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En cualquier momento dado hay más de cien mil personas viajando en aviones que surcan los cielos. Ésa era la clase de estadística que intrigaba a Thorn y, cuando la leyó en la revista Skyliner, de inmediato dividió a los humanos en dos grupos: los que permanecían sobre la tierra y los que se desplazaban por el aire. Normalmente, ocupaba su mente en meditaciones más serias, pero en ese vuelo en particular intentaba aferrarse a todo lo que pudiera desviar sus pensamientos de la incertidumbre que lo aguardaba. Lo que la estadística significaba era que si de repente la población de la Tierra resultaba aniquilada, habría más de cien mil personas que quedarían en el aire, bebiendo martinis y viendo películas, sin tener conciencia de que todo se había perdido.

Mientras el avión atravesaba estrepitosamente el oscuro cielo sobre Roma, Thorn se preguntaba cuántos de los que estaban en el aire en ese momento eran varones, cuántas mujeres, y de qué manera, de hallar todos un lugar seguro donde aterrizar, reconstruirían una sociedad. Probablemente, en su mayoría fuesen varones de la clase económica media a alta, lo que significaba que poseerían talentos relativamente inútiles si debían volver a una tierra donde todos los trabajadores hubieran desaparecido. Directores sin personal a quien dirigir, contadores sin qué contabilizar. Tal vez fuera una buena idea que hubiese siempre en el aire algunos aviones cargados con personal de mantenimiento y trabajadores de la construcción, de modo que hubiera fuerza física para empezar de nuevo. ¿No fue Mao Tse-Tung quien lo dijo? Será el país con los mejores hombres para el mantenimiento el que sobrevivirá mejor a una catástrofe.

Las partes hidráulicas del avión resonaron bajo sus pies y Thorn apagó el cigarrillo, mientras miraba las luces que apenas se veían allá abajo. Había viajado mucho en los últimos meses y lo que le rodeaba ahora era, para él, algo ya familiar, pero esa noche le produjo ansiedad. El telegrama recibido en Washington tenía ya doce horas de antigüedad y en ese momento, fuera lo que fuese lo que hubiera ocurrido, debía haber terminado. Hallaría a Katherine satisfecha por fin, acostada en la cama de un hospital, amamantando al hijo de ambos recién nacido, o en un estado de desesperación total por haberlo perdido una vez más. A diferencia de los otros dos embarazos que se interrumpieron a los pocos meses, el presente había continuado hasta el octavo mes. Y si esta vez las cosas no salían bien, sabía que Katherine se sentiría perdida.

Katherine y él habían estado juntos casi desde la niñez y aun entonces, a los diecisiete años de edad, la inestabilidad de ella era evidente. Sus ojos angustiados parecían pedir protección. Por otra parte, el papel de protector satisfacía las necesidades de Thorn. Fue eso lo que dio una base sólida a la relación, pero en los últimos años, a medida que las responsabilidades de él se fueron extendiendo, Katherine se había ido quedando atrás, solitaria y aislada, incapaz de asumir los deberes propios de la esposa de un político.

La primera señal de su desesperación pasó casi inadvertida, ya que Thorn expresó enojo en lugar de preocupación cuando un día volvió al hogar y descubrió que ella había tomado unas tijeras y se había estropeado el pelo. Una peluca Sassoon se lo cubrió hasta que volvió a crecer, pero un año más tarde la encontró en el baño haciéndose pequeños cortes en las yemas de los dedos, con una hoja de afeitar, consternada y sin saber muy bien por qué lo estaba haciendo. Fue entonces cuando buscaron la ayuda de un psiquiatra, que no hacía más que escucharla en un cómodo silencio. Al cabo de un mes, Katherine prescindió de él, decidiendo que todo lo que necesitaba era un hijo.

La fecundación se produjo de inmediato y los tres meses de ese primer embarazo fueron los mejores de la vida de ambos. Katherine se sentía bien y se la veía hermosa. Incluso se animó a viajar al Lejano Oriente, con su esposo. El embarazo terminó en el inodoro de un avión, mientras Katherine lloraba y un agua azulada se llevaba sus esperanzas.

El segundo embarazo tardó dos años en producirse y casi destruyó la vida sexual que había sido uno de los pilares de esa relación. El especialista en fertilidad había señalado el momento exacto en el ciclo de ovulación de ella, a una hora del día en que a Thorn le resultaba difícil estar con su esposa. Él se había sentido inútil y como manipulado, mes tras mes, cuando salía de su oficina, para realizar la tarea mecánica y rutinaria. Incluso se le llegó a sugerir que se masturbara para poder inyectar su semen artificialmente, pero se negó. Si para ella era tan importante un hijo, podía adoptarlo. Pero Katherine se negó rotundamente: el niño debía ser un hijo de ellos.

