.

—Estoy haciendo mi trabajo, señor.

Thorn trató de seguir su camino, pero ellos lo siguieron y volvieron a acorralarlo.

—¿Tomaba ella drogas, señor Thorn?

—Le dije…

—El artículo decía…

—¡No me interesa lo que el artículo diga!

—¡Magnífico así! —dijo Jennings—. ¡Quédese un instante así!

La cámara se le acercó mucho y Thorn la empujó apartándola; en el forcejeo cayó de las manos de Jennings. Golpeó con fuerza en el cemento y por un instante todos quedaron en silencio, alarmados por el repentino estallido de violencia.

—¿Es que ustedes no pueden tener un poco de respeto? —dijo Thorn, exaltado.

Jennings se arrodilló y miró a Thorn hacia arriba.

—Lo siento —dijo Thorn con voz temblorosa—. Envíeme la cuenta por los daños.

Jennings recogió la cámara rota y se incorporó lentamente, encogiéndose de hombros mientras miraba a Thorn a los ojos.

—Está bien, señor embajador —dijo—. Digamos… que está en deuda conmigo.

Después de asentir con la cabeza, disgustado, Thorn dio media vuelta y entró en la embajada, mientras un guardia marina se acercaba desde la calle, demasiado tarde para ver los resultados del incidente.

—Me destrozó la cámara —le dijo Jennings al guardia—. El embajador destrozó mi cámara.

Quedaron perplejos; luego se separaron y cada cual se marchó por su lado.

En el despacho de Thorn había gran actividad. El viaje a Arabia Saudita estaba en peligro porque Thorn se resistía, diciendo, sin mayores explicaciones, que no podía ir. Los planes del viaje habían tenido ocupado al personal por casi dos semanas y sus dos ayudantes estaban sublevados ante la idea de que todo su esfuerzo no sirviera para nada.

—No puede cancelarlo —insistía uno de ellos—. Después de todo este despliegue, no puede llamar simplemente y decir…

—No está cancelado —replicó Thorn—, sino pospuesto.

—Lo tomarán como un agravio.

—Lo lamento.

—Pero ¿por qué esa decisión?

—No estoy con ánimo de viajar ahora —replicó Thorn—. No es un buen momento.

—¿Comprende usted lo que está en juego? —preguntó su segundo ayudante.

—La diplomacia —respondió Thorn.

—Más que eso.

—Ellos tienen el petróleo y el poder —dijo Thorn—. Nada puede cambiar eso.

—Precisamente por eso…

—Enviaré a otra persona.

El Presidente espera que usted vaya.

—Hablaré con él. Le explicaré.

—¡Dios mío, Robby! ¡Esto se ha planeado durante semanas!

—¡Entonces vuelvan a planearlo! —gritó Thorn.

Ese repentino estallido creó un silencio. Un aparato intercomunicador emitió un zumbido y Thorn se acercó para atenderlo.

—¿Sí?

—Está aquí el padre Brennan que quiere verlo —replicó la voz de una secretaria.

—¿Quién?

—El padre Brennan, de Roma. Dice que es un asunto personal de suma urgencia.

—No sé quién es —replicó Thorn.

—Dice que sólo necesita verlo un minuto —respondió la voz—. Algo acerca de un hospital.

—Probablemente, pida una donación —susurró uno de los ayudantes de Thorn.

—O una dedicatoria —agregó el otro.

—Está bien —suspiró Thorn—. Hágalo pasar.

—No sabía que era tan fácil de convencer —observó uno de los ayudantes.

—Relaciones públicas —murmuró Thorn.

—No tome todavía una decisión acerca de Arabia Saudita, ¿eh? Usted está deprimido hoy. Deje descansar el asunto un poco.

—La decisión está tomada —repuso Thorn con fatiga—. O va otra persona o lo posponemos.

—¿Lo posponemos hasta cuándo?

—Hasta que pase un tiempo —respondió Thorn—. Hasta que me sienta en condiciones de partir.

