4

Al llegar julio, la zona campestre inglesa estaba en flor. Una estación de lluvias desacostumbradamente prolongada e intensa hizo que los tributarios del Támesis se desbordaran y llevaran vida incluso a las semillas más antiguas. También los terrenos de Pereford habían respondido, tornándose verdes y lozanos. La parte boscosa que rodeaba los jardines se había espesado, albergando una abundante vida animal. Horton temía que los conejos del bosque empezaran pronto a dejar su refugio, para alimentarse con los tulipanes, de modo que preparó trampas. Sus agudos chillidos podían oírse en el silencio de la noche. Pero eso terminó, no sólo porque Katherine le ordenó que quitara las trampas sino porque él mismo había empezado a sentirse intranquilo cuando debía internarse en el bosque, para recoger los restos de los animalitos. Horton sentía “ojos” sobre sí, decía, como si lo estuvieran observando desde la espesura. Cuando se lo confesó a su esposa, ella rió, diciéndole que probablemente se tratara del fantasma del rey Enrique V. Pero a Horton no le divertía nada el asunto y se negó a volver a entrar en el bosque.

Le resultaba particularmente inquietante, entonces, que la nueva niñera, la señora Baylock, a menudo llevara allá a Damien, encontrando Dios sabe qué para divertirlo durante horas cada vez. Horton había notado también, al ayudar a su esposa en el lavado, que en las ropas del niño había siempre muchos pelos negros, como si hubiese estado jugando con un animal. Pero no consiguió ver ninguna relación entre los pelos de animal y los paseos hacia el bosque de Pereford, considerando que todo ello no era más que otro de los aspectos inquietantes de la Mansión Pereford, que ciertamente estaban siendo ya demasiados.

Sin duda, Katherine pasaba cada vez menos tiempo con su hijo, reemplazada, de alguna manera, por la exuberante nueva niñera. Cierto que la señora Baylock era una dedicada gobernanta y que el niño había llegado a quererla. Pero resultaba intranquilizador, incluso poco natural, que el niño prefiriese su compañía a la de su propia madre. Todo el personal doméstico lo había advertido y lo comentaba, compadeciendo a la señora Thorn, que, según ellos, había sido reemplazada, por una empleada, en el afecto del niño. Deseaban que la señora Baylock se marchara. Pero, en cambio, cada día la veían más firmemente atrincherada, ejerciendo mayor influencia sobre los amos de la casa.

En cuanto a Katherine, sentía lo mismo pero no podía hacer nada, ya que no deseaba que los celos volvieran a interferir en el afecto que alguien sentía por su hijo. Se consideraba responsable de haber quitado a Damien una querida compañera y estaba poco dispuesta a permitir que eso volviera a ocurrir. Cuando, una semana más tarde, la señora Baylock pidió permiso para cambiar su dormitorio por un cuarto que estaba frente al de Damien, Katherine lo consintió. Tal vez así era como se suponía que debían ser las cosas entre los ricos. Katherine se había criado en un ambiente más modesto donde era tarea de la madre, su única tarea, hacerle compañía y proteger a su hijo. Pero la vida era diferente aquí. Ella era el ama de una gran casa y quizás era hora de que comenzara a comportarse como tal.

Ocupó su recuperada libertad como correspondía, con la cálida aprobación de su esposo. Por las mañanas se dedicaba a asuntos de caridad y por las tardes se ocupaba de tés que tenían una finalidad política. La señora de Thorn ya no era en sociedad la mujer rara, la delicada flor, sino una mujer con gran capacidad y energía que él desconocía. Ésa era la esposa que había soñado y si bien el rápido cambio de personalidad le resultaba un tanto inquietante, no hizo nada para desalentarla. Incluso había cambiado en sus relaciones sexuales con él, era más excitante, más apasionada. Thorn no comprendió que tal vez fuera una expresión de desesperación, más bien que de deseo.

Las tareas propias de Thorn eran muy absorbentes. Su puesto en Londres lo colocaba en una posición clave en el manejo de la crisis del petróleo. El presidente confiaba, de manera creciente, en los datos que Thorn extraía de sus reuniones informales con los jeques petroleros de Arabia Saudita. Se planeaba un viaje a ese país en las semanas venideras, y Thorn iría solo, ya que los árabes consideraban como un signo de debilidad en un hombre la presencia de una mujer en su equipo.

—No lo entiendo —dijo Katherine cuando Thorn se lo comentó.

—Es algo cultural —replicó Thorn—. Voy a su país y debo respetar sus ideas.

—¿No deben ellos respetarte a ti, a su vez?

—Por supuesto que lo hacen.

—Bueno, ¡yo soy algo cultural también!

—Katherine…

—He visto a esos jeques. He visto las mujeres que ellos compran. Dondequiera que ellos vayan, los siguen las prostitutas. ¿Es eso también lo que quieren que tú hagas?

—Francamente, no lo sé.

Estaban en el dormitorio y era tarde. No parecía, pues, el momento para iniciar una discusión.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Katherine, tranquilamente.

—Es un viaje importante, Kathy.

—De modo que si ellos desean que te acuestes con una puta…

—Si desean que me acueste con uno de sus eunucos, me acostaré con él. ¿Sabes tú lo que está en juego?

Hubo un silencio. Lentamente, Katherine dijo:

—¿Cuál es la parte que me corresponde en esto?

—La tuya —respondió él—. Lo que tú haces es igualmente importante.

—No trates de halagarme.

—Estoy tratando de hacerte entender…

—Que puedes salvar el mundo haciendo lo que ellos te digan.

—Ésa es una manera de expresarlo.

Ella lo miró como nunca lo había hecho, con dureza, con odio. Él se sintió disminuido por su mirada.

—Supongo que todos somos prostitutos, Robert —dijo Katherine—. Tú eres el de ellos y yo soy la tuya. De modo que vayamos a la cama.

Thorn pasó un largo rato en el baño, esperando que Katherine se hubiera ya dormido para cuando él saliera. Pero no fue así, ella estaba despierta y esperando y él sintió el aroma del perfume en el aire. Se sentó en la cama y le dirigió una larga mirada. Ella le devolvió una sonrisa.

—Lo siento —dijo Katherine—. Puedo comprender.

Tomó el rostro de él, entre sus manos, y lo atrajo hacia sí, apretándolo en un abrazo. Su aliento se tornó denso y él empezó a hacerle el amor, aunque ella quedó inmóvil debajo de él.

—Hazlo —insistió Katherine—. Hazlo conmigo, no te vayas.

