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Jean-Baptiste y Alix, Juremi y George, los cuatro sentados con las piernas colgando en las murallas de la Julfa conquistada, contemplaban el límpido cielo con lúgubre semblante.

En el barrio armenio se oían ruidos de francachela, algunas risas, gritos. A decir verdad, menos ruido del que habría podido suscitar una completa victoria. Pero ahí estaba el quid de la cuestión: la victoria, en efecto, distaba mucho de ser completa. La caída de Julfa no había supuesto, como pensaban los afganos, la caída de Ispahán. Aquella ciudad sin ejército, forzada en uno de sus barrios, tendría que haberse entregado por entero a los asaltantes. Ahora bien, al correr la noticia de la abertura de la muralla en el barrio armenio, había ocurrido algo extraordinario. En los barrios de la ciudad situados al otro lado del río, toda la población se había armado de cuchillos, mazas, trozos de vasija, picos, y había corrido hacia el chahar bagh. Una ingente multitud se reunió en la desembocadura del puente de treinta y tres arcos que unía Julfa a la ciudad propiamente dicha. Al llegar al puente, los afganos lo encontraron envuelto en llamas y atestado de vigas y escombros de las tiendas derribadas. Miles de proyectiles, lanzados por mujeres, niños y simples civiles, habían desconcertado a los orgullosos afganos, que se consideraban vencedores y que ahora se veían heridos de muerte por centenares, arrastrados por la corriente del Zayandeh. Tres cargas dirigidas por el propio Mahmud no habían conseguido vencer aquella resistencia. El puente no ofrecía ninguna posibilidad de maniobra, antes bien se trataba de un desfiladero mortal para los jinetes, y la muchedumbre seguía creciendo al otro lado. Al atardecer, el rey de Kandahar dio finalmente la orden de establecer el acantonamiento en Julfa, tras prohibir los saqueos, que ya habían comenzado pero no adquirieron excesiva amplitud. Él mismo se instaló en el palacio del patriarca, a quien ordenó echar a la calle.

En un mismo día, Alix y Jean-Baptiste habían pasado de la mayor exaltación a una desesperación espantosa. La audacia de George al abrir una brecha en la ciudad les había hecho creer que Saba se había salvado. Y ahora había llegado la tercera luna. Pasaron aquella interminable noche en una azotea, en la parte más elevada del barrio, escrutando el resto inaccesible de la ciudad. Acechaban el menor resplandor, el más mínimo ruido, como si, para desencadenar verdaderamente el sufrimiento, necesitasen una señal concreta, un grito, hogueras, una algarada capaces de conferir a la muerte de Saba un principio de realidad. Hablaron de ella toda la noche, y al llenar el vacío con su presencia, tenían la sensación de que protegían su vida, de que creaban a su alrededor una muralla con sus cuerpos encogidos y susurrantes. La tercera luna ascendió en el cielo y, tras recorrer su órbita, desapareció en una límpida aurora que seguía cuajada de estrellas. No había ocurrido nada. En la ciudad, la noche había transcurrido con absoluta placidez. Poco antes del amanecer, George se decidió a confesar con voz sorda el secreto que pesaba en su alma. Aquel prolongado pudor infantil, rematado por un drama, era muy digno de compasión, y aquella sola confidencia bastó para que los ojos de los que velaban se llenasen de lágrimas.

Sin embargo, cuando el día se instaló en todo su esplendor, cuando una agitación de tropas y gentío hubo invadido de nuevo la ciudad y su barrio enemigo, la mera idea de que Saba hubiera muerto se les antojó a todos imposible y casi absurda. Los excepcionales acontecimientos que el día anterior habían sumido a la ciudad en convulsión debían de haber dado al traste con los planes criminales del rey y de sus magos. Se impuso una extraña confianza, a la que Juremi administró un vigoroso bautismo al exclamar: ¡Tiene que vivir, voto a bríos! No puede ser de otra manera. Y al mismo tiempo agitó un puño amenazador hacia aquel que tenía a la vista, allá arriba, en sus cielos eternos, y al cual jamás dejaba de llamar al orden.

