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Tras la caída de Ispahán, los afganos cumplieron su promesa de mantener con vida a sus habitantes. Aquella clemencia tuvo un único efecto, acrecentar el número de los que se soltaron el pelo para celebrar la victoria. Triunfadores y vencidos compartían idéntico alivio. Extenuados por la espera y las privaciones provocadas para unos por el viaje y el combate, y para otros por el encierro y los rigores del asedio, reventaron las puertas de los últimos graneros, encendieron grandes hogueras con la madera cortada para la batalla y se embriagaron con cantos y bailes. Al tercer día de aquel frenesí, Ispahán despertó muda, hambrienta y lúgubre.

En la campiña, la obra de regadío que a costa de varios siglos de esfuerzo bendijera la tierra de Fars con flores y frutos, había sido destruida por la guerra. El suelo de esas regiones puede ser muy fértil, mas a condición de que los hombres no cejen jamás en su empeño y lo rieguen constantemente. Ahora bien, los afganos no supieron ni quisieron jamás prodigarle tales cuidados. No hicieron nada por reparar las canalizaciones de barro cocido que la guerra había roto, ni por sanear los pozos envenenados. Por el contrario, desconfiaban de todos aquellos que intentaban deambular en libertad por el campo y, para vigilarlos mejor, preferían tener a los persas encerrados entre sus murallas. Poco a poco fue haciendo acto de presencia la sequía, acentuada por varios meses sin lluvia. Ispahán, que había estado bañada de verdor, se convirtió por siempre jamás en un oasis en medio de un árido desierto. Al día siguiente de la toma de la ciudad, vencedores y vencidos fueron conscientes del trágico malentendido: cada uno de ellos pensaba que el país del otro era el rico. Eso no significa que tanto en el interior como en el exterior todo se redujese a penuria y pobreza. El comercio se recuperó con lentitud, mas la prosperidad había abandonado el país en la maleta de los extranjeros y los ricos negociantes a quienes la guerra había hecho huir, llevándose sus bienes consigo. La ciudad que antaño se embriagase con lo superfluo, en lo sucesivo a duras penas consiguió procurarse lo necesario. Destruido el chahar bagh, ultrajados los palacios y desaparecidas las riquezas, Ispahán ya no era una ciudad sino su sombra. A los pocos días de la victoria afgana, nadie tenía ya ánimos ni medios para organizar fiestas. Los nuevos amos del país solo disponían de la miseria, que hacían imperar en él. Sus principales distracciones eran sombrías francachelas en las que las viandas escaseaban y el vino estaba prohibido; para huir de tan desoladora realidad, los convidados se veían obligados a buscar consuelo en los sueños en que los sumía el humo de sus resinas milagrosas.

Los persas contemplaban aquellos regocijos con repugnancia. Nada definía hasta tal punto su condición de vencidos como tener que soportar semejantes espectáculos. Ellos, que realmente conocían lo que eran los festejos dignos de tal nombre, y que incluso habían pagado esa lujuria con su libertad, se veían reducidos a celebrar en silencio su recuerdo. Tras los primeros momentos de inconsciencia que siguieron a la rendición de Hussein, los habitantes de la ciudad habían recuperado la prudencia propia de los humillados. En el supuesto de que hubieran tenido ganas, no se habrían arriesgado a mostrar su júbilo mediante canciones o bailes, temerosos de que los afganos atribuyesen aquel alborozo a una culpable prosperidad y viniesen a reclamar su parte, la parte del león, como es de suponer. En la ciudad ya no se oía ni música ni ruido de banquetes, y la gente solo iba vestida con telas baratas. Tras la alacridad de la guerra se había impuesto la austeridad de la paz.

Aunque nadie la hubiera decretado, aquella prohibición para el placer anidaba en todas las mentes. Habría bastado con que alguien tuviera la audacia de desafiarla para saber si en verdad el tiempo de las fiestas había quedado atrás.

