36

Tras la captura de su hija, Alix permaneció en estado de postración por espacio de tres días. Aquella noticia había producido en ella un verdadero aturdimiento que le impedía actuar, pensar e incluso levantarse o ingerir alimentos. Cuando por un momento recuperaba la conciencia, era para experimentar el dolor de un remordimiento tan violento, tan inexpiable, que retrocedía de inmediato aullando y se sumía de nuevo en el refugio del sueño. Françoise la velaba, pese a la inmensa fatiga que ella misma sentía. Todas las noches llamaba en tres ocasiones a la cocinera y a otra sirvienta para cambiar las sábanas de la cama que Alix empapaba a causa de la fiebre.

En su caparazón de sueño, Alix experimentaba no obstante una paz que había olvidado. Estaba en El Cairo y se preparaba para reunirse con Jean-Baptiste. Se encontraba con él a su regreso de Abisinia, tocaba su cuerpo, besaba sus labios. De él solo subsistían los primeros momentos de pasión, de ausencia, de reencuentro. Nada los había alterado; ni su vida en Ispahán, inmersos en la mediocridad de los actos cotidianos, ni la increíble ligereza que les había llevado a separarse, él para correr al recuerdo de una amistad y ella para degustar una libertad de la que jamás había carecido. Al cabo de tres días y tres noches en la paz atormentada de aquella edad de oro soñada, Alix volvió lentamente en sí, se levantó, se vistió y dio las órdenes pertinentes en la casa; solo se reprochaba una cosa: no haber hecho nada todavía para lograr que liberasen a Saba.

Con la ayuda de Françoise recuperó el hilo roto de aquellos terribles días. En primer lugar recordó la increíble noticia del regreso de su padre. Françoise había reconocido sin lugar a dudas al señor De Maillet. ¿Qué estaba haciendo allí? Aunque Alix tenía unas enormes ganas de verle, temía que el terrible anciano hubiera puesto una vez más su pomposa ingenuidad al servicio de alguna causa calamitosa. ¿Acaso no se encontraba en compañía del nazir? ¿No había gritado que Françoise era su lavandera? Era de temer que ejerciera contra ella una tardía venganza denunciándola a los persas, que le habían concedido su hospitalidad sobre la base de una mentira. Suponiendo que pudiera acercarse a él —y nada resultaba más incierto—, Alix corría el riesgo de que no la hubiese perdonado y de centuplicar las extravagancias revanchistas de su padre. Por el momento era mejor dejar de lado aquel asunto. Lo más urgente era Saba. ¿Adónde la habrían llevado? Gracias a indiscreciones de los criados, la cocinera creía saber que la virgen roja se encontraba en un ala del harén del palacio real. La tendrían allí, sin la menor violencia, hasta el día del sacrificio, que los magos habían anunciado para la tercera luna, la cual tendría lugar al cabo de cincuenta días. Aquella inmolación exigida por el dios Sol, rey del mundo, acontecería pasara lo que pasase, aun en el caso de que para aquellas fechas la ciudad se hubiera salvado. Entonces tendría el valor de una acción de gracias.

La prisionera no podía recibir ninguna visita. Los esbirros de Yahia Beg guardaban personalmente la primera puerta del harén noche y día. Alix se dirigió a casa de innumerables persas de elevada condición, algunos de ellos muy introducidos en la corte. Todos se declararon consternados; su pesadumbre era sincera, mas no podían hacer nada. Alix estaba dispuesta a todo por salvar a su hija, incluso a humillarse ante Nur Al-Huda, a quien consideraba responsable de la denuncia. Todo había cambiado tanto en tan poco tiempo… El ejército había sido destruido, y Reza encontró la muerte durante los días que Alix vivió postrada, cortados todos sus lazos con el mundo. Fue una de las primeras noticias que conoció al despertar, pero no le produjo efecto alguno. La vergüenza había quedado atrás. Los asuntos serios reducían a la insignificancia las chiquilladas de aquella pasión muerta antes de nacer, de todo punto ajena a cuanto realmente contaba para ella. Por lo demás, Reza la había puesto al corriente de su destino en el último billete que le dirigió. La noticia oficial de su desaparición no añadió nada a aquella certidumbre, salvo el ligero alivio de saber que se había pasado una página. Se preguntó si también Nur Al-Huda sentiría tamaña indiferencia. ¿Sabría perdonar y prestarle ayuda? Nada se perdía por intentarlo, de modo que Alix trató de dar con ella.

