Aman-Ullah, aquel endiablado afgano, corpulento y rubio, llevaba su manada de elefantes hacia Ispahán a tumba abierta. Casi de pie sobre su paquidermo, le trabajaba la trompa a puyazos para obtener de él la marcha más rápida posible. Los mastodontes, por lo demás, no se hacían de rogar; alzaban en vilo su masa con un galope poderoso, descompuesto como un paso de danza, con tanto más placer y menos esfuerzo cuanto que en aquel momento descendían las pendientes afganas para abalanzarse hacia las tierras de Persia, bastante más bajas.
Jean-Baptiste y sus compañeros, cuyos movimientos seguían entorpecidos por las cadenas, se sentaban a mujeriegas sobre el lomo de los elefantes, aferrados con todas sus fuerzas a la larga cincha de cuero que les rodeaba el cuello. Una de las cargas se rompió en una curva y dos baúles de mimbre se hicieron añicos contra las rocas. Un millar de veces los cornacas noveles creyeron estar a punto de caer de su montura o de precipitarse con ella por los despeñaderos. Aman-Ullah jamás se detenía. Por delante de ellos veían cómo su espesa y rubia cabellera flotaba en el aire y le oían proferir gritos de guerra y cantos montañeses.
Ni estaba loco ni era cruel, como al principio habían creído; simplemente, se trataba de un guerrero afgano. Y como jamás habían visto a uno, los pobres esclavos francos no imaginaban que tales hombres pudieran existir; entregados en cuerpo y alma al honor y el combate, indiferentes ante la muerte, conocedores de la sagrada embriaguez que procura el peligro y la soledad, y que mantienen gracias a toda suerte de decocciones de adormidera. Excepción hecha del ritmo infernal que les imprimía, cabía decir que Aman-Ullah trataba con consideración a su compañía. No mostraba el menor desprecio con respecto a aquellos infieles, con los que compartía lo poco de que disponían para su consumo. Los consideraba más soldados que esclavos, y todos comulgaban con tan ruda fraternidad. Para ayudarles a olvidar sus fatigas y dolores, y contentarse con la escasa ración de alimentos y sueño que les correspondía, el afgano compartió de buen grado con sus compañeros las resinas milagrosas que fumaba. A excepción de Bibitchev, que rehusó con actitud desdeñosa, todos los cornacas, el afgano el primero y los francos sin ir en zaga, trepaban por la mañana a su correspondiente animal tras haber dado largas bocanadas de aquellos aceites celestiales, los cuales les producían la impresión de cabalgar no elefantes sino águilas, y partían olvidado todo temor.
Las ocho bestias, que iban a toda marcha, hacían vibrar el suelo mucho antes de que apareciesen ante la vista. Los aldeanos que habitaban al pie de las montañas afganas tomaban aquel sordo rugido de la tierra por las primeras sacudidas de un terremoto y salían a toda prisa de sus casas llevando consigo sus objetos más preciados. La cuadrilla vociferante de Aman-Ullah les sorprendía durante aquel ataque de pánico; no había pueblo por cuyas inmediaciones pasaran cuyos despavoridos habitantes no llevaran un jergón sobre la cabeza y una cuna en los brazos. Miraban con expresión de terror aquella increíble aparición de bestias libres y hombres encadenados.
Aman-Ullah siempre optaba por efectuar paradas en lugares desiertos, sin duda porque no se encontraban en el territorio de su tribu y no deseaba verse obligado a rendir cuentas. Solo se detenían cuando el día tocaba por completo a su fin; entonces apartaban las piedras planas que cubrían el monte bajo para tenderse a dormir. Los paquidermos, sueltos entre los bosquecillos de alcornoques o de adelfas, pasaban la noche pisoteándolos. La luna iluminaba aquel festín de follaje perfumado, que degustaban con sonoros y gozosos crujidos y pesados empujones. Una noche vieron pasar a lo lejos una larga procesión de camellos enalbardados; se trataba de la gran caravana que se dirigía a Kandahar y las Indias del Gran Mogol. Se guardaron mucho de hacer la menor seña que pudiera atraer su atención. Así pues, Aman-Ullah no solo se mantenía alejado de sus enemigos; de una caravana con la que debían de caminar muchos de sus hermanos únicamente hubiera podido esperar ayuda. A decir verdad, guardaba las distancias respecto de todo aquello que, por poco que fuese, pudiera retrasarle, hasta tal punto su misión parecía exigir extrema prontitud.
