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El eunuco Ahmed había instalado a su pequeña familia en lo alto de una casucha situada en la parte más antigua de la ciudad. La casucha, construida con paneles de madera a lo largo de tres pisos, cargaba con otros dos sobre los hombros desde el siglo anterior. Se inclinaba peligrosamente sobre las callejuelas adyacentes. Sus habitantes se habían acostumbrado a ello, e incluso llevaron la audacia al extremo de rematar la azotea con un cobertizo, al que unos tejadillos de madera aún añadían algo de volumen. En aquel chamizo entre el cielo y la tierra, los días de viento intenso todo crujía, vibraba y se bamboleaba como en el puente de un navío. La ventaja del lugar, por lo demás exiguo y que cerraba mal, era que cuando llegaba el buen tiempo, los niños podían retozar en la gran terraza, entre las sábanas puestas a secar, como velas tendidas al viento. Por último, hecho nada desdeñable, en tiempos de disturbios se podía abarcar toda la ciudad de una ojeada, desde el palacio real hasta la colina de Julfa. La mezquita del imán y la del sah Lotf Allah sorprendían a la vista al ofrecerle, muy cerca, los monstruosos abombamientos de sus cúpulas de cerámica verde esmeralda.

Apenas hubieron salido del palacio real, Nur Al-Huda llevó a Saba a aquel escondrijo. La joven dormía en un jergón, en el rincón de los niños. Los tres críos de Ahmed, alborotadores y ruidosos pero muy tiernos, se sentían muy dichosos de jugar con aquella extranjera pelirroja, que ya no era ninguna niña y sin embargo reía de buena gana con ellos. Su madre apenas tenía tiempo que dedicarles. La mujer del eunuco, menuda y discreta en extremo, tenía una expresión triste y modesta que ponía de manifiesto hasta qué punto estaba acostumbrada, en todos los ámbitos, a conformarse con poco.

Nur Al-Huda y Ahmed correteaban todo el día por las calles, cada cual por su lado, ocupados en impulsar la resistencia de la población. Regresaban al atardecer acompañados de grupos pintorescos a los que la circasiana ordenaba dar asilo. La terraza se organizaba para una larga noche en vela. Encendían braseros con las maderas perfumadas de los jardines; cantantes, narradores y bailarines se relevaban para hacer olvidar a los presentes lo poco que había para comer y beber. Ese poco era cada día menor que la víspera. Pero daba igual, quedaba el ensueño para alimentarse. Las grandes epopeyas poéticas de los masnavi hacían mascar durante horas las peripecias heroicas de Alejandro Magno o los amores imposibles de los reyes sasánidas. Las bocas rumiaban las redondas palabras de los poemas místicos de Saadi; los cuerpos olvidaban la fatiga tras agotarse bailando o dando palmadas. Desde toda la ciudad llegaban los mismos ruidos de recitado, canciones o risas. Saba, que había pasado demasiado tiempo sola, se sentía embriagada con aquellas voluptuosidades de condenados, tan cerca del peligro y de la muerte que todo temor les había abandonado.

Nur Al-Huda esperó dos días para acercarse a ella. Por fin, una tarde se sentó a su lado, le preguntó por su salud, le habló de la noche, de las danzas, de otras futilidades. La joven la escuchó con aire impenetrable y luego, de repente, se incorporó y tomó la palabra.

—Tengo dos cosas importantes que decirle —afirmó.

Nur Al-Huda seguía dando palmadas al compás para acompañar a un tañedor de cítara.

—En primer lugar —dijo Saba con expresión grave—, quiero pedirle perdón pues la había juzgado muy mal.

—¿Y en segundo lugar? —la animó Nur Al-Huda, hechizada por la música.

—Le agradezco que me haya salvado la vida.

El músico terminó su interpretación. Todos aplaudieron, y sonaron alaridos entusiastas.

—Bien, pues ya está dicho —concluyó la circasiana, sin dejar de sonreír—. Déjeme confesarle otras dos cosas a mi vez y estaremos en paz. Su madre, Saba, es mi amiga más querida, no importa lo que haya dicho, hecho o pensado. En nombre de esa amistad fui a buscarla.

