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Nada habría ocurrido si no se le hubieran causado tantas dificultades a Mir Uways quince años atrás.

Los afganos de Kandahar eran súbditos de Persia desde las conquistas de Abbás el Grande en el siglo anterior. Aunque suníes, aquellas tribus feudales se acomodaban con calma a sus lejanos señores. En la práctica se administraban a sí mismos, y el kalentar, o primer magistrado de una ciudad, ostentaba el auténtico poder. Sin embargo, a los reyes les gusta estar seguros del suyo, tanto más cuanto que este es escaso. Al de Persia se le ocurrió un buen día enviar a Kandahar a un gobernador de mano dura, georgiano convertido al mahometismo y que mostraba el celo inquieto y torpe de los conversos. Mir Uways, apacible kalentar de Kandahar, había cargado con las consecuencias. El georgiano lo detuvo y lo condujo a Ispahán para ser hecho prisionero. Pocas decisiones han tenido tan funestas consecuencias.

Los amos siempre ganan cuando son vistos de lejos. Apenas llegado a la capital, Mir Uways tomó la medida de la decadencia de aquella corte persa a la que hasta el momento había respetado. La consideró débil, corrompida e indecisa. No solo supo observar sus vicios, sino que se mostró de inmediato hábil en sacar partido de ellos. Fascinó, obtuvo su liberación, hizo la corte al rey y, con gran despliegue de sus cualidades, acabó por cubrir de oprobio al hombre que se había mostrado lo bastante ciego para pasarlas por alto y hacerle prisionero. Mir Uways regresó a Kandahar con la cabeza bien alta, pues la ley le restituía su cargo.

El gobernador georgiano, para demostrar que capitulaba y que realmente deseaba sellar una alianza de sangre con su antiguo enemigo, Mir Uways, consideró una hábil jugada pedir a su hija en matrimonio. Este envió a la muchacha con sorprendente agrado. Llevó incluso su benevolencia al extremo de organizar un gran festín, al que invitó a todos los jefes de la tribu de la que era gran señor. Por espacio de tres días y tres noches, los rudos guerreros afganos bajaron de las montañas para dirigirse a las nupcias. Una tienda inmensa, levantada en el centro de la ciudad, acogió a aquella grave multitud, con la que se mezclaron confiados los soldados persas de la guarnición. Mediada la velada, el gobernador se puso en pie para celebrar su unión. Lo comprendió todo en un instante, mas era demasiado tarde. La joven que llevaba de la mano no era a todas luces sino una comparsa enviada por el afgano en lugar de su verdadera hija. La muchacha emprendió la huida de inmediato. El georgiano apenas tuvo tiempo de esbozar un gesto, cuando ya el puñal de Mir Uways le rebanaba la garganta. A esta señal, todos los persas presentes bajo la tienda y en la ciudad fueron asesinados. La guerra había empezado.

Tras haber rechazado la tutela de Ispahán y declarado reino independiente a Kandahar, Mir Uways no cejó hasta humillar a Persia. El origen de su odio no era ni el deseo de conquista, ni una visión de fundador, ni el proselitismo religioso, ni una misión sagrada que le hubiera transmitido el cielo. Para él la única cuestión era el honor; su único motor, la ofensa sufrida. El desprecio que Mir Uways sentía hacia aquellos que habían atentado contra su honor le hacía implacable.

Mir Uways acumuló éxito tras éxito contra los persas hasta que la enfermedad vino inopinadamente a fulminarlo. Tras la muerte accidental de aquel gran rebelde, le sucedió su hermano, que cometió el error de mostrar moderación en el ejercicio de su venganza. Su reinado duró tres años, el tiempo suficiente para que Mahmud, el primogénito de Mir Uways, alcanzase la edad de dieciocho años y emitiera un juicio de hombre sobre su tío. Él mismo ejecutó la sentencia, degollándolo con su propia mano; tal parecía ser la ceremonia fundadora de un reinado digno de tal nombre en aquella dinastía masculina.