Dicha audacia apareció por donde menos se esperaba. La primera en dar prueba de ella fue Saba.

Desde la caída de Ispahán y el regreso de los viajeros que habían partido en busca de Juremi, nadie ignoraba el secreto de Saba y George. Ya no se miraba a los dos jóvenes como a hermano y hermana, si bien aún no habían descubierto otra manera de considerarlos. Ellos mismos parecían incapaces de adoptar en público un continente acorde con los sentimientos que habían confesado, hasta el punto de que, en la imposibilidad de abrazarse como niños y demasiado tímidos para mostrar los gestos de ternura de un adulto, permanecían distanciados el uno del otro siempre que había alguien cerca. Aquella casa, a la que habían regresado todos los sirvientes de antaño, en la que se había instalado Juremi, ocupando con la mayor discreción posible —que no era mucha— el laboratorio de Jean-Baptiste, aquella casa bulliciosa de visitas, recorrida por enfermos que venían en busca de remedios, de persas ávidos de confidencias, rebosantes de amargura y nostalgia, e incluso de afganos sabedores de que podían contar con Alix para interceder ante el nuevo rey, aquella casa, por grande que fuera, no ofrecía la menor intimidad a los dos niños que en el pasado conocieran en ella la quietud y un tierno aislamiento. Esperaban a que fuese noche cerrada para reunirse al fondo del jardín, sobre el césped perfumado de rosas, aunque casi nunca había ocasión en que no fuesen alertados por sombras que buscaban el mismo abrigo en la oscuridad y que acababan por hacerla más indiscreta aún que la plena luz del día.

Una mañana, pocas semanas después de la muerte de Françoise, Saba fue a sentarse junto a su madre en un pequeño comedor situado en la parte trasera de la casa y bañado por el sol de la mañana. Estaban solas frente a frente, sentadas a la misma mesa, sobre la que humeaban dos tazas de leche, algo difícil de encontrar en aquellos tiempos de privaciones. Un paciente de Jean-Baptiste había aparecido al amanecer con un cántaro lleno.

Desde que estaban de luto por Françoise, madre e hija habían hablado muy poco. Sin embargo, al llorar a la misma amiga, una nueva intimidad había nacido entre ellas. Al observar a su hija, Alix percibía que había cambiado. No sabía exactamente en qué, y le hubiera gustado preguntar al respecto a Nur Al-Huda.

Saba no esperó a que Alix se hubiera bebido la taza de leche; quería aprovechar que por una vez se encontraban a solas. Con la sonrisa que ahora le bailaba con tanta frecuencia en los labios y que contribuía a hacerla irreconocible, la muchacha posó en su madre una mirada divertida.

—Madre, ¿no echa de menos las fiestas? —le preguntó.

—¡Las fiestas! —exclamó Alix.

¿Era su hija, austera y antaño tan propensa a la reprobación en lo tocante a las diversiones, la que le hacía semejante pregunta? A Alix no le produjo malestar alguno, más bien lástima. En aquella evocación de las fiestas vio un nuevo ejemplo de la nostalgia de tiempos pasados sobre la que versaban las confidencias que recibía a diario y que ella misma experimentaba.

—¡Ay! —suspiró.

La acometió un vago sentimiento de vergüenza por su vida tan dichosa.

—¿Por qué suspira? —quiso saber Saba, sin dejar de sonreír.

¡Qué inconsciente!, pensó Alix, a menos que se tratara de una singular crueldad…

—Saba, hija mía —dijo llena de emoción—, no toques más ese punto sensible. Todos los padres querrían dar a sus hijos la mejor existencia posible, que la época en que vivieran fuese dichosa…

—No era mi intención hacerle ese reproche —objetó con dulzura Saba, al tiempo que cogía por encima de la mesa la mano temblorosa de su madre—. Por lo demás, ya ve, ignoro por completo lo que es una época dichosa.

—¡Saba! —exclamó Alix al borde de las lágrimas.

