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La túnica se le embutía en las sisas. Pese a los esfuerzos de Jean-Baptiste desde arriba, y de George e incluso Bibitchev desde abajo, la funda de muselina se hallaba bloqueada. Bajo aquella vaina de algodón se oía jurar y bramar a Juremi.

—¡Tirad, voto a bríos, tirad, hatajo de inútiles!

Un gran crujido coronó el esfuerzo de todo el grupo. La túnica, partida en dos, liberó al protestante, rojo de ira, y cayó blandamente al suelo, dejándole en calzoncillos, con todas las cicatrices a la vista y calzado con sus babuchas musicales.

Un joven afgano contemplaba la escena sonriente. Al volverse, Jean-Baptiste vio a aquel hombre y se precipitó hacia él.

—¡Dostom! ¡Querido Dostom!

Se abrazaron henchidos de emoción. Jean-Baptiste lo presentó a George y Juremi, que intentaba vestirse. Bibitchev hizo un saludo cortés al tiempo que tomaba nota de aquel nombre en su cabeza, para su próximo despacho: D-o-s-t-o-m.

—Estaban guapos a rabiar —bromeó el joven, que seguía rodeando los hombros de Jean-Baptiste—, corriendo junto a sus elefantes, con una borla dorada en la mano y saludando al rey con la otra.

Poncet se encogió de hombros.

—Esto lo explica todo —dijo sin sonreír.

Y señaló los grilletes que llevaba sujetos a los tobillos.

—Lo he visto, y eso es lo que me ha hecho dudar al principio de haberle reconocido. Ah, Jean-Baptiste, qué emoción cuando pese a todo me he convencido de que se trataba de usted. Por fortuna, no he tardado en llegar a tal convencimiento. Entonces he apoyado la mano en su brazo, y por eso, cuando ella le ha visto a su vez, ha logrado retenerse para no gritar.

—¿Ella? ¿A quién te refieres? —murmuró Jean-Baptiste, que no se atrevía a imaginar la respuesta.

—¡Pues a Alix, querido amigo! Alix, la misma que ve allí, al lado del rey Mahmud. Comprendo que esta noticia le deje estupefacto. Ella no lo ha estado menos al saber que es usted esclavo y que está al cuidado de unos elefantes.

Aquello era excesivo. Jean-Baptiste, debilitado por las fatigas del viaje, las esperanzas y los pesares, experimentó un inmenso abatimiento y, tras derrumbarse en brazos de George, prorrumpió en sollozos. Todos se mostraban visiblemente emocionados, y si los cornacas no hubieran temido a aquel afgano a quien habían visto con frecuencia en el entorno del rey, habrían dispersado a grito pelado a aquel corrillo sentimental. Sin embargo, nada vino a poner término a tan inconsolable cuadro; por el contrario, Juremi, George e incluso Dostom sumaron sus lágrimas a las de Jean-Baptiste. Por su parte, Bibitchev no sabía qué admirar más en aquellos sospechosos, si lo ingenioso de sus planes o la fingida sinceridad de sus arrebatos.

Jean-Baptiste, el primer afectado, fue también el primero en recuperar la presencia de ánimo.

—¡Vayamos a verla! —exclamó—. Deprisa, Dostom, condúceme ante ella.

—Ay, por desgracia las cosas no son tan sencillas —dijo el afgano, enjugándose las últimas lágrimas.

—¡Cómo! —refunfuñó Juremi—, está aquí, al igual que nosotros, ¿y no podemos verla?… ¿Acaso el tal Mahmud la retiene prisionera?

—Ah —suspiró Dostom—, contárselo todo en detalle requerirá mucho tiempo; por ahora bástele con saber que Alix es libre, que el rey le ha concedido su protección…

Jean-Baptiste frunció el ceño.

—… sin exigir nada a cambio, puede estar tranquilo.

—¡Pues bien, vamos! —gritó George, que empezaba a impacientarse y contemplaba a aquel afgano con un resto de desconfianza.