E hicieron el amor como nunca lo habían hecho antes. Katherine se negó a abandonar su inmovilidad, pero no quiso liberarlo, urgiéndolo a terminar el acto, sólo con la voz. Cuando hubo terminado, ella aflojó sus brazos y él se apartó, mirándola herido, sin comprender.

—Ve a salvar el mundo ahora —murmuró ella—. Ve y haz lo que te digan.

Thorn no durmió esa noche, sino que se quedó sentado junto al balcón del dormitorio, mirando la noche iluminada por la luna. Desde allí podía ver el bosque, que parecía inmóvil como una uniforme entidad adormecida.

Pero no estaba dormido, porque Thorn sintió como si alguien le estuviera devolviendo la mirada. Los Thorn tenían un par de binoculares en la terraza, para observar a los pájaros. Thorn salió a buscarlos y se los llevó a los ojos. Al principio, todo lo que pudo ver fue la oscuridad. Luego divisó los ojos que le devolvían la mirada. Dos oscuras brasas encendidas que reflejaban la luz de la luna, juntas, amarillas, fijas en la casa. Lo hicieron estremecer y apartó los binoculares, retrocediendo. Se quedó allí, helado por un momento. Entonces se puso en movimiento. Bajó silenciosamente por la larga escalera, con los pies descalzos, hasta la puerta de entrada y salió al exterior. Todo estaba en calma, incluso el canto de los grillos se había acallado. Entonces volvió a caminar, como si fuera atraído hacia el comienzo del bosque, donde se detuvo a observar. No había nada. Ni un solo sonido. Las dos brasas encendidas habían desaparecido. Mientras volvía, sus pies descalzos pisaron algo blando y húmedo. Thorn sofocó su respiración y se hizo a un lado. Era un conejo muerto, aún tibio; su sangre formaba una mancha en el lugar en que debió haber estado la cabeza.

A la mañana siguiente, se levantó temprano y preguntó a Horton si seguía poniendo trampas para los conejos. Horton replicó que no y Thorn lo llevó hacia el lugar donde estaba el conejo muerto. Estaba lleno de moscas que zumbaban ahora y Horton las espantó mientras se arrodillaba para examinar el cuerpo.

—¿Qué piensa usted? —le preguntó Thorn—. ¿Tenemos aquí algún animal de presa?

—No podría decirlo, señor, pero lo dudo.

Horton levantó el cuerpo endurecido, señalándolo con disgusto.

—La cabeza es lo que dejan, no lo que se llevan. Sea el que fuere el animal que mató a este conejo, lo hizo para divertirse.

Thorn le dio instrucciones para que se ocupara de hacer desaparecer el cuerpo, sin comentar el asunto con la gente de la casa. Mientras se alejaban, Horton se detuvo para hablar.

—No me gusta mucho ese bosque, señor. Y no me gusta que la señora Baylock lleve allí a su hijo.

—Dígale que no lo haga —replicó Thorn—. Hay mucho espacio para jugar aquí en el prado.

Esa tarde, Horton hizo lo que se le ordenó y ello le aportó a Thorn la primera indicación de que algo andaba mal en la casa. La señora Baylock fue esa noche a la sala, para verlo y expresarle su irritación por el hecho de que se le dieran órdenes por mediación de otro miembro del personal.

—No es que no me guste cumplir las órdenes —dijo en tono indignado—, pero entiendo que debo recibirlas directamente.

—No veo cuál es la diferencia —replicó Thorn, sorprendido por la ira que relucía en los ojos de la mujer.

—Es sólo la diferencia entre una gran casa y una casa pequeña, señor Thorn. Tengo la sensación de que aquí nadie dirige.

Dio media vuelta y lo dejó solo. Thorn se preguntaba qué habría querido decir. En lo que concernía al funcionamiento de la casa, Katherine se preocupaba. Pero él estaba ausente todos los días y tal vez la señora Baylock había tratado de decirle que las cosas no eran tal como parecían. Que Katherine, en realidad, no dirigía.

En su atestado piso de Chelsea, Haber Jennings estaba despierto mirando su creciente colección de retratos de los Thorn que adornaba la pared de su cuarto oscuro. Estaban las fotos del funeral, oscuras y tristes, el primer plano del perro entre las lápidas, el del niño. Luego estaban las de la fiesta de cumpleaños: Katherine mirando a la niñera, la niñera en su traje de payaso y sola. Era esta última fotografía la que más le interesaba, porque sobre la cabeza de la niñera había una especie de mancha, una imperfección fotográfica que de alguna manera agregaba sugerencia a la escena. Era un lunar de emulsión imperfecta, una bruma vaga que flotaba sobre la niñera formando un halo en torno a la cabeza y al cuello. Aunque, normalmente, una foto defectuosa se desecha, ésta merecía ser conservada. El conocimiento de lo que había ocurrido inmediatamente después de ser tomada, daba a la mancha una cualidad simbólica. Esa forma indefinida era como una sombra de condena. La última foto era del cuerpo muerto suspendido de la soga, una estremecedora realidad para completar el montaje. En conjunto, la colección Thorn era un estudio fotográfico de lo macabro. Jennings se sentía deleitado. Había tomado los mismos personajes que adornaban las páginas de Good Housekeeping y encontró algo extraordinario en ellos, algo diferente que nadie había descubierto antes. También había iniciado su investigación, utilizando un contacto que tenía en América, de los antecedentes de los Thorn.

Descubrió que Katherine descendía de inmigrantes rusos y que su padre se había suicidado. Según un antiguo número del Minneapolis Times, había saltado desde el techo de un edificio de oficinas de Minneapolis. Katherine nació un mes después y la madre se había vuelto a casar antes de que ella cumpliera un año, mudándose a New Hampshire, con su nuevo marido, que había dado su nombre a la niña. En las pocas entrevistas que Katherine había mantenido en esos años no mencionó nunca al padrastro y Jennings sospechaba que ella podía no conocer la verdad. No era importante, pero de alguna manera ello daba a Jennings cierta ventaja. Podía ser otro bocado delicioso, lo que aumentaba su ilusión de estar avanzando en el asunto.

La única foto que faltaba era la del embajador, y Jennings esperaba que el momento se presentara a la mañana siguiente. Había una boda importante en All Saints Church a la que probablemente asistiría la familia Thorn. No era el ambiente en que Jennings se movía, pero hasta ese momento había tenido suerte y esperaba seguir teniéndola.

