Ocurrió en una milésima de segundo. Un movimiento en las galaxias que debería haber tardado eones, se produjo en un abrir y cerrar de ojos.
En el observatorio de Cape Hattie, un joven astrónomo quedó perplejo y sus manos no llegaron a activar a tiempo la cámara que pudo haberlo registrado: la desintegración de tres constelaciones que produjo la estrella oscura y ardiente. De pronto, habían fluido partes de Capricornio, Cáncer y Leo, uniéndose entre sí con magnética certeza, fusionándose para crear una vibrante masa galáctica. Ahora se tornaba más brillante y las constelaciones vacilaron, ¿o es qué temblaban las manos sobre el visor, mientras el astrónomo se esforzaba por sofocar un grito de asombro?
Temía estar a solas ante el fenómeno, pero en realidad no lo estaba. Porque desde las entrañas mismas de la Tierra llegaba un sonido distante. Era el sonido de voces, que parecían humanas pero no lo eran, que se elevaban en devota cacofonía con la creciente potencia de la estrella. En cuevas, sótanos y campos abiertos se habían reunido. Eran los parteros del nacimiento, unos veinte mil seres. Con manos unidas y cabezas inclinadas, sus voces se elevaron hasta que la vibración pudo oírse y sentirse en todas partes. Era el sonido del OHM, que se elevaba hacia el cielo y también entraba en el núcleo prebíblico de la Tierra.
Eran el sexto mes, el sexto día, la hora sexta. El preciso momento predicho por el Antiguo Testamento, cuando la Historia de la Tierra cambiaría. Las guerras, los disturbios de siglos recientes no habían sido más que ensayos, como una probatura del clima para determinar cuándo la Humanidad estaría en condiciones de ser conducida. Bajo César, se habían regocijado cuando los cristianos eran arrojados a los leones. Con Hitler, cuando los judíos eran reducidos a restos calcinados. Ahora la democracia se estaba debilitando, las drogas que perturban la mente se habían convertido en un modo de vida y, en los pocos países donde la libertad de cultos aún se permitía, se sostenía unánimemente que Dios había muerto. De Laos al Líbano, el hermano se había vuelto contra el hermano, los padres contra los hijos. Los ómnibus escolares y los mercados explotaban diariamente en el fragor creciente de la vehemencia preparatoria.
También los estudiosos de la Biblia habían visto la aparición de símbolos bíblicos que anunciaban el acontecimiento que ahora se verificaba. Bajo la forma del Mercado Común había surgido el Sacro Imperio Romano y, con la creación del Estado de Israel, los judíos habían vuelto a la Tierra Prometida. Unido al hambre mundial y a la desintegración de la estructura económica internacional, eso demostraba algo más que una mera coincidencia de acontecimientos. De manera obvia, se trataba de una conspiración de éstos. El Apocalipsis lo había predicho todo.
A medida que la estrella negra se fue tornando más brillante en las alturas del cielo, el canto se hizo más fuerte y el centro de basalto del planeta reverberó con su potencia. Entre las sumergidas ruinas de la antigua ciudad de Meguido, el anciano Bugenhagen pudo sentirlo y lloró. Sus pergaminos y tablillas eran inútiles ahora. En el desierto, en las afueras de Israel, el turno de noche de estudiosos arqueólogos se detuvo en su trabajo y las herramientas quedaron silenciosas mientras el suelo comenzaba a temblar.
En su butaca de primera clase del vuelo 747 que se dirigía de Washington a Roma, Robert Thorn también lo sintió y rutinariamente ajustó el cinturón de su asiento, preocupado con lo que le esperaba abajo. Aun cuando hubiese sabido la razón de la turbulencia repentina, habría sido demasiado tarde, porque en ese momento, en el subsuelo del Ospedale Generale de Roma, una piedra destrozaba la cabeza del que debía ser su hijo.