Los cuatro caballos lanzados al galope se detuvieron a la altura de Alix y Jean-Baptiste con relinchos temerosos y amplios movimientos de cuello. Aun cuando estuvieran enjaezados a la diabla, la riqueza de la brida y el resto de penacho desvencijado que remataba su copete afeitado traicionaban sin lugar a dudas el noble uso de aquellas monturas. La avenida carecía de luces desde la guerra, y solo al ver cómo se abría la portezuela adornada con un escudo de armas, Jean-Baptiste reconoció el carruaje.
—¡La carroza de Hussein! —exclamó, apretando el brazo de su compañera.
Era sin duda el lujoso coche del antiguo monarca, pero en lugar de los magníficos esclavos con libreas bordadas en oro que en el pasado atendían al servicio, la carroza era conducida por dos guardias afganos barbudos y andrajosos.
Otros tres montañeses de cara aún más feroz saltaron de la banqueta de los lacayos y se dispusieron en torno al vehículo con semblante amenazador.
—¿Se la habrá apropiado Mahmud…? —cuchicheó Alix.
Temblaba ante la idea de ver aparecer al nuevo soberano. Pese a que había dado su consentimiento para aquella fiesta, no la abandonaba el temor de que le entraran ganas de estropearla presentándose en persona. No obstante, el hombre que salía con suma dificultad de la berlina buscando a tientas el estribo no tenía la silueta nerviosa del amo de Kandahar. Con gran torpeza de movimientos debido a su corpulencia, se quejaba del esfuerzo que suponía enderezar su corpachón en tierra firme. Una amplia capa lo envolvía en sus pliegues y ocultaba la parte inferior de su rostro con un grueso cuello de pieles. Cuando al fin estuvo de pie, avanzó hacia ellos y consiguieron reconocerle.
—¡El nazir! —exclamó Alix como en estado hipnótico.
Al oír su título, el anciano persa se acercó un poco más y reconoció a su vez a los dos paseantes.
—Se diría que me estaban aguardando —dijo sonriente, y sin darles tiempo para responder los arrastró hacia la casa—. Vamos —añadió—, no nos quedemos aquí, tengo poco tiempo. Déjenme disfrutar un poco de esta fiesta, que he estado a punto de perderme.
Alix y Jean-Baptiste, aferrados cada uno por una de las garras del robusto viejo, entraron en su jardín y franquearon la escalinata, donde los convidados, ocupados en batir palmas al compás de la música, no les prestaron la menor atención.
Las velas de color se habían consumido por completo, y las mechas flotaban en charquitos de cera líquida, que inflamaban con suave crepitar. Saba, sin dejar de reír, paseaba sus cabellos rojos de una estancia a otra para alimentar los pequeños braseros de alegría a los que narradores, tamborileros e invitados habían arrojado todo su dolor y pesar para fundirlos en lingotes de alborozo y esperanza.
El nazir rugió de contento a la vista de aquella animación.
—¿Y qué es lo que bebe esa gente? —dijo, al tiempo que se precipitaba hacia una sirvienta que pasaba con una jarra de gres en la mano.
La agarró por el asa, como si se tratase de una taza, y la vació de un trago.
—¡Diantre, qué rico está!
Y tras devolver la jarra a la pobre chica, que no salía de su asombro, le pidió que trajese otra lo antes posible.
A la luz de las velas, Jean-Baptiste, que miraba fijamente al anciano persa, se dio cuenta por fin qué era lo que lo hacía irreconocible: se había afeitado el bigote. Los interminables mostachos que antaño se retorcían en largos bucles hasta mitad de las mejillas habían desaparecido. En lugar de aquellas jarcias ahora aparecía un labio desnudo, inmóvil y demasiado alto, en el que todavía brillaban dos gotitas del vino que el nazir había trasegado golosamente.
—Vamos, no se quede de pie —dijo Alix, agarrando a su nuevo huésped—. Sentémonos en el patio.
El nazir, embriagado por las delicias de cuanto veía y oía a su alrededor, se dejó conducir hasta una otomana, al pie de la cual se derrumbó, utilizando los cojines como apoyabrazos. A una seña de su ama, las criadas comparecieron portando platos que trataban de hacer olvidar, por su número y sus vivos colores, la triste monotonía de su contenido. Sin embargo, Saba estaba en lo cierto, y la felicidad decretada por los humanos se había incorporado a las cosas; por gris y frío que estuviera, el arroz que comió el nazir le inundó de mayor voluptuosidad de lo que lo habrían hecho los ricos polow[8] de los tiempos de abundancia.