Aclamado por su resolución, Mahmud dirigía Kandahar desde hacía tres años, cuando la debilidad de los persas, más que su propia fuerza, lo condujo finalmente ante las puertas de Ispahán. Aunque al principio la larga marcha sobre el cuerpo del enemigo atávico le había llenado de orgullo, empezaba a sentirse muy preocupado por aquel regalo de la Providencia.

¿Qué hacer al pie de una capital fortificada? Entre sus treinta mil hombres, Mahmud solo podía contar con menos de un tercio de auténticos guerreros, salidos de su tribu y leales. Los demás eran auxiliares recogidos al pasar, comprados, alquilados, o que en ocasiones habían prestado su concurso gratuitamente, contando con resarcirse mediante los pillajes. Toda aquella gente estaba agotada, quemada por el sol de los desiertos; los caballos se veían trasijados y cubiertos de úlceras; en cuanto a las tropas, no había ni una tienda por cada cien hombres. Era necesaria toda la cobardía de los persas para no hacer picadillo a aquellos pordioseros. No obstante, en la mente de los rudos montañeses afganos aquella causa estaba clara, la decadencia de los persas carecía de límites. ¿Acaso no les habían enviado, la semana anterior sin ir más lejos, una de aquellas grotescas embajadas para implorar gracia? Un cortesano con ropajes recargados, montado en un soberbio caballo con tintineo de cascabeles y rodeado de una guardia de soldados bien alimentados y con armas adecuadas, se había postrado de hinojos ante Mahmud, negro de mugre y cubierto con la misma túnica apestosa desde Kandahar. Aquel mensajero del rey de Persia proponía entregar quince mil tomanes a los afganos para que respetaran la ciudad.

¿Cómo podía sorprender a los persas que el propio Mahmud hubiera degollado a tan repelente estafeta y a su reducida corte? Aquel era el tipo de proposición que le llevaba a honrar la clarividencia de su padre y que redoblaba su deseo de vengarle. Por consiguiente, optó por el asedio.

Ahora bien, no retirarse era una cosa, y tomar aquella maldita capital, otra muy distinta. Los seiscientos mil cobardes que albergaba no tenían importancia; lo peliagudo eran las fortificaciones. La ciudad se hallaba rodeada de ellas, y Mahmud no disponía de ningún cañón capaz de abrir brechas en su superficie. A lo sumo contaba con aquellas pequeñas culebrinas que recibían el nombre de zamburak y que iban atadas al flanco de los camellos. Arrojaban balas de una libra aptas como máximo para arrancar una cabeza, pero que en un muro rebotaban como si se tratara de guijarros.

Los afganos tampoco disponían de medios para rendir por hambre la ciudad, por cuanto no habían franqueado el río que la cruzaba. En la primavera, ese curso de agua es amplio y poderoso, y no dispone de ningún vado.

Mahmud hizo saquear toda la campiña en derredor, del lado del río en que se hallaban acampados, pero en la otra orilla se percibían los jardines rebosantes de lilas azules y los árboles que se doblaban bajo el peso de las cerezas maduras.

Por primera vez desde que era rey, Mahmud se sentía indeciso. Ese estado de ánimo le sentaba mal. Era un hombre de pequeña estatura, huesudo, con los huecos de las mejillas colmados de feas marañas de pelos castaños. Se mostraba intrépido e inquieto, y siempre se hallaba en movimiento. Iba y venía, celebraba consejo sin dejar de caminar, con las manos a la espalda, comía de pie… Si las circunstancias, por ejemplo el peligro, o la sorpresa, le paralizaban un instante, sus ojos inquietos seguían moviéndose de derecha a izquierda como perros de pastor que reúnen un rebaño. Su prodigiosa actividad, tanto de día como de noche —dormía apenas tres horas y sin dejar de moverse—, le permitía llevar a cabo todas las tareas. Daba las órdenes y supervisaba su cumplimiento, visitaba todas las unidades de su ejército, interrogaba en persona a los prisioneros, a los viajeros, a los traidores que abandonaban sin cesar la ciudad y que acudían a proponer sus servicios. Por lo demás, ninguno de aquellos renegados había aportado hasta el momento noticias interesantes. Mahmud se reprochaba en ocasiones sus escrúpulos. En lugar de llevar con paciencia aquellos largos interrogatorios de cobardes, se habría ganado un tiempo precioso degollándolos en el acto.

