No se trataba de una prisión, el nazir había insistido mucho sobre ese punto. Sencillamente, el pequeño pabellón se hallaba apartado de los demás que componían el palacio del gran superintendente. Huelga decir que el espacio que lo rodeaba estaba cercado por muros, pero habían tenido el buen gusto de ocultarlos mediante enramadas podadas. La sempiterna fuente borboteaba en el centro del cuadrado de césped situado frente al pequeño edificio. Aquel lugar encantador, que la primavera envolvía con el perfume de las clemátides que trepaban por la fachada, había sido construido para albergar a una favorita. Aquel detalle arrancaba suspiros al nazir cuando por la noche giraba la llave de la gran puerta azul para hacer una visita al señor De Maillet. Decididamente, los tiempos habían cambiado. En aquel período en que todo se tambaleaba, encerraban a un anciano anoréxico allí donde la naturaleza hubiese celebrado más gozosamente la juventud y sus apetitos. Mas era preciso resignarse.
A todas luces habría resultado más sencillo y acaso más razonable suprimir de inmediato a aquel individuo, a quien la muerte, de todos modos, no tardaría en visitar. Puesto que se negaba a guardar silencio al precio que fuese —afirmaba que había dado instrucciones en el exterior de la ciudad que no permitirían que su desaparición pasara inadvertida, y se proclamaba determinado a que se supiera la verdad costara lo que costase—, el nazir habría podido acabar de una vez para siempre con aquel molesto cónsul. En la atmósfera de caos que reinaba en Ispahán, nadie hubiera prestado la menor atención al destino de aquel extranjero viejo y medio loco.
No obstante, sin que las consideraciones humanitarias tuvieran nada que ver en ello, el nazir consideraba más útil conservar a aquel rehén. Semejante emisario constituía una baza sencilla y cómoda. La información que había proporcionado dejaba bien a las claras que en efecto se trataba del enviado de Alberoni. Si el prelado no estaba dispuesto a pagar por su hipotética concubina, llegado el día daría sin duda algo por recuperar a aquel incontestable mensajero. Si la ciudad caía y se imponía la huida —el nazir había establecido un plan al respecto—, se llevaría consigo al señor De Maillet y partiría hacia Roma.
Entretanto, al principio continuó visitando a su prisionero para tratar de doblegarle; sin embargo, era una tarea inútil. El anciano se obcecaba en afirmar que aquella supuesta concubina de cardenal era en realidad su sirvienta en El Cairo, que había huido de dicha ciudad con un aventurero y había dado múltiples pruebas de su naturaleza perversa y embustera… En una palabra, que todo aquello era una impostura. El nazir acabó por cansarse, y en lo sucesivo solo pasó a verle dos veces por semana.
El señor De Maillet ocupaba su tiempo en el jardín, cerca de la fuente, leyendo y releyendo su querido Telliamed, de cuyas bellezas gustaba cada vez más. Para él no era un libro de filosofía sino la historia misma de su vida. Se acordaba de aquel primer día, el de la gran, la primera intuición. Aquella mañana paseaba por las calles de El Cairo, y sin darse cuenta había salido de la ciudad. Pese a lo temprano de la hora ya hacía calor. Tras caminar a lo largo del pequeño astillero donde carpinteros de armar, medio desnudos, construían faluchos, llegó al minúsculo acantilado que bordea el río. Se sentó, y entonces vio las conchas. ¡Conchas tan lejos del mar! Aquella visión fue el origen de todo.
El cónsul cerró el libro y realizó una profunda inspiración. ¡Qué felicidad! ¡El pensamiento! ¡La idea pura! ¡El movimiento mismo de la inteligencia! Sin embargo, entre aquellas delicias se insinuaba un punto de amargura que desvirtuaba su sabor. ¿De qué se trataba? Lo había experimentado ya en varias ocasiones sin conseguir explicárselo jamás. Se puso a reflexionar. Una tórtola de jardín zureaba en un tejo situado en un ángulo de la tapia. Qué grito tan extraño, en cualquier caso…, parecía una pregunta obsesiva. El ave lo repitió. A la tercera vez, el cónsul se irguió en su asiento. Había comprendido. ¿Qué estaba haciendo aquel día por las calles de El Cairo?, preguntaba la tórtola. Y cabe decir que era una pregunta harto pertinente; en aquella época no tenía en absoluto costumbre de salir a pie. Sin duda se trataba incluso… de la primera vez.