Una vez que hubo comido, y tras la libación de dos nuevas jarras de vino, el nazir, relajado, indicó mediante una mirada apacible que estaba preparado para hablar.
—Le creía… con el rey Hussein —se atrevió a decir Alix, eligiendo las palabras.
—Diga prisionero, es el término justo. En cuanto a Hussein, no tiene sentido llamarle rey. Pues bien, sí, paso mis días cara a cara con ese monstruo.
—Y… ¿puede usted circular por la ciudad? —quiso saber Jean-Baptiste.
—Rara vez, muy rara vez. Pero sí, me cabe esa dicha. Los afganos que nos retienen cautivos aceptan que uno de los cinco desdichados que constituyen la compañía de ese miserable salga para arreglar sus asuntos y transmitir sus mensajes. Hoy me corresponde a mí.
—Así pues, ¿Hussein le ha pedido que nos transmita algún mensaje? —aventuró Alix con cierto temor.
—¡Oh, desde luego que no! —replicó el nazir con un hondo suspiro—. Una indiscreción que sorprendí con ocasión de una de mis escasas salidas me puso al corriente hace dos días de que celebraban esta fiesta, y me cuidé muy mucho de informar a ese perro. Jamás me hubiera dejado salir. Pueden estar seguros de que no pierde oportunidad de contrariarme. Lo cierto es que me detesta. Si aún tuviera poder para ello, hace mucho que me habría cortado la cabeza; pero por fortuna los afganos le prohibieron tales familiaridades. De todos modos, como pueden ver, en compensación dio con la manera de cortarme el bigote.
El pobre hombre tenía lágrimas en los ojos.
—Pero ¿cómo pasan sus días en semejante cautividad? —quiso saber Jean-Baptiste.
—Imagínese, estamos encerrados en un palacio que no resultaría fastidioso si pudiéramos disfrutar de un momento de soledad. Pero por desgracia, eso es imposible. Apenas levantados, nos reunimos todos en el mismo patio para prestar oídos a las pamplinas de ese demente. Al principio la vida no resultaba demasiado penosa. Nos habían provisto de cinco mujeres, cuyo uso dejamos de buen grado al rey, en la esperanza de que eso le aplacase un tanto. Sin embargo, Hussein no es más vigoroso como hombre de lo que fue sagaz como rey, y la cautividad parece haberle arrebatado las últimas fuerzas para tales juegos amorosos. Al final despidió a todas las mujeres, pues no soportaba que compartiésemos sus favores. De manera que todo el mundo está descontento; ellas porque están recluidas en un pequeño patio, nosotros porque se nos niega el alivio de tan apaciguante comercio y Hussein, más trastornado que nunca, solo obtiene placer con las vejaciones que nos inflige. Al principio recibía visitas; el propio Mahmud venía a consultarle. No obstante, no necesitó mucho tiempo para darse cuenta de que no aprendería nada con un personaje que llegó a rey por casualidad y ni siquiera ha sabido conservar el cargo.
Embargaba al nazir tamaña tristeza al evocar su vida cotidiana que Jean-Baptiste creyó oportuno no ir más allá en sus preguntas al respecto. Guardaron un largo silencio. El ritmo alegre de los tamboriles llenaba la oscuridad y corría sordamente del refugio de los jardines hasta lo más profundo de los corazones.
—No nos habíamos vuelto a ver… desde mi muerte —dijo al cabo Jean-Baptiste.
—¡Ah, sí, su muerte, je, je! No le salió nada mal ese asunto.
—Como sabe, ya no soy el mismo.
—Ya me he enterado. Mi enhorabuena. Su nueva novia es todavía más encantadora que su antigua esposa.
Todos se echaron a reír, y con esa mímica, el nazir levantó su grueso y plano labio como un viejo perro contrariado.