Tras dos semanas de tales vacilaciones, el afgano acabó por considerar que podía sentirse satisfecho con haber llegado hasta Ispahán; aquel éxito le permitía regresar a su casa con la cabeza alta. Persia se hallaba hundida hasta el cuello, humillada más allá de la afrenta primera, la mitad de su territorio estaba arrasada por el pillaje. En el norte, turcos y rusos se esforzaban por completar la tarea. Ispahán podía ser perdonada. Aquella enorme cabeza que un cuerpo deforme ya no tenía medios para alimentar acabaría pudriéndose por sí sola.

Mahmud estaba en vísperas de ordenar el regreso cuando, uno tras otro, tres fugitivos de diferentes orígenes comunicaron idénticos indicios. Bajo la influencia de su astrólogo —¡su astrólogo!—, el rey Hussein había eliminado al gran visir, el mismo que enviaba emisarios para comprar la clemencia afgana. La guardia real se hallaba en pie de guerra. El general que la comandaba había recibido autoridad sobre todo el ejército y preparaba una salida de las fuerzas.

¡La guardia real! El cuerpo de elite del imperio persa. Al fin un enemigo digno de Mahmud. Hasta el momento solo había tenido derecho a tropas ordinarias, de lamentable debilidad. Las cosas se ponían serias y difíciles. El afgano conocía el pobre estado de sus propias fuerzas. ¿Resistirían el choque? ¿No sería mejor, puesto que nada se había divulgado todavía, dar de inmediato la orden de un regreso que todavía no tendría visos de retirada? A decir verdad, Mahmud solo deliberaba para sus adentros con objeto de justificar su excitación perpetua, que crecía por momentos. En efecto, su alma de guerrero de las montañas le ordenaba, sin escapatoria posible, correr hacia aquel enemigo formidable para lavar por siempre jamás su honor con sangre o con el triunfo.

Al día siguiente puso su ejército en orden de batalla. Se componía de tres cuerpos: uno central, que comandaría él en persona, y dos alas de jinetes. Detrás aguardaría su magra artillería móvil, es decir, los cincuenta camellos que portaban una culebrina a lo largo de cada flanco, una cesta de balas de piedra en el lomo y dos servidores sentados en las jorobas. Aquel refuerzo de fuego iría en socorro de la parte del ejército que sufriese el asalto más duro.

Transcurrieron dos días antes de que los persas estuvieran preparados. Por fin, la tercera mañana, aprovechando la oscuridad que precede al amanecer, las tropas asediadas salieron por las puertas de bronce de Julfa, que se cerraron de inmediato a sus espaldas. El sol se levantó sobre un espectáculo imponente. La guardia real, toda vestida de rojo, con el sable curvo en la mano, formaba una primera línea de jinetes impasibles. Detrás y a los lados, a caballo o a pie, venía todo lo que el ejército persa había preservado de sus fuerzas tras la caída de Kermán. Ese poco seguía siendo mucho, más o menos el doble de los efectivos afganos. Los cañones estaban instalados de manera estable sobre las fortificaciones. Aún no habían disparado una sola bala, pues los persas, mientras conservaron las esperanzas de poder negociar, se habían guardado mucho de asumir la responsabilidad de abrir las hostilidades. A aquellas baterías fijas se sumaba una artillería de campaña, que salió al mismo tiempo que los soldados y que prontamente fue instalada, repartida en dos cuerpos, derecho e izquierdo, a uno y otro extremo del ejército de Persia.