Las puertas se abrieron y en el alto vano apareció un hombre diminuto. Era un sacerdote. Sus ropas estaban desaliñadas, y tenía un aire tenso. Los que estaban en el despacho percibieron su urgencia. Los ayudantes intercambiaron una intranquila mirada, sin saber si era prudente salir del salón.

—¿Sería… posible… —preguntó el sacerdote con fuerte acento irlandés— hablar a solas con usted?

—¿Es sobre un hospital? —preguntó Thorn.

—Sí —replicó el sacerdote, en italiano.

Después de una breve indecisión, Thorn asintió con la cabeza y sus ayudantes salieron en actitud de duda. Cuando se marcharon, el sacerdote cerró las puertas detrás de ellos. Luego se volvió, con una expresión que denotaba dolor.

—Bien… —dijo Thorn en tono aprensivo.

—No tenemos mucho tiempo.

—¿Qué?

—Usted debe escuchar lo que tengo que decirle.

El sacerdote se negó a acercarse, y se quedó apoyado contra las puertas cerradas.

—¿De qué se trata? —preguntó Thorn.

—Debe aceptar a Cristo como a su Salvador. Debe aceptarlo ahora.

Se produjo un momento de silencio, ya que Thorn no encontraba palabras.

—Por favor, signor

—Discúlpeme —le interrumpió Thorn—. Entendí que se trataba de un asunto personal urgente…

—Usted debe tomar la comunión —continuó el sacerdote—. Beber la sangre de Cristo y comer su carne, porque sólo si Él está dentro de su cuerpo podrá vencer al hijo del Demonio.

El clima del despacho había alcanzado una gran tensión. La mano de Thorn alcanzó el intercomunicador.

—Él ha matado una vez —susurró el sacerdote— y volverá a matar. Matará hasta que todo lo que es suyo sea de él.

—Por favor, si quiere esperar afuera…

El sacerdote había empezado a acercarse y su voz crecía en intensidad.

—Sólo por medio de Cristo podrá combatirlo —insistió—. Acepte a Jesús. Beba Su sangre.

La mano de Thorn había encontrado el botón del intercomunicador y lo oprimió.

—He cerrado la puerta, señor Thorn —dijo el sacerdote.

Thorn se puso tenso, asustado ahora por el tono del hombre.

—¿Sí? —preguntó la voz de la secretaria por el intercomunicador.

—Envíe un agente de seguridad —replicó Thorn.

—¿Qué ocurre, señor?

—Le ruego, signor —suplicó el sacerdote—, escuche lo que le digo.

—¿Señor? —repitió la secretaria.

—Yo estaba en el hospital, señor Thorn —dijo el sacerdote—, la noche en que nació su hijo.

Fue un golpe para Thorn, que quedó petrificado en su lugar.

—Yo… fui uno de… los parteros —dijo el sacerdote con voz entrecortada—. Yo… presencié… el nacimiento.

Volvió a oírse la voz de la secretaria, esta vez cargada de preocupación.

—¿Señor Thorn? —dijo—. Lo siento, no le entendí.

—Nada —respondió Thorn—. Sólo… esté atenta.

Liberó el botón, volviendo a mirar con temor al sacerdote.

—Le ruego… —dijo Brennan, ahogando las lágrimas.

—¿Qué desea?

—Salvarlo, señor Thorn. Para que Cristo me perdone.

—¿Qué sabe de mi hijo?

—Todo.

—¿Qué es lo que sabe? —exigió Thorn.

El sacerdote temblaba ahora; su voz estaba cargada de emoción.

—Vi a su madre —replicó.

—¿Vio a mi esposa?

—¡Vi a su madre!

—¿Se refiere a mi esposa?

—¡La madre del niño, señor Thorn!

El rostro de Thorn se endureció y miró fijamente al sacerdote.

—¿Se trata de un chantaje? —preguntó en tono tranquilo.