—¿Sabe que he aducido el pretexto de que me dolía el vientre para venir aquí esta noche en busca de remedios? Hussein ha debido de sospechar algo porque me ha retenido tanto rato como ha podido. Pasadas las ocho, se le ha metido en la cabeza la idea de imponerme una partida de ajedrez. Juega muy mal, y puedo vencerle en seis jugadas, pero entonces se pone violento. Esta noche mi suplicio ha durado dos horas. He estado a punto de perderme su fiesta. ¡Hubiera sido una pena!
El antiguo gran superintendente se sentía por completo relajado. El vino, al que no estaba acostumbrado, pues los afganos lo escatimaban a su real prisionero y este no dejaba ni gota a los demás, colmaba el alma sufriente del nazir de un torpor melancólico. Privado de toda posibilidad de chanchullo, arruinado y sin esperanza, el viejo intrigante dejaba traslucir el fondo de su alma, que era sorprendentemente indulgente y filósofa.
—Un bonito embuste lo de su muerte —prosiguió con aire soñador, mirando a Jean-Baptiste—. Y todo lo demás…, Alberoni…, ¿también una invención?
—En efecto —confesó Jean-Baptiste, bajando la mirada.
—Mis felicitaciones.
Poncet adoptó una expresión modesta, un tanto turbada.
—Sí, sí, soy sincero. Créame, es algo que muy rara vez se encuentra entre los occidentales. Sus mentiras son menesterosas, minúsculas. Responden sí a la pregunta que se les plantea, cuando saben que es no. Todo su artificio acaba ahí. No es eso lo que nosotros llamamos un verdadero embuste.
Alix les había abandonado para reunirse con su hija, reclamada por otro grupo. El nazir hizo una seña a Jean-Baptiste para que se acercase; empezaba a animarse de nuevo, y trazaba en el aire amplios ademanes circulares con su gruesa mano cubierta de pelos grisáceos.
—Para nosotros, urdir una buena mentira consiste en inventar una bella historia para engañar al oyente —añadió en tono de sibarita—. Lo que obtenemos de él no es más que el merecido salario del artista que le ha hecho compartir su ilusión. Y para que una ilusión sea compartida, debe ser hermosa y contada con talento; el narrador tiene que saber utilizar los mil pequeños sonidos que proceden de lo verdadero y conforman lo falso…
—De todos modos, llamar a eso un arte… —protestó débilmente Jean-Baptiste.
—Ya ve, usted mismo devalúa la disciplina en la que es maestro. Pues es usted un maestro, créame. Consiguió despistarme por completo. No obstante, debo confesarle que en el pasado sospechaba de usted, Poncet. El modo que tenía de respetar siempre su palabra me contrariaba. Un día, acuérdese, le dije: ¿Acaso se toma por el Profeta, hasta el punto de considerar que su palabra es sagrada?
Jean-Baptiste, que aún no se había convencido de que el nazir hablaba en serio, se excusó.
—No me tenga en cuenta todo ese asunto de Alberoni; no podía decirle la verdad, de lo contrario…
—¡La verdad! —le atajó el nazir—. ¿Cree por un momento que me importa un ardite? No hay nada más insulso, más decepcionante, más inútil. Mire, Poncet, la verdad no se ha hecho para los hombres; incluso cuando pretenden descubrirla o preservarla, jamás les pertenece. Solo pueden ser sus esclavos. La sufren, la repiten, se afligen debido a ella, y por último se resignan. Mientras que una mentira… Ah, Poncet, una gran y auténtica mentira, eso es lo que convierte a cada uno de nosotros en el igual de los dioses. Mediante la mentira creamos mundos y damos vida a lo que no existe. Sin esa facultad no habría genio, ni conquista, ni religión, ni amor.
En la estancia contigua, un poeta había empezado a recitar una pieza épica. Sus palabras brotaban en medio de un respetuoso silencio.
—¿Por qué cree que nosotros, los persas, colocamos en un pedestal a narradores y poetas? —prosiguió el nazir, con el pulgar alzado como para seguir, en el aire denso por el humo de los pabilos, la trayectoria diáfana de las embrujadoras sílabas—. Nos encontramos a medio camino de la India y Occidente, no lo olvide. Entre el ciclo de las reencarnaciones y el reino sofocante de la verdad única, hemos optado por seguir nuestra propia vía: creamos mundos efímeros, sueños, cuentos, embustes, si usted quiere. El viento los dispersa, y multiplican nuestras vidas sin otorgarnos por ello más que una sola.