Cuando el descenso llegó a su fin, abordaron el gran desierto salado. Aman-Ullah atajó sin vacilar hacia el oeste, es decir, en la dirección en que desde hacía milenios la costra de sal daba cuenta de toda vida, salvo de los buitres negros, a los que prácticamente no quedaba otro recurso que devorarse entre sí.
El afgano conocía hasta los pozos más recónditos. La mayoría eran salobres o contaminados de azogue. Por fortuna, aquel despuntar de la primavera aún no resultaba demasiado cálido y los animales avanzaban a buena marcha, de modo que no permanecieron demasiado tiempo en aquel infierno.
El cambio de clima, la desaparición de las montañas y la pérdida de velocidad de la manada en aquel suelo blando aventaron la despreocupación inicial de Jean-Baptiste, Juremi y George. De nuevo les invadieron quebraderos de cabeza en extremo prosaicos y, para adentrarse más a fondo en ellos, rechazaron las consoladoras drogas del afgano. Por lo demás, como sus reservas habían menguado sobremanera, este no insistió en que las compartieran con él.
Al principio, mientras se balanceaban sobre la cruz de sus respectivas monturas, la idea de regresar a Ispahán les había llenado de alegría; pero ahora les afligía que el objetivo fuese llevar al ejército afgano un refuerzo decisivo para apoderarse de la ciudad, y buscaban el modo de no apresurar tamaño desastre e incluso de evitarlo.
El pequeño búlgaro era muy charlatán. Había contado su vida a Bibitchev con pelos y señales e insistía en que el ruso tradujera aquel relato a los otros tres. Sin embargo, para su gran disgusto, ni Jean-Baptiste ni sus compañeros prestaban la menor atención a las peripecias de aquella vida regida por el signo de las casualidades desafortunadas. Sencillamente, estaban hartos de enfrentarse a lo extraordinario, lo pintoresco y, con mayor motivo, a lo trágico. Su única obsesión era regresar a su casa. Las preguntas que planteaban al búlgaro solo se referían al asedio de Ispahán y a las intenciones de los afganos. El pobre hombre sabía muy poco al respecto, salvo que no era posible cercar la ciudad debido a las caudalosas aguas del río que la defendía. Había oído hablar a Aman-Ullah de la carnicería sufrida por el ejército persa, y a eso se reducía todo cuanto sabía.
—¡Por fin lo entiendo! —exclamó Jean-Baptiste una noche que estaban tendidos sobre un suelo de cascajo y salmuera, sin poder conciliar el sueño. Sacudió a Juremi, que se hallaba a su lado, y el protestante gruñó—. ¡El vado de las cabras! —anunció a su amigo.
—¿El vado de las, cabras?
—Sí —prosiguió Jean-Baptiste—; se encuentra a cosa de una milla de Julfa, remontando el Zayandeh. En verano, cuando desciende el nivel del agua, es el primer punto que se puede vadear a caballo. Pocos días después, los pastores llevan allí a sus cabras para cruzarlo.
—Ya, ¿y…? —rezongó Juremi, que no había perdido la esperanza de poder dormir.
—Pues que en este momento ni caballos ni cabras pueden cruzarlo, pero tal vez…
—¡Los elefantes! —gritó George.
—Eso es lo que estamos haciendo —confirmó Jean-Baptiste—. Llevamos a Mahmud el medio para que sus tropas crucen el río.