¡La primera vez! ¿Y por qué? Pues porque ella acababa de marcharse. El señor De Maillet había respondido con absoluta naturalidad y de pronto la evidencia le golpeó, produciéndole un intenso dolor. Sí, Alix acababa de irse, o más bien él acababa de saber la verdad: había huido con aquel boticario, tras provocar la muerte de un jenízaro y de los guardias del consulado; había sido traicionado, deshonrado por su propia hija. Y por eso había echado a andar sin rumbo fijo por las calles de El Cairo.
¡Su teoría! ¡Las conchas!
El anciano profirió un seco sollozo, más bien un hipido, que sacudió sus entrañas. ¡Alix! Apretó su querido Telliamed entre las manos.
—Y pensar que esta pequeña obra, qué digo, esta gran obra me ha ahorrado hasta el momento semejante dolor…
El volumen encuadernado en cuero escapó de sus manos temblorosas y cayó sobre la hierba; tras recogerlo, recuperó la compostura.
—¡Vamos, hay que resistirse a este tipo de abandonos!
La causa de todo era la inactividad que le imponía aquella inicua detención. Se puso de pie y empezó a deambular con las manos a la espalda. Apenas habría dado dos vueltas cuando un criado cruzó el umbral del jardín y le saludó con respeto. Al acercarse, el cónsul no reconoció al ayuda de cámara habitual.
—Mi nombre es Grégoire, excelencia —declaró el hombre con voz suave—. Soy nuevo a su servicio.
—Querrás decir a mi guarda —rio burlón el señor De Maillet.
—No, excelencia, he querido decir a su servicio. —Y en voz más baja añadió—: Cuento con su indulgencia para que no me denuncie al nazir.
—¿Denunciarte? ¿Y por qué razón?
—Pues por lo que voy a decir a su excelencia.
El cónsul miró de hito en hito a aquel sirviente. Era joven, pero su gordura y su calvicie le conferían un aire de madurez. Todos los hombres rollizos parecen haber alcanzado, cualquiera que sea su edad, una orilla de sabiduría donde el tiempo transcurre al ritmo de los placeres y no al de la vida. Hay algo en esa delectación que participa de la eternidad. El tal Grégoire, con la larga túnica que su vientre tensaba, tenía la silueta de un monje, y exhibía una fina sonrisa muy en armonía con dicho estado.
—¿Y qué quieres decirme? —replicó el cónsul, en quien el otro había decidido sin lugar a dudas propiciar la práctica de la mayéutica.
—Que soy armenio, excelencia.
—Pues mejor para ti. Los hay honrados. No temas nada, el nazir no sabrá por mi boca que eres cristiano.
—Lo sabe, excelencia; de hecho, somos varios compatriotas los que estamos a su servicio.
—Bien, todo va a pedir de boca, entonces —prosiguió el cónsul, de mal talante—. ¿Hay algo más que quieras confesarme y de lo que todo el mundo esté ya al corriente?
—No, excelencia, pero en contrapartida, hay algo que nadie sabe aparte de mí y pronto de usted.
Aquel armenio habría hecho perder la paciencia al más pintado.
—¿Hablarás de una vez? —vociferó el cónsul, fuera de sí.
—Chist, excelencia, pueden oírle.
El cónsul se dejó caer en una silla.
—Te escucho —murmuró con resignación.
—Se trata de lo siguiente, excelencia. Nuestro patriarca, Nersés, es un santo varón, y le aflige sobremanera la injusticia cometida contra un cristiano, en vuestra persona. Por desgracia, estamos acostumbrados a tales vejaciones, en particular las que proceden de aquel que las inflige a su excelencia.