—Para explicarlo de manera resumida —le atajó Dostom—, pues más adelante ya se irá enterando de más cosas, Alix se presentó aquí en su estado actual, es decir, como su viuda. Nosotros, los montañeses, somos gente sencilla; para nosotros, los muertos están muertos, y así continúan. Nuestras almas no se ven reconfortadas por las creencias de los pueblos de la India, para quienes el eterno retorno de los seres en el ciclo de la vida es un hecho incontrovertible. Para Mahmud, usted está muerto y enterrado, Jean-Baptiste, ¿me he expresado con la suficiente claridad? No podría comprender que reapareciese de repente, y con mayor motivo en la condición en que se le ve en la actualidad.

—Pero… ¡eso es espantoso! —exclamó Jean-Baptiste. Acto seguido vociferó con vehemencia—: ¡Quiero verla!, ¿me oyes? ¡Tengo que verla! Moriré sin remedio si no lo consigo…

—Cálmese —dijo Dostom, con las manos extendidas—, lo conseguirá. He venido a concretar ciertos detalles con usted para evitar cualquier posible incidente. Alix se presentará aquí dentro de pocos minutos.

Jean-Baptiste creyó desfallecer de emoción.

—¿Aquí? —farfulló, y dirigió la vista hacia los harapos que había vuelto a ponerse al volver del desfile—. ¿Ahora? ¿No podríamos disponer un lugar y un momento más…?

—Escúcheme bien —prosiguió Dostom, e indicó por señas a los otros tres francos que le siguieran a un aparte—. Ahora ya no se trata de usted. Poncet, el boticario de Ispahán, ha muerto, ¿queda claro?

—¡Por desgracia!

—No, espere. Son ustedes esclavos francos, soldados cautivos, poco importa de dónde vengan. Esa hermosa extranjera los ve y elige a uno de ustedes en la intimidad de su corazón. Algo me dice que su elección podría recaer en su persona, Jean-Baptiste. Por lo demás, llevará usted el mismo nombre, y esa coincidencia, que le recordará a su difunto marido, intervendrá en su favor.

—¿Y después? —murmuró Jean-Baptiste, abrumado.

—Después se seguirán viendo, ella le buscará y yo, por mi parte, me emplearé a fondo para favorecer esa unión. El rey, que aprecia a esa extranjera en su corte, no tendrá motivos para prohibirle un capricho…

—¡Un capricho!

Jean-Baptiste estaba estupefacto. Hacía semanas que imaginaba su reencuentro con Alix; lo había previsto todo: salvarla de las llamas en la ciudad saqueada, reencontrarla en el exilio, cautiva, oculta en algún subterráneo, todo había pasado por su mente, absolutamente todo, salvo que tendría que seducirla disfrazado de mozo de cuadra de un elefante, con los pies presos en una infamante cadena.

No tuvo mucho tiempo para deliberar pues un grupo de jinetes se acercaban ya al campamento de los paquidermos.

—Aquí viene —anunció Dostom—. La acompañan dos oficiales de la corte. Sean extremadamente prudentes.

Sin hacer más preguntas, los esclavos corrieron hacia el montón de forraje y empezaron a deambular en torno a los animales al tiempo que les tendían horcas colmadas de paja.

Alix, vestida con el mismo uniforme de fieltro que los dos oficiales, mantenía a una actitud autoritaria y decidida. Sin embargo, en su fuero interno se sentía temblar con toda su pobre alma. La vista de Jean-Baptiste, de George y de Juremi desde la fortaleza le había producido ante todo la impresión de haberse vuelto totalmente loca. Acto seguido, borrascosos vientos de índole contraria colmaron su corazón de esperanza y le insuflaron el deseo de confesárselo todo al rey, para acabar resignándose al plan de Dostom y, al cabo de un momento, ceder a la vergüenza. ¿Acaso no había maldecido a Jean-Baptiste por haberla abandonado, mientras atravesaba varios mundos para traer sano y salvo a su amigo y a su hijo, hasta el punto de conocer la más horrible esclavitud? ¿No había llegado ella al extremo de traicionarle, si no de obra al menos en sus pensamientos, al dejar que naciera y creciese una inclinación culpable hacia aquel desdichado oficial persa? A decir verdad, nada de todo aquello pesaba demasiado frente al sentimiento que la inundaba, el inmenso deseo de arrojarse en los brazos del hombre al que amaba. Al mismo tiempo temía deshacerse en llanto y no soportar la visión de sus seres queridos en tan terrible situación. Aquel temor la impulsaba a mantener los ojos bajos, y puso tal ardor en contemplar a los paquidermos y tan poco en mirar a los esclavos que Dostom creyó que su plan se iría al traste.