El día anterior a la boda, Thorn no atendió sus asuntos habituales de los sábados en la embajada y, en cambio, llevó a Katherine a dar un paseo por el campo. Se sentía profundamente turbado por la discusión que habían tenido y por la forma en que habían hecho el amor después. Deseaba estar a solas con ella, para tratar de descubrir qué era lo que no andaba bien. Pareció ser la medicina justa porque ella se mostró relajada por primera vez en muchos meses, gozando del paseo, del simple hecho de tener la mano de él entre las suyas, mientras marchaban por el campo, en automóvil. Al mediodía se hallaron en Stratford-Upon-Avon y asistieron a una representación de tarde del Rey Lear. Katherine estaba extasiada, conmovida hasta las lágrimas, por algunos pasajes de la obra. El soliloquio de Lear ante la muerte de su hijo hizo vibrar una de sus fibras más íntimas y lloró abiertamente. Thorn estuvo confortándola, en el silencio del teatro, hasta mucho después de que la obra hubiese terminado.

Volvieron al coche y siguieron paseando. Katherine cogida fuertemente de la mano de su marido. Esa liberación de emociones había creado una intimidad que hacía tiempo estaba ausente de sus relaciones. Ella se sentía muy vulnerable y cuando se detuvieron junto a un arroyo sus lágrimas volvieron a aflorar. Habló de sus temores, sus temores de perder a Damien. Dijo que si le ocurría algo al niño no podría soportarlo.

—No vas a perderlo, Kathy. —Thorn la tranquilizó con dulzura—. La vida no podría ser tan cruel.

Era la primera vez, en mucho tiempo, que la llamaba Kathy y eso acentuó de alguna manera la distancia que se había interpuesto entre ellos en los meses recientes. Se sentaron sobre la hierba, debajo de un enorme roble, y la voz de Katherine se convirtió en un susurro mientras observaba el movimiento del arroyo.

—Estoy tan asustada —dijo.

—No hay nada que temer.

—Sin embargo, todo me da temor.

Un insecto se arrastraba junto a ella y lo observó en su marcha a través del vasto paisaje de césped.

—¿Qué te asusta, Katherine?

—¿Qué es lo que no asusta?

Él la miró, esperando que continuara.

—Temo lo bueno porque un día desaparecerá… Temo al mal porque soy demasiado débil para soportarlo. Temo tu éxito y tu fracaso. Y temo tener muy poco que ver en ambas cosas. Temo que un día te convertirás en el presidente de los Estados Unidos, Robert… y te verás entorpecido por una mujer que no está a la altura de la situación.

—Te has desenvuelto magníficamente —le aseguró él.

—Pero he detestado hacerlo.

La afirmación era muy simple y, sin embargo, nunca había sido expresada. De alguna manera los aliviaba.

—¿No te sorprende? —preguntó ella.

—Un poco —replicó Thorn.

—¿Sabes qué es lo que más deseo para nosotros? —preguntó Katherine.

Él negó con la cabeza.

—Deseo que volvamos a nuestro país.

Él se recostó sobre la hierba, mirando las hojas del enorme roble.

—Más que cualquier otra cosa, Robert. Ir a un lugar seguro. Estar en el lugar al que pertenezco.

Siguió un largo silencio; ella se había recostado junto a él, acurrucada entre sus brazos.

—Me siento segura aquí —murmuró—, entre tus brazos.

—Sí.

Katherine cerró los ojos, abriendo la boca en una sonrisa ansiosa.

—Esto es New Jersey, ¿verdad? —murmuró—. ¿No está nuestra pequeña granja sobre esa colina? La finca a la que nos hemos retirado.

—Es una enorme colina, Kathy.

—Lo sé, lo sé. Nunca podremos llegar a la cima.

Se levantó una leve brisa que hizo estremecer las hojas del roble. Miraban en silencio, mientras los rayos del sol jugaban en sus rostros.

—Tal vez pueda Damien —susurró Thorn—. Tal vez sea un futuro agricultor.

—Poco probable. Es la copia fiel de ti.

Thorn no respondió. Sus ojos estaban fijos en las hojas.

—Lo es, tú lo sabes —reflexionó Katherine—. Es como si yo no tuviera absolutamente nada que ver con él.

Thorn se incorporó un poco, apoyándose sobre un brazo y la miró con expresión entristecida.

—¿Por qué dices eso? —preguntó.

Ella se encogió de hombros, sin saber cómo explicarlo.

—Es tan independiente. Parece no necesitar a nadie.

—Sólo lo parece.

—No me tiene el afecto que un hijo suele tenerle a su madre. ¿Querías mucho a tu madre?

—Sí.

—¿Quieres mucho a tu esposa?

Los ojos de Thorn buscaron los de ella y la acarició. Ella le besó la mano.

—No quiero irme nunca de este lugar —murmuró Katherine—. Quiero quedarme aquí.

Y movió la cabeza hacia arriba, hasta que sus labios tocaron los de él.

—Sabes, Kathy —susurró Thorn después de un largo silencio—, la primera vez que te vi pensé que eras la mujer más hermosa que había visto nunca.

Ella sonrió ante ese recuerdo y asintió con la cabeza.

—Aún lo sigo pensando, Kathy —murmuró él—. Aún lo pienso.

—Te amo —dijo ella con un hilo de voz.

—Te amo tanto —respondió él.

La boca de ella se apretó y sus ojos cerrados se humedecieron.

—Casi deseo que nunca vuelvas a hablarme —murmuró—. Me gustaría recordarte siempre diciéndome eso.

Cuando ella volvió a abrir los ojos, la oscuridad había caído sobre ellos.

Esa noche, cuando volvieron a Pereford, todos estaban acostados. Hicieron un gran fuego en la chimenea, se sirvieron vino y se sentaron muy juntos en un sofá de suave cuero.

—¿Podemos hacer esto en la Casa Blanca? —preguntó Katherine.

—Falta mucho para eso.

—¿Podemos hacer esto allá?

—No veo por qué no.

—¿Podemos portarnos mal en el dormitorio de Lincoln?

—¿Portarnos mal?

—Ser carnales.

—¿En el dormitorio de Lincoln?

—¿En su propia cama?

—Si Lincoln se retira un poco, supongo.

—Bueno, él puede participar si lo desea.

Thorn rió y la acercó a sí.

—Pero tenemos que hacer algo con los turistas —agregó Katherine—. Visitan el dormitorio de Lincoln tres veces al día.

—Cerraremos la puerta con llave.

—De ninguna manera. Sólo les cobraremos una tarifa extra.

Él volvió a reír, encantado con su humor.

—¡Qué excursión! —dijo ella en tono entusiasmado—. ¡Vea al Presidente fornicando con su esposa!

—¡Kathy!