Enfrente, Mahmud estaba en el colmo de la excitación. Se dirigía de uno a otro de sus reducidos cuerpos de ejército. Clamores rabiosos y salvajes secundaban sus gritos. Por andrajosas que fuesen, y sin duda porque carecían de todo, aquellas tropas mal alimentadas, descalzas y ateridas habían recibido la picadura del insoportable y necesario aguijón del odio y la indigencia a la vista de aquellos enemigos engalanados y que disfrutaban de todos los lujos que comporta la prosperidad. Ni uno solo de aquellos jinetes afganos, o de sus auxiliares, venidos de los confines de la India, dejaba de experimentar como una necesidad personal el ansia de castigar a aquellos hombres debilitados, afeminados por una vida demasiado muelle y en exceso dichosa. Quienes no tenían nada sentían a la vez un inmenso desprecio por las riquezas y sin embargo el violento deseo de apoderarse de ellas. Albergaban la esperanza de adquirirlas por un precio muy bajo; para ellos no significaba nada sacrificar su vida, que exponían a diario sin motivo, provecho ni temor.

Al menor gesto de Mahmud, sus órdenes eran ejecutadas a galope tendido. Los caballos de los afganos piafaban y caracoleaban sin moverse del sitio. Las monturas estaban debilitadas, pero todos tenían una; en cuanto a la infantería, prácticamente no entorpecía en ningún momento la impaciente movilidad de aquellos cuerpos de jinetes.

Las filas persas se mostraban menos agitadas, y entre ellas prevalecía la indecisión. El lento movimiento de los numerosos hombres a pie, los pesados cañones que había que arrastrar y tal vez sutiles disensiones en el mando, restaban velocidad a las evoluciones de aquella masa. Fueron necesarias más de tres horas para que desplegara sus dos alas y las pegase a las murallas del color del corcho, como una mariposa clavada en la caja de un naturalista. Mahmud temía a la artillería, pero no tardó en tranquilizarse a ese respecto; las piezas de las fortificaciones tiraban demasiado lejos. Para cuando las ajustaran, el combate habría empezado y resultarían inutilizables. En cuanto a las baterías móviles que acompañaban a las tropas, comenzaron por ajustar el alza con una o dos balas. A los afganos les bastaba con desplazarse ligeramente y alejarse de aquella dirección para que los artilleros tuvieran que rehacer todos los cálculos. En pocas palabras, aquel instrumento no se adaptaba a una guerra semejante. El asunto se zanjaría entre jinetes.

A mediodía, el asalto de la guardia marcó el inicio de la acción. Los persas habían optado por hundir el ala derecha de los asediadores, y en ella incidió el ataque. Los jinetes rojos de la guardia real iban sólidamente armados, protegidos con adecuadas corazas, con las que habían recubierto asimismo a los caballos. Su valentía no iba a la zaga de su reputación. Con sus lanzas y sus sables cortos, los afganos llevaron la peor parte a la hora de resistir tamaña presión. Ninguno retrocedió, pero sucumbían por docenas bajo los violentos golpes que les asestaban. En pocos minutos, la guardia había hecho una carnicería en el ala derecha de los afganos. Los caballos pisoteaban los cadáveres, y los uniformes escarlata, empapados en sangre, habían perdido sus reflejos satinados para teñirse de un púrpura desvaído que daba miedo ver. Sin ceder un ápice en la tarea de dar muerte, los persas solo pensaban en la victoria, que estaba próxima, con las últimas filas del ejército afgano. No se alarmaron por la ausencia de Mahmud en el campo de batalla.

Ante aquel desastre, el afgano hervía de impaciencia y del deseo de atacar. Sin embargo realizaba un tremendo esfuerzo por retenerse e inmovilizar a su cuerpo de ejército central, ansioso a su vez por entrar en la contienda. Se requería todo el temor que inspiraba Mahmud para que ninguno de sus soldados hubiera franqueado todavía la línea invisible de su mando y corrido a socorrer a sus hermanos asesinados. Todos se preguntaban a qué esperaba su jefe.