Por último, una célula solitaria se encontró con otra y durante cinco meses y medio la esperanza volvió a florecer. Esa vez los dolores empezaron en un supermercado y Katherine continuó empecinadamente haciendo sus compras, tratando de negar el hecho hasta que fue imposible seguir negándolo. Fue una suerte, comentaron los médicos, porque el feto presentaba malformaciones, pero eso no hizo más que acentuar la tristeza de Katherine, produciéndole una depresión de la que sólo a los seis meses comenzó a mejorar. Ahora era la tercera vez y Thorn sabía que era la última. Si las cosas no iban bien, la salud mental de Katherine se resentiría irreparablemente.

El avión tomó contacto con la pista y se oyó un pequeño aplauso, la admisión franca de que los pasajeros estaban encantados, incluso un tanto sorprendidos, de haber podido aterrizar con vida. ¿Por qué volamos?, se preguntó Thorn. ¿Es tan prescindible la vida? Se quedó en su asiento, mientras los otros se afanaban por recoger sus bolsos de mano y se apresuraban hacia la puerta. Él recibiría el trato que se dispensa a las personas importantes: pasaría rápidamente por la aduana y subiría a un automóvil que lo estaba esperando. Era la parte más grata de sus vueltas a Roma, porque en esa ciudad se estaba convirtiendo en una celebridad. Como consejero económico del presidente de su país, presidía la Conferencia Económica Mundial, que había sido trasladada de Zurich a Roma. El programa inicial de cuatro semanas se había extendido a casi seis meses y durante ese tiempo los paparazzi habían empezado a tenerlo en cuenta, ya que corría el rumor de que en unos pocos años más sería un candidato presidenciable en los Estados Unidos.

A la edad de cuarenta y dos años estaba en la plenitud de la vida, después de preparar cuidadosamente el camino para lo que ahora parecía inevitable. Su nombramiento como presidente de la Conferencia Económica le dio notoriedad pública, brindándole un escalón para poder acceder a una embajada, a un puesto en el Gabinete y luego, probablemente, a la presidencia de su país. El hecho de que el hombre que ahora asumía la presidencia de los Estados Unidos hubiera sido su compañero de cuarto en el colegio pre-universitario no era un obstáculo, sin duda; ahora bien, Thorn lo había conquistado todo con su propio esfuerzo.

Las plantas industriales de la familia habían florecido durante la guerra y le habían facilitado la mejor educación que el dinero puede obtener, además de una vida de comodidad. Pero, a la muerte de su padre, las había cerrado, contrariando a sus consejeros; hizo voto de no fabricar jamás elementos de destrucción. Toda guerra es fratricida. Fue Adlai Stevenson quien lo dijo, Thorn quien lo citó, y en los intereses de la paz, la fortuna Thorn se multiplicó. De los bienes raíces pasó a la construcción y se dedicó con pasión a mejorar las zonas de viviendas precarias. También otorgaba pequeños préstamos comerciales a los capaces y a los necesitados. Era eso lo que lo tornaba singular: un talento para acumular dinero y cierto sentido de responsabilidad hacia aquellos que no tenían nada. La estimación de que su fortuna personal se acercaba a cien millones de dólares era imposible de verificar y, en verdad, Thorn mismo no lo sabía. Hacer un recuento habría significado hacer una pausa y Robert Thorn estaba en constante movimiento.

Cuando el taxi se detuvo frente al sombrío Ospedale Generale, el padre Spilletto miró hacia abajo desde la ventana de su oficina del primer piso y se dio cuenta inmediatamente de que el hombre que descendía era Robert Thorn. La mandíbula vigorosa y las sienes encanecidas resultaban familiares por las fotos de los periódicos, como también su vestimenta y su figura. Era satisfactorio que Thorn se ajustara, en cada detalle, a lo previsto. Obviamente, la elección había sido acertada. Acomodando su túnica, el sacerdote se puso de pie, con su enorme figura empequeñeciendo el escritorio de madera que tenía delante. Sin expresión alguna, caminó silenciosamente hacia la puerta. Ya se oían los pasos de Thorn, que entraba abajo, resonando vigorosamente a través del desnudo piso de mosaico.

—¿Señor Thorn?

Abajo, Thorn se volvió, elevando sus ojos escrutadores en la oscuridad.

—¿Sí?

—Soy el padre Spilletto. Le envié…

—Sí. Recibí su telegrama. Partí tan pronto como pude.

El sacerdote se acercó a un haz de luz y empezó a descender por la escalera. Había algo en su movimiento, en el silencio que lo rodeaba, que indicaba que algo marchaba mal.

—¿Ha… nacido el niño? —preguntó Thorn.

—Sí.

—¿Mi esposa…?

—Está descansando.

El sacerdote había llegado al pie de la escalera y sus ojos se encontraron con los de Thorn, tratando de prepararlo, de suavizar el golpe.

—¿Algo anduvo mal?

—El niño ha muerto.

