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En cuanto despertó, Jean-Baptiste, con el permiso de aquella a quien al presente servía, corrió al campamento de los elefantes. Aun a costa de los mayores esfuerzos, nunca los amantes conseguirán saltar de la cama antes que los militares. Cuando al fin se reunió con ellos, Jean-Baptiste encontró a sus antiguos compañeros preparados y activos desde hacía más de dos horas. Aprovechando la confusión reinante en aquel ejército indeciso, Juremi había acabado de elaborar la poción de belladona, y George le daba vueltas en una gran olla plantificada en el suelo. Para comprobar su eficacia, el muchacho se había puesto una gota sobre cada párpado, y por tal razón tenía las pupilas totalmente dilatadas y lo veía todo borroso.

Jean-Baptiste les ordenó que dejasen aquella preparación y que le siguieran de inmediato. Como siempre, Bibitchev rondaba por los alrededores, de modo que les llevó lejos del alcance de los oídos del ruso. ¿Por dónde empezar? Tenía tanto que revelarles…, todo lo que Alix le había contado a lo largo de la noche, durante los paréntesis de calma entre sus abrazos. Jean-Baptiste lo refirió todo a trancas y barrancas. La presencia de Françoise, su enfermedad, la huida de Alix y las razones que la animaran, la principal de las cuales era la horrible, la aterradora captura de Saba, así como la amenaza que pendía sobre ella.

—¿Cuándo tienen previsto ejecutarla? —quiso saber George, fuera de sí. Sus grandes ojos ennegrecidos por el colirio le daban un aspecto pavoroso.

—Mañana, día de luna llena —se limitó a decir Jean-Baptiste.

Permanecieron unos instantes en silencio. No solo sus planes se habían venido abajo, no solo ya no debían administrar brebaje alguno a los elefantes sino que durante algunas horas tendrían que utilizar la energía de los tres, su imaginación, su inteligencia, su astucia, por no hablar de su fuerza, tan mermada y entorpecida por las cadenas, para llevar a cabo lo que habían querido evitar; era preciso tomar aquella ciudad lo antes posible.

La masa de afganos que les rodeaba les pareció de pronto desordenada, incoherente, falta de audacia y de dirección. Pero ¡qué hacer, por todos los dioses! Juremi empezó a caminar de un lado a otro. Al pasar junto a la marmita de la belladona, volcó su contenido en la arena con una furiosa patada. George, que seguía arrodillado, lleno de angustia y con los ojos en el vacío, no cesaba de repetir:

—¡Saba! ¡Mañana, día de luna llena! ¡Mañana!

Jean-Baptiste se mordía los puños.

De pronto se dieron cuenta de que ya hacía un rato que los cornacas afganos les estaban llamando. Uno de ellos vino en su busca y los sacó sin miramientos de su estupor. Como todos los días, iba a iniciarse una absurda maniobra destinada a mostrar a los asediados unos músculos que eran incapaces de utilizar. Los elefantes ocupaban un lugar destacado en aquella escenificación del terror. Los obligaban a acercarse a las murallas, montados por sus cornacas y seguidos de sus mozos de cuadra, y un golpecito propinado en las orejas provocaba un espantoso berrido; los afganos confiaban en que aquel ruido minaría la moral de sus enemigos. Por fortuna, los cornacas se hallaban demasiado lejos de las murallas para oír las carcajadas que soltaban los persas cada vez que castigaban de ese modo las orejas de sus monturas.

Aquella mañana se repitió la operación, que coincidió con el momento en que el patriarca armenio charlaba con Grégoire en la terraza de su casa. Todo empezó como de costumbre; sin embargo, los acontecimientos tomaron un cariz imprevisto.