—Pero no —la atajó vivamente la joven, con una amplia sonrisa, y su semblante, iluminado por esa expresión, adquiría una fuerza que sus cabellos rojos nimbaban de llamas—. Quítese esas ideas y esa melancolía de la cabeza. No sé lo que es una época dichosa porque para mí todas las épocas lo son.

Alix estaba muda de sorpresa.

—Deje que le haga una confidencia, madre. —Saba se dirigió a la soleada ventana—. Ya sabe que durante el asedio de la ciudad no nos quedaba nada que comer. La muerte estaba allí, cada día se acercaba un poco más. Para percibir su horrible rostro, bastaba con subir por la mañana a las murallas; la campiña estaba sembrada de incendios, y el viento traía olor a cadáveres…

Alix bajó los ojos. Tras un breve silencio, su hija regresó a su silla, posó en ella la rodilla y se inclinó sobre la mesa con expresión apasionada.

—Pues bien, éramos felices. Jamás he sentido una dicha semejante, ¿me oye? ¿Y por qué? Pues porque lo habíamos decidido todos. Ah, ¿cómo hacérselo comprender a alguien que no lo ha vivido? Era la indigencia más completa, el fin; sin embargo, una voluntad de júbilo mantenía la muerte a distancia y hacía arder en los cuerpos hambrientos una ración cada vez más copiosa de alegría, de fraternidad.

—Nur Al-Huda… —murmuró Alix.

—Sí —admitió Saba, sentándose bien—. Sin duda esas ideas las he sacado de Nur Al-Huda. Pero no solo de ella. Nunca habría podido convencerme si no hubieran estado todos los demás.

—¿Todos los demás?

—Sí, los miserables, los pobres, los hambrientos, todas esas gentes sin esperanza que nos rodeaban. Oh, madre, sí, necesito confesarle hasta qué punto odiaba sus fiestas cuando era niña. Veía en ellas la manifestación más execrable de la riqueza, algo así como un sacrifico ritual ofrecido por los opulentos al dios del oro que les había enriquecido.

—Qué idea tan curiosa…

—Le hablo de ello con absoluta sinceridad, como de un sentimiento infantil. Tal vez estaba equivocada, pero así es como veía las cosas. Tuve que vivir esas maravillosas semanas del asedio para que todo apareciese ante mis ojos bajo una nueva luz. ¿Cómo explicárselo? De pronto comprendí que la alegría no es solo un atributo de la riqueza, un don del mundo, sino ante todo una facultad que se encuentra en nosotros mismos, una forma de nuestra voluntad, eso es. De repente, la fiesta ya no era para mí un lujo sino un combate. Bien, pues creo que hoy tenemos ocasión, más que nunca, de dar prueba de ello.

¡Qué criatura tan especial! Alix miró a su hija con una turbación que no era ni incomodidad ni reprobación, sino tal vez una renovada admiración y el sentimiento de lo que podía hacerlas a un tiempo tan diferentes y tan profundamente parecidas.

—¿De modo que deberíamos celebrar una fiesta en esta ciudad devastada en que todos se preguntan a diario si podrán alimentarse, y en la que los nuevos amos solo saben cultivar la desolación y el castigo por los desórdenes? —preguntó severamente, aunque con una sonrisa que traicionaba su tono y dejaba traslucir la convicción que acababa de nacer en ella.

—Sí —contestó Saba con arrogancia.

El asombro las obligó a guardar un momento de silencio. Luego prorrumpieron en locas carcajadas que duraron un buen rato y acabaron entre abrazos y caricias.

—Conozco a un tañedor de cítara, a varios narradores e incluso a una bailarina que no puso pies en polvorosa… —dijo Saba cuando hubieron recuperado la calma.

—Bien, pues podemos empezar a pensar en ello.

Estudiaron mil detalles y entre risas confeccionaron una lista de invitados.

—Ahora que lo pienso —dijo Alix con repentina gravedad—, ¿qué motivo aduciremos para justificar la fiesta?