—¿Le apetecería montar uno de esos animales, señora? —propuso, con objeto de animar la empresa.

Alix aceptó, y Dostom la condujo con decisión hasta el elefante al que Jean-Baptiste estaba dando de comer. El enorme cuerpo de esas bestias exhala humores pesados, picantes como la carne de los herbívoros, en los que los aromas del reino vegetal, aun cuando estén digeridos y aun putrefactos, son lo bastante ajenos al ser humano para no despertar en este repugnancia alguna e incluso evocar en su mente la poesía de los espacios salvajes y los animales en libertad. El joven afgano confiaba en que aquellos tufos primitivos despertarían en los demasiado apacibles occidentales lo que quedaba en ellos de fieras y de carniceros.

Los cornacas se mantenían a respetuosa distancia de aquella extranjera. Dostom llamó con rudeza a Jean-Baptiste y le indicó por señas que ayudase a la pasajera a subir al lomo del mastodonte. Con un golpecito en el hombro, Jean-Baptiste hizo comprender al elefante que debía bajar la trompa para que sirviese de estribo. Alix aferró el colmillo con una mano y el brazo de Jean-Baptiste con el otro y se subió a la rugosa espiral que le tendía el animal. El elefante la levantó suavemente hasta su cruz, donde quedó montada a horcajadas. Tras permanecer allí un instante, maravillada por el espectáculo, manifestó el deseo de bajar. Por desgracia, en el momento de poner el pie en la punta de la trompa, resbaló y se deslizó entre los brazos de Jean-Baptiste.

Aquel incidente fortuito favoreció el plan de Dostom, que no sabía cómo precipitar uno hacia otro a aquellos amantes tan torpes, a los que veinte años de vida en común no habían preparado para semejante papeleta.

Tan pronto como se vio en brazos de Jean-Baptiste, cuando sintió su carne, su aliento, vio sus cabellos, sus ojos, su boca tan próxima, Alix experimentó una emoción que a punto estuvo de arrojarla del extremo de la vergüenza y la prudencia al de un peligroso exceso de ternura y abandono. A su vez, él se sentía conmocionado por una tremenda sacudida de todos sus sentidos.

No obstante, ambos supieron contenerse para no dejar asomar a sus semblantes sino un toque de voluptuosidad, perceptible, ciertamente, pero decente. Aquella expresión fue lo suficientemente manifiesta para que todos aquellos que asistían a la escena se sintieran enternecidos por tan encantador encuentro. Una inclinación tan repentina confirmaba la poderosa atracción que ejerce cada sexo sobre el opuesto, más allá de toda condición social, para mayor dicha de todos.

Esa misma noche Dostom hizo llegar a Jean-Baptiste un mensaje que le prevenía de una visita idéntica para el día siguiente. El esclavo se preparó para el acontecimiento con un baño en el río; se frotó con jabones de ceniza y de estearina, se lavó el cabello, hizo que Juremi le recortase la barba. Cuando los oficiales afganos llegaron al campamento, rodeando a Alix con una sonrisa cómplice, Jean-Baptiste constató que también ella había prestado cuidados solícitos a su persona, sin poder abandonar, no obstante, su triste uniforme. Intercambiaron prolongadas miradas que les colmaban de deseo. Alix dio un breve paseo a lomos del elefante, cuya rienda de cuero sujetaba Jean-Baptiste, que caminaba a su lado. Habrían podido decirse algunas palabras al alejarse un poco, pero ni siquiera pasó por su mente, por cuanto la fuerza de sus miradas entrelazadas expresaba cosas secretas que ninguna palabra hubiera logrado traducir.