—No, señor.

—¿Entonces, qué desea?

Decirle, señor.

—¿Decirme qué?

—Su madre, señor…

—Siga, ¿qué ocurrió con ella?

—Su madre, señor… ¡era un chacal! —De la garganta del sacerdote escapó un sollozo—. ¡Nació de un chacal! ¡Yo mismo lo vi!

Con un estrépito repentino se abrieron las puertas y entró un guardia marina, seguido por los ayudantes y la secretaria de Thorn. El embajador estaba pálido, inmóvil. El rostro del sacerdote se hallaba cubierto de lágrimas.

—¿Ocurre algo aquí, señor? —preguntó el guardia.

—Me pareció extraña su voz —agregó la secretaria—. Y la puerta estaba cerrada.

—Quiero que saquen a este hombre de aquí —dijo Thorn—. Y si alguna vez vuelve… quiero que lo metan en prisión.

Nadie se movió. El guardia dudaba en poner sus manos sobre el sacerdote. Lentamente, Brennan dio media vuelta y caminó hacia la puerta. Allí se detuvo, volviéndose para mirar a Thorn.

—Acepte a Cristo —murmuró con tristeza—. Cada día beba Su sangre.

Entonces se marchó, seguido por el guardia. Todos los demás permanecieron parados en turbado silencio.

—¿Qué quería? —preguntó un ayudante.

—No sé —murmuró Thorn, mirando hacia la puerta por donde se había marchado el sacerdote—. Estaba loco.

En la calle, frente a la embajada, Haber Jennings estaba recostado contra un automóvil, controlando su otra cámara, después de guardar la que se había estropeado. Sus ojos divisaron al guardia que escoltaba al sacerdote por los escalones de la entrada y tomó un par de fotos de ambos cuando el padre se alejaba lentamente. El guardia vio a Jennings y fue hacia él, mirándolo molesto.

—¿No ha tenido ya hoy suficientes problemas con esa cámara? —preguntó.

—¿Suficientes problemas? —sonrió Jennings—. Nunca son suficientes.

Y tomó dos fotos más del guardia, a quemarropa; éste le dirigió una mirada furiosa mientras se alejaba. Entonces Jennings cambió de foco y divisó al diminuto sacerdote. Tomó otra foto de él mientras desaparecía en la distancia.

Ya tarde esa noche, Jennings estaba sentado en su cuarto oscuro mirando una serie de fotografías, con ojos curiosos y sorprendidos. Para asegurarse de que su cámara de repuesto funcionaba bien, había tomado un rollo completo de treinta y seis fotos en distintas exposiciones y velocidades. Sólo tres habían salido defectuosas. Era el mismo tipo de defecto que había observado, hacía pocos meses, en la foto de la niñera en la residencia de los Thorn. Ahora se trataba de las fotos del sacerdote. Una vez más parecía ser un defecto de la emulsión, pero ahora se veía en más de una foto. Se producía en dos fotos consecutivas, luego no se daba en otras dos y se repetía exactamente como antes. Lo que resultaba más curioso era que estaba vinculada con el sujeto. El extraño borrón de movimiento pendía sobre la cabeza del sacerdote, como si de alguna manera estuviera realmente allí.

Jennings sacó cinco fotos del revelador y las examinó cuidadosamente bajo la luz: dos del sacerdote con el guardia marina y luego una más del sacerdote solo a lo lejos. No sólo la mancha desaparecía en las dos fotos del guardia, sino que, cuando reaparecía en la foto final, era de tamaño menor y guardaba relación con el tamaño del sacerdote. Como antes, era una especie de halo, pero á diferencia de la mancha que estropeaba la foto de la niñera, este halo era de forma oblonga y estaba suspendido por encima de la cabeza del sujeto. La bruma que envolvía la cabeza de la niñera era inerte y daba una sensación de paz, pero la que observaba sobre la cabeza del sacerdote era dinámica, como si estuviera en movimiento. Parecía una jabalina fantasmal a punto de clavarlo en el suelo.