El abatimiento no solucionaba nada, y el dolor resultaba prematuro, incluso inútil, y tal vez imposible debido a la incertidumbre de los acontecimientos. Había que actuar, multiplicarse junto a aquellas tropas, en el barrio conquistado, interrogar a todo aquel que pudiera saber algo. Pese a sus esfuerzos, aquel segundo día apenas les aportó novedades. La única certidumbre era que, del lado de Ispahán, el populacho se preparaba para resistir con firmeza en el puente. La iniciativa no parecía proceder del rey ni de lo que quedaba de Estado. Los voluntarios se habían convertido espontáneamente en improvisados oficiales para ponerse a la cabeza de aquella heterogénea milicia, a la que una inesperada energía había alzado contra los asaltantes. Al parecer, aquella plebe era comandada por un tal Ahmed, el cual gritaba a los puestos avanzados afganos declaraciones conminatorias que exigían la libertad y el levantamiento del asedio y afirmaban que la población lucharía hasta la muerte.

La espontánea rebelión del pueblo fue interpretada por Jean-Baptiste como una señal de buen augurio; el rey se hallaba desbordado, su autoridad debilitada, y los proyectos de sus magos, sin la menor duda, arruinados. No obstante, no pudieron captar noticia alguna relacionada directamente con Saba. Entre el sinfín de rumores que corrían por el barrio, ninguno concernía a la virgen roja.

Juremi sostuvo que aquello era una buena señal. Pese al dolor y la angustia que embargaban a todos, ninguno de ellos deseaba dar muestras de desesperación. La segunda noche estuvo salpicada de frases amables, de una alegría forzada. La fatiga, así como la dificultad de seguir representando durante mucho tiempo aquella comedia, les sumieron en un sueño en el que podrían confesarse a sí mismos toda su desesperación y sus temores.

Juremi y George regresaron junto a sus cornacas para cuidar a los elefantes, que habían dejado de prestar utilidad, y se pasaban todo el día comiendo majuelos al pie de las murallas de Julfa, cerca de la brecha abierta por Garou. Mahmud convocó a Alix, junto con todos los oficiales y los representantes extranjeros que servían en su corte, para exponerles la prosecución de las operaciones.

Se esforzó en presentar las cosas a la luz más favorable. En primer lugar, se felicitó por el coraje de sus tropas y anunció que, en reconocimiento de su valentía, libertaría a los esclavos francos que cuidaban a los elefantes, con excepción, por supuesto, de aquel que había ofrecido a Alix y que deseaba que permaneciese junto a esta. Acto seguido, el monarca mencionó como una anécdota la resistencia del populacho en el puente del chahar bagh. Prefirió insistir en la existencia de un segundo puente, a decir verdad un acueducto, que unía Julfa no con Ispahán, sino con la campiña que la rodeaba, y que servía para el riego de huertos y jardines. En aquel momento lo habían franqueado contingentes de jinetes afganos supliendo por ese medio la ausencia de vado y el fracaso de los elefantes para servir de barcaza. Así pues; varios miles de hombres se habían dispersado por el campo circundante con la orden de sembrar en él la destrucción, de arruinar los vergeles y los jardines, de quemar los pueblos y apoderarse de todos los convoyes destinados al avituallamiento de la capital.

La multitud podía desgañitarse sobre su estúpido puente; dentro de poco solo gritaría de hambre. Ya se vería cuánto tiempo podía resistir Hussein aquel régimen.

Alix regresó junto a Jean-Baptiste, portadora de tan sombrías noticias. A primera hora de la tarde fueron cumplidas las órdenes del rey; George, Juremi y Bibitchev se presentaron libres de sus cadenas, de las que tan solo quedaba la huella callosa por debajo de los tobillos. Tras desearles vientos favorables, el búlgaro había desaparecido. Jean-Baptiste, a quien al principio la suerte parecía sonreír, era ahora el último cautivo del grupo. Sin embargo, aquellos sinsabores no eran nada en comparación con lo que tendrían que soportar los desdichados a quienes el asedio mantenía encerrados en la ciudad: Françoise, tal vez el padre de Alix. Y Saba, que solo habría escapado a la inmolación, como seguían esforzándose en creer, para caer en las garras de la hambruna y las epidemias.