Sin embargo, el primer ministro, su maridito, como decía la circasiana, había caído en desgracia. Pese a su edad, había sufrido el castigo público consistente en cincuenta latigazos, y acto seguido lo habían metido en prisión. Su palacio estaba cerrado a los visitantes y custodiado por los esbirros del nazir. Aquel edificio, antaño regalado por el rey a su gran visir, volvía a formar parte de los dominios reales. La servidumbre y los eunucos puestos a su servicio se habían dispersado. ¿Qué habría sido de sus mujeres? Según aseguraron a Alix, habían regresado con sus familias. Pero Nur Al-Huda no tenía ningún pariente en Persia, y era imposible averiguar su paradero.

Quedaba una última carta, la misericordia del rey. Alix le dirigió veinte súplicas conmovedoras, e incluso propuso ocupar el lugar de su hija bajo el hacha del verdugo, pero no recibió respuesta alguna. Llevada de su desesperación, llegó incluso a colarse en el palacio real, tras burlar la vigilancia de los guardias. Fue detenida en el segundo patio y, en atención a su dolor de viuda, la echaron a la calle sin otro castigo que una severa reprimenda.

Todas las noches Françoise intentaba consolarla, pero había quedado atrás la época en que Alix consentía que su apacible amiga, con la prudencia de la edad, absolviera sus locuras. Ahora Françoise no era más que una mujer entrada en años, acabada. La experiencia no es sino la máscara con que se disfraza el optimismo cuando uno desea compartirlo con alguien más joven, y esa máscara había caído definitivamente del rostro envejecido de Françoise.

La realidad era que Alix estaba sola para concebir una solución, sola para decidir y sola para actuar. Durante dos largos días deambuló por la rosaleda, enternecida al ver brotar de nuevo sus queridas flores. La última tarde se sentó en el banco de piedra, tomó entre las manos una rosa de té, entreabierta, grávida, e inspiró largamente su perfume. Era un aroma insólito y que sin embargo mantenía a raya a su alrededor la corrupción del mundo, como si algunos seres, pertenezcan al reino que pertenezcan, pudieran, debido a su belleza, su pureza y la paz que inspiran, ser más fuertes que el irrefrenable movimiento de la muerte, que no obstante acabará por destruirlos. De pronto sintió que sus dudas habían desaparecido. La vida le abría de nuevo sus puertas al solo enunciado de las palabras mágicas: Quiero y Lo haré.

Nersés, el patriarca de los armenios, no era un hombre malvado; no guardaba rencor a Jean-Baptiste por su fallecimiento. Para ser más precisos, cabe afirmar incluso que le estaba agradecido por ello. El asunto Alberoni había zozobrado, huelga decirlo, pero la muerte inopinada de aquel boticario había resonado como un toque de címbalo en el destino del desdichado patriarca. Todo había despertado a partir de ahí, cambiando de ritmo y de color, y en la actualidad, tras haber conocido el oprobio y la huida, Nersés había recuperado su gloria. La guerra libró a los armenios de sus deudas con respecto a los turcos y borró los pasados errores de su torpe patriarca. Las derrotas frente a los afganos estrecharon las filas de la comunidad e hicieron valorar de nuevo las protecciones divinas con las que obtenía beneficios una Iglesia comprensiva y caritativa. Desde que Mahmud y sus soldados acampaban a las puertas de la ciudad, y más concretamente ante las murallas del barrio armenio de Julfa, el patriarca se había convertido de nuevo en el emblema de la salvación, el estandarte cubierto de oro que los mercaderes agitaban desesperadamente para atraer la atención de Dios y pedirle que los protegiera.

Nersés recibió a Alix en el presbiterio que había vuelto a ocupar con toda dignidad. Situada en lo más alto del barrio, rodeada de un bosquecillo de negros cipreses, aquella rectoría, lindante con una gran capilla, consistía en cuatro edificios de piedra, dispuestos en cuadrado. Dos avenidas pavimentadas dibujaban una cruz en medio de aquel pequeño jardín central y separaban sendos macizos de coloquíntidas y sandías.