Desgraciadamente, aquella voluptuosidad fue de inmediato seguida por una nueva separación, y ambos se preguntaron si volverían a verse alguna vez. Aguardaban aquellos instantes con la misma ansiedad que dos adolescentes que acaban de verse por primera vez. La rutina de Ispahán los había convertido en marido y mujer sin incertidumbres ni sorpresas, sepultando las emociones del amor naciente, que ahora recuperaban intactas, gracias a un procedimiento que se hubieran abstenido muy mucho de recomendar a nadie.

La tercera visita, no obstante, puso de manifiesto los límites de aquel intercambio mudo y público. Se les antojó muy corta y muy convencional. La sonrisa equívoca de los espectadores, a los que al principio no habían prestado atención, les resultó desagradable. Las mil cosas que tenían que decirse afloraban apenas a sus labios sin que descubrieran el modo conveniente de poner tales palabras en la boca de un mozo de cuadra y de una oficial de los afganos. La vida no prepara para todos los papeles, y ellos no supieron representar los que les habían tocado en suerte de otro modo que guardando silencio.

Aquel candado sobre su boca resultaba más intolerable que todas las cadenas que pueda arrastrar un esclavo. Tenía que ocurrir algo.

Dostom se esforzaba en ello cuanto podía; primero alimentó un rumor, que acto seguido transmitió directamente a Mahmud. La mañana del cuarto día, Alix fue convocada a presencia del rey.

Acudió a la cita presa de una loca incertidumbre que tenía mucho en común con la pasión inquieta de una inocente enamorada.

—Mi enhorabuena, señora —dijo Mahmud al recibir a Alix con un gracioso saludo que había aprendido de ella—. Me han dicho que su viudedad ha quedado olvidada y que la primavera visita de nuevo su corazón.

—Majestad, el caso es…

—¡Nada de confesiones ni confidencias! Lo sé todo y le doy la razón. Yo mismo estoy a la espera de una veintena de cautivas de las que se apoderaron mis soldados en Kermán y que deben llegar aquí para mi uso personal de un día para otro. ¡Por Dios, somos soldados!

—En efecto —admitió Alix, muy erguida en su uniforme, y aferró con aire marcial el pomo del sable que llevaba al costado. De todas formas, veinte…, se dijo.

—Bien, vayamos a los hechos —prosiguió Mahmud—. ¿Ese franco le gusta? Pues es para usted.

—¡Oh, majestad! Gracias. Os quedo sumamente reconocida por el favor que me dispensáis. Así pues, ¿pensáis libertar a ese hombre?

—¿Quién habla de libertarle? No, créame, eso no le conviene. Cuando se ven libres, esas gentes solo tienen una idea, desaparecer y traicionar a su amo. Tómelo tal cual. Es muy sencillo, a partir de hoy lo destino a su servicio; podrá hacer de él el uso que le plazca.

Por un momento, a Alix le vino a la mente la idea de interceder también por George y Juremi, pero aunque tres no eran nada en comparación con veinte, temió que aquel despliegue de apetito diera de ella una imagen demasiado libertina y que al rey se le ocurriera abusar. Así pues, le dio profusamente las gracias y se retiró.

Desde su llegada se alojaba en un ala del palacio próxima a los aposentos de Mahmud, y por tal razón esta parte no había sido demasiado devastada. Su dormitorio era una antigua celda de cocinero, que disponía como único mueble de una estrecha tabla de madera que podía levantarse contra la pared. El suelo estaba embaldosado, y las paredes enlucidas con yeso. A petición suya, Dostom le trajo otro jergón y mantas. Se pasó toda la tarde preparando aquel terrible lecho, y constató con horror lo incómodo qué resultaba.