—¿Con ocho animales? —objetó Juremi, malhumorado.
—Cada uno de ellos puede cargar con diez hombres, lo que supone ochenta en cada viaje. Diez veces a lo largo del día, ochocientos. Es decir, en tres días los suficientes para cercar la ciudad, saquear los convoyes de aprovisionamiento y arrasar la campiña a todo su alrededor. ¿No has oído al búlgaro? Los persas ya no tienen ejército. Los desdichados contemplarán ese desastre desde lo alto de las murallas sin poder hacer nada.
—Hay que dar con la manera de impedirlo —intervino George, que se había incorporado, lleno de angustia.
Las enormes sombras de los paquidermos se hallaban diseminadas bastante lejos en el desierto que les rodeaba, en busca de suculentas acacias jóvenes, cuyo follaje plano se alzaba a poca distancia del suelo.
—Si somos nosotros quienes los conducimos hasta allí, podremos volverlos contra los afganos… —empezó George.
—No cuentes con ello —le atajó Juremi—. El búlgaro se lo ha explicado a Bibitchev; en cuanto lleguemos a Ispahán, soldados afganos nos sustituirán a lomos de estas bestias. Solo nos dejarán el derecho de correr tras ellos y darles el forraje de la tarde.
Tras aquellas palabras, los tres guardaron un silencio incómodo. Estaba claro que solo había una solución, si querían privar a los afganos de tan necesario refuerzo. En el inmenso lago de sal que a la luz de la luna despedía destellos de diamante, los grandes animales paseaban sus siluetas apacibles y amistosas. Ignoraban orgullosamente las insignificantes disputas de los hombres, que sin embargo acababan de condenarlos a muerte.
Durante los días siguientes, Jean-Baptiste no se atrevía a mirar a sus compañeros, y captaba en ellos idéntica turbación. Con valerosa franqueza, los plácidos paquidermos avanzaban incesantemente sin desfallecer, pese al creciente calor y a la irritación que los cristales causaban en sus patas. Se trataba de robustos elefantes asiáticos, con cortas orejas que mantenían pegadas al cuello, frente abombada y largos colmillos, que habían sido serrados en su tercera parte para el combate. Entre ellos y los diminutos hombres que se colgaban de su cuello, desde hacía tantos días había surgido una verdadera familiaridad. George, en particular, había establecido con su elefante lazos de camaradería; ambos jugaban como niños e incluso hacían pulsos, uno con el extremo de la trompa y el otro con el puño, a la manera de auténticos marineros. Sin duda porque el animal era en extremo goloso de tales plantas, George lo había bautizado Garou, el nombre francés del torvisco, un arbusto de montaña que recibe también las denominaciones de bolaga y matagallina. Garou respondía con docilidad a ese apodo cuando se encontraba comiendo con sus congéneres.
¿Qué medios iban a utilizar para eliminar a aquellas pobres bestias? Ni siquiera podían contar con que se dieran a la fuga ante sus verdugos; se habían acostumbrado a sus amos hasta tal punto que no había necesidad de atarlos por la noche. Todas las demás soluciones implicaban actos horribles cuya sola idea les repugnaba.
Desde el lugar donde Aman-Ullah había adquirido a los esclavos, habían necesitado apenas tres semanas, a aquel ritmo infernal, para atravesar el desierto salado y alcanzar la estribación de las planicies donde se halla construida Ispahán. Durante aquella ascensión, los elefantes balanceaban la cabeza, resollando. Al atardecer, se sentían sumamente felices de reencontrarse con matorrales de majuelos y serbales. Los prados en pendiente, cubiertos de flores de pasto, les ofrecían paradas todavía más deliciosas y refrescantes. Debido al esfuerzo que implicaba el terreno en declive, incluso Aman-Ullah se veía obligado a dejar descansar a los animales dos o tres veces a lo largo de la jornada; de no hacerlo así, se detenían, medio sofocados, con una espuma rosada en los labios que hacía temer por su vida.