El tañedor de cítara había mantenido en alto unos momentos sus cuatro macillos y ahora daba comienzo a otra melodía. Se trataba de un viejo estribillo procedente de la India. Al reconocerlo, Nur Al-Huda lo tarareó.

—La otra cosa es muy sencilla y carece de toda gloria —prosiguió—. Fue el nazir quien la denunció. Ahora que lo sabe, ya puede olvidarlo. En adelante ocúpese de cosas serias, como cantar y bailar con nosotros.

Todos los asistentes estaban entonando el aire que tocaba el músico y cubrían con dulces voces humanas los penetrantes sonidos del instrumento. Nur Al-Huda vocalizaba de manera ostensible para que Saba pudiera seguir la letra en sus labios. Al sonar de nuevo el estribillo, la joven pelirroja cantó primero en voz baja y luego más fuerte, y no tardó en compartir las risas de todos.

Aunque sin empañar aquel buen humor, cada uno de los días siguientes aportó una mala noticia. Los convoyes de víveres que aguardaban eran saqueados por los afganos uno tras otro, incluso los que intentaban deslizarse al abrigo de la noche. Luego, Mahmud, con objeto de aterrorizar a la población, ordenó que se hicieran disparos de culebrina a partir de Julfa. Por fortuna, aquellos ingenios eran vetustos y la sal infiltrada durante la travesía de los desiertos los había corroído. Uno de ellos explotó al ser disparado y atravesó como si de un pellejo se tratase al camello que lo acarreaba. El pobre animal fue la única víctima de tales demostraciones de artillería, y el rey de Kandahar consideró prudente renunciar a ellas.

Ispahán, ciudad comercial, lugar de paso y de intercambio, disponía de escasas reservas. El racionamiento había conseguido preservarlas, pero no tardaron en agotarse. El hambre se enseñoreó de la capital. Dado que procura una embriaguez equiparable a la de los mejores vinos, aun cuando se obtenga por medios menos agradables, las veladas redoblaron su alegría. No obstante, saltaba a la vista que los bailarines estaban agotados, y no era raro que algún músico perdiera el conocimiento. En ocasiones los niños gritaban abiertamente: ¡Tengo hambre!, y el velo del alborozo se rasgaba.

Una mañana, Nur Al-Huda y Ahmed intercambiaron pareceres en la terraza. Saba se acercó a ellos y, como no le pidieron que les dejara solos, escuchó lo que hablaban.

—Es preciso actuar hoy mismo —decía Nur Al-Huda—. Hemos resistido y no por ello esos perros afganos han renunciado. Está claro que su objetivo es que perezcamos todos. No sé qué milagro aguardamos, pero lo cierto es que ni se ha producido ni se producirá.

—¿Actuar? —repitió el eunuco—. Es al rey a quien corresponde hacerlo con las tropas que le quedan.

Hasta la desgracia en que cayera su amo, el primer ministro, Ahmed había sido un servidor leal, aunque se hubiera visto obligado a ocultar una parte de su existencia. Los acontecimientos habían querido que fuera arrojado a la calle y tuviese que sobrevivir en ella. En el fondo, permanecía fiel a su rey y continuaba testimoniándole su confianza pese a todo.

—¡El rey! —exclamó Nur—. ¿Acaso has visto al pobre Hussein? Por lo demás, ¿existe todavía? Es Yahia Beg quien dicta las leyes en su lugar. Y ese charlatán permitirá que reventemos hasta el último de nosotros con tal de conservar su poder. No, Ahmed, te lo aseguro somos nosotros quienes debemos actuar mientras aún nos mantengamos en pie.

—¿Qué otra cosa pretende que hagamos contra todo un ejército?

Nur Al-Huda agarró el brazo del eunuco y se pegó a él para hablarle de un tirón, sin recuperar siquiera la respiración.

—Tomar Julfa, Ahmed, pienso en ello desde hace tres días y tres noches, ¿me oyes? Son callejuelas pavimentadas, estrechas y resbaladizas. Su caballería no tendrá superioridad, al contrario. Franqueemos ese puente, sorprendámosles, lancémonos a miles por el barrio, matemos a todos los que podamos y expulsemos al resto. Mañana ya no será el puente lo que guardes, sino la brecha que abrieron en la muralla, y que no es más ancha que eso.

Nur jadeaba, pero el hombre todavía no estaba convencido.