En el momento en que se disponían a ordenar a sus esclavos que hicieran barritar a los mastodontes, los cornacas se vieron sorprendidos por un fuego graneado de mosquetes. En ausencia de ejército por parte de los persas, los asaltantes se habían convencido de que no debían temer réplicas de ese calibre. Es de creer que las cosas habían cambiado y que la población de Ispahán había empezado a armarse a sí misma, a menos que se tratara de un golpe de efecto montado por Yahia Beg y sus magos sobreexcitados, deseosos de justificar la sangre que al día siguiente se vertería. Sea como fuere, dos cornacas cayeron a tierra, heridos de muerte: uno a quien acompañaba el búlgaro, que puso pies en polvorosa de inmediato, y otro al que servía George. El afgano cayó casi sobre los pies del muchacho, que tardó unos momentos en tomar una decisión. Jean-Baptiste le gritó que se pusiera a cubierto, pero entonces vio que el joven inglés volvía la cabeza en todas direcciones, todavía bajo los efectos de la belladona, que posiblemente no le permitía distinguir sino formas borrosas. Los acontecimientos se desarrollaron a la velocidad del rayo. Agarrado como estaba a la cincha de su elefante, a George le bastaron un par de movimientos para encontrarse a horcajadas sobre su cruz. Garou conocía al muchacho y estaba acostumbrado a obedecerle, de manera que, bajo su impulso, el animal empezó a correr liberando toda la potencia de su musculatura. Tras describir una larga curva a la derecha, Garou puso proa hacia las fortificaciones. Los afganos, de los que se estaban alejando, eran presa del desconcierto y no se atrevían a intentar nada contra aquella bestia que les pertenecía. En cuanto a los asediados, que al igual que el patriarca observaban la escena desde su azotea, permanecían mudos de asombro ante la carga solitaria de aquel paquidermo. Su cornaca, con los rizos al viento, profería gritos en inglés que el animal parecía entender y a los que respondía avanzando hacia delante. Con la mano apoyada en la frente del elefante, George le obligaba a bajar la cabeza y meter la trompa. Ahora galopaban a toda velocidad, y ya no cabía la menor duda: aquel elefante domado por un chiquillo se disponía a cargar contra las murallas de toda una ciudad.

Un gran silencio reinaba tanto en el desierto como en la capital. Solo se oían las pesadas vibraciones que el paquidermo producía en el suelo. Por grande que fuese la impresión de potencia que ocasionaba su carrera, Garou tardó más de un interminable minuto en recorrer la larga distancia que le separaba de las fortificaciones. La emoción de todos los presentes, de uno y otro campo, era extrema. El animal alcanzó por fin el talud de cascajo sobre el que estaban emplazadas las murallas. Le vieron meter todavía más los hombros y bajar en vertical su inmensa frente abombada, muralla viva y móvil lanzada contra la otra, la muralla inanimada que ya no parecía en absoluto majestuosa sino paralizada con el temor que los objetos exhiben a veces en el momento en que su reputación de belleza, eternidad o fuerza está a punto de derrumbarse. El choque fue terrible. Los muros temblaron, y aquellos que no habían visto la inminencia del asalto creyeron que se trataba de una explosión. Una nube de polvo de argamasa rodeó al paquidermo y se posó luego en el suelo en forma de una lluvia de gravilla que tenía todo el aspecto de metralla. Instintivamente, la guardia y la multitud que ocupaba el camino de ronda habían cerrado los ojos. Cuando volvieron a abrirlos y se asomaron, vieron a Garou sentado sobre sus cuartos traseros y con los ojillos alzados hacia el cielo, que sin duda no veía del todo en su sitio. George, aunque medio volcado sobre el flanco de la bestia, no había soltado la rienda. También a él le costó un poco volver en sí. No obstante, antes de que los asediados tuvieran tiempo de pensar en arrojar sobre él lo que fuera, el muchacho había recuperado su posición a lomos del elefante y, tras obligarlo a incorporarse, le hizo dar media vuelta y alejarse hacia el desierto con la misma rapidez con que había llegado.