Durante uno de aquellos descansos, a primera hora de una hermosa tarde soleada, Juremi, presa de excitación, llamó a sus compañeros. Señaló con el dedo un talud, en el lindero de un bosque, cubierto de altas flores violeta repletas de bayas.
—¿Estáis viendo lo mismo que yo? —preguntó el protestante.
—¡Solanáceas silvestres! —exclamó George.
—Que en Italia tu padre y yo aprendimos a llamar belladona. Las venecianas ricas utilizan el extracto en forma de colirio para dilatar las pupilas y exhibir esos ojos negros y profundos que sus amantes adoran.
Se miraron sonrientes; la misma idea acababa de cruzar por sus mentes y había hecho nacer en ellas una misma esperanza. El veneno de la belladona nubla la vista y hace enfermar gravemente. Ahora bien, si se utiliza en la dosis adecuada, no resulta mortal y ni siquiera deja huella alguna. Lanzaron una ojeada en dirección a los paquidermos. ¿Cuánta habría que administrarles para que fueran incapaces de realizar la tarea que se esperaba de ellos, sin causarles la muerte? Mantuvieron una breve discusión, y George se alejó para efectuar algunos cálculos.
—Media libra por cabeza —anunció al regresar.
—Dos kilos en total —concluyó Jean-Baptiste.
Aman-Ullah se encontraba pendiente abajo, detrás de un seto, rezando sus plegarias. En cuanto al búlgaro, mordisqueaba una hierba y persistía en contar su vida a Bibitchev, que dormitaba ajeno a todo.
—Vamos ahora mismo —dijo Juremi.
Se quitó el chaleco de tela que llevaba sobre la camisa y, tras extenderlo en el suelo, empezó a arrojar sobre él puñados de bayas de belladona. Los otros dos le imitaron. Arrancaron una buena cantidad, que Juremi sopesó.
—Apenas dos libras —dijo con una mueca.
Reemprendieron la cosecha a manos llenas. Era un trabajo minucioso, que les absorbía por entero, de modo que al oír la fuerte voz de Aman-Ullah se sobresaltaron. El afgano estaba de pie a tres pasos del chaleco y seguía su ajetreo con la mirada.
Se pusieron de pie presa del pánico, dejando caer las bayas que aún tenían en las manos.
El guerrero rubio repitió la misma frase. Los roncos sonidos de la lengua afgana le conferían siempre el aspecto de estar furioso, pero en esta ocasión más que nunca.
Hubo que esperar a que llegara el búlgaro para que Bibitchev pudiera transmitirles su traducción.
—El afgano pregunta si eso se fuma —dijo al fin.
Un inmenso alivio relajó los rasgos de los tres herboristas.
—Dile que sí —afirmó precipitadamente Juremi—. De hecho es una sustancia célebre; me sorprende que no la conozca. Nos bastarán algunos días para secar estas semillas, triturarlas y prepararlas según una receta que conocemos; y ya verá lo que es bueno…
El afgano les dejó recoger unos dos kilos, quizá tres, mientras les miraba con una mezcla de glotonería y ternura.
Durante los dos días siguientes atravesaron campiñas desiertas. Antaño Jean-Baptiste había viajado con suma frecuencia por los alrededores de Ispahán, mas al presente aquellos parajes resultaban irreconocibles. Jardines y huertos eran un erial; habían talado los árboles frutales a ras del suelo, envenenado los pozos y quemado las cabañas. La tierra de esas regiones es extraordinariamente fértil pero carece por completo de agua. Si se riega con cuidado, es posible cultivar las más hermosas flores y los frutos más jugosos; sin embargo, si tales trabajos se interrumpen, todo perece, y los yermos se cubren de espino albar y de hediondo. A la sazón esas innobles zarzas eran la única cosecha que el terror sembrado por los afganos permitía obtener en aquella ribera del río. Gracias a los elefantes de Aman-Ullah, ahora se proponían extender aquella desolación a la otra orilla. Ante tamaña crueldad, Jean-Baptiste pensó en Alix, en Saba, en Françoise, en el horror que las amenazaba, y se sintió capaz de todo. El saco de bayas representaba más que nunca la única salvación.