—Darás las gracias a tu patriarca por sus pensamientos —dijo el señor De Maillet con sincera emoción.
—No se trata únicamente de pensamientos —añadió Grégoire en tono enigmático—. Puede que haya también acciones, si su excelencia así lo desea.
—¿Acciones? ¿Cuáles?
—¿Vuestra excelencia desearía, por ejemplo… regresar a Roma?
—¿Que si deseo regresar a Roma? —exclamó el cónsul con un sobresalto—. Por supuesto, cuento con ello, amigo mío. Es mi más firme intención.
—En tal caso, podríamos arreglar… una salida.
El cónsul miró fijamente a aquel extraño sirviente. Luego se inclinó hacia él y repitió:
—¿Una salida?
—Sí —confirmó Grégoire con un cuchicheo—. Quiero decir una evasión, por supuesto.
El señor De Maillet, para quien la palabra en cuestión equivalía a un mazazo, se incorporó de un brinco.
—¡Jamás! —gritó.
—Pero…
—No insistas, Grégoire. He dicho jamás. Quiero obtener justicia, ¿entiendes? Y lo conseguiré. Mi misión implica sacar a la luz cierta impostura que he descubierto y que me dispongo a echar abajo sin remisión. He solicitado audiencia al rey de Persia. El nazir es un bandido, de acuerdo, pero se ha visto obligado a tomar en consideración mis peticiones. Le he transmitido tres cartas para su soberano y estoy aguardando audiencia.
Tras unos momentos de asombro, el criado fue recuperando su fina sonrisa.
—¿Cree de veras que el nazir tiene intención de dar libre curso a sus peticiones?
—¡Desde luego! De lo contrario, ¿en qué posición quedaría su honor, amigo mío?
—Ah, claro… el honor… —admitió el armenio con la paciencia del mercader que ve que su cliente elige una prenda muy cara pero decididamente pequeña para él—. No obstante, puede que el nazir tenga de ello una idea distinta de la de su excelencia.
El cónsul se sentía irritado por la tranquila seguridad de aquel individuo. A su lado experimentaba la desagradable impresión de ser un ingenuo, lo cual era el colmo.
—No insistas —le cortó de mal temple—. Me quedaré aquí hasta el término de mi misión. —Después, tras reflexionar un momento, añadió—: Lo único que podría resultarme de utilidad sería…
—Estoy a su entera disposición —se adelantó Grégoire, al ver la vacilación del anciano.
—… que hicieses llegar esta llave a alguien que en estos momentos me espera en el caravasar de Kashan.
El cónsul aferró la llave del cofre que había confiado a Murad, la cual pendía de su cuello al extremo de un delgado cordón.
De un armenio a otro…, se dijo, y tal vez fue tan graciosa idea lo que le decidió.
Grégoire se apoderó de la llave y prestó atención a las instrucciones del diplomático.
—Me sentiré dichoso de poder prestar ese servicio a su excelencia —dijo—. Confío en que me mostraré digno de ello y que su excelencia sabrá hacer valer ante el cardenal Alberoni de qué modo los cristianos armenios de este país basan sus esperanzas en su apoyo.
—Me comprometo solemnemente a dar rigurosa cuenta de vuestra devoción —aseveró el cónsul con autoridad—. Si es posible, me entregarás una memoria sobre las dificultades de vuestra Iglesia, y si tengo ocasión de ver de nuevo al cardenal…
Grégoire se arrodilló y besó la mano del señor De Maillet, que le dejó hacer. En Oriente se había habituado desde hacía tiempo a no oponer jamás resistencia a las manipulaciones obsequiosas harto singulares a que se entregaban con su persona.
El criado se incorporó, dio algunos pasos para retirarse y luego, tras volver atrás, añadió:
—Casi lo olvido. El patriarca me ha encargado que transmita a su excelencia noticias de su hija. Al parecer se encuentra bien, es dichosa y… perdone mi indiscreción… confía en que la haya perdonado.
A las seis, cuando cayó la fresca noche, el señor De Maillet seguía inmóvil en el jardín, completamente trastornado por la turbación que había despertado en él aquella noticia.
