37

Tras su triunfo sobre el ejército persa, Mahmud conoció una breve tregua. Las francachelas y el reparto de los despojos bastaron para mantener ocupadas a sus impacientes tropas. Con todo, como seguía sin decidirse a ordenar el ataque a la fortificación de la capital, el afgano notaba de nuevo un inquieto ir y venir a su alrededor. Se le ocurrió la idea de ganar un poco más de tiempo lanzando sus lansquenetes al asalto de una pequeña ciudadela, distante apenas dos millas de Ispahán. El fuerte de Ferehabad albergaba bellos jardines y un palacio del rey de Persia. Presa del pánico, los soldados de su guarnición se rindieron sin luchar, lo que ofreció a los asaltantes la comodidad de poder degollarlos uno a uno, tomándose su tiempo, a la sombra de los pinos piñoneros que adornaban el parque. Los afganos se repartieron los mejores sitios del cuartel y, por primera vez en su vida, Mahmud tuvo ocasión de tenderse sobre almohadones de seda, en un palacio digno de tal nombre. Eso hizo que se sintiera un soberano con todas las de la ley. Con la misma actitud que había denunciado en sus enemigos y que había causado su perdición, se abandonó a aquel lujo. Todas las tardes, acodado en su ventana, miraba, con menos cólera y casi con placer, cómo Ispahán se teñía de rosa. Las golondrinas volaban en círculo entre gritos por encima del parque; ninguna montaña ofendía la vista con sus rugosas soledades; solo se veía la tranquila ondulación de la altiplanicie. Poco faltó para que la odiosa palabra paz resultase dulce a los oídos de Mahmud.

Un incidente le permitió volver en sí. Aquellos últimos tiempos los tránsfugas se habían vuelto más escasos. Sin duda se sabía en la ciudad a qué debían atenerse quienes habían confiado en la mansedumbre del enemigo. No obstante, aquella noche habían capturado a dos. Aguardaban en una antecámara de palacio a que Mahmud diera orden de que los llevaran a su presencia. A mediodía, Alix y Dostom comparecieron ante el rey.

La gran sala donde tenían lugar las audiencias era un antiguo patio interior al que habían incorporado un techo de madera de cedro adornado con arabescos de laca, el cual sumía la estancia en la oscuridad, pues esta solo disponía de una abertura en el otro extremo, una inmensa vidriera orientada hacia el parque. Mahmud estaba comiendo. Un gran barreño de carne y verduras humeaba cerca del luminoso ventanal, y un aguamanil de plata descansaba en la mesa. El inquieto soberano iba y venía frente al panorama, tomaba al pasar un bocado, de vez en cuando un trago de agua, y seguía deambulando. Al principio no se dio cuenta de la presencia de los prisioneros, que lo veían a contraluz, pero al descubrirlos se quedó clavado en el sitio, estupefacto. Alix, que se había quitado el chal, iba vestida con un traje de caza muy ceñido. La sarga y la áspera tela, cortadas al rudo estilo masculino, aún ponía más de manifiesto la suave singularidad de sus formas. Los rubios cabellos, que llevaba sueltos, le caían sobre los hombros. Al principio creyó ser el objeto del asombro del rey y mantuvo clavada en él la pobre defensa de sus ojos claros. Sin embargo, Mahmud recorrió la estancia en dos trancos sin prestarle la menor atención y fue a plantarse frente a Dostom. Miró con intensidad al hombre durante largo rato y, cuando tuvo la certeza de haberle reconocido, lo encerró fraternalmente entre sus brazos mientras prorrumpía en carcajadas.

Tras aquel caluroso abrazo, hizo que desataran a ambos y los condujo hasta una terraza, donde se acomodaron. A Alix, que no entendía la lengua afgana, no le resultó difícil adivinar de qué podían estar hablando los dos hombres con tal vehemencia.