Jennings tomó un cigarrillo de opio y se sentó a pensar. Alguna vez había leído que la emulsión de la película era tan sensible al calor extremo como a la luz. El artículo pertenecía a una revista de fotografía y se refería a imágenes fantasmales que aparecían en una película tomada en una de las famosas casas inglesas con fantasmas. El autor del artículo, un experto en ciencia fotográfica, había especulado acerca de la relación del nitrato con el cambio de temperatura, observando que en los experimentos de laboratorio se había comprobado que el calor intenso afecta la emulsión de la película de la misma manera que la luz. El calor es energía y la energía es calor, de modo que si en verdad las apariciones eran, como decían algunos, energía humana residual, entonces en circunstancias favorables sus formas podían registrarse en la película. Pero la energía a la que se refería el artículo no tenía relación con el cuerpo humano. ¿Cuál era el significado de la energía que estaba suspendida fuera de la forma humana? ¿Aparecía al azar o tenía algún significado? ¿Tendría que ver con las influencias externas o tal vez era el producto de ansiedades que se acumulaban dentro del cuerpo?

Se sabía que la ansiedad creaba energía, siendo ése el principio del polígrafo utilizado en las pruebas con el detector de mentiras. Esa energía era de naturaleza eléctrica. La electricidad era también calor. Tal vez el calor generado por la ansiedad extrema conseguía atravesar la carne humana y entonces se podía fotografiarlo en torno a personas que se hallan en estado de gran stress.

Todo eso interesaba mucho a Jennings y buscó entre sus fichas de emulsión de película, encontrando el número de orden de la película más sensible a la luz que se fabricaba. —Tri-X-600—, un nuevo producto tan sensible que se podía fotografiar la acción rápida, a la simple luz de una vela. Probablemente, también fuese la más sensible al calor.

A la mañana siguiente, Jennings compró veinticuatro rollos de Tri-X-600 y una serie de filtros adecuados para experimentar con la película al aire libre. Los filtros tamizarían la luz, pero posiblemente no el calor, y Jennings tendría una mejor oportunidad de hallar lo que estaba buscando. Necesitaba encontrar individuos en estado de tensión extrema y por lo tanto fue a un hospital, donde fotografió secretamente a los pacientes de la sala de desahuciados, quienes sabían que iban a morir. Los resultados fueron decepcionantes porque en diez rollos que tomó no apareció ni una sola mancha. Era evidente que, fueran lo que fuesen las manchas, no tenían nada que ver con la conciencia de la muerte.

Jennings se sentía frustrado pero no desalentado, porque instintivamente sabía que se estaba acercando a algo. Volvió al cuarto oscuro y realizó nuevas copias de las fotos del sacerdote y de la niñera, experimentando con diferentes texturas de papel, ampliándolas para hacer un minucioso examen de cada grano. En las ampliaciones parecía evidente que realmente había algo allí. La simple vista no lo había notado, pero el nitrato había respondido. En verdad, había imágenes invisibles en el aire.

Todo esto ocupó su tiempo y sus pensamientos por toda una semana. Al cabo de ese tiempo, emergió para seguir una vez más a Thorn.

El embajador había iniciado una serie de conferencias y a Jennings le resultó fácil seguirlo. Thorn se presentó en universidades, en reuniones de empresarios e incluso en una o dos fábricas. El estilo del embajador era elocuente, lleno de fervor, con lo que conseguía granjearse la admiración de su auditorio en todas partes. Si ése era su fuerte, entonces contaba con la más valiosa de las cualidades que un joven político puede poseer. Conmovía a su público, que creía en él, en especial la clase trabajadora, los de menores recursos, porque el embajador parecía genuinamente interesado.

“¡Estamos divididos de tantas maneras! —le oían exclamar—. Viejos y jóvenes, ricos y pobres… pero, más importante, ¡los que tienen oportunidades y los que no las tienen! La democracia es igualdad de oportunidades. Y sin igualdad de oportunidades, la palabra ‘democracia’ es una mentira.”

