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Hussein, rey de Persia, se sentía inquieto. No confiaba a nadie el cuidado de sacar su vino todas las mañanas de una de las tres barricas llenas de su bodega. Lo hacía él mismo a la luz de una vela, y acto seguido trazaba una raya en la vara de madera que le servía para medir. Ahora bien, pese a tales precauciones, el nivel del precioso líquido descendía muy deprisa. ¿Era posible que él mismo se hubiera bebido todo aquello? No obstante, prestaba a su consumo una atención vigilante, incluso cabía decir que cruel…

Y sin embargo allí estaba la evidencia: sus reservas casi se estaban agotando. La desaparición de la virgen roja había confirmado a Hussein la gravedad de sus presentimientos; las cosas tomaban mal cariz. Y no sería porque no hubiera hecho todo lo posible. Habían cortado todas las cabezas que había que cortar. Yahia Beg podía contar con su apoyo en todo cuanto emprendía, por violento y radical que fuese. El sol no tenía adorador más ferviente que su hijo el rey de Persia. No obstante, el nivel bajaba inexorablemente en las cubas.

El soberano había llegado a ese punto de sus meditaciones cuando el nazir se hizo anunciar para una audiencia excepcional. Hussein estaba plenamente convencido de que aquel trapacero de gran superintendente ocultaba aún algunos toneles en su casa para su uso personal. Se había prometido apoderarse de ellos el día en que llegara la completa penuria. Entretanto, el nazir todavía resultaba útil, puesto que velaba por sus barricas. Por eso conservaba la cabeza.

—¡Una pera para la sed, en una palabra! —ironizó para sí el rey.

—¡La multitud, majestad! —exclamó el nazir apenas llegado al centro de la estancia.

—¿Qué pasa ahora con la multitud?

—Está desatada.

—Déjala, no llegará muy lejos. ¡Je, je!

—Un eunuco la excita…

—Sobre gustos no hay nada escrito —bromeó Hussein mientras se miraba las uñas.

—Todos los guardias de mi casa han desaparecido, majestad —añadió el nazir, que jadeaba de angustia—. Cocineros, jardineros, todo el mundo se ha precipitado en pos del gentío.

—¿Para ir adónde?

—Primero al chahar bagh. Según parece, esos desarrapados quieren atacar Julfa.

—¡Pues ánimo! Los afganos se ocuparán de ellos.

De pronto les llegó un rumor procedente del jardín y un guardia efectuó su entrada, presa de temblores y sin siquiera prosternarse.

—¡Señor, señor!

—¿Qué pasa ahora? —exclamó Hussein de mal talante—. ¡Menudo día, por los ojos de Ali! ¿Dónde se ha metido Yahia Beg, maldita sea? Él pondrá orden en todo esto.

El nazir y el guardia indicaron con un gesto que lo ignoraban.

—Pero majestad… —insistió el soldado—, ya llegan…

—¿Quién llega?

Apenas formulada la pregunta, resonó a la entrada del palacio el ruido de una algarada, y gritos. A Hussein le entró el miedo y se refugió detrás del trono. De pronto un pequeño grupo apareció a la entrada del pabellón. Marchaban en cabeza Ahmed y Nur Al-Huda, seguidos de Juremi y Saba. Al ver su cabellera, el rey gritó:

—¡La virgen roja!

—La misma, majestad —dijo Nur Al-Huda, que avanzó decidida hasta situarse a pocos pasos del soberano.

El silencio de la estancia solo se veía turbado por la ruidosa confusión de la muchedumbre, que seguía cercando el palacio. El edificio donde el rey se encontraba esa mañana era uno de los más inaccesibles entre sus palacios. Lo llamaban el pabellón de las cuarenta columnas, y afirmaba la leyenda que aquel alineamiento era una de las cosas más bellas del mundo. El gentío que había forzado tal santuario se daba empellones para admirarlo. No obstante, los más instruidos acabaron pronto de contar las columnas, y solo encontraron veinte. Las otras veinte de que hablaba la tradición eran el reflejo de las primeras en el estanque que bordeaba la fachada. Lejos de admirar tan poético desdoblamiento, el pueblo reunido murmuraba su reprobación, y aquella superchería mermaba un poco más el crédito ya reducido de que gozaba la realeza.

Nur Al-Huda era consciente de que en aquel momento resultaba inútil delegar en Ahmed para llevar a cabo el asunto. El eunuco podía exaltar a una multitud, pero permanecía helado de pavor y de respeto ante su monarca.

—Majestad —prosiguió con voz firme y alta—, vuestro pueblo tiene hambre. ¿Qué pensáis hacer para alimentarlo, defenderlo, en suma, salvarlo?

—Pero… —tartamudeó Hussein.