A las cinco apareció Jean-Baptiste entre dos soldados, a los que ella ordenó que les dejaran solos. Al entrar, el ruido de su cadena resonó espantosamente contra las paredes. Se aplicó con el cerrojo para que la puerta quedara bien cerrada. Hecho esto, permanecieron unos instantes uno frente al otro, estupefactos, paralizados por el temor a realizar el primer gesto. Luego Alix se arrojó sobre él, lo abrazó, le entregó su boca y le hizo caer en el muelle nido que había preparado. Al principio anduvieron con cuidado para no agitar en exceso la cadena del prisionero, que resonaba como un carillón. Mas nadie habría podido afirmar que, si bien irritados al principio por aquel estorbo, los amantes no encontraron a continuación en él algún secreto atractivo. No tardaron en permitir que aquel voluptuoso ángelus adquiriese plena potencia, y su rítmica cadencia se oyó en el palacio durante buena parte de la noche.

El patriarca Nersés se hallaba de pie en su terraza y miraba a lo lejos, en dirección a Ferehabad. Desde que el elefante se ahogara, los afganos parecían indecisos. Se les veía desfilar, al principio para su propio placer, y ahora en las narices y las barbas de los persas. A diario se dirigían al pie de las murallas para realizar incomprensibles evoluciones de caballería y elefantes, sin duda para impresionar a los asediados e impulsarles a capitular. Sin embargo no era ese el estado de ánimo que prevalecía en el entorno del rey Hussein, quien al presente confiaba más que nunca en los astros. Era sabido que al día siguiente, durante la luna llena, tendría lugar una espectacular acción de gracias. La palabra sacrificio se había pronunciado de manera oficial. Algunos, mejor informados, hablaban de la virgen roja. El paganismo campaba por sus fueros. No es que Nersés se sintiera muy satisfecho con los mahometanos, pero incluso así, prefería sus tejemanejes a los de los magos. No pudo por menos que suspirar.

Un anciano derder que hacía las veces de sacristán anunció la presencia de Grégoire, que sudaba a mares cuando se presentó en la terraza.

—Así pues, ¿has podido entregar esa llave? —le preguntó el patriarca.

—En el último minuto, monseñor. El camino de Kashan se encuentra atestado debido a los fugitivos. He llegado justo cuando él se iba.

—¿Qué aspecto tiene?

—Es un franco como jamás había visto otro igual, y me ha costado mucho entender su lenguaje. Responde al nombre de Beugrat. Cuando por fin he dado con él, estaba a punto de abandonar el caravasar.

—¿A pie?

—No. No se lo puede imaginar; conduce un carruaje como no deben de existir dos ejemplares en toda la faz de la tierra. Mire… —el diácono miró a lo lejos, en dirección a los afganos; la manada de elefantes resultaba bien visible en primera línea— sería posible acomodar en él a una de esas bestias.

—¿Estás de broma?

—En absoluto, monseñor; se trata de una carroza, pero del tamaño de un monstruo. He mirado en el interior y lo cierto es que solo hay un asiento, pero eso sí, gigantesco.

—Dejemos eso —dijo el patriarca, que puso fin al tema con un aleteo de la mano—. ¿Qué te ha dicho?

—Ha cogido la llave que el prisionero del nazir me había confiado y se ha limitado a añadir que ya era hora, porque partía para Bagdad.

—¿De veras? Decididamente, esa gente tiene enlaces por doquier. ¿Ha hablado del cardenal?

—No, he sido yo quien le he encargado que le salude de su parte.

—¿Y qué ha contestado él?

Grégoire perdió su habitual sonrisa y se sonrojó levemente.

—Monseñor pensará que se trata de una broma…

—Es igual, dilo.

—Quizás haya entendido mal, aunque se lo he hecho repetir.

—¿Y bien?

—Me ha preguntado si el aire encerrado en el interior de un sirviente es puro.

La indignación hizo que el patriarca se incorporase.

—¿El aire? ¿Dentro de un sirviente? Uf, decididamente esos romanos no son personas con las que uno pueda entenderse. ¿Y qué le has respondido?

—Nada. Entonces me ha dicho entre risotadas que abriese las ventanas, y acto seguido ha azotado a su caballo y su monstruosa diligencia ha emprendido la marcha con un traqueteo.

—¿Se ha llevado la llave?

—Sí, monseñor.

Sin embargo, el patriarca no tuvo ocasión de escuchar su respuesta, pues el espectáculo había dado de pronto un giro singular al pie de las murallas.