—Kathy y Robby haciéndolo. Y el viejo Lincoln revolviéndose en su tumba.

—¿Qué es lo que te ha dado? —preguntó Thorn en tono sorprendido.

—Tú —susurró Katherine.

Él la miró, un tanto perplejo.

—¿Eres ? —preguntó él.

—La verdadera.

—¿La verdadera?

—Soy desagradable, ¿no?

Ella rió de sí misma y él también. Y por ese día y esa noche todo fue como ella había soñado que podía ser.

La mañana siguiente amaneció luminosa y hacia las 9 Thorn estaba vestido para la boda y descendía ágilmente las escaleras.

—¿Kathy? —llamó.

—No estoy aún lista —replicó desde arriba.

—Vamos a llegar tarde.

—Es cierto.

—Podrían llegar a esperarnos, tú sabes. Deberíamos hacer un esfuerzo.

—Estoy esforzándome.

—¿Está vestido Damien?

—Espero que sí.

—No quiero que lleguemos tarde.

—Pídele a la señora Horton que haga tostadas.

—Yo no quiero tostadas.

—Yo, sí.

—Date prisa.

Afuera, Horton ya había preparado el coche. Thorn se asomó y le hizo señal de esperar un momento. Luego fue rápidamente a la cocina.

Katherine salió apresuradamente de su habitación, ajustándose el cinturón de su traje blanco, y fue hacia el cuarto de Damien, mientras decía en voz alta:

—Vamos, Damien. ¡Ya estamos todos listos!

Entró en el cuarto del niño y no encontró allí a su hijo. Oyó el sonido del agua que corría en la bañera y rápidamente entró en el baño. Lanzó una exclamación de disgusto. Damien estaba aún en el baño y la señora Baylock lo lavaba mientras él jugaba.

—¡Señora Baylock! —gimió Katherine—. Le dije que lo tuviera vestido y en orden…

—Si me permite, señora, creo que sería mejor que él vaya al parque.

—¡Le dije que íbamos a llevarlo a la iglesia!

—La iglesia no es lugar para un niñito, en un día de tanto sol.

La mujer sonreía, aparentando no dar importancia a la cosa.

—Bueno, lo siento —replicó Katherine con voz firme—. Es importante que él vaya a la iglesia.

—Es demasiado chico para ir a la iglesia. No hará más que alborotar.

Había algo en su tono y su manera, tal vez demasiado tranquila e inocente mientras la desafiaba, que hizo a Katherine apretar los dientes con rabia.

—Parece ser que usted no entiende. Quiero que él venga a la iglesia con nosotros.

La señora Baylock se puso tensa, ofendida por el tono de voz de Katherine. El niño también lo sintió y se acercó más a su niñera, mientras ésta miraba hacia la madre.

—¿Ha estado en la iglesia antes? —preguntó la señora Baylock.

—No veo qué tiene eso que ver…

—¡¿Kathy?! —Llamó Thorn desde el piso inferior.

—Un minuto —le contestó ella.

Miró duramente a la señora Baylock. La mujer le devolvió una mirada serena.

—Vístalo de inmediato —ordenó Katherine.

—Discúlpeme por darle mi opinión, ¿pero espera realmente que un niño de cuatro años entienda la jerigonza que se dice en una boda católica?

Katherine contuvo el aliento.

—Soy católica, señora Baylock, y también lo es mi esposo.

—Supongo que alguien tiene que serlo —replicó la mujer.

Katherine quedó asombrada, ultrajada por el abierto desafío.

—Ocúpese de que mi hijo esté vestido y en el coche, en cinco minutos —dijo en tono tenso—. O puede empezar a buscarse otro empleo.

—Tal vez lo haga de todos modos.

—Si lo prefiere…

—Lo voy a pensar.

—Espero que lo haga.

Hubo un tenso silencio y luego Katherine dio media vuelta para marcharse.

—En cuanto a la iglesia… —dijo la señora Baylock.

—¿Sí?

—Lamentará haberlo llevado.

Katherine salió de la habitación. En cinco minutos, Damien llegó vestido y arreglado al coche.

El camino para llegar a la iglesia pasaba por Shepperton, donde se estaba construyendo una nueva carretera y ello creaba un imponente embotellamiento del tránsito. Esa nueva demora hizo aún más pesado el silencio en que viajaban.

—¿Qué ocurre? —preguntó Thorn al observar la expresión de Katherine.

—Nada.

—Se te ve enojada.

—Esperaba que no se notara.

—De qué se trata.

—Nada importante.

—Vamos. Dímelo.

—La señora Baylock —dijo Katherine con un suspiro.

—¿Qué ocurre con ella?

—Tuvimos algunas palabras.

—¿Por qué motivo?

—Ella quería llevar a Damien al parque.

—¿Y qué tiene eso de malo?

—En lugar de que el niño fuera a la iglesia.

—No puedo decir que no esté de acuerdo.

—Hizo todo lo posible para evitar que Damien viniera con nosotros.

—Tal vez se sienta sola sin él.

—No sé si eso es bueno.

Thorn se encogió de hombros, observando la construcción, a medida que el coche avanzaba muy lentamente entre la caravana de vehículos.

—¿No podemos evitar esto, Horton? —preguntó.

—No, señor —replicó el hombre—, pero, si me lo permite, me gustaría decir algo acerca de la señora Baylock.

Thorn y Katherine intercambiaron una mirada, sorprendidos ante la petición de Horton.

—Hable —le dijo Thorn.

—No quisiera hacerlo delante del niño.

Katherine miró a Damien, que estaba jugando con los cordones de sus zapatos nuevos, aparentemente sin prestar atención a la conversación.

—No hay problema —dijo Katherine.

—Creo que ella es una mala influencia —dijo Horton—. No respeta las reglas de la casa.

—¿Qué reglas? —preguntó Thorn.

—Preferiría no entrar en detalles, señor.

—Por favor.

—Bien; para empezar, es cosa aceptada que todos los sirvientes coman juntos y cada cual tiene su turno para lavar los platos.

Thorn miró a Katherine. Evidentemente, no se trataba de nada serio.

—Ella nunca come con nosotros —siguió Horton—. Baja cuando todos hemos terminado y come sola.

—Ya veo —dijo Thorn fingiendo interesarse.

—Y deja los platos para que los lave el personal de la mañana.

—Creo que podemos pedirle que deje de hacer eso.

—También espera a que, después del anochecer, el personal se quede dentro de la casa —continuó Horton— y la he visto en más de una oportunidad ir al bosque casi de madrugada, cuando aún no había amanecido. Y caminaba con mucho cuidado para que nadie la oyera.