Los libertados se instalaron en una tienda de hojalatero que encontraron abierta y saqueada. La convirtieron en un cómodo refugio, rodeados de regaderas de latón y de un batiburrillo de cubos, cacillos y recogedores que la soldadesca había desdeñado.

Alix y su siervo particular se hallaban instalados en un ala del palacio que Mahmud había improvisado en Julfa. Todas las mañanas acudían al puesto del hojalatero para mantener un lúgubre consejo de guerra. Tras los disturbios y las angustias de aquellos últimos días, la nueva táctica de asedio ya no implicaba ninguna novedad ni reservaba sorpresa alguna. Los afganos estrechaban con paciencia el nudo corredizo en torno a la ciudad. La población aguardaba, mientras las reservas iban disminuyendo lentamente. La inactividad había puesto de mal talante a Jean-Baptiste y sus compañeros. Para salir de aquel doloroso torpor, Alix propuso que fueran a ver al patriarca Nersés para obtener noticias de su padre. Aquella idea aportó algo de animación. Se pusieron en camino a media tarde por el dédalo de callejuelas del barrio y llegaron a la pequeña puerta tras la que se ocultaba el viejo cuando las cosas se ponían mal. Él en persona se pegó a la mirilla cuando oyó que llamaban.

—¿Poncet? —exclamó con una carcajada—. ¿A quién pretende hacer tragar semejante patraña? Siga su camino, bergante. ¿Acaso cree que he olvidado la muerte de ese boticario?

Jean-Baptiste insistió, y dio pruebas tan convincentes de su identidad que el anciano acabó por abrir.

—¡En efecto, es usted! —dijo el patriarca con los ojos desorbitados. Acto seguido miró a Jean-Baptiste de arriba abajo y, al ver la gruesa cadena que le trababa las piernas, añadió—: ¡Qué desgracia, mi pobre amigo!

—Habrá reconocido a mi esposa —dijo Jean-Baptiste con cierta turbación, al tiempo que señalaba a Alix, a su lado, vestida con el uniforme afgano y con una larga fusta al cinto.

—¡Válgame Dios! —gimió el patriarca—. ¡Vaya tiempos que vivimos! En fin, hay gustos para todo. Hagan el favor de pasar.

Le siguieron, acompañados de George y de Juremi. Bibitchev se había quedado guardando la tienda. Cuando se hubieron acomodado, Jean-Baptiste hizo a Nersés un resumen de todo lo acontecido para explicar su insólita indumentaria y la de su compañera, así como para presentar a George y Juremi. Acto seguido le preguntó si había oído algo acerca de una virgen roja entregada en la ciudad a la loca superstición de los magos. El patriarca conocía bien aquel asunto pues había seguido de cerca, muy afligido, la ridícula conversión del rey a los delirios zoroástricos de Yahia Beg. En cuanto a la ejecución de aquella desdichada, lo ignoraba todo al respecto. Los visitantes se miraron en silencio, esforzándose por mantener en sus ojos el máximo de la escasa esperanza que les quedaba.

Alix tomó entonces la palabra para agradecer al patriarca la ayuda prestada en su huida. Sin mencionar el nombre de su padre, preguntó a Nersés si había conseguido que el mensajero del cardenal Alberoni huyese de la ciudad.

—Ay, señora, sí que se lo propusimos, mas él no quiso saber nada. Sigue detenido por el nazir, y alimenta la esperanza absurda y por lo demás inútil de encontrarse con el rey.

—¿Con cuál?

—Con Hussein, al que no le queda mucho tiempo. Todo cuanto pudimos hacer fue llevar de su parte una llave a un hombre que le aguardaba en Kashan.