—¿Dice que serán ustedes dos?

—Sí, monseñor —respondió Alix.

—Bien, me parece que podrá hacerse…, digamos…, mañana por la noche. ¿Le va bien?

—Lo antes posible.

—Mañana es lo antes posible —confirmó el patriarca.

—De acuerdo, pues.

El anciano dio unas palmadas. Dos sirvientas un tanto ligeras de ropa, muy jóvenes y bonitas, acudieron para servir el té al patriarca y a su visitante. La prosperidad recuperada no había expulsado por completo la avaricia; en la cocina tenían orden de no servir pasteles en todas las ocasiones y escatimar el azúcar. Al probar la ardiente bebida, Nersés constató que estaba muy amarga, como a él le gustaba. Y puesto que también economizaba en gestos, apuró la taza de un solo trago con el mismo movimiento.

—Eso sí, señora, mucho cuidado —prosiguió, estimulado por el crepitar de sus entrañas en torno al líquido hirviente que acababa de verter en ellas—. Confío en que la persona que la acompañe sea ágil. No se trata de un viaje de placer. Quizás incluso usted misma…

—Lo conseguiré, créame —le atajó Alix—. Nunca he dejado de practicar ejercicio físico: esgrima, equitación, caza. No creo que esta vez el asunto sea más impresionante. En cuanto a la persona que irá a mi lado, monseñor, no tema; se trata de un peón, un jardinero, que en el pasado fue hombre de armas…

—Bien, si usted lo dice… —observó el patriarca, a quien aquel asunto no entusiasmaba en absoluto—. En cualquier caso, ya la he avisado; lo que ocurra será de su absoluta responsabilidad.

—El precio que me ha indicado, monseñor, ¿es global o por persona?

—Por persona. Y me permito señalar que gracias a mí. Los que realizan ese trabajo corren un gran riesgo, y por lo común suelen cobrar el doble.

Alix sonreía para demostrar que perdonaba aquella mentira. Sacó de una bolsa de cuero la suma requerida, que el patriarca hizo desaparecer bajo su túnica.

—Supongo que estaba usted al corriente de los asuntos de su llorado Jean-Baptiste Poncet —aventuró, para cambiar de tema con premura.

—De la mayoría.

—¿Alberoni?

—Sí —admitió Alix con ligera impaciencia.

Tenía la sensación de que aquella superchería inicial era el origen de todas las desgracias que se habían cebado en ella, y no le gustaba recordarla.

—Pues bien, cabe decir que su marido estaba en lo cierto —susurró el patriarca, tras inclinarse para hablarle al oído—. He sabido que ese diablo de cardenal siente un profundo apego por su amante, como sostenía Poncet. A propósito, ¿esa cortesana sigue en su casa?

—En efecto —repuso Alix de mal talante—; pero no se trata de una cortesana, monseñor. Por lo demás, la pobre mujer se halla muy enferma.

—Está en su casa —repitió el patriarca, perplejo—, ¿y usted no sabe nada?

—Pero ¿qué es lo que debería saber?

Nersés, con la mirada brillante, pues nada le animaba tanto como una indiscreción, sobre todo cuando se trataba de revelarla a la única persona que no estaba al corriente y que era la primera a quien concernía, añadió:

—Pues que el mismo cardenal Alberoni ha enviado aquí, a Ispahán, a un emisario para indagar acerca de su concubina.

Así que era de eso de lo que se había enterado el anciano y lo que confería algo de calor a su rostro, allí donde el agua hirviendo no provocaba el menor estremecimiento. Decididamente, aquel terrible patriarca estaba al corriente de todo, y no le había pasado inadvertida la visita del señor De Maillet. A Alix aquel asunto no le producía el menor placer; sin embargo, no podía renunciar a averiguar algo más a propósito del enviado de Alberoni. Por lo demás, una sola cosa le divertía: en aquel asunto llevaba cierta ventaja sobre el anciano armenio, pues al parecer este ignoraba que el señor De Maillet era su padre.

—¿Sabe lo que ha sido de ese emisario, puesto que no se ha presentado en mi casa? —preguntó con aire ingenuo.