El segundo día, hacia la una de la tarde, llegaron a la vista de Ispahán, espectáculo que hizo derramar lágrimas de emoción a los tres francos. Por encima de las fortificaciones, que estallaban majestuosas bajo el sol de la altiplanicie, los minaretes mongoles, las cúpulas de cerámica, los altos álamos alineados del chahar bagh hacían guiños de amistad y entendimiento a los cautivos. Sus amores estaban allí; sus muros encerraban la belleza y el refinamiento, la alegría de vivir y el placer. Pero quería la desgracia que se encontraran del lado equivocado de aquellas murallas y que su llegada significase su fin.
Se proponían llevar a la práctica su plan de inmediato. Por desgracia, aquel primer día todo transcurrió más deprisa de lo que hubieran deseado. Mahmud, el rey de Kandahar, advertido de su llegada, acudió a su encuentro con un destacamento de jinetes. Los grandes vivaques del ejército afgano resultaban visibles a lo lejos, recortándose en negro contra el horizonte. La manada de elefantes no fue conducida en aquella dirección. Aman-Ullah, que se había dirigido en busca de Mahmud para conferenciar con él, no dio la menor explicación a sus esclavos, los cuales comprendieron tan solo que reinaba la mayor impaciencia en el entorno del soberano. Sin proporcionar reposo alguno a las bestias ni a sus hombres, Aman-Ullah dirigió su rubia cabellera hacia el norte en pos del rey. Al cabo de pocos minutos todos habían alcanzado la ribera del río algo más arriba de la ciudad. Jean-Baptiste estaba en lo cierto; huellas de cascos en el barro seco indicaban que se encontraban en el emplazamiento del vado dé las cabras. El río, crecido tras las intensas lluvias, resultaba más infranqueable que nunca. Sin embargo, tal como habían previsto, los afganos se disponían a hacer pasar un elefante. Se trataba de llevar adelante sin demora un plan que habían ido concibiendo a lo largo de varias semanas.
De conformidad con lo que había afirmado el búlgaro, se pidió a los siervos que bajaran de sus monturas para ceder el sitio a auténticos soldados. Jean-Baptiste y los otros tres pusieron pie a tierra y se situaron en la orilla, repleta de bosquecillos de bambú. Estaban en primera fila para observar el desarrollo de los acontecimientos. Haciendo gala de gran prudencia, al principio los afganos solo enviaron un elefante. Era el de Aman-Ullah, quien, rebosante de orgullo, permanecía en su puesto de cornaca. Aguijoneó al animal y este se adentró pesadamente en la margen fangosa, hasta el borde del agua. Aman-Ullah se dio la vuelta, saludó al rey y, tras picar de nuevo al paquidermo, le obligó a meterse en el agua, en el lugar que supuestamente ocupaba el vado. El elefante avanzaba con suma precaución. En un abrir y cerrar de ojos, todavía muy cerca de la ribera, el agua le llegó hasta medio cuerpo, y cada nuevo paso lo hundía más a fondo. El rey estaba lívido, y Jean-Baptiste empezaba a recuperar la esperanza.
El proboscidio pareció vacilar unos instantes; si el declive del lecho del río no cambiaba, el animal sería engullido mucho antes de llegar al centro. Con gran coraje, Aman-Ullah ordenó a la bestia que siguiera adelante. Otro paso y el agua color pizarra subió todavía un poco más a lo largo de sus flancos. En la orilla, todos los presentes permanecían mudos. Solo se oían el ruido sedoso de las aguas y los gritos de Aman-Ullah, que animaba a su montura.