Al oír la descripción de aquel recadero, ni Alix ni Jean-Baptiste tuvieron la menor idea de quién podía tratarse.

—Así pues, en estos momentos mi pobre padre sigue en la ciudad… —gimió Alix.

—¡Su padre! —exclamó Nersés—. ¿Es que ese hombre es su padre?

—Quiero decir el padre de mi amiga —rectificó Alix, que prefería no tener que dar otras explicaciones.

—Pues sí —dijo Nersés—, según las últimas noticias, ese infortunado se encontraba ayer por la tarde en casa del nazir, y en buen estado de salud.

—¿Ayer por la tarde? Entonces, ¿recibe usted noticias de la ciudad a pesar del asedio? —preguntó asombrado Jean-Baptiste.

—Nuestra desgracia es enorme —confesó el patriarca con modestia y esbozando una sonrisa—. No obstante, no nos hallamos totalmente desprovistos de consuelo; estos musulmanes se detestan con pasión, los afganos son ferozmente suníes y los de aquí creen por mediación de Ali y los imanes, hasta el punto de que los cristianos constituyen para uno y otro bando un mal menor. No se conceden el menor cuartel entre ellos, pero para nosotros, los armenios, aceptan una tregua de Dios.

—¿Y en qué consiste?

—Pues podemos enviar diariamente a un mensajero, que cruza a pie el puente del chahar bagh. Ahmed, el antiguo eunuco, si es que es posible renunciar jamás a tal estado, deja entrar y salir a ese correo, y Mahmud hace otro tanto. La única condición es que al ser registrado no lleve nada consigo. Sale por la mañana y regresa aquí al atardecer.

—Pero ¿de qué sirve? —quiso saber Alix.

—Los enemigos siempre necesitan un canal para intercambiar mensajes, y preservan entre ellos ese lazo tendido. En cuanto a mí, esto me permite no abandonar a nuestros hermanos.

Aquella noticia sumió a todos los presentes en una silenciosa meditación. Si Nersés disponía de informaciones llegadas directamente del otro lado, eso otorgaba mayor peso a cuanto había dicho en relación con Saba. Por mediación del patriarca sería posible proseguir sus pesquisas de manera eficaz. Jean-Baptiste se puso a reflexionar sobre el modo de explotar las nuevas posibilidades. Como el silencio se prolongaba, por un momento Nersés pareció tentado de pedir té. No obstante, habida cuenta del número de invitados, prefirió esperar a que se marchasen para saciar su sed.

—Monseñor, ¿no hay nadie a quien desearía hacer salir de la ciudad? —preguntó de pronto Juremi, que estaba sentado un poco atrás.

—¡Ya lo creo que sí! —repuso el patriarca—. Mi propio hijo se dirigió allí el día en que se produjeron estos trágicos acontecimientos, y ahora se encuentra retenido entre los asediados.

—¿No puede lograr que salga gracias a esa famosa tregua de Dios? —preguntó Alix.

—Como comprenderá, tal era mi intención. Pero no es posible. El mensajero que envío a diario debe partir de aquí. De ese modo se aseguran de que volverá a salir y de que no se utilizará ese medio para facilitar la huida de alguien. Si quiero volver a ver a mi hijo, debo entregar a la muerte a uno de nuestros hermanos, que tal vez estén oprimidos, pero se encuentran bien alimentados y gozan de libertad de movimientos. Como pueden imaginar, nadie desea cambiar esa condición por la certidumbre de morir de hambre.

—¿Y si alguien lo deseara? —quiso saber Juremi.

—Oh, eso no ocurrirá. Sin embargo, en tal caso, huelga decir que lo enviaría mañana por la mañana sin falta.

—Pues bien, monseñor —anunció el protestante, mirándole a los ojos—, envíeme y su hijo estará en su casa dentro de un día.

—¡A ti, Juremi! —exclamaron al unísono sus compañeros.

El gigante se incorporó con toda su mole y los miró con gravedad.