—Tomamos Julfa, suponiendo que sea posible —objetó—. Y entonces ¿qué?

—El barrio está lleno de víveres.

—Tres días de tregua.

—Diez. Pero cuento más bien con los prisioneros.

—¿Los prisioneros?

—Mahmud se ha instalado allí, ¿acaso lo has olvidado? Si actuamos con la conveniente rapidez, caerá en nuestras manos. Y si no él, sus oficiales, o quizás algún pariente. Todo eso se intercambia, se vende.

—Más bien se venga —replicó Ahmed con expresión lúgubre.

Saba no se atrevía a intervenir. Sin embargo, se sentía del lado de la circasiana con toda su alma. No se trataba del debate entre dos conciencias sino del enfrentamiento, simple y terrible, de la vida y la muerte, de la resignación y la voluntad.

—Yo lo quiero así, Ahmed —dijo de pronto Nur Al-Huda, al tiempo que soltaba el brazo del eunuco y lo miraba directamente a los ojos.

Saba observó aquella audacia con espanto. ¿No se sentiría mortalmente humillado aquel hombre?

Pero no fue así. Aquellas últimas palabras, más que cualquier intento de persuasión, devolvieron al sirviente a su habitual sumisión. Aunque le inquietaban en relación con los fines, le tranquilizaban en lo tocante a los medios. No debía decidir sino obedecer. Saba comprendió que la extraña jerarquía del harén había sobrevivido a la dispersión de este.

Una hora más tarde, Ahmed y Nur Al-Huda se ponían en camino para soliviantar a la multitud. La virgen roja había conseguido que la dejaran acompañarles, a condición de que permaneciese oculta bajo un velo pues los magos seguían buscándola.

Como todas las mañanas, el pueblo se reunía en la plaza real para enterarse de los rumores y en espera de las proclamas. Grupos de voluntarios con el caftán manchado, pues habían pasado la noche envueltos en sus pliegues, subían del chahar bagh, cediendo el sitio a un relevo heterogéneo. Ancianos de elevada estatura y enorme turbante, con la barba peinada, caminaban junto a muchachos apenas púberes que adoptaban un aire malévolo con la intención de parecer viriles. Todo valía para convertirse en arma: un cabo de cuerda servía de honda; una estaca, de alabarda. Lo más sencillo seguía siendo un simple guijarro grande y anguloso, que sopesaban en la palma de la mano.

Nur Al-Huda se abría paso a codazos entre los grupos que conversaban, seguida de Ahmed y Saba. Cuando llegó al extremo de la plaza, del lado de los bazares, entró con ellos en una casa cuya pesada puerta se hallaba entreabierta. Era uno de los edificios de los dominios reales, evacuados de sus beneficiarios tras las purgas llevadas a cabo por Yahia Beg. Un espía del nazir, un viejo soldado medio sordo, se hallaba sentado bajo la bóveda. Nur Al-Huda debía de conocer el lugar; sin dirigir una mirada al guardián, que por lo demás no tenía la menor intención de moverse, se encaminó sin vacilar hacia una escalera y subió al primer piso. Una vasta estancia de paredes desnudas daba a la fachada a través de un balcón en saledizo, cerrado con postigos de cedro calados. Los empujó y, como resistieran, volvió a intentarlo. Finalmente se abrieron con un violento chasquido. Ese ruido, cuyo eco repercutió en toda la plaza, impuso de inmediato el silencio en las conversaciones. Todas las cabezas se volvieron hacia la celosía.

—Ahora te toca a ti —dijo Nur Al-Huda, al tiempo que empujaba a Ahmed hacia la luz.

La vista desde aquella ventana era impresionante. A uno y otro lado de la plaza se erguían dos símbolos monumentales enfrentados, y se veía claramente que de aquellos pilares de la nación solo uno resistía en pie.

En un extremo, la religión montaba guardia bajo la forma austera de la mezquita del imán, con su casco puntiagudo color cardenillo. La malla apretada del revestimiento cerámico protegía sus flancos, y mil estalactitas de piedra se erguían en torno a su puerta monumental, como otros tantos puñales destinados a aniquilar al infiel. Frente a aquel poderoso recordatorio de las exigencias marciales propias de la guerra santa, la columnata llamada de la Sublime Puerta, que servía de entrada monumental a los palacios reales y de tribuna para determinadas ceremonias, parecía aún más vacía y manifestaba desde lo alto de su inútil esplendor la aplastante ausencia de la realeza.