Jean-Baptiste y Juremi recuperaron por fin la respiración. Se oían los gritos que lanzaban en las fortificaciones, que hablaban de un loco, de una bestia enferma… Los afganos, por su parte, callaban. Al igual que todos aquellos que se encontraban en la llanura, habían visto la fisura de diez codos que ahora entreabría la muralla de arriba abajo. Jean-Baptiste conocía bien las defensas de Julfa. A menudo el patriarca se había quejado de ello en su presencia. Resistían una bala de culebrina, por supuesto, pero las habían construido demasiado altas en relación con su espesor. Los persas afirmaban que la culpa era de los albañiles armenios, que habían robado los mampuestos en lugar de utilizarlos para las obras. Y tras las fuertes lluvias de las últimas semanas, la base de aquellas murallas de ladrillo, adobe y paja, empapada de agua, se había vuelto deleznable, hasta tal punto que bastó un solo golpe para abrir aquella gran grieta. ¿Lo sabía George? Su visión borrosa le había proporcionado la audacia para aquel primer asalto. ¿Le permitía ahora valorar el resultado? Seguía galopando hacia el campamento de los afganos, y Juremi profería juramentos como para condenarse por toda la eternidad. De repente, la carrera de Garou se modificó y, tras iniciar una curva, dio media vuelta. El protestante profirió un gran grito de alegría y alzó los brazos hacia el cielo; el muchacho iba a cargar de nuevo.

Esta vez los afganos ya no se plantearon retener a aquel intrépido cornaca y su montura. Los mensajeros habían partido a toda prisa hacia Ferehabad para avisar a Mahmud, que llegaba ahora a todo galope. Todos los jinetes afganos se hallaban a lomos de sus caballos y aguardaban el choque.

Los persas desaparecieron corriendo de la muralla. Garou, artillero metódico, guiado esta vez más por su instinto que por George, golpeó exactamente en el mismo lugar que en la ocasión anterior. Un trozo de muralla se derrumbó a uno y otro lado de la fisura, abriendo una brecha de anchura similar a la de la frente del elefante. Un rugido de triunfo subió del campamento afgano, y la caballería emprendió la marcha para dirigirse a la brecha. Garou, que había recuperado el pleno sentido más deprisa que en el primer asalto, estaba ocupado, bajo el impulso de George, en ampliar el agujero derrumbando los ladrillos a golpes de colmillo y de trompa. Cuando la brecha fue lo bastante ancha, el elefante retrocedió y regresó con parsimonia junto a los demás. Mahmud y sus jinetes, a todo galope, saltaron lo que quedaba de muralla y se adentraron entre aullidos en la ciudad.

Pequeñas algas redondas, de un tono verde claro, ocultaban en algunos puntos el esmalte azul y oro del estanque. Lo habían construido sin paredilla, y la trémula superficie del agua, a ras del suelo, ocupaba el espacio de varias baldosas de mármol, hasta el punto de que producía la sensación de que la piedra era líquida y daba ganas de tantear con el pie la resistencia de las ondas. Saba, con las rodillas recogidas bajo el mentón, se pasaba horas sentada en el suelo cerca de aquel límpido cuadrado, con una mano abandonada en la frescura del agua. Dos pececillos de colores que vivían en aquel residuo pluvial se habían acostumbrado tanto a aquella piel blanca que acudían a frotarse contra ella como si se tratara de gatos. Aquel patio interior, situado en algún rincón perdido del palacio real, se hallaba rodeado de una galería sin salida, con zócalo de cerámica, por encima del cual las paredes, hasta la altura de un hombre, estaban adornadas con arabescos de yeso que confundían la mirada. Una inmensa puerta de madera labrada debía de dar a los otros patios; Saba siempre la había visto cerrada. Para dormir tenía a su disposición un pequeño cuarto cubierto con una bóveda de piedra tosca y oscura. Por la noche se tendía sobre las alfombras y posaba la cabeza en un almohadón de terciopelo. Estaba pendiente del menor ruido. Podía oír incluso el soplo del viento del este en los álamos de los jardines circundantes, de los que no obstante la separaban elevados muros. Dos veces al día, un cerrojo resonaba como un cañonazo en el patio al ser descorrido. Las chancletas de una sirvienta crujían sobre el suelo, y la bandeja que depositaba en el suelo ante la habitación de la prisionera hacía el mismo ruido que un vasar cuyo contenido se hubiese roto, cuando a lo sumo se trataba del entrechocar de un par de tazas y una damajuana.