Saba había esperado con paciencia aquel momento, pero prefería que fuera su madre quien plantease la cuestión. Sin dejar su hermosa sonrisa, sugirió:

—Podría ser… sus esponsales.

Por sorprendente que pareciese, la idea no era mala. Desde que había regresado a la ciudad como ama de un antiguo esclavo, Alix vivía en una situación en extremo irregular. Huelga decir que todos los persas habían reconocido a Jean-Baptiste, mas la sumisión en que se veían les hacía automáticamente cómplices de un engaño cuyas víctimas eran los ocupantes. Ni uno solo había traicionado al boticario, y Mahmud seguía tragándose la fábula que había reunido a la viuda y al siervo libertado. Sin embargo, prolongar aquella ficción entrañaba sus peligros. Como era demasiado tarde para confesarlo todo, lo mejor era adentrarse un poco más en la ilusión.

—Excelente idea —aprobó Alix, muy divertida—, eso es lo que diremos, que se trata de mis esponsales.

Saba, que hacía gala de admirable paciencia, se sintió por fin aliviada. Pensó con ternura en George y consideró llegado el momento de soltar lo que se había propuesto decir.

—Sus esponsales, en efecto —dijo sonriente—. Y al mismo tiempo —añadió con grave semblante—, los míos…

Así pues, Alix y Jean-Baptiste, Saba y George, es decir, los padres y los hijos, se comprometieron el mismo día, a principios de la primavera. La fiesta que celebró tales uniones fue la primera que conocía Ispahán desde la caída de la monarquía persa.

Alix anunció personalmente aquella ceremonia a Mahmud, que no puso objeción alguna. Por un momento, incluso creyó que decidiría asistir a ella; sin embargo, un resto de timidez hizo temer al montañés que aquel gesto estaría fuera de lugar. Deseó buena suerte a los prometidos y les colmó de suntuosos presentes. Para que Alix pudiera alimentar dignamente a su antiguo mozo de elefantes, el rey le otorgó la propiedad de un huerto próximo al río, donde la humedad de las riberas aún permitía plantar verduras y cosechar espléndidas frutas.

Los dobles esponsales fueron anunciados para un domingo, y al cabo de dos semanas de preparativos llegó el gran día. Considerando tan solo los manjares y los atavíos, cabría decir que fue una ceremonia muy pobre, en comparación con los fastos y la fantasía que conociera antaño aquella ciudad, y en particular aquel hogar. No obstante, aunque las fiestas de tiempos pasados se confundían en las memorias en un magma impreciso y brillante, aquella debía permanecer en todas las mentes como una noche incomparable. Pese al beneplácito de Mahmud, nadie tenía la absoluta certeza de que los afganos no se decidirían a turbar brutalmente la celebración. Ese punto de temor irritaba los ánimos, ya en carne viva, y hacía que lo experimentasen todo con deliciosa intensidad. A costa de esfuerzos inauditos, que supusieron incluso la interceptación de una caravana que se dirigía hacia el este, a dos jornadas de la capital, Alix y Saba consiguieron hacerse con especias, uvas pasas, en definitiva, las mil pequeñas cosas necesarias para que todo pareciese simplemente normal, sin rayar en el lujo, si bien el lujo se sumaba por sí solo debido a la rareza misma de tales ocasiones.