Según Juremi, que sabía de lo que hablaba, los cornacas afganos que tenían a su cargo a los elefantes eran torpes, y pésimos para las maniobras. Una vez más, las consabidas nupcias de la incompetencia y la vanidad resultaban manifiestas en ellos; trataban con rudeza y desprecio a los esclavos encargados de dar de comer y cuidar a los animales. Por fortuna, convencidos de ser personajes importantes, aquellos soldados se pasaban la mayor parte del tiempo en el cuartel de Ferehabad, cerca del rey Mahmud y de su corte. Jean-Baptiste y sus compañeros estaban tranquilos casi toda la jornada. Podían ir y venir por donde quisieran, pues las ruidosas cadenas que obstaculizaban sus movimientos bastaban para impedirles la fuga. Al comentar entre ellos el naufragio de Aman-Ullah, coincidían en que aquel fracaso iría seguido sin duda de otras tentativas; era preciso no renunciar a inmovilizar a las bestias. La misma mañana que siguió al funesto naufragio, emprendieron de nuevo discretamente la preparación de su veneno. Extendieron las bayas frescas sobre un amplio barreño, que dejaron a pleno sol. Durante el proceso de secado, Juremi las iba mezclando amorosamente.
—Me pregunto si esos holgazanes de cornacas no merecerían también su ración —dijo con malévola sonrisa.
Jean-Baptiste, por su parte, había partido en busca de una roca cóncava que pudiera servir de mortero, y George procedía a tallar una mano de almirez en una rama de boj. Bibitchev observaba aquellos preparativos con discreción y sin mostrarse interesado. A decir verdad, su estado de ánimo había cambiado mucho. No podía evitar una profunda admiración por aquellos sospechosos. Haber realizado semejante periplo, establecido contacto con tantos enlaces y agentes, unos mejor disfrazados que otros, para encontrarse por último, en el momento de la toma de la ciudad, situados precisamente del lado de los afganos, era algo tremendo de veras. Aguardaba serenamente la continuación, como alguien que se dirige confiado al nuevo espectáculo de un artista que jamás le ha decepcionado.
Encontrarse en medio de aquel ejército heteróclito había permitido a Bibitchev espigar útiles informaciones entre los eslavos mercenarios o siervos que pululaban por allí. De ese modo supo que el imperio persa, además de estar amenazado ante su misma capital por los afganos, había sido víctima de un verdadero despiece llevado a cabo por sus vecinos. Los uzbekos se habían apoderado del Jurasán; los turcos habían avanzado hacia el Azerbaiján; en cuanto a los sagrados ejércitos del zar Pedro el Grande —las lágrimas acudían a sus ojos al pensar en ellos—, habían llevado a cabo una victoriosa campaña hacia Bakú y, tras seguir la orilla del Caspio, se adueñaron de los contornos de este mar. Por el momento los rusos parecían tener intención de conformarse con eso. Bibitchev calculó que debía de encontrarse muy cerca de sus líneas, y que una vez franqueado el río le resultaría fácil pasar un despacho que pudiera llegar a Moscú.
Para los cautivos, el almuerzo se redujo a arroz pardusco y algunos trozos de un animal de lo más singular, pues presentaba la particularidad de componerse tan solo de huesos, sin el menor rastro de carne. Poco después vieron regresar a los cornacas.