Dos meses de aquella espantosa soledad habían turbado el ánimo de la joven. Al principio la vergüenza se había adueñado de ella por completo. ¡La virgen roja!, así era como la llamaban. El mundo de sentimientos, temores, esperanzas, recuerdos y cualidades que albergaba en su interior, aquello que la convertía en un ser humano palpitante de debilidad al tiempo que de voluntad, todo eso quedaba resumido por el cartel obsceno que habían colgado simbólicamente en su puerta: la virgen roja. La designaban por su color como a un animal, como una cosa. En cuanto al nombre de virgen, exponía lo más íntimo de su carne ante el mundo, como si serlo o dejar de serlo no fuese ante todo una libertad que solo a ella concernía. Con el transcurrir del tiempo había abandonado aquellos primeros pudores y sentía deseos de enorgullecerse del título con que la habían adornado. Virgen, sí. Pura, inocente, intacta, insolente, apasionada, sin duda era todo eso. Virgen, pues. Y roja. ¿Qué otro color habría deseado que brotase de ella, como una lana nacida de su piel, como un adorno, como una rutilante coraza? La virgen roja. De acuerdo. Ellos lo habían querido.

Pero por desgracia, aunque todas sus cualidades la preparaban para el combate, estaba a punto de ofrecer su cabeza al cuchillo del matarife como una corderita.

El sol primaveral calentaba sucesivamente los lados del patio. Ella lo seguía en su curso y solo se sentía bien cuando la irradiaba aquel suave calor; tras aquel velo los colores se atenuaban, se tornaban borrosos y no incidían sobre el ensueño. Semejante soledad le recordaba su infancia, y esa reminiscencia le sorprendió pues no cabía estar más arropada de lo que lo había estado ella durante sus primeros años. En las grandes familias orientales siempre hay alguien que cuida de los niños pequeños, los acaricia, los acuna, les cuenta interminables cuentos. Saba se había nutrido de esos fabulosos relatos en los que los diamantes brotan en los árboles, en valles remotos con el suelo pavimentado de oro, y donde apuestos enamorados permanecen retenidos por la fuerza de algún sortilegio. Había necesitado mucho tiempo para evadirse por sí misma de aquella dulce prisión entretejida de leyendas y darse cuenta de que había sido confinada en ella por sus propios padres. A la sazón tendría unos seis años, tal vez siete, y empezaba a cansarse de la compañía de criadas y nodrizas. De pronto fue consciente de que Alix, la hermosa princesa a la que veía tan poco y que disponía sin cesar un desfile de fiestas y de visitas dignas de las mil y una noches, era su madre, a la que hubiera querido confiarse. El afecto que Alix profesaba a la pequeña era profundo y sincero, pero no se había preocupado de demostrárselo. Veía a su hijita rodeada de sirvientes, corriendo tras las mariposas en un jardín rebosante de flores y pájaros, y lo cierto es que no se le ocurría que la criatura pudiera necesitar otra cosa. Le hubiera sorprendido mucho saber que su niña, a la que besaba todos los días, se sentía tan abandonada como antaño lo había estado ella cuando sus padres la enviaron a un internado en Francia.

De aquella época databa la tremenda soledad de Saba. Había vivido tan apartada del ensueño como de la vida, y su único consuelo radicaba en ver, comprender y juzgar. Con sus cabellos llameantes y sus ojos color obsidiana, le dio por pensar que era una especie de djinn salido de los bosques del sueño para contemplar sin complacencia alguna la vida y las costumbres de los humanos. Sus padres se convirtieron en el objeto principal de su observación. Conoció con todo detalle su vida pasada, la pasión que ambos compartían por cuidar a los enfermos sin tener en cuenta su fortuna. Sin embargo, todas las razones que la asistían para amarles y admirarles todavía más, hacían más amarga la imposibilidad en que se encontraba de poder demostrárselo.