Ella era una de las pocas personas de Ispahán que conocían la historia de Dostom, o más bien que la recordaban, y eso era lo que le había dado la idea de hacerle cómplice de su fuga. El padre del muchacho era un afgano, compañero de Mir Uways, que había seguido al kalentar en su cautividad y le había permanecido fiel. Su mujer y sus hijos se habían reunido con él en Ispahán. Cuando Mir Uways recobró el favor del rey, le acompañó de vuelta a Kandahar; sin embargo, su hijo mayor, Dostom, se quedó en Persia. ¿Se trataba de una medida prudente por si le dispensaban una mala acogida entre los afganos? ¿Había empezado Mir Uways a tejer su tela en torno al rey de Persia? Sea como fuere, Dostom supo hacer olvidar sus orígenes en Ispahán. Casó con una mujer del lugar, con la que tuvo hijos, y se instaló en un barrio modesto de la ciudad. Para todo el mundo se trataba de un honrado comerciante, aunque no muy hábil, que se ausentaba con frecuencia por cuestiones de negocios y jamás regresaba más rico de lo que había partido. Jean-Baptiste le había conocido por aquella época al asistir a su primer hijo. Dostom había tomado un nombre persa, vestía al estilo persa, vivía como un persa, y nadie recordaba ya de dónde procedía. En las largas conversaciones que mantenía con Jean-Baptiste hablaban a menudo de las plantas de montaña. Dostom dio pruebas de asombrosos conocimientos sobre la materia. Conocía especies que no crecían en el clima de Persia. Su hijo se curó, y él quedó inmensamente agradecido a aquel médico que jamás le había pedido ni un solo tomán por sus cuidados. Le propuso traerle algunas de las plantas raras de que habían hablado y que Jean-Baptiste buscaba para ciertas preparaciones. Bajo promesa de que guardaría el secreto, Dostom reveló a su médico el motivo de sus prolongadas ausencias. El comercio solo era un pretexto; en realidad, sus idas y venidas tenían como objetivo Kandahar, adonde llevaba noticias de Persia. Aquellas informaciones habían resultado muy útiles a Mahmud en su campaña contra Persia. Desde el asedio de Ispahán, Dostom permanecía encerrado en la ciudad, al no tener manera de regresar si salía de ella. Aguardaba el último asalto a la capital para favorecer desde el interior la acción de los atacantes. No obstante, en cuanto Alix acudió a él para pedirle que la condujera ante Mahmud, Dostom no vaciló ni un momento. La joven se había guardado mucho de hablar al espía de su parentesco con la virgen roja. Le bastó con decir que se hallaba en posesión de un terrible secreto y que debía transmitirlo con urgencia al rey de los afganos.

Cuando el entusiasmo del reencuentro se calmó al fin, Dostom la presentó a Mahmud y se ofreció para traducir sus palabras.

—De modo, señora, que es usted la viuda de un médico franco… —dijo el rey.

No estaba acostumbrado a dirigirse de tal suerte a una mujer. No puede decirse que recibiera a muchas en las montañas, salvo a las cautivas, y a esas les reservaba una acogida diferente. El temor de realizar un gesto inoportuno le tenía paralizado, lo que le daba el aspecto de un leñador que acabara de derribar un árbol sobre su propia cabeza.

—Sí, majestad —repuso Alix, a su vez bastante intimidada.

Había pensado mucho en aquella conversación. ¿Cómo convencer a aquel guerrero no solo de que tomara Ispahán, sino también de que lo hiciese con toda urgencia? La razón exigía que aguardara hasta el verano, cuando la bajada de las aguas le permitiría vadear el río, rodear la ciudad por todas partes y rendirla por hambre. No obstante, para entonces Saba habría muerto. ¿Qué decir para que intentara apoderarse de la capital lo antes posible? ¿Qué medios aconsejarle para que lo lograse? No cabía contar con ninguna traición. Incluso Dostom, que pensaba en ello desde hacía semanas, empleando toda su inteligencia, consideraba que no tenía sentido esperarlo. Los armenios aceptaban sin rubor embolsarse algunas monedas para arrojar a unos locos por encima de sus murallas. Ahora bien, en cuanto a librar su ciudad al enemigo, ninguno de aquellos cristianos, por mal que los tratasen los persas, consentiría en ello. Desde el comienzo del asedio, toda la población de la ciudad se hallaba en pie de guerra. Mientras dispusieron de ejército, los civiles habían confiado en él para garantizar su seguridad. Ahora la aseguraban ellos mismos con un celo y una vigilancia que nadie podía confiar en burlar.