Los Thorn consideraron esa información, intrigados.

—Resulta extraño —murmuró Thorn.

—Lo que sigue es poco delicado y espero que me disculpen —siguió Horton—. Pero hemos notado que no utiliza papel higiénico en el baño. El que está junto al inodoro. No hemos tenido que renovarlo desde que llegó.

En el asiento posterior, los Thorn volvieron a mirarse. La historia se estaba tornando demasiado extraña.

—Yo saqué, pues, mis conclusiones —dijo Horton—. Creo que ella hace en el bosque sus… necesidades. Y me parece que eso es poco civilizado, si me permiten opinar.

Se produjo un silencio: los Thorn estaban perplejos.

—Algo más, señor. Otra cosa que está muy mal.

—¿Qué es, Horton? —preguntó Thorn.

—Utiliza el teléfono y hace llamadas a Roma.

Una vez dicho lo que tenía que decir, Horton volvió a ocuparse del tránsito, alejándose rápidamente del embotellamiento, al producirse un claro. Mientras el paisaje se deslizaba ante ellos, Katherine y Thorn meditaron en silencio y por último se miraron a los ojos.

—Estuvo abiertamente desafiante hoy —dijo Katherine.

—¿Quieres despedirla?

—No sé. ¿Y tú?

Thorn se encogió de hombros.

—Parece que Damien goza en su compañía.

—Lo sé.

—Eso es importante.

—Sí —suspiró Katherine—. Supongo que sí.

—Pero puedes despedirla si lo deseas.

Katherine calló, mirando por la ventanilla.

—Creo que tal vez ella se marche por su propia voluntad.

Sentado entre ellos, Damien miraba el piso del coche, con sus ojos inmóviles, mientras el vehículo se aproximaba a la ciudad.

La iglesia de All Saints era un edificio monumental. Combinaba la arquitectura del siglo XVII con manifestaciones de siglos posteriores. Sus macizas puertas delanteras estaban siempre abiertas y el interior se hallaba iluminado día y noche. En esta ocasión, la escalinata que conducía a las puertas estaba adornada con lirios, y los ujieres, con chaqué, acogían la solemne entrada de los asistentes. El acontecimiento había congregado muchísima gente. Incluso a algunos portadores de pancartas con consignas del Partido Comunista, desertores, sin duda, de un mitin en Piccadilly… que preferían presenciar ese acontecimiento social. El único gran nivelador para las personas de todos los rangos y las posiciones políticas era la presencia de celebridades. La gente estaba reunida formando enjambres. La multitud empezaba a desbordarse y el personal de seguridad tenía problemas para contenerla. Eso demoraba la ceremonia porque los coches que llegaban debían formar una única fila y esperar hasta el momento de llegar frente al templo, para que pudieran descender los invitados.

El coche de los Thorn fue de los últimos en llegar y ocupó su lugar en la fila, hacia el final de la manzana. Las fuerzas de seguridad eran pocas allí y la gente se apretujaba contra el coche, observando descaradamente a sus ocupantes. A medida que el coche iba avanzando, la multitud se espesaba y Damien, que se había adormecido, empezó a despertarse, alarmado y confundido por los rostros que miraban desde afuera. Katherine lo atrajo hacia sí, mirando molesta hacia delante, pero los cuerpos que rodeaban el vehículo se multiplicaron y empezaron a hacer presión. La cara grotesca de un hidrocefálico se acercó a la ventanilla del lado de Katherine y empezó a golpear como si tratara de entrar.

Ella se volvió hacia ese rostro y se estremeció porque el hombre había empezado a reír, emitiendo un chorro de baba.

—Dios mío —se quejó—. ¿Qué es lo que pasa?

—El camino está atascado a lo largo de toda una manzana —replicó Horton.

—¿No puede tomar un atajo? —preguntó Katherine.

—Todos tenemos nuestros parachoques anteriores y posteriores golpeando al vehículo de delante y al de detrás.

El golpeteo continuó al lado de ella y Katherine cerró los ojos, tratando de ignorar el ruido que en realidad se acrecentó cuando otras personas de la multitud lo hallaron divertido y empezaron a golpear las ventanillas de otros coches.

—Miren hacia delante —dijo Horton—. Comunistas.

—¿No podemos irnos de aquí? —pidió Katherine.

Junto a ella, los ojos de Damien empezaron a denotar temor, haciéndose eco de la alarma de la madre.

—Bueno… bueno, —trató de calmarlo Thorn al ver el temor en los ojos del niño—. Esta gente no puede hacernos daño, sólo quieren ver quiénes están en los coches.

Pero los ojos del niño empezaron a agrandarse y no estaban fijos en la gente sino en un punto encima de ellos, en las alturas de la iglesia.

—No hay nada que temer, Damien —dijo Thorn—. Sólo vamos a una boda.

Pero el temor del niño fue en aumento y su rostro se hizo cada vez más tenso a medida que se acercaban inexorablemente a la monumental iglesia.

—Damien…

Thorn miró a Katherine, llamando la atención de ella hacia el niño. Su rostro parecía pétreo y el cuerpo se iba poniendo rígido a medida que el coche avanzaba y el edificio de la catedral aparecía a la vista.

—Tranquilízate, Damien —murmuró Katherine—, la gente se ha ido…

Pero sus ojos estaban fijos en la iglesia y se tornaban más grandes por momentos.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Thorn rápidamente.

—No lo sé.

—¿Qué pasa, Damien?

—Tiene un susto de muerte.

Katherine dio la mano al niño y éste la aferró, mirando con desesperación a la madre.

—Es una iglesia, querido —le dijo Katherine en tono ansioso.

Cuando el niño volvió a mirar hacia delante, sus labios se secaron. El pánico crecía en él y empezó a jadear, con el rostro desprovisto de color.

—¡Dios mío! —gimió Katherine.

—¿Está descompuesto?

—Parece de hielo. ¡Está frío como el hielo!

El coche se detuvo frente a la iglesia y la portezuela se abrió. La mano del ujier que intentaba ayudar a Damien a descender dio pánico al niño. Se aferró con fuerza al traje de Katherine y empezó a gimotear de temor.

—¡Damien! —gritó Katherine—. ¡Damien!

Ella trataba de separar al niño y él se aferraba con mayor fuerza, sintiéndose más desesperado, mientras Katherine intentaba hacerlo descender.

—¡Robert! —gimió Katherine.

—¡Damien! —gritó Thorn.

—¡Está rompiendo mi traje!