—El nazir le ha hecho prisionero, según me han informado. Lo ha encerrado en su palacio por alguna razón que ignoro. Sin duda tiene intención de sacar partido de ese rehén más adelante, sobre todo si la ciudad cae y tiene que cubrir su huida.

—¿Le tratan bien, al menos?

—Muy bien, según parece. El nazir se presenta a diario con su horrible dragomán, un tal Leonardo, para obligarle a firmar unos papeles, pero el hombre se niega, y ellos le dejan tranquilo. ¿Qué opina de todo esto? ¿No le parece extraño?

¡Alberoni!, pensaba Alix. Así que aquella era la razón que había conducido hasta allí a su desdichado padre. ¿Lograría alguien detener alguna vez la máquina infernal que aquel embuste había puesto en marcha?

—En cualquier caso —agregó Nersés—, quiero saber a qué atenerme en todo este asunto. Mañana enviaré un mensajero a ese rehén del nazir. Tenemos a gente infiltrada en esa casa y mi hombre podrá hablar con él.

—¿Y qué quiere decirle?

—Pues que la concubina del cardenal está sana y salva, que Poncet la recogió, que era amigo mío y se había comprometido a lograr que Alberoni interviniese en nuestro favor.

—¿De qué servirá todo eso? —dijo Alix, que veía con horror cómo todas aquellas fábulas se iban anudando unas con otras.

El patriarca, en el colmo de la excitación, le tomó la mano.

—Señora, nadie sabe qué va a ser de esta ciudad. Y más incierto resulta todavía lo que será de nosotros, pobres cristianos. Imagine por un momento que facilitamos la evasión de ese hombre… al igual que mañana se evadirá usted misma, aunque en otra dirección, por supuesto. Suponga que gracias a nuestra ayuda logra regresar a Roma. En su opinión, ¿por quién mostrará mayor agradecimiento, por el nazir o por su seguro servidor?

Alix no quiso contradecir al anciano, pues bajo aquel encadenamiento de errores y malentendidos subsistía una chispa de esperanza. ¿Lograr que su padre se evadiera? Por qué no. Ella no podía hacer nada por él, pero al menos debía preservar los otros brazos del destino que podían serle de ayuda.

—Su plan es excelente, monseñor; no obstante, ¿puedo hacerle una confesión y al propio tiempo darle un consejo?

—Encantado.

—Al comienzo de nuestra conversación no le he dicho toda la verdad, ya que no le sabía tan bien informado.

El patriarca sonrió con delicadeza.

—Conocía la existencia de ese hombre —prosiguió Alix—. Se encontró con la persona a la que había venido a ver.

—¿Ah, sí? ¿Con la concubina?

—Usted lo ha dicho. Ahora bien, por prudencia, a fin de no ceder al chantaje del nazir, que quiere vender la libertad de esa persona al precio de un pasaporte para Roma…

—¿Un pasaporte para quién?

—Pues para él, desde luego.

—¡Menudo puerco!

—… para no ceder al chantaje, decía, ese emisario finge no haber reconocido a la persona que ha visto. Afirma que no se trata de la concubina del cardenal.

—¡Ya entiendo! —dijo Nersés, con los ojos entornados.

—En cuanto a mi difunto marido, ese hombre pretende, por la misma razón, que solo quiere su mal.

—¡Que Dios le tenga en su gloria! —exclamó maquinalmente Nersés.

—Así pues —concluyó Alix—, aunque me parece una acertada medida política por su parte socorrer a tan influyente personaje y ayudarle a recuperar la libertad, hágalo sin pedirle demasiadas explicaciones, sin hablarle de la concubina ni de Poncet, ni de nada. Dígale tan solo que actúa en nombre… de la fraternidad cristiana, pongamos por caso.

—Su consejo es en extremo juicioso —murmuró el patriarca, quien aquilataba bien el embrollo que suponía semejante situación, así como la necesidad de ser lo más discreto posible—. Lo seguiré al pie de la letra.

Apretó con calor el brazo de Alix y se levantó para despedirse de ella. Era la hora del gran oficio en la capilla vecina y el sonido chillón de una pequeña campana había empezado ya a resonar en el aire quieto de la tarde. En el momento de abandonar al anciano armenio, Alix sintió cierta vacilación. Retuvo la descarnada mano del viejo en la suya y añadió:

—Monseñor, iba a olvidar un detalle capital. Hay algo que con toda seguridad puede procurarle la confianza de ese emisario del cardenal.