Para sus adentros pensaba: ¿Dónde demonios está Yahia Beg? Y también: ¿Se puede saber quién es esta mujer? Luego, para acabar de hacerle vulnerable, regresaba a su mente aquella funesta idea: el nivel baja.

—Vuestro pueblo escucha, majestad. Os obedecerá, pero aguarda vuestras órdenes.

—Yah…

La palabra murió en la seca garganta del rey.

—No busquéis a Yahia Beg —le atajó Nur Al-Huda con semblante despiadado—. Nos hemos encontrado con él al venir hacia aquí. A una palabra de la virgen roja, el pueblo se ha arrojado sobre él y lo ha ahorcado. Por lo demás, eso carece de importancia. No es a Yahia Beg a quien la multitud ha venido a escuchar, sino a vos, majestad.

Hussein contorneó con precaución su real sillón, se sentó despacio y, tras quitarse el turbante, procedió a frotarse los ojos como un hombre agotado.

—¿Qué es lo que quieren? —dijo con voz apagada.

Nur Al-Huda estaba demasiado lejos para ver sus lágrimas. En cualquier caso, prefirió bajar los ojos unos instantes.

—La libertad, majestad. La vida.

—¡Bien, pues…! —dijo con un gesto que significaba ¡Tómenlas!

—Mahmud ha ganado esta guerra —proclamó la circasiana—. El país está devastado, y la capital en ruinas. Solo resta salvar a este pueblo inocente, majestad, y que os ha sido fiel. Entregádselo al vencedor a condición de que conserven la vida.

La bohemia llamó a Juremi a su lado.

—Este hombre llegó de Julfa hace tres días —dijo—. Conoce a Mahmud. Podéis enviarlo de vuelta entre los afganos. Confiadle la misión de preparar las condiciones de vuestra… sucesión.

Era inútil esperar una respuesta. Hussein, agotado, inerte, ya no parecía oír nada ni hallarse en estado de negar nada. Quedaba libre la vía para actuar en su lugar. Y no había tiempo que perder.

Nur Al-Huda hizo evacuar a toda la guardia del palacio, y Ahmed situó en él a una milicia bajo sus órdenes. Algunos cortesanos, entre ellos el nazir, fueron detenidos al mismo tiempo que el rey, a la espera de que regresara Juremi. En cuanto a Yahia Beg, Nur Al-Huda había mentido. La multitud no lo descubrió hasta salir del palacio, y fue entonces cuando lo colgaron, después de aquella postrera audiencia con el rey.

Juremi, con la bandera de la tregua en la mano, regresó al campamento afgano. Alix le acompañó a ver a Mahmud. No le costó ningún esfuerzo arrancar una promesa de clemencia al rey de Kandahar, por cuanto el asedio había producido en él tal lasitud que se sentía dichoso de salir de ella con tanta facilidad. El provecho de los saqueos practicados en Julfa, el aire tan bonancible del verano persa y el orgullo fruto de la conquista habían ablandado el corazón de los vencedores, y en especial de su caudillo. El degollamiento tenía sus límites, ya fuese como método o como diversión. Los cantos y danzas, cuyo gozoso sonido llevaba el viento todas las noches hasta los tristes sitiadores, les daban más ganas de participar en la fiesta que de interrumpirla. Mahmud prometió clemencia, dio en tal sentido órdenes estrictas y acto seguido dejó Julfa para dirigirse a Ferehabad.

Allí aguardaría a Hussein. El que todavía era por unas cuantas horas rey de Persia emprendió la marcha a pie a la mañana siguiente, rodeado de una guardia compuesta de los más humildes entre sus súbditos. Hacía calor; el aire habría sido de gran pureza si el humo acre de los incendios prendidos en las ruinas, en la campiña, no lo hubiera turbado. Ebrio de privaciones y muy emocionado, aquel séquito de un rey destronado, que partía para regresar a la condición de simple ser humano, apareció en las inmediaciones de Ferehabad poco después del mediodía. Mahmud, como postrer ultraje, hizo esperar al suplicante cerca de una hora, pues deseaba dormir y no quería que le molestaran. Por fin recibió a Hussein. El pobre rey tuvo que recorrer solo toda la sala donde antaño reinara. Mahmud le habló sentado e insistió en recibir de sus manos el airón real, que se puso sobre la cabeza sin dilación.

—Hijo mío —dijo Hussein con un resto de majestad—, el soberano que rige el universo designó el momento en que debías subir al trono de Persia. ¡Reina en paz!

En aquel momento Mahmud solo pensaba en Mir Uways, su padre. Estaba emocionado, y la expresión de sus sentimientos se traducía en una inesperada dulzura en su rostro de guerrero.

—¡Dios dispone de los imperios a su voluntad! —exclamó—. Los arrebata a uno para entregarlos a otro. Sea como fuere, prometo considerarle como a mi propio padre y no emprender nada sin antes pedirle consejo.