Aquellos orgullosos soldados llevaban la misma sempiterna túnica de fieltro que el resto de los afganos, pero se habían lustrado el cinturón y peinado la barba, tras plantificarse con estudiada afectación la gorra plana, la cual ocultaba cuidadosamente unos cabellos menos desordenados que de costumbre. En pocas palabras, se hallaban dispuestos para la gran parada militar. Dos de ellos sujetaban, cada uno por un asa, un baúl cuadrado, que depositaron en el suelo cerca de los elefantes. Contenía telas amontonadas sin el menor cuidado pero que desplegaron con ojos admirativos. Sin duda se trataba del fruto del pillaje recogido tras la masacre del ejército persa. Los cornacas empezaron por sacar siete gualdrapas de brocado multicolor, fabricadas con una variedad de Cachemira y guarnecidas con un ancho ribete dorado. A juzgar por sus dimensiones, debían de haberse utilizado para engalanar a los valiosos caballos de batalla de los oficiales persas. Se encargó a los esclavos que dispusieran aquellas telas sobre el lomo de los elefantes a modo de manta sudadera. Los animales lucieron tales atributos con elegancia. A continuación, mediante un complicado dispositivo formado por correas que sacaron de bridones de caballos, les confeccionaron una especie de casco sujeto a los colmillos y a la cruz, que permitía colgar cascabeles de él y un ancho banderín de indiana verde, que flameaba sobre la frente de las bestias. Cornacas y esclavos se mostraron muy satisfechos del resultado. Lo que vino después resultó bastante más penoso. Quedaban en el fondo del baúl, comprimidos y arrugados, los ridículos atavíos que debían lucir los francos, pues la tradición exigía que los paquidermos desfilasen siempre montados por su conductor y acompañados a pie por el servidor.
Juremi exclamó que nunca podría meterse en una túnica como aquellas. Se trataba de estrechas vestiduras tubulares desprovistas de mangas que bajaban hasta los tobillos sin ensancharse. Dos de los afganos tuvieron que aunar esfuerzos para lograr deslizar aquella funda por la superficie robusta y accidentada del protestante. Bibitchev y el búlgaro se embutieron en ella sin dificultad ni repugnancia. Los últimos en prepararse fueron George y Jean-Baptiste, y cabe decir que el ejemplo de los otros no les animaba en absoluto. Pronto los cinco estuvieron enfundados en su estuche de muselina blanca, atuendo que hubiese convenido más a una procesión de vírgenes conducidas a su comunión solemne. La cabeza lúgubre y rala de Bibitchev o la desgreñada melena gris de Juremi resultaban de lo más incongruente como remate de aquellas níveas albas. Los cornacas, sin el menor dejo de ironía, se declararon satisfechos de sus auxiliares, quienes, pese a todas sus protestas, no consiguieron nada. Ya fue bastante que los afganos consintieran en descoser las túnicas hasta la altura de las rodillas para que los esclavos pudieran correr al lado de las bestias. No obstante, el ultraje aún no había llegado a su culminación. Tras hurgar en el fondo del baúl, uno de los cornacas sacó cinco pares de esas babuchas indias multicolores cuyo extremo se yergue hacia arriba en punta y va adornado con una campanilla. Resultaba sorprendente que nadie hubiera codiciado aquellos artículos, conseguidos en el saqueo de una caravana. A los francos ni siquiera les quedó el recurso de argumentar que les venían grandes, pues un lacito permitía ajustados.
Después de la plegaria, que debía de ser la señal convenida para dirigirse al desfile, los cornacas montaron en los elefantes y se encaminaron hacia Ferehabad. Al lado de cada animal trotaba su servidor, con un concierto de cadenas de sonido grave y cascabeles cristalinos.
Desde que Mahmud se había instalado en él, el palacio de Ferehabad sufría evoluciones opuestas. En el orden de lo material, declinaba a ojos vistas. La rabia destructora de las tropas ocupantes se había ensañado con los edificios, incluso con aquellos que servían de cuartel. Puertas, ventanas, por no hablar de los muebles y las telas, todo había sido arrancado, repartido, revendido, dispersado, quemado. Incluso el parque, donde pacían los caballos, empezaba a parecerse a la estepa. Un proyecto de balsa, pronto abandonado, había servido para justificar la tala de los pinos piñoneros que le daban sombra. La huella negra de los grandes fuegos de campamento mancillaba los antiguos parterres. Sin embargo, en el aspecto diplomático, Ferehabad había adquirido una importancia inversamente proporcional a su ruina. El campamento de Mahmud constituía una corte e incluso una especie de capital. Habían acudido emisarios del gran señor de los turcos para rendir homenaje al futuro vencedor. También los uzbekos y la tribu afgana que reinaba en Herat habían enviado mensajeros. La compañía de las Indias también consideró necesario para sus intereses ofrecer sus servicios designando ante el rey de Kandahar, y quizá pronto de Persia, a un residente holandés extremadamente civilizado.