Nur Al-Huda no tenía miedo. Habría podido hablar ella misma, y tenía preparadas en su mente las palabras que hubieran impresionado a la muchedumbre. No obstante sabía que en un momento semejante solo un hombre, y persa por añadidura, lograría convencer, pues hablaría a aquellas gentes con la lengua que hablaban sus corazones. Ahmed era el más indicado para transmitir aquel mensaje. Desde que dirigiera la defensa del puente, el eunuco era celebrado como un héroe. Se le veía afanarse por doquier desde el comienzo del asedio. Sus órdenes eran ejecutadas de inmediato. No obstante, aún no había pronunciado nunca la menor declaración pública.

Se hizo un gran silencio. Ahmed avanzó y, tras vacilar unos instantes, tomó la palabra. En su anterior empleo, jamás se había expresado de otro modo que en voz baja, en razón del protocolo y para conservar la entonación de un emasculado. Esta vez forzó por el contrario su potencia de voz, y esta surgió con notable gravedad. Era un tanto ronca, cálida, persuasiva. Empleó las propias palabras de Nur Al-Huda, que en su boca ya no designaban un proyecto sino una realidad, no un sueño sino una profecía. La multitud se fue haciendo más numerosa. Por los bazares corría el rumor de que al fin había llegado lo que todos aguardaban, sin presentirlo ni siquiera imaginarlo. ¡El ataque, eso era lo que proponía Ahmed con toda sencillez! ¡La muerte, pero de pie! La venganza llevada al seno del enemigo, aunque hubiera que morir para administrarla. Una inmensa ovación saludó el fin de la proclama. En la plaza, todos enarbolaban su arma con el brazo en alto, y gritaban su energía y su júbilo.

Ahmed, seguido de Nur Al-Huda y de Saba, abandonó el balcón y desanduvo el camino. Cuando aparecieron en la puerta cochera, el gentío los engulló. El eunuco tuvo que agarrar a una mujer con cada mano para no verse separado de ellas. Los empujaban, tiraban de ellos. Con no poca dificultad consiguieron llegar al otro extremo de la plaza real. Hombres y mujeres seguían afluyendo de todas partes hacia aquel punto de reunión; nadie quería perderse el asalto. Algunos se tambaleaban de hambre; los rostros estaban macilentos, con las facciones hundidas a causa de las privaciones y la vigilia. Sin embargo, saltaba a la vista que habían hecho acopio de las últimas energías con vistas a tan ansiado momento. Los mismos que rechazaban la muerte en las sombras se sentían dispuestos a acogerla sin rechistar a la plena luz de aquella mañana sangrienta.

Ahmed y sus compañeras, zarandeados por la multitud, pudieron tomar por fin la dirección del chahar bagh. En la entrada el bullicio amainó un tanto pues el gentío podía dispersarse por el amplio espacio de los jardines. Sin embargo, para alcanzar el puente hubo que luchar de nuevo pues los milicianos que lo guardaban no comprendían lo que estaba ocurriendo y rechazaban a los insurgentes. Se oían gritos, ruido de peleas. En medio de aquel alboroto, un gigante vagamente peinado como un armenio se abría paso a codazos, aullando en lenguas incomprensibles. Aquel pobre despistado intentaba en vano explicar por señas que solo quería cruzar el chahar bagh y regresar a su casa. Protegía a un pollo decapitado que sujetaba por un ala y que ya había perdido la otra y una pata en la batalla. Ahmed y las dos mujeres se aproximaron al lugar donde se debatía aquel infortunado extranjero. ¿Fue un acto deliberado o una torpeza? Nadie sabría decirlo. En cualquier caso, en aquel preciso momento un anciano persa, que sin duda había perdido el equilibrio en el barullo, aferró el velo de Saba y tiró de él. La cabellera pelirroja de la joven apareció a pleno sol.

Por densa que sea una muchedumbre, no existen ejemplos de que un gran peligro no pueda en un momento liberar en ella un amplio círculo de estupor o de espanto.

—¡La virgen roja!