—¿Y qué es ello, señora?

—Ese hombre tiene una única hija, que en estos momentos reside en Oriente. La vida los separó. Han pasado los años y ahora es ya una mujer, pero él no tiene noticias de ella. Yo la conocí bien. Si no me fuera mañana, yo misma me habría presentado ante su padre para decirle que goza de buena salud, que es dichosa y le quiere.

—Entiendo —dijo el patriarca, a quien la dulzura de aquella cálida mano tenía hechizado—. Se lo haré saber.

—Ella le quiere —repitió Alix—. Y añada que confía en que la haya perdonado.

Mientras descendía por la colina de Julfa, por el camino polvoriento, la campana tintineaba al ritmo de sus pasos. En aquellos días trágicos, la ciudad era presa de tal agitación que nadie se volvió al paso de aquella bonita mujer que lloraba.

Aquel año Ispahán había visto llegar al mismo tiempo a los afganos y la primavera. Unos acampaban frente a la ciudad; la otra se había enseñoreado de ella por completo. En el chahar bagh el follaje era tan denso como una selva. Los grandes plátanos de Oriente arrojaban una espesa sombra sobre la avenida y teñían de negro su estrecho canal, por donde se desparramaban las manchas redondas de los nenúfares. Sicómoros y cedros, que habían velado durante el invierno, sufrían el asalto de multitud de jóvenes olmos y sauces, que en las borrascas de primavera dejaban oír la risa burlona de sus frescas frondas. Delgadas hebras de luz, oblicua en aquel sotobosque, tensaban la bóveda de hojas sobre los gruesos troncos negros, a modo de estacas. En los macizos que flanqueaban las avenidas, entre mil calveros practicados en derredor de los surtidores, los jardineros proseguían su tarea haciendo brotar alfombras de adormideras y cinerarias, de tulipanes, lirios y claveles blancos. Por doquier reventaban las rosas, pues aquel año de infortunio les era particularmente favorable. Eran precoces, abundantes, más perfumadas que nunca. La ciudad rebosaba de ellas, mucho más allá del centro y de los Cuatro Jardines. Hasta el muro más insignificante de la más mísera callejuela sostenía con orgullo tales bellezas, que apoyaban contra las piedras sus grávidas cabezas.

En el dormitorio de Françoise, que daba a la rosaleda, se derramaba a raudales su aroma, un consuelo para los sentidos. Poco antes del mediodía, Alix, con grave semblante, fue a despedirse de ella con un abrazo. Se habían tomado las disposiciones precisas para que los criados que quedaban proveyeran de lo necesario a la pobre mujer, cuyo brazo seguía delicado y cuya salud se iba debilitando. Françoise no temía ni a la soledad ni a la muerte, tan solo no volver a ver a su amiga. Sin embargo, por encima de todo deseaba que pudiera cumplir sus propósitos sin arrastrar tras de sí la pesada carga de los remordimientos. Se mostró tan alegre como le fue posible, agradeció sus desvelos a Alix y, en su afán por abreviar la despedida, le dio en son de broma esa bendición de las mujeres entradas en años que consiste en depositar un beso en la frente con los ojos cerrados.

Alix llevaba una bolsa de tela a la espalda, lo bastante grande para contener cuanto necesitaba y lo bastante pequeña para no parecer un equipaje. La entrada del puente de arcadas que salvaba el Zayandeh se hallaba fuertemente custodiada por una milicia civil reclutada a toda prisa tras la masacre del ejército. Las tiendas construidas sobre el puente estaban cerradas, y los vigías, encaramados en sus tejados, vigilaban las aguas turbulentas, que centelleaban al sol. Los afganos despertaban tanto pavor que se les esperaba por todas partes, incluso en la impetuosa corriente del río, desde donde hubieran podido penetrar en la ciudad.