Cabía esperar que el propio Mahmud, como jefe avezado, descubriera algún fallo en la defensa de la ciudad o bien diera con el modo de procurarse artillería. No obstante, ¿cuánto tiempo se requeriría para arrastrar cañones hasta allí? Quedaba una última solución, y Alix contaba secretamente con ella: que el deseo de conquistar la capital fuera lo bastante intenso para que el rey se decidiera a sacrificar en ello a la mitad de su ejército. Entonces, al acudir en masa con escaleras de mano, cinco, diez oleadas resultarían diezmadas, pero la undécima acabaría por triunfar.

No podía desencadenar semejante carnicería limitándose a pedir que le entregaran a su hija.

—Majestad —prosiguió, decidida a intentarlo todo— todas las funciones de mi difunto marido ante el rey de Persia…

—¡Sus funciones! Afirman que era boticario. ¿Acaso atendió a ese perro?

—Creedme, lo evitó durante mucho tiempo, pues ese rey es extremadamente injusto y mi marido no lo apreciaba en absoluto, mas al final le obligaron a ello. Ya sabéis en qué situación se encuentran los extranjeros… Bien, como os decía, sus funciones recayeron en mí tras su desaparición.

—¿También usted es médico?

—Digamos que sé preparar remedios. Y he seguido llevándolos al palacio real.

Mahmud había invitado a sus huéspedes a tomar asiento y se había recostado en una alfombra, cosa que rara vez hacía. No le producía desagrado alguno, más bien una gran sorpresa por haber ignorado durante tanto tiempo semejante comodidad. El hecho de tener ante sí a aquella hermosa extranjera, que poco tiempo atrás mantenía la misma elegante conversación con Hussein de Persia, le sumía en un éxtasis que un mes antes le habría parecido en extremo improbable.

—Fue allí, majestad —siguió diciendo Alix, un tanto tranquilizada por aquella acogida—, donde llegó a mis oídos la operación que están tramando. Incluso Dostom, a quien se la revelé, la consideró lo bastante grave para que viniésemos a advertirle.

—¡Una operación! —exclamó Mahmud, vuelto hacia el espía.

—Vamos, Dostom —le animó Alix, aliviada por el hecho de que otro transmitiera su pequeño embuste—, lo explicará usted mejor en su propia lengua, y su majestad no malgastará su tiempo.

Mientras el joven afgano reproducía la invención que ella le había confiado al llegar a Ferehabad, Alix se dedicó a contemplar sosegadamente el vuelo de las golondrinas. El palacio del rey de Persia —empezó el muchacho— contenía un tesoro considerable, el fabuloso botín que el sah Abbás reuniera antaño en el curso de sus conquistas. Aquellas maravillas, encerradas en catorce cofres sellados, se hallaban ocultas en un lugar que solo el azar había revelado a la extranjera. Ayudado por el nazir, Hussein se proponía sacar aquellas riquezas dentro de un mes y llevarlas a lugar seguro, fuera del alcance de los afganos. A continuación, abandonaría la capital.

A Alix la historia le parecía tan simple y estúpida que le avergonzaba tener que contarla ella misma. Su falta de imaginación la desesperaba. Podía concebir en su mente extensas novelas que ponían en escena a las personas que amaba o a las que le habían hecho algún mal, pero era incapaz de urdir aquellas hermosas maquinarias abstractas que tan bien se le daban a Jean-Baptiste.