Tranquilizado por el éxito de la guardia real, el grueso del ejército persa se había decidido a correr en apoyo de una victoria que le parecía alcanzada. Se alejó de la proximidad de las fortificaciones y avanzó a su vez hacia el ala derecha del enemigo. Los primeros combatientes de la guardia real la habían aniquilado casi por completo. Sin embargo, antes de perecer, los afganos lucharon con tal ahínco que la guardia persa vio caer a casi la mitad de sus hombres. Su general había muerto en las primeras intervenciones. De resultas de aquella desaparición, Reza, jefe del destacamento particular del soberano, había tomado el mando de los asaltantes. Ahora, detrás de la línea de jinetes que le quedaba por vencer, último lindero de aquel bosque de hombres, podía divisar la campiña libre, la tierra indómita de sus antepasados. El último adversario de Reza era un corpulento baluchi que se tocaba con el gorro bordado de esa provincia. El pobre se sentía sin duda más a gusto en los saqueos. Pese a su fatiga, el persa acabó con él con dos movimientos enérgicos. En el momento en que aquel pesado cuerpo caía ruidosamente al suelo, Reza se quedó paralizado ante una visión. ¿Era fruto de la violencia del combate, del hambre y la sed que le atenazaban o el efecto de un sablazo que había recibido en el hombro y que le hacía sangrar lentamente? El joven oficial, erguido en su montura al extremo de aquel campo de cadáveres en el que ahora entraba el grueso del ejército persa, que demostraba su coraje apuñalando a los heridos y hundiendo el sable en los muertos, tuvo un momento de desasosiego y de terror al mirar el desierto que se abría ante él. A pocos pasos se alineaban una cincuentena de esfinges, con las rodillas grises posadas en el suelo de polvo de la llanura. Sus ojos oscuros dirigían a la carnicería humana y a él, Reza, que era el vencedor, la mirada reprobadora de la naturaleza animal, con sus milenios de paciencia y sabiduría a cuestas. ¡La artillería móvil de Mahmud, dispuesta allí para pasar la guadaña por los asaltantes!

¿Qué he hecho con mi vida?, pensó Reza mientras bajaba instintivamente los ojos hacia su mano escarlata.

De pronto gritó:

—¡Ozán!

En aquel momento cincuenta camellos soltaron su fuego graneado. Las culebrinas atadas a sus flancos enviaron sobre la guardia estupefacta, que creía haber vencido, cien proyectiles de granito que hicieron una espantosa matanza. Ningún oficial logró salir con vida. Reza, atravesado de parte a parte a la altura del vientre, cayó muerto con los ojos abiertos. Fue el momento que eligió Mahmud para lanzar por fin su centro y su ala izquierda sobre el flanco y la retaguardia de los persas. Estos, que momentos antes creían alcanzada la victoria, se vieron atrapados en una ratonera, cortada toda posible retirada hacia las murallas, sin orden ni concierto y privados del cuerpo de elite de la guardia.

La masacre se prolongó durante dos horas, y fue atroz. Ningún fugitivo logró salvar la vida. Tres cuartas partes del ejército perecieron. Mahmud solo consintió en hacer prisioneros a la caída de la tarde, no tanto por misericordia hacia los supervivientes como por lasitud para rematarlos. La victoria fue total para los afganos. Solo faltó para culminar su triunfo la captura de los cañones, pues los persas habían tenido la prudencia de introducirlos de nuevo en la ciudad durante la batalla. Ese detalle resultaba muy molesto para Mahmud. Ispahán ya no tenía defensores, mas no por ello estaba tomada. Las tropas se entregaron ruidosamente a acciones de gracias a Dios y su profeta, y luego al reparto tumultuoso del inmenso botín arrancado a los despojos de los muertos. Sin embargo, el rey vencedor estaba de sombrío talante; de nuevo se hallaba ante el mismo irritante problema. ¿Cómo apoderarse de aquella capital desarmada, con sus inmensas riquezas al alcance de la mano, pero que aquellas malditas fortificaciones seguían protegiendo?