—¡Voto a bríos! Sí, a mí, a mí, vieja carcasa que ya no teme ni a la vida ni a la muerte, a mí, a quien fuisteis a buscar al otro extremo del mundo. ¿Creéis que dejaré sufrir a Françoise a dos pasos de aquí sin ocupar mi lugar a su lado?

—Pero Juremi —murmuró Jean-Baptiste—, te diriges a la muerte…

—Todos vamos hacia ella, y si os precedo, tened la seguridad de que os aguardaré allí. Adiós, amigos míos. ¿Tengo su palabra, monseñor?

—Pues… por el amor de mi querido hijo… Ah, se trata de una espantosa elección, pero no puedo hacer otra cosa. Y además, es usted quien lo propone. ¡Bien, de acuerdo! Yo mismo le acompañaré mañana por la mañana a la entrada del puente.

Regresaron sin decir una sola palabra. El protestante caminaba a grandes zancadas, un poco por delante del grupo para evitar las preguntas.

Bibitchev los acogió con una pálida sonrisa. Se sentía muy orgulloso por haber vendido dos fiambreras y un infiernillo. El hojalatero había hecho mal en huir, pues los negocios seguían su curso. Nadie le prestó atención. Humillado, se sentó detrás del mostrador, cogió el cuaderno que había descubierto en un cajón y, con la hermosa letra cirílica que antaño le ayudara a triunfar en la escuela de policía, continuó llenando páginas y páginas con los despachos que había acumulado en su mente a lo largo del viaje.

La velada transcurrió entre suspiros y gemidos. Alix trenzó en torno a la cabeza de Juremi la corona de cabellos al estilo armenio que lucía Jean-Baptiste cuando huyó de la ciudad. A la mañana siguiente se encontraron con el patriarca al pie de Julfa y acompañaron al viejo protestante hasta el puente. Todos tenían los ojos llenos de lágrimas, salvo Juremi, que miraba al frente.

Cruzar el puente resultaba delicado, pues las tropas de ambos bandos acechaban la menor provocación. El mensajero fue registrado por un afgano al tomar el puente y por el propio Ahmed al llegar al otro extremo. Pasó ambos exámenes sin incidentes y se encontró libre en la ciudad sitiada.

Juremi nunca había estado en Ispahán. Al principio se dirigió hacia los bazares, en los alrededores del mausoleo de Harun Velayat, para encontrarse con el hijo de Nersés y decirle que al caer la noche le reemplazase en sentido inverso. El patriarca y Jean-Baptiste habían mencionado cantidad de árboles notables, hermosas casas y fuentes a fin de que el protestante pudiera orientarse por la ciudad. Pero en lugar de eso solo vio troncos cortados a ras del suelo, fachadas acribilladas de proyectiles, y fuentes ocultas por aglomeraciones de hombres y animales que acudían a recoger las últimas lágrimas de agua potable. El chahar bagh se hallaba devastado. Los grandes árboles se habían convertido en maderos para las barricadas, y sus ramas alimentaban los fogones de las casas. Los arriates estaban pisoteados o los habían convertido en huertos en previsión de la hambruna total que ya no tardaría en producirse. Una vez entregado su mensaje, Juremi descendió hasta la casa de Alix y Jean-Baptiste. Por el momento el jardín se había salvado, sin duda gracias al anciano portero, que montaba guardia detrás de la verja. El protestante se dio a conocer y le abrieron. La cocinera, conmovida, le dijo que Françoise estaba muy débil y que dormía. Insistió en entrar, y al principio la contempló mucho rato en silencio, inmersa en la penumbra. La luz es uno de los instrumentos de que se vale el tiempo para infligirnos sus dulzuras y sus suplicios. A plena luz del día, sin duda Françoise hubiera revelado sus arrugas, su agotamiento, su hambre. Aquella oscuridad azulada la protegía de tales ultrajes, y a los ojos de Juremi, rebosantes de amor, la devolvía a la época de su primer encuentro y de la felicidad.

Apoyó su enorme mano en la frente de su amiga. Esta abrió los ojos, y uno y otro entraron en el mismo sueño.