Saba, que se sentía coartada para amar, había descubierto en su interior mayor libertad para detestar. Odiaba a todos aquellos grandes personajes que desfilaban por su casa envueltos en sus fastuosos ropajes; abominaba de las fiestas, el derroche, aquella vida de placer, mentira y artificio que la privaba de la sencilla felicidad de tener unos padres.

Ahora, en la lisa pantalla de su prisión, aquellos momentos reaparecían ante sus ojos. La idea de que pronto iba a morir le hacía medir todo aquello ya no con el rasero de la eternidad, a lo largo de la cual los jóvenes se creen destinados a vivir, sino como gestos humanos efímeros y torpes pero dignos de compasión. Creía que sus padres vivían abocados a la fútil búsqueda del placer, cuando era más bien la felicidad lo que intentaban alcanzar. Aquella idea tan simple hizo sonreír a Saba y no tardó en provocar sus lágrimas. Alix y Jean-Baptiste habían conjurado en el pasado las inmensas dificultades que hacían imposible su amor. Habían hecho la elección de huir de todo y ser libres. Su perpetua agitación festiva tenía un único objetivo: justificar aquella elección desgarradora, demostrarse el uno al otro que no lamentaban haber seguido un destino que tanta dicha les había aportado. En el fondo, se dijo la joven, tenían miedo. Si su opción hubiera sido desmentida por el infortunio o simplemente por el aburrimiento, no habrían podido acusar a nada ni a nadie de haberles forzado a ello. Todo debía ser hermoso, fácil, divertido, lujoso, vivo. En ese decorado, su hija era un ornamento suplementario de la felicidad, la cual no debía obstaculizar en absoluto. Poco a poco se habían ido tranquilizando, aunque no por eso había decrecido la indignación de su hija. Fue necesaria aquella reclusión y la espera de una muerte inminente para poder barrer sus reproches y amarles sin más, convencida de sus sentimientos e inundada por el anhelo de verles y abrazarles.

¿Y George? ¿Dónde estaría? ¿Qué estaría haciendo? Lo imaginaba de nuevo en la época en que se había incorporado a su hogar; experimentaba con la misma fuerza que en el pasado el inmenso placer de ver entrar en su vida a aquel compañero. La vida le había hecho en la persona de George un regalo inaudito, alguien a quien poder amar sin complicaciones, un hermano, mayor por añadidura, al que podía abrir sin comedimiento el lago de su ternura acumulada, la desbordante reserva de su amor sin utilizar. En el curso de su viaje, ¿habría confesado George a Jean-Baptiste sus juegos tan puros y alegres en el jardín de Ispahán, los cuencos de leche fresca bebidos al anochecer, a su regreso tras largas carreras por el chahar bagh, los paseos por la orilla del río y por las islas que las aguas someras dejan al descubierto en verano, así como las salidas de pesca, las tardes de ausencia, las primeras caricias? ¿Le habría confesado aquel secreto que un crepúsculo de abril se habían jurado no revelar jamás hasta el día en que ambos así lo decidieran, cuando tuvieran edad? ¡Menudo secreto! Una sonrisa afloró a sus labios. La promesa de amarse siempre, de no amar nunca menos, ni a ninguna otra persona. Un secreto infantil. El único que había compartido jamás con alguien. Y aquella parte irrisoria de su vida, minúscula, desconocida, no consumada, era la que, en el momento en que se disponía a morir, la colmaba de inmensa felicidad.

Una mañana, sentada como siempre en el patio de su prisión, oyó resonar en el aire, traídos desde lejos por el cierzo, ruidos de cañonazos, pero secos y breves. Ignoraba quién era Reza, y tampoco tuvo conocimiento de su muerte ni de la destrucción del ejército persa aquella tarde. Restablecida la calma, fueron pasando los días. Antes de ser designada para tan siniestro papel, sabía que la virgen roja debía ser inmolada durante la tercera luna, de modo que todas las noches acechaba la aparición del astro en el patio, donde el pórfido brillaba aún con los postreros rayos del día, que mantenía cautivos en sus cristales.