Muchos de los acaudalados habitantes de Ispahán habían huido en el momento de la caída de Julfa, e incluso antes, durante la evacuación temporal de la ciudad. Los que quedaban se habían visto obligados a vender pieza a pieza sus galas y su vajilla, a fin de adquirir los medios imprescindibles para asegurarse la supervivencia. Si dicha desgracia tenía algo de bueno era que al presente ricos y pobres resultaban casi del todo iguales en lo tocante a la apariencia, lo que permitía invitarlos juntos. La repugnancia que antaño despertara en ellos el hecho de codearse los unos con los otros les hacía ahora desfilar al unísono, vestidos con el uniforme de la miseria. Algunos antiguos dignatarios conservaban todavía hermosos restos de telas y pieles, así como pesados turbantes de seda fina, mas consideraban imprudente hacer ostentación de ellos. Todos los persas acudieron a la fiesta engalanados con la incomparable dignidad propia de ese pueblo, pero vestidos con prendas ajadas de apagados colores. Alix había recabado la ayuda de todos los hogares para reunir una vajilla reluciente. Pequeñas velas distribuidas por doquier en vasijas de barro iluminaban el jardín y la casa, y hacían centellear las bandejas de plata y las compoteras doradas. Los invitados, envueltos en pesadas telas, parecían absorber aquellos destellos lujosos al igual que un cuerpo negro absorbe la luz del sol. Solo sus ojos brillaban de voluptuosidad, ebrios de una súbita y secreta revancha.

Los diplomáticos, los hombres de las casas de comercio, los cambistas y la mayoría de los religiosos habían puesto tierra de por medio al desencadenarse los acontecimientos. Entre los extranjeros, pocos eran los que no habían huido, y estos habían adaptado por completo sus costumbres a la penuria, primero la del asedio y a continuación la de la ruina. Un menudo jesuita de origen polaco llamado Kruzinski paseaba por las casas su modesta silueta. En ocasiones se le veía alejarse mientras tomaba notas en un cuadernillo. Se había propuesto escribir la historia reciente de aquel país e iba reuniendo ramitas con la perspectiva de arrojarlas algún día a la hoguera de un gran relato que habría de iluminar a la humanidad.

Antes incluso de la abdicación de Hussein, algunos extranjeros habían sido enviados a Ferehabad al lado de Mahmud, pero la anarquía que reinaba en el país desde la llegada de los afganos, así como la hostilidad de estos hacia todos sus vecinos, desanimaron a dichos plenipotenciarios y más todavía a los comerciantes. El único que se puso de inmediato manos a la obra sin manifestar la menor impaciencia fue Bibitchev.

Tras haber concluido la redacción de su libreta de despachos en la tienda del hojalatero de Julfa, el espía había dado por fin con el modo de hacerla llegar a Moscú. Aquel meticuloso trabajo de delación enviado por un agente al que se creía muerto despertó en los negociados rusos una admiración sin límites. En él todo quedaba demostrado de manera luminosa; en las altas esferas pudieron comprender cómo el terrible cardenal Alberoni, gracias al oro del subsuelo de los Urales, había logrado derrocar a la monarquía persa y situar a sus fieles en el círculo de allegados del nuevo rey. Una orden expresa a vuelta de correo conminó a Bibitchev a quedarse donde estaba y le acreditó como embajador. Se sintió orgulloso de poder servir al zar en un rango acorde con su valía y con la devoción de que siempre había dado prueba. En lo sucesivo no tendría que temer que se pusieran en entredicho sus análisis; si la conjura que había descrito no conducía a nada, a nadie se le ocurriría culpar a su imaginación; por el contrario, todos se mostrarían agradecidos por su vigilancia.

Bibitchev había desechado sus calzones y arrinconado sus colas de nutria para sustituirlos por un traje de corte severo, confeccionado en los bazares según sus indicaciones, y que le confería de nuevo su aspecto favorito de enterrador. El nuevo embajador llegó de los primeros a la fiesta, absolutamente decidido a sacar partido de todo cuanto viera. Anunció a Alix que se esperaba a su esposa en Ispahán de un día para otro, procedente de Moscú. Bibitchev confiaba en que la pobre mujer llegara a buen puerto sin extraviar a ninguno de sus ocho retoños, pues el hombre era consciente de que había alcanzado esa edad, más propicia para la reflexión y menos fecunda, en que uno no se siente ya con fuerzas para reparar tales pérdidas.