Afortunadamente para ella, aunque la ruda mente afgana no carece de sutileza le gustan las ideas redondas y claras, y aquella lo era. No en vano había convencido a Dostom, pese a su contacto con la cultura persa. A Mahmud le entusiasmó hasta tal punto que le fue imposible permanecer más tiempo sentado.

No puede decirse que tampoco a él le arrebatara aquella ridícula historia del tesoro. Por supuesto, sería bueno apoderarse de semejante botín. Sin embargo, lo más intolerable para él era saber que aquel chacal persa intentaba jugársela de nuevo. El honor era su verdadero acicate, y Alix, al creer que excitaría su codicia, había hecho vibrar sin saberlo esa cuerda secreta.

—¿Un mes, dice usted? —quiso saber el rey.

Era al término de la tercera luna, según la profecía de Yahia Beg. Alix lo confirmó.

—El plazo es sumamente corto —rezongó Mahmud, mientras recorría la estancia de un lado a otro. De pronto le embargó una última duda, y se plantó frente a Alix—. ¿Y qué interés tiene usted, señora, en venir a contarme todo esto?

Ella ya contaba con la pregunta.

—Confío, señor, en obtener vuestro reconocimiento.

—¿Y en qué forma?

—Cuando hayáis tomado la ciudad, pues la tomaréis, estoy segura de ello, y en un plazo que confundirá a vuestros peores enemigos…, os pediré la vida de tres personas.

—¿Sus vidas? ¿Y con qué objeto?

—Para salvarlas… o darles muerte, como me plazca.

Mahmud reconoció en aquello la extravagancia propia de una mujer, con todos los colores de la autenticidad. No volvió a dudar de que fuera sincera. Sin preguntar siquiera los nombres de las tres personas, a las que sin duda no debía de conocer, aceptó.

—Ahora déjenme solo —dijo—. Instálense a su gusto en el campamento. —Luego se volvió hacia Dostom y añadió en afgano—: ¿Qué vamos a hacer con esta extranjera?

—Majestad, se trata de un persona valerosa —respondió el joven—. Si es necesario, ella misma tomará parte en el combate.

Mahmud obtenía tan vivo placer con su recién estrenada cortesía de soberano que se sentía lleno de agradecimiento hacia aquella mujer elegante que acababa de inaugurar los nuevos modales de su corte. Pese a todo, era algo pronto para imponer públicamente tales costumbres. Un resto de prudencia inspiró a Mahmud una solución provisional.

—En ese caso, que le entreguen ropas de hombre, un uniforme como llevamos todos nosotros, y que permanezca en palacio. La trataremos… como a un oficial. Tradúcele mis palabras.

Alix dio las gracias y se retiró en compañía de Dostom, a quien inmediatamente sometió a numerosas preguntas. A su parecer, ¿qué decisión tomaría el soberano en relación con el ataque a la ciudad?

—Cuando la ha acompañado —repuso el afgano—, el rey hablaba como para sí mismo, ¿no se ha dado cuenta? Profería maldiciones contra Hussein, aunque también decía: Ah, con tal que lleguen a tiempo… Ignoro a quiénes se refería.

Afganistán es un desierto encolerizado.

Posee la rudeza, la desolación, la aridez del desierto, gris, uniforme, con su desmenuzable superficie de guijarros; no obstante, en lugar de ser llano como la estepa, ondulante, sumiso, el desierto afgano se encabrita y se enrosca con violencia sobre sí mismo. No es otra cosa que fallas, precipicios abruptos, aristas vivas. Cuanto más se asciende, en más se subleva y agita esa ira procedente de las profundidades. Nada consigue apaciguarlo. No se ven por parte alguna las elevadas y tranquilas cumbres, plantadas en vertical sobre sus cuatro vertientes, que constituyen la serena esencia de los Alpes o el Cáucaso. La montaña muestra a lo sumo sus horribles dientes, rotos por las ráfagas de viento, y sus puertos recortados, donde heladas borrascas aúllan su desesperación y se lanzan ladera abajo hacia gargantas húmedas y negras como vientre de gárgola.