Tras un largo momento de vacilación, el paquidermo, tal vez guiado por un misterioso instinto que el peligro había despertado en él, decidió no seguir las exhortaciones de su cornaca para que siguiera avanzando. Empezó a tantear el fondo del río a derecha e izquierda, con la trompa en alto. De pronto, el animal pivotó un poco de costado y dio la impresión de que tropezaba con algo sólido. Dio un nuevo paso en aquella dirección y su cuerpo se elevó más de un metro por encima del agua. Había dado bajo las aguas con la estrecha franja sólida e invisible del vado. A partir de allí, el elefante se volvió hacia el centro del río, que alcanzó tras varios trancos sin haberse hundido más en el agua. Llegado a la mitad de la corriente, Aman-Ullah lanzó un grito de triunfo, se irguió blandiendo la aguijada y dirigió hacia el soberano un rostro radiante. Un clamor de júbilo saludó aquella victoria desde la orilla, en la que evidentemente los esclavos francos no tomaron parte alguna.
Sin embargo, estaba escrito que en aquella tarde crucial nada debía transcurrir como estaba previsto. Hasta entonces los protagonistas habían sido los afganos, pero en aquel momento entraron en escena los persas. Día y noche vigilaban el río, pues temían un ataque por esa vía. Su imaginación había concebido los planes más descabellados, incluso con el posible recurso de lo sobrenatural; ahora bien, no se les había ocurrido contar con los elefantes. Por fortuna, en previsión de lo que acontecería pocas semanas más tarde, cuando las aguas comenzaran a bajar y el vado de las cabras se tornase de nuevo practicable, los persas habían preparado un ingenioso dispositivo, que accionaron antes de lo que pensaban cuando vieron aproximarse los elefantes. Aquel vado, situado en un lugar descubierto, no era defendible desde la orilla. No obstante, un poco río arriba, la ribera se hallaba bordeada de pequeños olmos, plantados como es de rigor por Abbás el Grande. Aunque centenarios, robustos, venerables, no por ello los persas se habían abstenido de derribarlos, pues consideraban justificado emplear todos los medios a su alcance para salvar su capital. Apenas Aman-Ullah hubo emprendido su audaz travesía, vigías persas dieron la señal para que soltasen río arriba cinco o seis de aquellos troncos, que habían alineado a lo largo de la margen, sujetos con cuerdas. Tres hachazos bastaron para desamarrar los maderos, que la corriente fue llevando a ras del agua hacia el elefante. El pobre animal logró evitar uno, que pasó por delante de él. Otros dos lo golpearon de lado, haciéndole perder el equilibrio y escorarse como una carabela agitada por la tempestad. Aman-Ullah pasó sin transición del triunfo al agua fría. Se le vio nadar breves instantes, para luego sumergirse en las olas fangosas. El paquidermo, incapaz de encontrar nuevo apoyo, derivó como una enorme boya gris. Los persas que guardaban el puente del chahar bagh tuvieron la sorpresa de verlo pasar algo más tarde bajo una de las arcadas. Allí se quedó atascado, y la atemorizada multitud lo acribilló con lanzas y proyectiles antes de darse cuenta de que el pobre animal se había ahogado. Se hundió durante la noche y no se lo volvió a ver.
Aquel fracaso colmó de amargura y cólera a Mahmud y a todos los afganos. Los otros elefantes, junto con los esclavos encargados de cuidarlos, fueron instalados en un campamento situado no lejos del río, apartados del resto de las tropas para no suscitar demasiada curiosidad.
Por el momento se suspendió toda tentativa de franquear el río. Era preciso evitar que aquellos reveses afectasen a la moral de los sitiadores y les llevaran de nuevo a murmurar contra la indecisión de su caudillo. Con el fin de restablecer su autoridad, este ordenó que se organizase un gran desfile para el día siguiente al objeto de saludar dignamente la llegada de los mastodontes y rendir homenaje al valeroso Aman-Ullah, que los había traído tan deprisa, desde tan lejos y por tan poco.