Y al decir esto no mentía. Era uno de esos hombres que no pueden llevar a buen fin otro destino que el trazado por uno de sus mayores. El destino de Mir Uways se había cumplido, de modo que conservaría a Hussein para su prosecución. Instaló al antiguo rey en un pequeño palacio cerca del chahar bagh, y le permitió conservar de manera permanente a cinco compañeros y cinco esposas. Aunque se trataba de lo estrictamente necesario, habría renunciado gustoso a cuatro de sus esposas con tal de que le librasen de aquel maldito nazir, a quien lamentaba no haber decapitado en su momento y que al presente figuraba en el último peldaño de su séquito. Dejando aparte aquel sinsabor, lo cierto es que no le faltó de nada, y nunca había sido tan feliz como entonces, al verse liberado a perpetuidad de su realeza.

En medio de un gran silencio se retiraron con parsimonia todos los obstáculos sembrados en el puente del chahar bagh, y los nuevos amos afganos, intimidados, entraron en aquella ciudad medio muerta. Alix y Jean-Baptiste fueron directamente a su casa en compañía de Saba y George. Todo se encontraba en buen estado, salvo que se habían marchitado las rosas, los setos habían sido arrancados y la gran morera había sido abatida. Dieron una vuelta por el jardín, cada cual por su lado y perdidos en sus ensoñaciones, como si quisieran comprobar que aquellos lugares eran lo que pretendían ser, el refugio adornado con el oro de la nostalgia que les había acompañado durante su infortunio. Tardaron un buen rato en decidirse a entrar en la casa, y lo hicieron con la misma lentitud con que habían visitado el jardín. Por fin llegaron en silencio a la habitación donde Françoise, que había sobrevivido a las privaciones del asedio, descansaba con las cortinas corridas.

En la penumbra se distinguía la alta silueta de Juremi, sentado junto a la cama, con la mano de la enferma entre las suyas. Saba corrió a situarse al otro lado y abrazó sollozando a Françoise. Alix, Jean-Baptiste y George se distribuyeron en torno al lecho. La pobre mujer estaba postrada por el efecto acumulado del agotamiento y la alegría. Tuvo unas palabras para cada uno, moviendo con gran esfuerzo los resecos y ardientes labios. A media tarde, indicó por señas a Saba y George que se acercasen. Como hacía mucho tiempo que estaba al corriente de su secreto, unió sus manos y los bendijo.

Los días siguientes, pese a la ruina en que se hallaban la ciudad y el país entero, Alix y Saba realizaron prodigios para encontrar las mejores frutas, viandas delicadas, pastelillos finos, todo cuanto pudiera agradar a la enferma. La desdichada tenía gran dificultad en ingerir aquellos manjares, pero se los llevaba a los labios y sus sabores, siempre renovados, frescos, variados, desfilaban para ella como los artistas que acuden al escenario a saludar antes de que caiga el telón.

Juremi le había contado ya buena parte de su extraordinario periplo. George y Jean-Baptiste completaron su relato y Saba añadió el de su reclusión. El mundo había girado en torno a Françoise durante aquellos meses de persecuciones y separación. Ella venía a ser el ojo del huracán, y todos experimentaban un curioso alivio al hacer entrega de sus alegrías y tormentos a aquella fuente de ternura de la que parecían proceder.

Cargada con tales tesoros, Françoise, cada vez más debilitada, hizo comprender a su vez que estaba preparada para el viaje. Aunque no hubiera cultivado ninguna religión en particular, en aquellos momentos postreros necesitaba oír hablar de Dios. El patriarca Nersés acudió para proporcionarle ese consuelo, y Jean-Baptiste, que conocía las costumbres de aquella Iglesia, propuso al armenio un buen peso de oro en pago por su intercesión. Nersés aceptó con un suspiro.

Alix había pedido tres vidas a Mahmud en caso de victoria. A la sazón pensaba en Françoise, en Saba y en su padre. El señor De Maillet no aparecía por ninguna parte; Saba se había ganado por sí sola el reconocimiento de los afganos por su papel en la rendición de Hussein, de modo que solo quedaba por salvar a Françoise. Ahora bien, su estado era tan desesperado que se hallaba más allá de toda gracia humana, así que cuando Mahmud preguntó a Alix qué deseaba, solo se le ocurrió reclamar una vida, la de Jean-Baptiste. El nuevo rey se la obsequió de muy buen grado y, como una coincidencia afortunada, supo que aquel esclavo no carecía de conocimientos botánicos y que incluso podía resultar útil a su ama en su papel de boticaria.

Jean-Baptiste regresó a Julfa, al barrio de los herreros, donde dos buenos mozos, empapados de sudor junto a su yunque, necesitaron menos de dos horas para soltar las cadenas de acero que sus hábiles colegas de Jiva habían cerrado en torno a los tobillos del antiguo esclavo.