Thorn se inclinó para coger con fuerza al niño, mientras éste luchaba más aún para aferrarse a la madre, arañándole el rostro y tirándole del pelo, en su desesperado esfuerzo para no separarse de ella.

—¡Socorro! ¡Dios! —exclamaba Katherine.

—¡Damien! —gritaba Thorn, mientras luchaba inútilmente con el niño—. ¡Suelta a tu madre!

Mientras el niño gritaba aterrorizado, un grupo de personas se arremolinó alrededor para observar la desesperada lucha. Tratando de ayudar, Horton corrió desde su asiento para coger al niño y hacerlo descender. Pero el pequeño se había convertido en un animal que aullaba mientras sus dedos se hundían en el rostro y la cabeza de Katherine, arrancándole un mechón de pelo.

—¡Sáquenmelo de encima! —gritó Katherine.

En su terror empezó a pegarle, tratando de desprenderse de los dedos que se habían hundido en su ojo. Con un movimiento repentino, Thorn consiguió separar a Damien y mantener inmovilizados los brazos del niño.

—¡Pronto! —ordenó con voz quebrada a Horton—. ¡Salgamos en seguida de aquí!

Y mientras el niño se debatía, Horton corrió a su asiento, cerrando las portezuelas. El coche salió disparado hacia delante, alejándose del lugar.

—Dios mío —sollozó Katherine, cogiéndose la cabeza—. Dios mío…

A medida que el coche tomaba velocidad, el forcejeo del niño fue cesando y su cabeza cayó hacia atrás por el agotamiento. Horton condujo hacia la carretera y en pocos instantes renació el silencio. Damien estaba sentado con ojos vidriosos y el rostro húmedo de transpiración. Thorn lo tenía aún sujeto entre sus brazos, con la vista fija hacia delante. Junto a él, Katherine se hallaba en estado de shock, con el cabello desordenado, un ojo hinchado y casi cerrado. Viajaron hasta Pereford, en silencio. Nadie se decidía a hablar.

Cuando llegaron a Pereford, llevaron a Damien a su cuarto y se sentaron en silencio, mientras el niño miraba por la ventana. Tenía la frente fresca, de modo que no había necesidad de llamar al médico. Pero se negaba a mirarlos, atemorizado por lo que había hecho.

—Yo me encargo de él —dijo serenamente la señora Baylock al entrar en el cuarto.

Cuando Damien la vio, su aspecto denotó alivio.

—Tuvo un susto —dijo Katherine a la mujer.

—No le gusta la iglesia —replicó la mujer—. Él quería ir al parque.

—Se puso… salvaje —dijo Thorn.

—Estaba enojado —dijo la señora Baylock.

Y se adelantó, cogiendo en brazos al niño. Y Damien se aferró a ella, como un hijo a su madre. Los Thorn observaron en silencio. Luego se fueron lentamente del cuarto.

—Hay algo que no marcha bien —dijo Horton a su esposa.

Era de noche ahora y estaban en la cocina. Ella había escuchado en silencio, mientras él le contaba los sucesos del día.

—Hay algo raro en esta señora Baylock —prosiguió Horton—, hay algo raro en este niño y también hay algo raro en esta casa.

—Estás exagerando —replicó ella.

—Si tú lo hubieras visto, sabrías de qué estoy hablando.

—El berrinche de una criatura.

—El berrinche de un animal.

—Es muy inquieto, eso es todo.

—¿Desde cuándo?

Ella sacudió la cabeza como para desechar el asunto, tomó unas verduras del refrigerador y empezó a cortarlas en trozos pequeños.

—¿Miraste alguna vez sus ojos? —preguntó Horton—. Es como mirar los ojos de un animal. Sólo observan. Esperan. Saben algo que uno no sabe. Han estado en algún lugar que uno no conoce.

—Tú y tus duendes —rezongó la mujer, mientras cortaba la verdura.

—Espera y verás —le aseguró Horton—. Aquí está ocurriendo algo malo.

—En todas partes ocurren cosas malas.

—No me gusta nada —dijo el hombre, sombríamente—. Estoy pensando en que deberíamos marcharnos.

En ese mismo momento los Thorn estaban en el patio. Era tarde ya y Damien dormía. La casa se encontraba tranquila y oscura. Se oía música clásica muy suave que transmitía un aparato estereofónico y ellos estaban sentados sin hablar, mirando la noche. El rostro de Katherine estaba lastimado e hinchado y ella, metódicamente, bañaba su ojo con una gasa que sumergía de tanto en tanto en un bol de agua tibia. No habían dicho una sola palabra desde los sucesos del día y se limitaban a compartir la presencia mutua. Su temor era el temor que otros padres habían conocido: el primer indicio de que algo no anda bien en su hijo. Se cristalizaba en el silencio, pero no cobraba realidad, a menos que lo tradujesen en palabras.

Katherine probó el bol de agua con la mano y, como lo encontró frío, exprimió la gasa y la dejó a un lado. El movimiento hizo que Thorn la mirara y él esperó que ella reparara en su mirada.

—¿Seguro que no quieres llamar a un médico? —preguntó serenamente.

Ella sacudió la cabeza.

—Nada más que unos pocos rasguños.

—Quiero decir… para Damien —agregó Thorn.

Todo lo que ella pudo ofrecer fue un gesto de impotencia.

—¿Qué íbamos a decirle? —preguntó.

—No tenemos que decirle nada. Sólo… que lo examine.

—Hace un mes lo revisaron. Está perfectamente. No ha estado enfermo un solo día de su vida.

Thorn afirmó con la cabeza, pensando en el asunto.

—Nunca, ¿verdad? —observó con tono de extrañeza.

—No.

—Eso es extraño, ¿no crees?

—¿Lo es?

—Me parece.

Su tono era raro y ella se volvió para mirarlo. Sus ojos se encontraron y Katherine esperó que él continuara.

—Quiero decir… ni sarampión ni paperas… tampoco varicela. Ni siquiera un catarro, una tos o un resfriado.

—¿Y qué? —preguntó ella en tono defensivo.

—Sólo que… me parece poco habitual.

—A mí, no.

—A mí, sí.

—Viene de una raza sana.

Thorn no supo qué decir. Dentro de él se formó un nudo. El secreto estaba aún allí, en el fondo de su estómago. Nunca lo había abandonado, en todos esos años, pero, en general, se había sentido justificado. Culpable por el engaño, pero aliviado por toda la felicidad que había aportado. Cuando las cosas marchaban bien era fácil mantenerlo oculto, adormecido. Pero ahora, de alguna manera, se estaba tornando importante y Thorn lo sentía crecer en él como si le fuera a obstruir la garganta.