Se produjo un terrible silencio que pareció llenar los vacíos corredores de mosaico. Thorn quedó como paralizado, como si lo hubieran golpeado físicamente.

—Sólo respiró un momento —murmuró el sacerdote— y luego murió.

El sacerdote observó, inmóvil, al hombre que estaba frente a él, quien caminó rígidamente hacia un banco y se sentó. Luego, inclinó la cabeza y lloró. El sonido del llanto resonó por los corredores. El sacerdote esperó antes de hablar.

—Su esposa se ha salvado —dijo—, pero no podrá tener otro hijo.

—Eso la destruirá —murmuró Thorn.

—Pueden adoptar un niño.

—Ella deseaba tener uno propio.

En el silencio que siguió, el sacerdote se adelantó unos pasos. Sus rasgos eran toscos pero serenos, sus ojos estaban llenos de compasión. Sólo una leve transpiración delataba la tensión oculta.

—Usted la ama mucho —comentó.

Thorn asintió con la cabeza, incapaz de hablar.

—Entonces debe aceptar el designio de Dios.

Desde las sombras de un oscuro corredor apareció una anciana monja, que con la mirada imploró al sacerdote que se acercara. Se reunieron, hablando en voz baja en italiano antes de que ella se retirara y el sacerdote volviera a acercarse a Thorn. Había algo en sus ojos que inquietó a Thorn.

—Dios obra de las maneras más misteriosas, señor Thorn —dijo el sacerdote, tendiéndole una mano.

Thorn se incorporó y se vio obligado a seguirlo.

La maternidad estaba tres pisos más arriba, y ellos subieron por una escalera trasera, un medio poco utilizado e iluminado por simples lamparitas. La guardia estaba oscura y limpia. El olor de los bebés renovó la sensación de pérdida que latía como un martilleo en el estómago de Thorn. Acercándose a una separación de cristal, el sacerdote se detuvo, esperó mientras Thorn se acercaba vacilante y miraba hacia el otro lado del cristal. Era un niño recién nacido. Un niño de perfección angelical. Con su ya abundante pelo negro caído sobre sus ojos azules, miraba hacia arriba, encontrando instintivamente los ojos de Thorn.

—Es huérfano —dijo el sacerdote—. La madre murió, como el hijo de usted… a la misma hora. —Turbado, Thorn miró al sacerdote—. Su esposa necesita un hijo —continuó éste—. El niño necesita una madre.

Thorn sacudió la cabeza lentamente.

—Queríamos un hijo nuestro —dijo.

—Si me permite esta sugerencia… se parece mucho al suyo…

Thorn volvió a mirar al niño y comprendió que era verdad. El color de la piel era el mismo de Katherine y los rasgos se parecían a los suyos. La mandíbula era firme e incluso tenía el característico “hoyuelo Thorn” en el mentón.

—La signora no tiene por qué saberlo nunca —imploró el sacerdote.

El repentino silencio de Thorn lo alentó. La mano del hombre había empezado a temblar y el anciano se la tomó, infundiéndole ánimo.

—¿Es… un niño sano? —preguntó Thorn con voz temblorosa.

—Perfecto en todo sentido.

—¿Tiene parientes?

—Ninguno.

En torno a ellos, en los corredores desolados, reinaba el silencio, una calma tan densa que inquietaba.

—Yo soy la autoridad aquí —dijo el sacerdote—. No habrá registros. Nadie lo sabría.

Thorn bajó su mirada, desesperado por la indecisión.

—¿Podría… ver a mi propio hijo? —pidió.

—¿Para qué? —imploró el sacerdote—. Dele su amor al que vive.

Y tras la separación de cristal, el bebé levantó ambos brazos hacia Thorn, como en un gesto de deseo.

—Hágalo por su esposa, signor. Dios perdonará este engaño. Y por este niño, que de lo contrario no tendrá hogar…

Su voz enmudeció, porque no había necesidad de decir nada más.

—Esta noche, señor Thorn… Dios le ha dado un hijo.

En el cielo, sobre ellos, la estrella negra alcanzó su cima, repentinamente destrozada por un violento relámpago. En su cama del hospital, Katherine Thorn pensó que estaba despertándose naturalmente, sin conciencia de la inyección que le habían aplicado un momento antes. Durante diez horas había sufrido los dolores del parto y sentido las contracciones finales, pero cayó en la inconsciencia antes de poder ver al niño. Ahora, mientras sus facultades volvían, estaba atemorizada pero luchó por calmarse, al oír que se acercaba alguien por el corredor. La puerta se abrió y vio a su esposo. En sus brazos tenía un niño.

—Nuestro hijo —dijo Thorn, con la voz temblorosa por la emoción—. Tenemos un hijo.

Ella tendió los brazos y tomó al niño, llorando de alegría. Y mientras miraba con ojos nublados por las lágrimas, Thorn agradeció a Dios el haberle mostrado el camino.