Ya de vuelta, Jean-Baptiste tuvo una extraña sensación, no de libertad, pues se había acostumbrado a hacerlo todo con la cadena a rastras, sino de ligereza y casi de ausencia. Apenas rozaba el mundo, flotaba en lugar de caminar y podía acercarse a sus semejantes sin alertarles con sus tintineos. Al llegar a su casa se acentuó aquella impresión; todo estaba en silencio, y cuando descubrió a la familia reunida en la habitación de Françoise, ninguno de ellos prestó atención a su llegada. Nadie se movía. La enferma estaba más quieta que nunca, y Jean-Baptiste tardó un buen rato en comprender que también ella, liberada de sus cadenas terrestres, había abandonado definitivamente este mundo.

Tras haberla velado un día y una noche, Saba propuso que enterrasen a Françoise en las colinas cercanas a la capital, en el mismo lugar en que habían aguardado la convulsión del cielo. La muchacha recordaba que Françoise le había confiado cuánto le agradaría residir allí por toda la eternidad. Se encontraban entre el cielo y la tierra, y la ciudad estaba muy cerca, luminosa y viva. Ella, que jamás había poseído nada, que había vivido libre y atravesado el mundo entero, no podía soportar la idea de una tumba ciudadana que pareciera una casita a duras penas encajada en su parcela. Para la eternidad necesitaba espacios abiertos, amplias vistas, en una palabra, libertad. Alix guardó para sí la leve renuencia que experimentaba, y todo se llevó a cabo como Françoise había deseado.

Nersés bendijo el pequeño trozo de tierra y la estela sobre la que a toda prisa habían grabado su nombre. Tras la breve ceremonia, todos emprendieron el regreso a la ciudad. Sus cúpulas de jade y de esmeralda, en el seno de una campiña devastada, le conferían todo el aspecto de una ciudad de cuento de hadas, nacida de un sortilegio, semejante a aquellas que durante tanto tiempo las nodrizas de Saba le habían hecho ver en sueños.

Bajaron en silencio, meditando con amargura sobre la cruel magia que en esta ocasión no había hecho aparecer maravillas en un lugar desolado, sino que había destruido los alrededores de un tesoro.

—¡Beugrat! —aulló Murad desde el fondo de su antro—. Se lo ha tomado con calma, ¿eh? ¿Cuánto tiempo ha necesitado para regresar de Persia?

—Los caminos son malos, señor embajador, y el coche, un tanto…

La palabra pesado estaba proscrita en la casa.

—¿El señor De Maillet le confió algo para mí?

—Esta llave, señor embajador.

—¡Vaya, la llave del cofre! ¡Leandra!

En aquel preciso momento la pobre mujer acababa de aplicarse tinte en las trenzas para ocultar las raíces, completamente grises.

—¡Picarona! —exclamó Murad, excitado por aquella presencia—, agáchate bajo mi cama y coge el cofrecillo que presté al cónsul.

Con toda la soltura que le permitía el reuma, la fámula se puso a gatas y miró bajo la cama. La mano de Murad, pesada como una tabla de lavar, sobaba la poca chicha que quedaba en aquella grupa.

—¡Mmmm! No tardes mucho —la apremió Murad—, porque me estás poniendo fuera de mí…

—Aquí está —dijo Leandra, poniéndose en pie con dificultad.

El armenio agarró la cajita tachonada de clavos y, tras posarla sobre su vientre, la abrió.

—Una carta —dijo—. ¿Eso es todo? —Puso el cofre boca abajo—. No hay nada más. ¿Y qué aparece escrito en el sobre? A su eminencia el cardenal Julio Alberoni. Palacio del Vaticano, Roma. ¡Alberoni! Ah, muy propio del señor cónsul, siempre codeándose con los más grandes… —Lanzó un suspiro—. Pero ¿cómo conseguiré hacer llegar esta carta? Ni hablar de confiar tales secretos al correo turco, porque meterían sus narices en ellos.

Leandra, tocada por otra gracia, se afanaba en sacudir las polvorientas colgaduras de la estancia y los almohadones manchados. Murad la miró.

—¡Ya lo tengo! —exclamó—, Leandra, ven aquí. —Le cogió la mano—. Beugrat volverá a llevarse la berlina; después de todo, le encanta pasearse. Bien, pues esta vez irá a Roma y te llevará con él. Sí, a ti, Leandra, no pongas esa cara. Irás a llevar esta carta en persona. A Roma, ¿me oyes? ¡Tienen suerte esos cardenales! —Murad atrajo con familiaridad a la sirvienta hacia sí y jugueteó con su escote—. Confío en que te portarás bien, cochinota mía…

La pobre ninfa reía a carcajadas, pero teniendo buen cuidado de ponerse la mano delante de la boca. Aquella misma mañana había perdido otro diente, dejando en su lugar un feo agujero.