Alix escrutó desde lejos la entrada del puente. La tranquilizó reconocer, mezclado con la multitud, a aquel a quien buscaba con ansiedad: Dostom, acodado en el parapeto y con la vista clavada en el agua clara. Pasó por su lado sin dirigirle una sola palabra y continuó hasta la barrera instalada a la entrada del puente. Por fortuna, los milicianos no interceptaban a nadie, y se limitaron a dejarla pasar tras dirigirle una malévola mirada. Cuando llegó al otro extremo, echó una breve ojeada a su espalda y vio que Dostom avanzaba a su vez por el puente con paso despreocupado. Alix se desvió hacia Julfa. En el dédalo de callejuelas, donde los tenderetes bullían, como siempre, de curiosos y de mercaderes, torció dos veces a la derecha, una a la izquierda y finalmente llegó a una pequeña plaza cuyo suelo enlosado hacía pendiente. Callejones cubiertos con bóvedas de piedra desembocaban en cada uno de sus ángulos. Allí fue donde Dostom se reunió con ella.

—¿Va todo bien? —preguntó Alix.

—Todo —respondió el muchacho con una leve sonrisa.

Un chicuelo que les observaba acudió a su encuentro y pronunció las tres palabras convenidas que Nersés le había confiado. Ellos respondieron de la forma apropiada. El niño les indicó por señas que le siguieran por una de las callejuelas. Tras un largo camino, destinado sin duda a despistarles, llegaron a una casita enjalbegada, que se abría a la calle mediante una estrecha puerta pintada de azul. El crío llamó, y una sirvienta les introdujo en un pequeño patio donde había ropa blanca en remojo en lebrillos de barro. Aguardaron allí cerca de una hora. Por fin apareció un armenio, vestido con un holgado pantalón de lana y una chaqueta acolchada. Sin presentarse, anunció directamente:

—La guardia de las murallas se releva a las cinco. Les oiremos pasar por delante de esta puerta. Entonces será el momento.

El hombre había adoptado un tono lleno de desprecio al referirse a aquella guardia. Como a todos los armenios, le dolía que los persas les hubiesen negado el derecho de defender por sí mismos Julfa. Aquel barrio llevaba el nombre de una ciudad del Cáucaso, antaño conquistada por Abbás el Grande, que había deportado a sus habitantes a Ispahán, su nueva capital. Multitud de armenios murieron durante ese viaje forzoso. Sin embargo, desde entonces habían aceptado su destino y reconstruido una nueva Julfa en Ispahán; por lo demás, al consagrarse al comercio, que era toda su vida, se habían mostrado leales hacia el soberano persa. Ante el peligro afgano, se prepararon con toda su buena fe para combatir con objeto de salvar su trono y la capital. Por desgracia, su condición de cristianos había hecho que no parecieran dignos de confianza. Se les obligó a entregar las armas, y una guardia persa se instaló en las murallas de Julfa. Ahora que el ejército había sido destruido, aquella guardia se componía, para bien o para mal, de novatos y tunantes. Los armenios se creían con derecho a burlarlos si se les presentaba la ocasión.

A las cinco se oyeron pasos desordenados frente a la puerta, cierto alboroto, juramentos. La cuadrilla persa abandonaba la guardia. Alix y Dostom salieron en compañía del armenio, y treparon en pos de este por una empinada escalera hasta el camino de ronda almenado. En un visto y no visto, el hombre ató una cuerda en torno a un saliente de piedra y dejó caer el otro cabo muralla abajo. Aún era pleno día, aunque el sol empezaba a declinar y alargaba las sombras. A lo lejos, en la campiña devastada, se extendía el campamento de los afganos, de donde se elevaba el humo azulado de los vivaques. Hacia abajo, en la base de la fortificación, lejano y temible, se veía el suelo de grava. El hombre hizo bajar primero a Dostom, y una vez más le recomendó que permaneciera agazapado al pie del muro, a la espera de que la noche cayese por completo. La guardia entrante, demasiado ocupada en instalarse para su vigilia, rara vez miraba hacia el exterior nada más llegar. De hecho, no hostigaba a los fugitivos, y cuando las tinieblas fueran bien espesas, podrían abandonar sin riesgo alguno su refugio en la muralla y alejarse a cielo descubierto.

Dostom se lanzó al vacío y desapareció. La cuerda disponía de nudos a intervalos de dos codos para facilitar el descenso. Cuando quedó libre; el armenio la tendió a Alix, que la agarró sin vacilar y se subió a una almena. El viento templado le trajo, en una última bocanada, olores de rosa y de piedra caliente. Se arrojó también al vacío y comenzó a bajar.