En tales ocasiones se acercaba mucho al público y a menudo hacía esfuerzos especiales para tomar contacto con los incapacitados que detectaba entre sus oyentes. Ofrecía la imagen de un adalid y más importante que sus talentos innatos era el hecho de que podía hacer creer a la gente.

Pero, en verdad, el fervor al que la gente respondía era el producto de la desesperación. Thorn huía, utilizando sus deberes públicos para evitar su angustia personal, porque una creciente sensación ominosa lo seguía a todas partes. En dos oportunidades, había divisado, entre la gente que se congregaba para escucharlo, un familiar traje negro de clérigo y Thorn empezó a sentir que el pequeño sacerdote lo estaba persiguiendo. Evitó comentar el asunto porque temió que fuera producto de su imaginación, pero llegó a preocuparse. Escrutaba a su público mientras hablaba, temiendo la aparición del sacerdote. Había desechado las palabras de Brennan. Obviamente, el hombre era un loco, un fanático religioso, obsesionado con una figura pública. El hecho de que su obsesión implicara al hijo de Thorn no podía ser más que una mera coincidencia. Sin embargo, las palabras del sacerdote lo perseguían. Por absurdas que parecieran, resonaban en la mente de Thorn, y éste debía luchar continuamente para restarles importancia.

Se le ocurrió que el sacerdote podía ser un asesino en potencia, porque, en los casos de Lee Harvey Oswald y Arthur Bremmer, los asesinos habían intentado establecer un contacto personal del tipo que el sacerdote había realizado. Pero también desechó esa idea. Ya no podría mantener sus compromisos si continuaba pensando en el espectro de la muerte que lo aguardaba entre las multitudes. Sin embargo, el sacerdote se le aparecía en las horas del día y en su sueño, hasta que Thorn tomó conciencia de que estaba tan obsesionado con el hombre como el hombre lo estaba con él. Brennan era el ave de presa, Thorn la presa. Se sentía como un ratón de campo debe sentirse temiendo que desde la altura un halcón lo haya divisado.

En Pereford, la superficie aparecía tranquila. Pero en la profundidad de los sentimientos ocultos los fuegos de la ansiedad ardían con fuerza. Thorn y Katherine se veían poco, ya que las conferencias de él y sus otras ocupaciones lo mantenían alejado. Cuando se encontraban tenían conversaciones superficiales, evitando todo lo que pudiera causar angustia. Katherine pasaba más tiempo con Damien, tal como lo había prometido, pero ello sólo sirvió para acentuar la distancia que los separaba. El niño pasaba esas horas en silencio, soportándolas antes que gozándolas, hasta que volvía la señora Baylock.

Con su niñera, él podía reír y jugar, pero con Katherine se mostraba retraído. En su frustración, ella intentaba hallar, día a día, nuevas maneras de sacarlo de su caparazón. Le compró libros para colorear y juegos de pinturas, bloques para construir objetos y juguetes con ruedas, pero el niño siempre los recibía con la misma actitud apática. Una tarde demostró interés por un libro de animales para recortar. Entonces Katherine decidió llevarlo al zoológico.