Había llegado el momento. Al día siguiente sería el final. Su soledad ya la había privado de los personajes, solo le restaba abandonar el decorado. El espectáculo había tocado a su fin ya desde el primer acto.

Hacia el final de aquella mañana de recogimiento, casi se sintió irritada al oír unos clamores lejanos, procedentes del sur. De nuevo algún altercado en el barrio armenio, sin duda, una pelea entre mercaderes o alguna otra insignificancia por el estilo… Luego se sucedieron en dos ocasiones momentos de silencio y golpes sordos, que esta vez no eran cañonazos, sino más bien como un choque gigantesco.

Ah —gimió—, que dejen de importunar a la virgen roja, porque se está preparando para morir.

Sin embargo, el rumor no cesó; por el contrario, no tardó en parecer más diverso, lejano, siempre hacia el sur, pero también más próximo. Saba estaba atenta al menor ruido. Su oído de solitaria se hallaba tan aguzado para captar los más imperceptibles susurros que a punto estuvo de lanzar un grito cuando descorrieron brutalmente el cerrojo de la puerta. No era la hora de la comida. Se puso de pie y, con un ligero brinco, se ocultó en la penumbra violeta de la galería, detrás de un pilar.

Una mujer entró y echó a correr hacia la minúscula habitación. Saba apenas había entrevisto su silueta, pero no era la de la sirvienta. Al no descubrir a nadie en el reducto, la intrusa volvió hacia el patio y se situó a plena luz. Llevaba en la mano un puñal ensangrentado. Saba lanzó un grito. Se trataba de Nur Al-Huda.

—¡Acérquese, Saba! —dijo la circasiana, cegada por el sol que la rodeaba y le impedía ver a la prisionera.

La joven vaciló un instante. No había imaginado así su muerte. Se había preparado para la hoguera, los encantamientos, un ritual, y finalmente se trataría de una venganza. Todo se reduciría al silencio, el sol y la hoja de un cuchillo.

—¡No tema nada! —añadió Nur Al-Huda sin levantar la voz—. Y se lo ruego, no se entretenga.

Saba dio dos pasos hacia la luz. ¡La virgen roja! No podrían decir que había flaqueado.

Su semblante era tan grave y orgulloso que esta vez fue Nur Al-Huda quien ahogó una exclamación. Pero no tardó en recuperarse, y acercándose a la muchacha, la cogió con suavidad de la mano y la arrastró tras de sí.

—¿Quiere hacer el favor de decirme…? —dijo Saba, que vacilaba en seguirla.

—Luego. Ahora, larguémonos.

Saba captó la sinceridad de aquellas palabras y el miedo controlado que dejaban traslucir, de modo que acompañó a Nur Al-Huda.

En el momento de salir del patio, la circasiana desdobló un gran velo azul que llevaba en la mano, cubrió con él el rostro y la parte superior del cuerpo de Saba y acto seguido abrió la puerta que daba al exterior. Un cadáver yacía en el suelo sobre el umbral, bañado en su propia sangre. Saba reconoció a uno de los acólitos de Yahia Beg que la habían capturado y que se relevaban para custodiarla. ¡El puñal de Nur Al-Huda! ¡Así que era eso! Intercambiaron una breve mirada y la bailarina, en modo alguno turbada, arregló los pliegues de su velo para ocultar la sangrienta daga que seguía sujetando en la mano derecha.

—No perdamos tiempo —dijo en voz baja.