—Hasta que los afganos hacen acto de presencia… —le interrumpió Jean-Baptiste, que se reprochó al instante la dureza de aquella observación.
—En efecto —admitió con sencillez el nazir—. Tal vez todo se reduzca a que nuestros sueños ya no eran lo bastante fuertes. Pero créame, cuando los afganos lo hayan destruido todo, lo cual acontecerá a no tardar, nuestros sueños habrán recuperado su vigor. Entonces, uno de nosotros se alzará y soliviantará mundos.
Una pesada melancolía se apoderó del anciano. Por un momento, Jean-Baptiste creyó que se había dormido, de modo que tuvo un sobresalto cuando el nazir le preguntó en voz más alta:
—En cualquier caso, si todo era una invención, ¿por qué el tal Alberoni envió aquí a un emisario?
—No tengo la menor idea.
—Ya ve, la mentira, la verdad…, atrévase a deslindar una cosa de otra. Al menos, ¿han encontrado a ese chiflado?
—No. Sin embargo, le haré otra confesión. Se trata del padre de Alix.
—¿El cónsul?
—Sí, el antiguo cónsul de El Cairo, a quien antaño infligí la afrenta de raptar a su hija.
—¿Estaba él al corriente de su fábula?
—No lo creo. En mi opinión, cabe ver en ello un lejano eco del primer embuste que le dije y que acto seguido adquirió vida propia.
—¡Asombroso! Y… ¿dónde se encuentra ahora?
—No hemos conseguido dar con él, y hemos registrado la ciudad entera.
—¿Han mirado en mi antiguo palacio?
—Ya no estaba. Nadie sabe qué ha sido de él.
—¿De veras? Ve, son los prodigios de la mentira; sus consecuencias no cesan jamás. De hecho, ahora que lo pienso, ¿le han buscado en la legación francesa? Se alojaba allí cuando llegó.
—No —dijo Jean-Baptiste—. Tiene razón. Aunque supongo que nos hubieran avisado si siguiera allí.
—Sin duda —asintió el nazir con aire pensativo.
De nuevo se quedó abstraído, esta vez durante más rato. Jean-Baptiste dejó que se adormilara y fue a reunirse con Alix.
Al despuntar el alba, en el momento en que se dispersaban, complacidos, los últimos invitados, el nazir despertó con un sobresalto, y aterrorizado por la hora se despidió de sus anfitriones a toda prisa y desapareció. Por lo demás, sus carceleros afganos estaban a punto de ir en su busca para conducirle a su prisión antes de la inspección matinal. La carroza, con las caballerías fustigadas vigorosamente, remontó la avenida con gran estrépito de ejes y lanzas.
Al día siguiente de la fiesta, Jean-Baptiste se dirigió a la legación de Francia. Hassan, el guardián, había desaparecido durante la toma de la ciudad. Sin duda figuraba entre las escasas víctimas de aquellos días tormentosos. Su sobrino, un muchachito, seguía aguardándole en su puesto, junto a la verja de la embajada. Jamás se había atrevido a franquear el umbral del edificio.
Jean-Baptiste le convenció de que le dejase entrar. La inmensa puerta no estaba cerrada. Penetró en el vestíbulo y, tras registrar los salones, llegó al despacho. El cónsul se encontraba sentado, inmóvil en su sueño, reseco, intacto, bajo el retrato de Luis XIV. Un peso que pendía de su cuello le mantenía algo inclinado hacia delante. Al acercarse, Jean-Baptiste vio que se trataba de una bolsa llena de monedas de oro. La muerte había petrificado al cónsul en aquella posición solemne. Le fabricaron un ataúd que parecía un trono y, cuando estuvo instalado, Alix fue a despedirse de él. Las lágrimas que tanto ansiaba verter se vieron retenidas por aquella audiencia protocolaria concedida más allá de la muerte y que no incitaba al abandono. Saba y George vieron a su abuelo en aquella postura majestuosa.
Se cavó un profundo hoyo en el parque de la embajada. Al caer la noche, en presencia de aquel público restringido, más asustado que conmovido, deslizaron el extravagante féretro hasta la profundidad de la tierra. El cónsul fue enterrado de pie, con su ornamento de oro en torno al cuello, como un rey escita.