—Si tu familia o la mía —continuó Katherine— tuviera una historia de… psicosis, de perturbaciones mentales… entonces me preocuparía, sin duda, por lo que ocurrió hoy.

Él la miró y luego desvió los ojos.

—Pero he estado pensando en el asunto y sé que el niño está bien. Es un lindo muchachito sano. Un descendiente sano de dos árboles familiares sanos también.

Incapaz de mirarla, Thorn asintió con la cabeza lentamente.

—Tuvo un susto, eso es todo —agregó Katherine—. Sólo un… mal momento, que todo niño puede tener.

Thorn volvió a asentir con la cabeza y con gran fatiga se frotó la frente. Interiormente, deseaba contarle, descargar su conciencia. Pero era demasiado tarde. El engaño había continuado por demasiado tiempo. Ella lo odiaría por haberla engañado. Hasta podía odiar al niño. Era demasiado tarde. Nunca debía saberlo.

—He estado pensando en la señora Baylock —dijo Katherine.

—¿Sí?

—He pensado que deberíamos conservarla.

—Se mostró muy agradable hoy —repuso Thorn.

—Damien está ansioso. Tal vez porque nos oyó hablar de ella, en el coche.

—Sí —replicó Thorn.

Tenía sentido. Pudo haber sido la causa del temor del niño. Ellos pensaron que no estaba escuchando, pero era evidente que lo había oído todo. La idea de perderla lo había llenado de terror.

—Sí —volvió a decir Thorn y su voz estaba llena de esperanza.

—Me gustaría darle otras tareas; así estaría fuera de la casa parte del día —dijo Katherine—. Tal vez encargarle las compras de la tarde. De esa manera, yo podría dedicarle más tiempo a Damien.

—¿Quién las hace ahora? Las compras.

—La señora Horton.

—¿No le molestará dejar de hacerlas?

—No sé. Pero quiero pasar más tiempo con Damien.

—Eso me parece sensato.

Volvieron a quedar en silencio y Katherine giró la cabeza.

—Creo que eso es bueno —reiteró Thorn—. Me parece sensato.

Por un instante, sintió que todo iba a marchar bien. Entonces vio que Katherine estaba llorando y volvió a acongojarse. La observaba, incapaz de consolarla.

—Tenías razón, Kathy —murmuró—. Damien nos oyó hablar de despedirla. Eso fue todo. Simplemente eso.

—Ruego que así sea —respondió ella con voz temblorosa.

—Por supuesto… eso fue todo.

Ella afirmó con la cabeza y, cuando las lágrimas cesaron, se incorporó, mirando hacia la casa oscura.

—Bien —dijo—, lo mejor que se puede hacer con un mal día es terminarlo. Me voy a la cama.

—Me quedaré sentado aquí un rato. Subiré luego.

Los pasos de Katherine se esfumaron tras él, dejándolo solo con sus pensamientos.

Cuando miró hacia el bosque, vio en cambio el hospital de Roma. Se vio a sí mismo allá, parado frente a un cristal, aceptando al niño. ¿Por qué no había preguntado más sobre la madre? ¿Quién era ella? ¿De dónde venía? ¿Quién era el padre y por qué no estaba presente? Con los años, él se había formado ciertas conjeturas que habían servido para calmar sus temores. La madre real de Damien sería probablemente una muchacha campesina, una muchacha de la iglesia, y por eso dio a luz a su hijo en un hospital católico. Era un hospital caro y no habría podido acudir a esa institución, a menos que tuviera ese tipo de relación. Tal vez ella misma era huérfana, sin familia. Y el niño habría nacido sin estar ella casada, razón por la cual el padre no estaba presente. ¿Qué más había que saber? ¿Qué otra cosa pudo haber importado? El niño era hermoso y despierto, y lo habían descrito como “perfecto en todos sentidos”.

Thorn no estaba acostumbrado a dudar de sí mismo, a acusarse. Su mente luchaba por convencerse de que lo que había hecho estaba bien. Se había sentido turbado, desesperado en aquel momento. Había sido vulnerable, una presa fácil a la sugerencia. ¿Pudo haberse equivocado? ¿Tal vez había otras cosas que él debía saber?

Thorn nunca conocería las respuestas a esas preguntas. Sólo unas pocas personas las conocían y ahora estaban dispersas por el mundo. Estaba la hermana Teresa, el padre Spilletto y el padre Brennan. Sólo ellos sabían. Sólo sus conciencias conocían la verdad. En la oscuridad de aquella lejana noche habían trabajado en febril silencio, con la tensión que derivaba del honor de haber sido elegidos. En toda la Historia de la Tierra sólo se había intentado dos veces antes y ellos sabían que esta vez no debía fracasar. Todo estaba en manos de ellos, sólo de ellos tres. Todo había marchado a la perfección y nadie se había enterado. Después del nacimiento fue la hermana Teresa la que preparó al impostor, depilándole los brazos y la frente, empolvándolo para que estuviese seco y presentable cuando Thorn fuera llevado a verlo. El cabello de la cabeza era abundante, como habían deseado. Ella había utilizado un secador para esponjárselo, examinando primero el cuero cabelludo, para asegurarse de que el estigma estaba allí. Thorn nunca vería a la hermana Teresa y tampoco al pequeño padre Brennan, que trabajaba en el sótano cerrando en cajones dos cuerpos que se despacharían inmediatamente. El primer cuerpo era el del hijo de Thorn, silenciado antes de que pudiera emitir su primer llanto. El segundo era el del animal, la madre transitoria del que había sobrevivido. Afuera un camión esperaba para llevar los cuerpos a Cerveteri, donde en el silencio del Cimitero di Sant’Angelo los sepultureros esperaban en la capilla.

El plan había nacido de la comunión diabólica y era Spilletto quien lo llevó a efecto. Había elegido a sus cómplices, con el mayor cuidado. Estaba satisfecho con la hermana Teresa, pero en los momentos finales había llegado a preocuparle Brennan. El diminuto estudioso era aplicado, pero su creencia era el producto del temor y el último día había demostrado una inestabilidad que inquietó a Spilletto. Brennan estaba ansioso, pero su ansiedad tenía que ver consigo mismo, era su ardiente deseo de demostrar que estaba a la altura de la tarea. Había perdido de vista el significado de lo que estaban haciendo, preocupado por la importancia de su propio papel. Esa preocupación por sí mismo lo llevó a la ansiedad y Spilletto estuvo a punto de desprenderse de Brennan. Si uno de ellos fallaba, los tres serían considerados responsables. Y, más importante, no podría volver a intentarse durante otros mil años.