Se encontraban en un patio con naranjos enanos, de tronco liso y recto, que no ofrecía el menor rincón para esconderse. Por fortuna, se hallaba vacío. Lo cruzaron a paso vivo pero sin dar muestras de precipitación. A través de una verja entreabierta llegaron al gran jardín del harén, a la sazón frondoso, y siguieron una avenida de higueras, a la sombra de sus anchas hojas opacas. Pese a la excitación de la huida, Saba seguía oyendo, al otro lado de los muros, más allá de los invisibles patios y jardines, un sordo vocerío.

Un grupo de eunucos con los que se toparon por casualidad en el momento de salir de aquel recinto se hallaban enzarzados en una discusión muy animada y no prestaron la menor atención a las fugitivas. Pasaron a una galería oscura, cubierta por una bóveda ojival, donde se encontraban las oficinas de los soldados y del capitán del harén, pero no vieron ni a unos ni a otro. Al final de aquel pasadizo desembocaron en las dependencias del palacio, por donde por lo general deambulaban un tropel de proveedores, criados y visitantes. Prácticamente no se cruzaron con nadie, salvo con algunos guardias atemorizados que corrían sin orden ni concierto. Por fin llegaron ante la gran verja del palacio que daba al chahar bagh. Nur Al-Huda apretó un poco más la mano de la joven y esta comprendió que había surgido un último obstáculo.

Las verjas estaban cerradas y protegidas por una hilera de guardias. Por el otro lado circulaba una multitud a la que apenas podían ver pero cuyos gritos y amenazas resultaban perfectamente audibles. Carretas y carricoches rebosantes de gentes sencillas, encolerizadas, rechinaban sobre las losas de piedra de la avenida. No cabía duda de que Nur Al-Huda no había encontrado las verjas cerradas al llegar, pues parecía muy sorprendida. Se acercó a un soldado y le pidió que las dejara salir. El soldado se limitó a menear la cabeza, señalando hacia el gentío. Tras preguntar a otro, obtuvo idéntica respuesta. Suplicar no servía de nada; el palacio estaba cerrado y no se podía pasar. Tal era la consigna. Nur Al-Huda buscaba con los ojos a un oficial, pero desde la masacre del ejército, la ciudad contaba con muy pocos. Para bien o para mal los habían sustituido por hombres de rango, que no llevaban ningún uniforme especial. La mujer divisó a un soldado de pequeña estatura, con un enorme bigote negro, que gritaba órdenes con el mentón levantado. Los demás parecían obedecerle. Se dirigió hacia él, siempre con Saba de la mano. El hombre, pletórico de su insignificante importancia, parecía a punto de reventar. Escuchó con aire desdeñoso como aquella mujer le explicaba que su amiga estaba muy enferma. La miró de reojo y, no pareciéndole en estado agónico, meneó la cabeza. La muchedumbre seguía circulando entre alaridos. También Nur Al-Huda alzó el tono de voz, y luego pasó a la súplica. Era cosa de mujeres, decía, un accidente que tenía lugar bajo el velo de su amiga y que constituía una cuestión de vida o muerte. Entonces, tras pasar con discreción el puñal que ocultaba de la mano derecha a la mano izquierda, se acercó a Saba, fingió deslizar la mano bajo la ropa de la muchacha y la agitó, ensangrentada, ante el bigote del cabo.

No todas las sangres son iguales. La de los hombres fascina a los demás hombres, constituye el atractivo del combate y se desliza con orgullo por el brazo del vencedor. Por el contrario, la sangre de las mujeres, extraída de su carne tras misteriosas luchas en las que sin duda toman parte los dioses, ejercen sobre los hombres, y en especial sobre aquel persa musulmán, no tanto una indecible repugnancia como un reverente temor. Esa sangre, siempre oculta, produce cuando aparece a plena luz del día el mismo efecto que los cataclismos con los que, por la intercesión de la luna que gobierna las mareas y los eclipses, parece emparentada. El menudo oficial retrocedió dos pasos a la vista de aquel fluido untuoso y rutilante. Sobreponiéndose a su horror, ladró una orden y las dos mujeres, con porte digno pero tan deprisa como les permitían sus piernas, franquearon la verja entreabierta y se mezclaron con la multitud.