Persia, conquistada por los afganos, se sumió poco a poco en la anarquía y lo perdió todo, salvo el ansia de diversión que animaba innumerables fiestas desde que los esponsales de Alix y Jean-Baptiste habían abierto una brecha en el rigor de los conquistadores.
El antiguo cornaca, que se había revelado poco a poco ante los afganos como un hábil boticario, no tuvo el menor obstáculo para ejercer su arte, y no era precisamente clientes lo que faltaba en aquel país devastado.
Mahmud regaló al audaz George, que había cargado en solitario contra las murallas de Julfa, y a aquella virgen roja de la que tanto se hablaba, una de las residencias del dominio real, del que disponía a su capricho. Se componía de dos pabellones principales, separados por un amplio jardín. Al conocer la noticia, los jóvenes decidieron ofrecer uno de aquellos edificios a Juremi. El viejo protestante acomodaría en él un laboratorio y viviría en la planta superior, en una espaciosa buhardilla iluminada por claraboyas que daban a los tejados de Ispahán. Juremi aceptó de muy buena gana, pues se había vuelto por completo inseparable de George. Trabajaban juntos en el laboratorio de Jean-Baptiste, y el antiguo auxiliar enseñaba sus habilidades al joven científico. Frecuentes disputas seguían enfrentándoles todavía a propósito de la fe y de la razón. Uno sostenía que el mayor poder del hombre estribaba en la creación de lo sagrado y de los dioses; el otro objetaba que solo la razón y la ley pueden limitar los excesos a que conducen de manera natural las creencias y la voluntad de imponer al mundo la propia fe. El viaje les había aportado suficientes ejemplos de lo fundado de ambas posiciones; estaban absolutamente convencidos de que en aquel diálogo nadie resultaría vencedor, y que sería tan perdurable como los hombres. No por ello dejaban de proseguirlo con pasión e intercambiando papeles a menudo. Pese a sus antiguas prevenciones contra el fantasma de la ciencia, Juremi había acabado interesándose en las áridas disciplinas de la razón, e incluso leía a Leibniz con placer. En cuanto a George, al tiempo que cultivaba su fe en el progreso, el cálculo y el método racional, se guardaba mucho de tomarlos demasiado en serio. Hasta llegó a publicar, en una revista inglesa muy rigurosa, un artículo erudito que describía una nueva especie animal. A decir verdad, no se conocía más que un único espécimen, descubierto en Persia por el joven naturalista; era un híbrido de elefante y rinoceronte, con una protuberancia en la frente muy similar a un cuerno. En un bello grabado que ilustraba dicha monografía, podía verse a Garou, que pasaba sus felices días en una isla del río cubierta de sauces y bambúes.
Alix buscó a Nur Al-Huda por todas partes, pero esta había desaparecido tras la caída de Ispahán. La severidad de los afganos, moderada por sus promesas con respecto a la población, se había cebado en las mujeres de mala vida, entre las cuales había sobradas razones para temer que figurase la circasiana. Alix acabó por convencerse de que su amiga había abandonado la ciudad en el mismo momento en que abdicaba el antiguo rey, Hussein. Ahmed, a quien el nuevo soberano no había perdonado que fuera el cabecilla de la insurrección de la ciudad, había acompañado a Nur Al-Huda en su éxodo, junto con su mujer y sus hijos. Tras interrogar a los gitanos que llegaban a la ciudad, Alix obtuvo algunos indicios que le hicieron pensar que Nur, en unión de su grupo, había partido hacia el oeste, hasta el país del Éufrates e incluso más allá. Se consoló de aquella desaparición con el pensamiento de que el futuro siempre reúne a los que se han separado, con tal que el amor permanezca vivo, y ella conservó a Nur Al-Huda intacta en su recuerdo.
Pocos meses después de aquellos acontecimientos, Alix, que había recuperado tanto su guardarropa persa como el occidental, tuvo que visitar a las modistas para que le ensancharan los vestidos por la cintura. La amplitud de los velos solo retrasó lo indispensable el desenlace: estaba embarazada, y le fue tanto más imposible ocultarlo cuanto que alcanzó una redondez impresionante. Y como estaba claro que los hijos de Alix y de Jean-Baptiste iban por pares, dio a luz gemelos.