La fiesta arrancó con parsimonia; todos daban tímidos pasos por aquel imprudente escenario. Saba se afanaba por doquier, en las cocinas y el salón, de la casa al jardín. A medida que los invitados descubrían las fuentes humeantes llenas de manjares delicados, tanto mejor elaborados cuanto que eran pobres en ingredientes, se abandonaban a su júbilo. El tañedor de cítara al que Saba había recuperado tomó posesión de una de las terrazas, rodeado de un círculo de rostros fascinados. Dos poetas, uno en un jardín y el otro junto a la chimenea de un salón, empezaron a desgranar las vistosas imágenes de grandes y venerables epopeyas.

Muy avanzada la velada, las dos parejas de prometidos se situaron en la escalinata y todos se reunieron a su alrededor en completo silencio. El patriarca Nersés se acercó a ellos en calidad de amigo y pronunció un breve y conmovedor discurso que unía a los novios. No se trataba de administrar un auténtico sacramento; una de las dos parejas se preparaba para el futuro y la otra ya lo había recibido en el pasado. La bendición que recibieron era pura ternura y chirigota, pues ninguno de los presentes ignoraba el parentesco de los cónyuges y se desternillaban de risa ante la idea de que los afganos no estuvieran al corriente ni, aun cuando se lo hubieran revelado, pudieran dar crédito a los hechos.

Si bien el ritual fue conciso, no se pasó por alto la unción sagrada. Las sirvientas llenaron las copas, y los invitados, a un tiempo llenos de horror y maravillados, se echaron al coleto un excelente vino de Georgia, salido para la ocasión de una bodega amiga que lo había protegido de la guerra. Saba había convencido a su madre para llevar a cabo esa última audacia. A su parecer, a los afganos suníes, que de todos modos consideraban heréticos a los persas, les traía sin cuidado el procedimiento que eligieran para condenarse. Mientras los invitados seguían trasegando vino, las bailarinas hicieron su aparición en el jardín, con la parte inferior del rostro cubierta por un púdico velo, que pese a ello no llegaba al extremo de ocultar su vientre desnudo.

A partir de ese momento la fiesta dio un nuevo giro. Todo resto de prudencia había abandonado a los participantes. Una vez cometido sin remisión el primer pecado mortal, tanto da perpetrarlos todos, de ese modo uno no será condenado por faltas menores. El chahar bagh y los barrios de los aledaños empezaron a resonar con cantos y alaridos entusiastas como en los mejores momentos del asedio.

Jean-Baptiste y Alix, cogidos de la mano, se alejaron de aquel jubiloso guirigay y fueron a sentarse en el tocón de un árbol, en el linde de la avenida. Ellos, que habían puesto en peligro la rutina de lo cotidiano y se habían alejado el uno del otro para huir de ella, recuperaban juntos y en su casa toda la incertidumbre de la vida, los peligros que entraña, sus bellezas y la necesidad del combate, que durante algún tiempo habían echado de menos.

Tal vez en el fondo los afganos no andaban por completo equivocados al contemplarlos como extraños que se han unido recientemente. El boticario de Ispahán un tanto mundano, formal y apacible, estaba bien muerto, y Jean-Baptiste se había divertido con frecuencia contemplando su tumba en el jardín. Era un hombre nuevo el que había regresado, con la mente limada como un guijarro baqueteado por todas las tormentas, saturado de infortunios, ebrio de las bellezas del mundo y rebosante de un amor que ya no debía nada a las circunstancias y todo al ensueño y la libertad. En cuanto a la joven demasiado dichosa, conservadora de la única transgresión que, todavía niña, la había arrojado en brazos del hombre de su vida, había dejado paso a una joven que estaba libre de la nostalgia de no haber amado lo suficiente. Ya no temía el fin de los tiempos felices; de hecho, se sentía lo bastante fuerte para derramar ventura por doquier, y ya no dependía de nada para forjarla.

Allí estaban, un tanto apartados de la fiesta, el antiguo cornaca y aquella que le había elegido, abrazados, henchidos de emoción, renovados, cuando de pronto el traqueteo de un carruaje que circulaba por la avenida del chahar bagh les hizo volver la cabeza y palidecer.