Los cuatro esclavos seguían a su amo en silencio por los estrechos caminos de aquellas tierras hostiles. La altitud, que hacía que la cabeza les diera vueltas, el frío cortante de las pendientes umbrías, que les amorataba las manos, la sequedad de aquellas solanas a la blanca luz del sol primaveral, todo contribuía a convertirlos en ajenos a aquel mundo e incluso a su propio cuerpo. Se sumían en sus ensoñaciones, sin dirigirse ni tres palabras a lo largo de toda la jornada, pero aún hablaban menos a su propietario. Desde que partieran de Jiva, en cada pueblo en que habían efectuado una parada, los esclavos captaban retazos de conversaciones desagradables que versaban sobre ellos. El viejo afgano no se fiaba ni de su vista ni del mercader que le había vendido aquellos dudosos especímenes, y solicitaba por doquier que confirmasen su elección. Cuando se comete la imprudencia de dejar entrever las dudas que a uno le embargan y solicitar una opinión, una malevolencia en extremo difundida, que participa tanto de la estupidez como de la envidia, lleva con frecuencia a los mortales a denigrar lo que otros han adquirido y cuya adquisición ellos no hubieran podido permitirse.

Semejantes consejeros habían acabado por convencer al anciano de que sus esclavos eran míseras adquisiciones, que tenían taras, algunas ocultas y otras en extremo aparentes, como las cicatrices de Juremi o las rodillas zambas de Bibitchev, en una palabra, que había pagado un precio excesivo por ellos.

El efecto práctico de tales calumnias fue regocijar a quienes las habían proferido, y sobre todo hacer más duras las condiciones del reducido grupo de siervos. El viejo recortaba las magras raciones con que dos veces al día regalaba a su rebaño humano, compuestas de un poco de arroz, algo de verdura y habas cocidas. Descargaba su mal humor sobre los pobres cautivos, los empujaba, les prohibía hablar entre ellos. Jean-Baptiste estaba convencido de que el afgano temía por encima de todo llegar a su pueblo en su compañía. Había malgastado el dinero de su comunidad, y lo colmarían de reproches. Sus rodeos por la montaña tenían sin duda como objetivo retrasar la hora del ajuste de cuentas. Tal vez el anciano buscaba incluso el medio de desembarazarse de ellos a buen precio y recuperar, si no todo, al menos parte de su dinero. Más le valía regresar con las manos vacías y declarar que no había encontrado nada en buenas condiciones en Jiva que presentarse con una mercancía de ínfima calidad que le ocasionaría muchos problemas.

La primavera había llegado a las montañas afganas, pero daba vueltas por el cielo con su paleta de colores sin encontrar en el suelo nada que pintar, ni un matorral que teñir de verde, ni una flor para adornar con pétalos, ni un animal cuyo pelaje pudiera perder sus tonalidades invernales y adquirir matices más alegres. No obstante, una mañana, tras recorrer un repecho de cascajo, llegaron a un elevado valle en forma de copa, en medio de un circo de crestas recortadas, que les ofreció un espectáculo menos siniestro e incluso cabe decir que risueño. Un lago ocupaba el fondo de aquella cañada; desde que caminaban por tan agrestes regiones, aún no habían visto nada semejante. Aquella extensión de agua poseía una belleza turbadora de frescor y pureza. Sus aguas, cuando uno se aproximaba para tocarlas, eran negras como la obsidiana. Sin embargo, semejante oscuridad la convertía en un espejo perfecto, que reflejaba el cielo y le confería, visto de lejos, el mismo tono azul pálido. Parecía un enorme pozo aéreo rodeado de grava. En el extremo de aquel lago, allí donde un estrecho torrente oculto bajo cantos rodados acudía a alimentarlo, el verde oscuro de las algas y los destellos amarillos de los nenúfares delineaban el borde del gran circo de añil líquido.