Un murmullo, y luego un rugido que finalmente se convirtió en grito, recorrió al gentío. Desde hacía varias semanas, los habitantes de Ispahán habían oído la predicación de los magos y el anuncio del sacrificio de aquella virgen roja, pero nadie supo jamás qué había sido finalmente de la víctima. A la vista de los cabellos de Saba, el instinto de la multitud le hizo reconocer de inmediato a aquella cuya muerte había prometido Yahia Beg.

Sin soltar la mano de la muchacha, Nur Al-Huda intentaba comprender qué estado de ánimo producía en la gente aquel descubrimiento.

—¡La virgen roja! —seguía rugiendo la muchedumbre.

¿Era asombro, indignación o miedo? La circasiana se dijo que sin duda todas aquellas gentes aún no habían decidido lo que querían experimentar. Hizo trepar a Saba a su lado sobre un alto tocón de plátano y arengó a la multitud desde su posición ligeramente por detrás de la joven, cuyos cabellos sueltos brillaban al sol como el cobre.

—¡Sí! —gritó Nur Al-Huda—. La virgen roja, sacrificada y de nuevo entre nosotros para guiarnos. ¡Salvémosla! ¡Salvemos a Ispahán! ¡Viva la virgen roja!

—¡Viva la virgen roja! —corearon un millar de voces, y la onda de aquellos gritos subió hasta la ciudad alta.

Durante aquella proclama, Saba mantenía los ojos bajos. Frente a ella seguía habiendo un espacio vacío. Solo un hombre se había atrevido a avanzar por él. Ahora se encontraba a un paso de ella. La muchacha lo miró. Su peinado era extraño, a la manera armenia; tenía un rostro europeo, surcado de arrugas, y llevaba una barba gris, espesa y rizada. Seguía sujetando con una mano el pollo desarticulado. La joven vio que murmuraba algo, y luego se acercó un poco más a ella.

—¿Saba? —gritó más fuerte.

—Sí —respondió ella.

Él la miró directamente a los ojos con extraña expresión, y a Saba le pareció que lloraba.

—Juremi —dijo el hombre—. Soy Juremi.

La muchacha saltó al suelo y se arrojó en sus brazos. Le parecía conocerle desde siempre. ¡Juremi! El hombre que su padre había ido a buscar al otro extremo del mundo y a quien ella jamás había visto. Ni siquiera le sorprendió que se encontrase frente a ella. Aquel día era todo tan extraordinario…

—¡Viva la virgen roja! —seguía gritando Nur Al-Huda, desamparada e incapaz de decidir otra cosa que mantener viva la excitación de aquella multitud para un último impulso.

—¿Qué se disponen a hacer todos esos excitados? —quiso saber Juremi. Sujetaba a Saba por los hombros con sus grandes brazos estirados, mirándola con ternura.

—Pues no lo sé… Tomar Julfa, me parece.

—¡Tomar Julfa! —exclamó él—. ¡Qué locura! Tu padre y tu madre están allí. Primero los masacraréis y luego conseguiréis que os maten. Los afganos han tendido trampas por todas partes. Las calles están cortadas mediante barricadas. Os soltarán una andanada mortal desde las azoteas.

—¡Viva la virgen roja! —gritaba sin cesar la multitud, indecisa y agitada.

—Pero ¿qué otra cosa podemos hacer? —dijo Saba tras volverse un momento hacia Nur Al-Huda y mirar de nuevo a Juremi—. Nos morimos de hambre, y dicen que los afganos nos matarán a todos si cae la ciudad.

—¿Es ella quien cree eso? —quiso saber Juremi, señalando a la circasiana.

Sin aguardar la respuesta de Saba, el protestante se precipitó hacia Nur Al-Huda y la obligó con firmeza a bajar del tocón. Cuando la tuvo a su lado, hizo traducir estas palabras, que pronunció sin apartar la mirada de la gitana:

—Alix y Jean-Baptiste están con Mahmud. Me comprometo a que no haga ninguna matanza en esta ciudad si se rinde. No hay que marchar sobre Julfa sino sobre el palacio real, para que ese rey de pacotilla capitule de una vez.

Nur Al-Huda reflexionó unos instantes. La energía de aquel hombre la turbaba. Se sentía tan poco segura de su proyecto que era incapaz de oponer ningún argumento.