Al final, Brennan, se había superado, realizando su tarea con dedicación y eficiencia, llegando a manejar una crisis que ninguno de los tres había previsto. El niño no había muerto aún y emitió un sonido dentro del cajón cuando lo estaban cargando en el camión. Brennan retiró rápidamente el cajón, volvió al sótano del hospital y se aseguró de que no volvería a oírse ningún sonido. Eso lo había afectado mucho, profundamente, pero lo había hecho y eso era todo lo que importaba.

Esa noche, en el hospital todo parecía normal en torno a ellos. Los médicos y las enfermeras realizaban su rutina sin ningún conocimiento de lo que estaba sucediendo. Todo se había hecho con discreción y exactitud y nadie, en especial Thorn, había tenido jamás sospecha alguna…

Ahora, mientras se hallaba sentado en el patio mirando la noche, Thorn se dio cuenta de que el bosque de Pereford ya no le resultaba ominoso. No tenía la sensación, como antes, de que alguien lo estaba observando entre la fronda. Ahora resultaba apacible, con el sonido de los grillos y los sapos. Le parecía agradable, de alguna manera tranquilizador, que la vida fuera normal a su alrededor. Sus ojos se elevaron hacia la casa, desplazándose hasta la ventana de Damien. Estaba iluminada por una luz tenue y Thorn pensó en el rostro del niño en la paz del sueño. Sería la visión adecuada para terminar ese terrible día y se incorporó, apagando una lámpara y entrando en la oscura casa.

La oscuridad era total adentro y el aire parecía reverberar con el silencio. Thorn buscó a tientas el camino hacia las escaleras. Allí se detuvo, buscando un interruptor de la luz, pero como no lo encontró empezó a subir silenciosamente hasta que llegó al rellano. Nunca había visto la casa tan oscura y se dio cuenta de que debió haberse quedado afuera por un tiempo considerable, perdido en sus pensamientos. Podía oír a su alrededor el sonido de la respiración de los que dormían y caminó sin hacer ruido, tanteando las paredes. Su mano tocó un interruptor y lo hizo girar, pero no funcionó. Siguió caminando, girando en un recodo del hall largo y anguloso. Delante podía ver el cuarto de Damien, por cuya puerta se filtraba una débil franja de luz. Pero de pronto se sintió helado porque creyó haber oído un sonido. Era una especie de vibración, un rumor apagado que desapareció antes de que pudiera identificarlo, reemplazado sólo por la silenciosa atmósfera del hall. Se preparó para seguir caminando, pero el sonido volvió, más fuerte ahora, sobresaltándolo. Entonces miró hacia abajo y vio los ojos. Conteniendo la respiración, se arrimó todo lo posible a la pared. El rumor creció en intensidad mientras un perro surgió de las sombras y se paró, como en guardia, frente al cuarto del niño. Respirando apenas, Thorn se quedó petrificado mientras el sonido se hacía más intenso y los ojos lo miraban fijamente.

—Fuera… fuera… —exclamó Thorn respirando entrecortadamente.

El animal se puso más tenso, como si se dispusiera a saltar.

—Tranquilo ahora —dijo la señora Baylock, que salía de su habitación—. Éste es el amo de la casa.

El perro quedó silencioso. La señora Baylock manipuló un interruptor y el hall se iluminó instantáneamente, dejando a Thorn sin aliento, mirando fijamente al perro.

—¿Qué… es esto? —logró articular.

—¿Señor? —preguntó la mujer en tono indiferente.

—Este perro.

—Ovejero, creo. ¿No es hermoso? Lo encontramos en el bosque.

El perro se había echado a los pies de ella, repentinamente despreocupado.

—¿Quién le dio permiso…?

—Pensé que podíamos aprovechar un buen perro guardián. Además el niño lo adora.

Thorn se sentía aún alarmado y seguía parado y tieso contra la pared. La señora Baylock no pudo ocultar que la actitud de Thorn le causaba gracia.

—Le dio un susto, ¿verdad?

—Sí.

—¿Ve qué bueno es? Como perro guardián, quiero decir. Créame, estará agradecido de que el animal se encuentre en la casa cuando usted se marche.

—¿Cuando me marche? —preguntó Thorn.

—De viaje. ¿No se va a Arabia Saudita?

—¿Cómo sabe lo de Arabia Saudita? —preguntó.

La mujer se encogió de hombros.

—No sabía que era un secreto.

—No se lo he dicho a nadie aquí.

—La señora Horton me lo dijo.

Thorn asintió con la cabeza, desviando sus ojos hacia el perro.

—No va a causar ningún problema —aseguró la mujer—. Sólo le vamos a dar las sobras…

—No lo quiero aquí —replicó Thorn, secamente.

Ella lo miró con sorpresa.

—¿No le gustan los perros?

—Cuando desee un perro, lo elegiré.

—El niño le ha tomado afecto, señor, y creo que lo necesita.

—Yo decidiré cuándo necesita un perro.

—Los niños pueden confiar en los animales, señor. No importa cuál.

Ella lo miró como si estuviera tratando de darle a entender algo más.

—¿Está… tratando de decirme algo?

—No me atrevería, señor.

Pero por el modo en que lo miraba era evidente.

—Si tiene algo que decir, señora Baylock, me gustaría oírlo.

—No debería, señor. Usted tiene demasiadas preocupaciones en la mente…

—Le dije que me gustaría oírlo.

—El niño parece sentirse solo.

—¿Por qué iba a sentirse solo?

—Su madre no parece aceptarlo.

Thorn quedó tenso, agraviado por la observación.

—¿Ve? —agregó la mujer—. No debí haber hablado.

—¿No lo acepta?

—No parece que le guste el niño, y él lo siente.

Thorn estaba mudo, sin saber qué decir.

—A veces pienso que yo soy todo lo que él tiene —agregó la mujer.

—Creo que se equivoca.

—Y ahora tiene a este perro. Lo adora. Por el niño, no eche al animal.

Thorn miró al enorme animal y sacudió la cabeza.

—No me gusta este perro —dijo—. Llévelo mañana a la perrera municipal.

—¿A la perrera? —preguntó alarmada.

—A la Sociedad Protectora de Animales.

—¡Los matan allí!

—Sáquelo de la casa, entonces. No quiero que siga aquí mañana.

El rostro de la señora Baylock se endureció y entonces Thorn se marchó. La mujer y el perro lo observaron alejarse por el largo hall y sus ojos ardieron de odio.