Los esclavos, mediante el recurso de gemir y dar numerosas muestras de mala voluntad, acabaron por obligar al viejo afgano a instalar un campamento cerca de aquella extensión de agua. Encendieron una hoguera con bosta seca que Juremi llevaba en un saco a la espalda. Jean-Baptiste proporcionó la olla, que tenía a su cargo, y George vertió en ella las legumbres secas y el arroz. Por su parte, Bibitchev debía procurar el agua, tarea que en esta ocasión no revestía la menor dificultad, y luego remover el guiso con ayuda de un largo cucharón. El policía, que no cedía a sus ensueños en menor grado que los otros, imaginaba que tenía en la mano una gran pluma; mientras revolvía la bazofia, trazaba en su superficie los inmortales despachos que seguía componiendo en su cabeza.

Tras su frugal colación, los cuatro hombres y su amo permanecieron sentados en el suelo, con las piernas dobladas, contemplando en silencio el espectáculo del lago.

De pronto un gran estruendo atrajo su mirada hacia el fondo del valle, allí donde el sendero ascendía hasta un desfiladero. Un enorme bloque de roca rodaba por la pendiente y se rompió en tres fragmentos cuando alcanzó el fondo de la garganta. Sin duda, una caravana estaba franqueando el paso y venía en su dirección. Aquellos viajeros tenían que ser muy torpes o ir demasiado cargados para precipitar semejantes rocas.

Aún no habría transcurrido un minuto cuando otra roca, mayor aún que la primera, rodaba montaña abajo. En total cayeron cuatro, y todas desencadenaron auténticas explosiones que repercutían en las paredes del circo que rodeaba el lago. La caravana resultaba visible por fin. Los cuatro esclavos, de pie, achicaban los ojos y trataban de distinguir cómo estaba compuesta.

—¿Arman semejante estropicio con caballos? —quiso saber el anciano, que no podía ver a aquella distancia.

—No —replicó Jean-Baptiste—. No son ni caballos ni mulas.

—¿Camellos?

—No, aguarde, yo diría…, sí, estoy seguro. ¿Verdad, Juremi? Se trata de elefantes.

Cada vez se los veía con mayor claridad pues se habían adentrado por las revueltas que bajaban del desfiladero. Ocho animales marchaban en fila india por el estrecho camino desplazando las piedras que lo bordeaban. Solo dos hombres guardaban aquella manada imponente, corriendo, uno delante y el otro en retaguardia, sin dejar de proferir gritos y con amplios ademanes para dirigir la marcha. La caravana apareció finalmente por el borde del lago y se dirigió al lugar donde Jean-Baptiste y sus compañeros habían montado su reducido vivac. El paso de aquellas bestias hizo retumbar el suelo, y hasta la misma agua se estremeció.

El conductor de la manada, un afgano todo brazos y piernas, flaco y agitado, detuvo a los animales con gestos ampulosos y luego los dirigió con suavidad hacia la orilla del lago. Ocho trompas se alargaron y hundieron el extremo en el agua. Por los ruidos de succión que resonaron por todo el valle, era de temer que el lago entero fuera rápidamente absorbido por los paquidermos.

El afgano, sin apartar la mirada de sus mastodontes, se acercó al vivac para saludar a su compatriota. Los esclavos asistieron a aquellas zalemas sin entender una palabra, pues tuvieron lugar en lengua afgana. Sin embargo, por la diferencia entre sus ropas, pudieron notar que el recién llegado pertenecía a una tribu diferente de la de su anciano amo.

Afganistán es un mosaico feudal sin gran cohesión. Cada región posee sus costumbres y su tipo humano característico. Aquel era un pastún que debía de proceder del sur, de la zona de Kandahar. En el fondo de la cultura afgana subyacen influencias persas e incluso helenísticas, puesto que Alejandro Magno atravesó el país a caballo hacia la Sogdiana. Los cabellos de un rubio ambarino del recién llegado eran quizá la remota herencia del macedonio y sus guerreros.