Mientras hacía preparar su camioneta para la mañana siguiente, se le ocurrió pensar en qué diferente era la vida de ellos de la vida de la gente común. Su hijo tenía cuatro años y medio y nunca había estado en el zoológico. Como familia del embajador, todo lo recibían y rara vez tenían que salir a buscar algo. Tal vez era esa falta de aventuras infantiles normales lo que había adormecido el sentido del humor de Damien. Pero ese día había vida en sus ojos y en cuanto se sentó a su lado en el coche, Katherine comprendió que había acertado por fin. Hasta conversaba, no mucho, pero más que de costumbre. Luchó por pronunciar la palabra “hipopótamo” y rió cuando consiguió articularla bien. ¡Qué poco se necesitaba para hacer feliz a Katherine! Una risita de su hijo conseguía levantarle el ánimo. Mientras se dirigían a la ciudad, ella habló todo el tiempo, y Damien la escuchaba atentamente. Los leones no eran más que gatos grandes y los gorilas no eran más que monos grandes. Las ardillas eran parientes de las ratas y los caballos parientes de los asnos. El niño estaba encantado y absorbió toda la información, con la que Katherine formó un poema que fue repitiendo mientras viajaban. Los leones son gatos y los gorilas monos y las ardillas son ratas y los caballos asnos. Lo dijo rápidamente y Damien rió; luego lo repitió más rápidamente y el niño rió más fuerte. Se convulsionaba de risa y madre e hijo se divirtieron todo el camino hasta el zoológico.

Cuando en Londres un domingo de invierno amanece soleado, todo el mundo trata de salir al aire libre. La gente estaba en todas partes, tratando ansiosamente de tomar aire fresco y sol. Era un día excepcionalmente hermoso y el zoológico estaba lleno de gente. Los animales también parecían gozar del sol. Sus gruñidos y aullidos se oían desde el portón de entrada, donde Katherine alquiló un cochecito para llevar a Damien, sin que el paseo se viera malogrado por la fatiga.

Se detuvieron primero ante los cisnes y observaron a los hermosos animales que se reunían en torno a un grupo de niños que les daban pan. Consiguieron adelantarse hasta colocarse en primera fila, pero en ese momento los cisnes parecieron desinteresarse repentinamente del alimento y giraron sus colas en actitud majestuosa, alejándose con lentitud. En la mitad del estanque se detuvieron, mirando hacia atrás como desdeñosos monarcas, mientras los niños trataban de atraerlos y les arrojaban más pan. Pero los cisnes no se dignaban volver a la orilla a alimentarse. Katherine notó que sólo cuando ella y Damien se marcharon pareció volverles el apetito.

Estaba ya cercana la hora del almuerzo y el público era cada vez más numeroso. Katherine buscó alguna jaula o pabellón que no estuviera rodeado por el público. A la derecha había un cartel que indicaba MARMOTAS y hacia allí se dirigió, contándole a Damien todo lo que sabía de esos animales, mientras se acercaban. Vivían en madrigueras en el desierto y eran muy sociables, le dijo; en América, la gente, a menudo, los capturaba y los criaba como a animalitos domésticos. Cuando se acercaron al lugar, Katherine vio que también estaba rodeado de gente, que miraba hacia una hondonada. Consiguió acercarse al borde, pero sólo vio a los animales un instante porque, en un repentino movimiento, todos desaparecieron en sus guaridas. Las personas que estaban allí reunidas manifestaron su decepción y empezaron a dispersarse. Cuando Damien agachó la cabeza para mirar, todo lo que había era un montículo de suciedad lleno de agujeros y el niño miró a su madre, entristecido.

—Debe ser la hora del almuerzo también para ellos —dijo Katherine, encogiéndose de hombros.

Siguieron andando y se detuvieron a comprar bocadillos de salchicha, que comieron sentados en un banco.

—Iremos a ver los monos —dijo Katherine—. ¿Quieres ir a ver los monos?

El camino hacia la Casa de los Monos estaba claramente delineado con señales. Las siguieron y se acercaron a una serie de jaulas. Los ojos de Damien se iluminaron de entusiasmo cuando el primer animal estuvo a la vista. Era un oso que se paseaba mecánicamente de uno a otro lado en su confinamiento, ignorando a la gente que lo observaba desde el otro lado de los barrotes. Pero en cuanto Katherine y Damien se acercaron, el oso pareció notarlos. Se detuvo y los miró; y mientras ellos fueron pasando frente a la jaula, su lomo se encrespó. En la jaula contigua había un gran gato que también dejó de moverse. Sus ojos amarillos se clavaron en ellos mientras pasaban. Luego había un mandril, que de repente mostró los dientes, distinguiéndolos visiblemente de los muchos otros que pasaban. Katherine empezó a percibir el efecto que estaban causando sobre los animales y los observó cuidadosamente cuando pasaban frente a sus jaulas. Era a Damien a quien estaban mirando. Damien pareció sentirlo también.