La muchedumbre seguía rugiendo a su alrededor. La desaparición de sus cabecillas la dejaba desamparada, flotante, capaz de todo, quizá perdida ya para la acción. Nur Al-Huda llamó a Ahmed y le dijo dos palabras al oído. Se produjo entre ellos una breve disputa y luego el eunuco volvió a subir al tocón. Alzó los brazos, restableció el silencio entre el pueblo reunido y por último exclamó:

—¡Vamos en busca del rey!

Tras un momento de vacilación, un nuevo murmullo surgió del gentío, que empezó a repetir:

—¡El rey, el rey! ¡Al palacio real!

El grito planeó por el aire y regresó en forma de eco, más fuerte, inmenso, un clamor que inflamaba todo el chahar bagh:

—¡Al palacio real! ¡Al palacio real!

—Vive y es feliz. Oh, sí, la perdono, Dios mío, la perdono.

El señor De Maillet, a solas en el silencio de su lujosa prisión, repetía esas palabras todo el día. Ya no bebía, ni comía, ni tampoco dormía, pero ninguna de tales privaciones parecía afectarle. Simplemente, estaba un poco más enjuto de carnes y algo más lívido, eso era todo.

—Es feliz —repetía con ternura—. ¡Alix es feliz!

De vez en cuando se le entumecían las piernas y deambulaba un rato por el césped. Fue en uno de esos paseos cuando vio la puerta abierta:

—Mira, un poco de aire. ¡Qué buena idea!

Empujó la puerta. El guardia que el nazir había emplazado detrás ya no estaba. Su silla se encontraba vacía.

—El hombre ha ido a dar un paseo. Ha hecho bien —masculló el cónsul—. ¡Alix, mi querida niña, qué dichoso me hace saber que vives!

El anciano siguió avanzando completamente solo por el dédalo desierto del palacio. Un zumbido lejano llegaba de la ciudad, más allá de los muros. Empujó otras puertas, admiró los preciosos muebles, un biombo de laca china. Todo cuanto veía le arrancaba sonrisas.

—¡Cuánta hermosura, realmente! El nazir debe de tener mucha confianza en mí para dejar todo esto a mi custodia. Y hace bien.

Una última verja daba a la calle. El cónsul la franqueó, al tiempo que saludaba a un joven centinela atemorizado que no se atrevió a retenerle. De ese modo llegó a la gran avenida que atraviesa los Cuatro Jardines. El chahar bagh parecía un claro practicado en un bosque para la tala; los troncos yacían en tierra y los tocones apuntaban en el suelo. A lo lejos se veía a un tropel de gente que se alejaba.

—¿Adónde irá toda esa humanidad? —se dijo el señor De Maillet—. Probablemente regresan al mar, de donde provienen.

Una sonrisa arrugó aún más las mejillas del anciano, que se encogió de hombros y echó a andar. El único camino que conocía era el de la legación francesa, de modo que lo tomó sin pensar y no tardó en encontrarse frente al edificio.

—Aquí tampoco hay portero. ¡Decididamente, esta ciudad es un desierto!

Entró y, tras atravesar el patio, subió los peldaños de la escalinata. La gran puerta vidriera no estaba cerrada con llave, como comprobó al apoyar la mano en el pomo y hacerlo girar.

—¡Qué frescor! Vaya, han encerado. ¡Ah, qué delicioso aroma!

Miraba las puertas como si fuera a aparecer por ellas una muchacha con vestido veraniego.

—¿Dónde estás, puesto que estás viva? —murmuraba.

El gran salón se hallaba vacío, y el despacho tenía la puerta entreabierta, de manera que entró.

—Buenos días, majestad —dijo respetuosamente a la atención de una sombra que solo él veía.

Los muebles, bajo sus fundas blancas, como cortesanos en pijama, aguardaban a que se acostase el monarca.

—¡Cortesanos en pijama!

Se permitió una risita. Cuando hubo recuperado la seriedad, contorneó el despacho, apartó el sillón y, tras sentarse, posó los antebrazos en el cuero de la mesa. No tenía hambre, ni sed, ni sueño, tan solo ganas de pensar en ella.

—Verdaderamente, han hecho bien en permitir que me fuera. Estoy mejor aquí.