Pocos minutos después el viejo afgano indicó por señas a sus esclavos que fueran a ayudar al otro miembro del convoy a dar de comer a los elefantes. Aquellas bestias llevaban atados en los flancos enormes baúles de mimbre, algunos de los cuales estaban llenos de forraje.

El hombrecillo al que debían secundar se había encaramado a uno de ellos y con una horca de boj lanzaba a tierra gavillas de paja y de heno seco. Bajó y mostró a los demás cómo repartir las raciones entre los animales. Entonces vieron que también él llevaba cadenas en los tobillos. No hablaba persa, árabe, turco, francés, italiano ni inglés, de modo que toda comunicación con él parecía imposible. Pero de pronto Bibitchev recurrió al ruso, y el hombrecillo respondió. Era búlgaro.

Los dos afganos se habían alejado y charlaban dando muestras de gran animación. El recién llegado lanzaba frecuentes miradas en dirección al grupo de francos. Las palabras del búlgaro, traducidas por Bibitchev, aportaron un indicio de explicación al asunto.

El afgano corpulento y rubio, que respondía al nombre de Aman-Ullah, había salido de Kandahar dos semanas atrás en compañía de dos de sus compatriotas y cinco esclavos. Cabalgaron a rienda suelta hasta Samarcanda, donde compraron aquellos elefantes. Al presente regresaban igual de deprisa, pero se dirigían a Persia. Por desgracia, los últimos días una misteriosa fiebre, contraída sin duda en las fétidas llanuras de los uzbekos, se había llevado uno tras otro a dos afganos y cuatro esclavos. Solo habían sobrevivido el más robusto, Aman-Ullah, y el más escuchimizado, es decir, él, lo cual era de todo punto insuficiente para mantener a raya a semejante manada de paquidermos. No tenían el número de cornacas imprescindible para todos ellos y tuvieron que atarlos por una pata unos a otros. Habría bastado que uno de ellos diera un mal paso para que toda la cordada se precipitase en el vacío.

—¿Tu amo lleva oro? —quiso saber Jean-Baptiste.

—Le queda mucho —repuso el búlgaro—, porque cogió lo necesario para comprar quince elefantes, pero pese a todos sus esfuerzos en Samarcanda no logró reunir más que ocho.

—Entonces todo irá bien.

La conversación entre los dos afganos empezaba a animarse y estaba tomando un giro decisivo. No tardaron en darse mutuamente alegres palmadas en las manos.

Después de haberse refugiado tras una roca para ocultar su transacción, regresaron radiantes hacia los paquidermos. El anciano se mostraba visiblemente feliz.

—¡Eh, vosotros! —gritó al pequeño grupo—, tengo una gran noticia que daros. Ya no me pertenecéis. En adelante serviréis a este gran señor, cuyo nombre es Aman-Ullah.

Los cuatro francos se inclinaron respetuosamente.

Aman-Ullah no era un hombre propenso a prolongar las cortesías. En cuanto las bestias hubieron abrevado y comido, hizo que las desataran, salvo a una pareja que permaneció solidaria. Tanto los esclavos como él mismo treparon al cuello de los elefantes y aferraron la pica que permitía dirigirlos.

Aman-Ullah procedió a una breve despedida del anciano afgano y, sin preocuparse de averiguar si sus nuevas adquisiciones estaban acostumbradas a tan sorprendentes monturas, emprendió el descenso de la pendiente. Cuando al fin dio la señal de alto, la noche había caído por completo.

Al término de aquella prolongada cabalgada los nuevos cornacas tenían terribles agujetas, pero se sentían felices por haber superado con honor aquel bautismo paquidérmico. Durmieron como lirones. Hasta el día siguiente, cuando colocaban de nuevo la carga sobre las bestias para emprender camino hacia el oeste, no se les ocurrió preguntar al búlgaro las razones de semejante precipitación.

—Dice que nos esperan en calidad de refuerzo —tradujo Bibitchev, con la expresión irónica del que informa a su interlocutor de algo que para él no constituye ninguna novedad—. Para tomar Ispahán.