—Supongo que piensan que eres un encanto —sonrió Katherine—. Yo también lo creo.

Ella lo alejó de las jaulas, tomando otro sendero. Se oía el resonar de alaridos y chirridos en un edificio cercano y Katherine supo que estaban cerca de los monos. Era el lugar más popular de entre las exhibiciones bajo techo y tuvieron que esperar en fila. Katherine estacionó el cochecito y llevó a Damien en sus brazos.

Adentro, la atmósfera era calurosa y fétida. El bullicio de los gritos de los niños hacía eco en las paredes y se ampliaba por lo cerrado del recinto. Desde su lugar junto a la puerta no podían ver nada, pero Katherine supuso, por la reacción de la gente, que los monos estaban dando una de sus representaciones en una jaula lejana. Con Damien en los brazos, presionó entre la gente, tratando de ver lo que hacían los animales. Era una jaula de monos aracnoides muy divertidos con su actuación. Se balanceaban sobre neumáticos y saltaban en todas las direcciones, complaciendo con su acrobacia al público. Damien estaba entusiasmado y había empezado a reírse, de modo que Katherine forzó su marcha hacia delante, decidida a conseguir un puesto de visión más cómodo para el niño. Los monos no tenían en cuenta a su público, pero cuando Katherine y Damien se adelantaron pareció cambiar el clima de la jaula. La regocijante actividad se detuvo cuando uno por uno los animales empezaron a girar, con sus pequeños ojos como dardos, que escudriñaban a la gente reunida. También el público quedó silencioso, sorprendido de que los animales se hubieran aquietado, pero esperando con sonrisas anticipadas que la acción se reiniciara de pronto. Cuando eso ocurrió fue de una manera que nadie esperaba. Hubo un repentino aullido dentro de la jaula, un quejido de temor o advertencia, y a medida que se elevaba todos los animales unieron sus voces. En una oleada de desesperación, la jaula estalló en movimiento, mientras los monos saltaban frenéticamente de un lado a otro tratando de salir. Apretujados hacia el fondo de la jaula, se esforzaron por romper la ventana cubierta por una malla de alambre. Parecían sumidos en el pánico, como si un animal de presa hubiera invadido de pronto la jaula. En su frenesí, se clavaban las uñas unos a otros y la sangre empezaba a fluir, mientras con dientes y garras buscaban desesperadamente la forma de escapar. El público quedó silencioso, horrorizado, pero Damien se reía, señalando la horrible escena y lanzando gritos de gozo. Dentro de la jaula crecía el pánico. Un gran mono se arrojó contra el techo cubierto por alambres entretejidos y quedó sujeto por el cuello, con el cuerpo meciéndose hasta que se aflojó. La gente gritaba de horror y algunos se dirigían hacia las puertas, pero sus gritos eran ahogados por los gemidos de los animales. Éstos tenían los ojos desorbitados y salivaban ahora, impulsados por el terror a saltar de una pared a la otra. Uno de ellos empezó a arrojarse de cabeza contra el piso de cemento; la sangre le cubría la cara, hasta que vaciló y cayó entre convulsiones, mientras los otros saltaban alrededor y gemían de horror. Ahora la gente empezaba a empujarse para salir, presa de pánico. A pesar de que la pisaban y la empujaban, Katherine permanecía como congelada en su lugar. Su hijo estaba riendo. Señalando y riendo, como si de alguna manera estuviese alentando aquel alboroto suicida. De él estaban asustados los animales. Él era quien estaba promoviendo el episodio. Y a medida que la degollina aumentaba, Katherine comenzó a gritar.