Mahmud recibía tales homenajes en la sala donde se había encontrado con Alix y Dostom, la única del palacio que no se hallaba reducida a escombros.
Uno suele hacer grandes cábalas sobre lo que experimentan los degolladores. No cabe duda de que a algunos les colma de placer dicha actividad; sin embargo, la mayoría, entre los que se contaba Mahmud, ceden a ello sin el menor entusiasmo. Lo consideran una obligación, pero si la vida les dispensa de tal ejercicio, a no tardar los veremos hacer gala de la más benévola humanidad. Tal vez el joven rey de Kandahar no se encontrase todavía en ese punto. Seguía alimentando el mayor odio contra los persas, y aquella ciudad intacta que tenía ante sus ojos lo reavivaba cada mañana. Se percibía sin embargo que una vez salvado aquel obstáculo sería un rey apacible, tal vez incluso bondadoso. Resultaba a todas luces palpable un preocupante desfase entre él y sus tropas brutales y sanguinarias. Con objeto de atenuarlo, Mahmud presentaba dos caras. En cuanto jefe del ejército, seguía siendo un guerrero despiadado; ahora bien, en su calidad de rey, realizaba esfuerzos cotidianos para aprender los usos mundanos. Por desgracia, pocas personas de su inmediato entorno podían ayudarle. Por eso Dostom, que había vivido largo tiempo en Persia, y Alix, aquella extranjera rebosante de experiencia, se le antojaban valiosos consejeros. Solicitaba su ayuda continuamente con respecto a cuestiones de protocolo, o para redactar mensajes diplomáticos. El rey trataba a Alix, vestida al estilo afgano, como a un oficial e incluso como a un hombre. Mahmud disponía de las suficientes esposas legítimas, esclavas y cautivas para satisfacer sus deseos, que por lo demás no experimentaba en absoluto ante aquella extranjera de mirada turbadora. Casi cabía decir que se sentía como un niño en su presencia, y de hecho, aquella mujer debía enseñarle del principio al fin las costumbres propias de un rey.
Se suponía que el desfile debía festejar la fuerza de los ejércitos afganos, aun cuando la decisión de celebrarlo hubiera surgido tras el fracaso de Aman-Ullah. El rey había invitado a su lado a los emisarios extranjeros, a los que se acomodó en asientos dispuestos en lo alto de una de las murallas de la fortaleza de Ferehabad. Alix y Dostom se hallaban inmediatamente detrás del rey para que este pudiera solicitar de manera discreta su opinión en caso de producirse algún incidente.
Las primeras tropas aparecieron al pie de la fortificación a las tres de la tarde. La bordearon a escasos pasos de distancia y saludaron al pasar por delante del rey. El grueso del ejército se componía de jinetes. La idea de presentarse en hileras ni siquiera había pasado por su mente; llegaban por grupos vociferantes, que levantaban nubes de polvo, y se daban empellones entre el relinchar de los caballos. Estos se encabritaban, con la baba en los labios y la mirada enloquecida por el estrépito de las armas y el golpeteo de los cascos. Efectos robados al ejército vencedor adornaban aquí y allá tamaña miseria: el cuero nuevo de una silla, un caftán de brocado, lanzas labradas que flotaban sobre aquella marea de andrajos y caras coloradotas y gesticulantes. Alix se sentía llena de espanto ante aquella masa violenta y zafia, y no osaba imaginar a qué extremos se libraría si la delicada Ispahán caía en sus manos. Con todo, la suerte había querido que su esperanza descansara en aquel apocalipsis e incluso que le hiciese desear que aconteciera lo antes posible. Quedaban cinco días para que expirase el plazo impuesto por Yahia Beg.
Finalmente, tras el paso de los caballos, los elefantes, los cornacas y los sirvientes avanzaron con un fragor sordo y majestuoso entre el polvo levantado por aquella basura.