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A finales de invierno, en Jiva, los puestos de esclavos no se hallaban muy bien provistos. Las grandes razias de los saqueadores se llevaban a cabo algo más tarde, ya entrada la primavera, cuando los campesinos o los cazadores se aventuraban demasiado lejos en los campos. Tampoco había gran demanda. El mercader que adquirió a los cuatro hombres casi logró arrancar lágrimas a los kirguís al pagarles el precio acordado, pues no dejaba de quejarse de que estaba realizando un enorme esfuerzo. Ahora bien, en privado confesaba de buena gana que había hecho un gran negocio.

Pese al largo camino recorrido, los cuatro nuevos esclavos tenían excelente aspecto. La suave primavera del oasis les había devuelto los colores. Alimentados durante aquellas largas semanas con corderos de la estepa y leche fresca, no mostraban la menor grasa superflua y sus cuerpos se habían curtido con el ejercicio al aire libre.

Abandonaron con sincero pesar a los kirguís que los habían capturado, pues habían acabado por sentirse como de la familia con aquellos compañeros de penurias. Ellos, aunque esclavos, se quedaban en una ciudad próspera habitada por sus semejantes, mientras que aquellos pobres parias regresaban a sus terribles desiertos. Les desearon buena suerte.

Desde el primer día, el mercader tomó a su cuidado a sus nuevas adquisiciones. Antes que nada les hizo quitarse aquellos pingajos, pues olían tan fuerte a pieles y a leche cuajada que habrían ahuyentado al comprador más entusiasta. Acto seguido les llevó a un hammam, siempre atados unos a otros, donde procedieron a enjabonarse con alborozo en las calientes aguas que brotaban de la tierra. Por la tarde el mercader les permitió envolverse con túnicas de tela, pero al día siguiente les hizo comprender que durante la jornada serían presentados a la venta con un atuendo más sucinto, compuesto de una pieza de algodón blanco ceñida con tres vueltas en torno a los riñones y la entrepierna. Así se podrían apreciar sin estorbos sus defectos y cualidades, al menos en lo concerniente al físico.

La casucha donde estaban expuestos podía contener una veintena de muestras. Cuando llegaron solo había un hombrecillo muy flaco, encorvado y con las costillas salientes, que daba lástima ver. Era montenegrino, raza de ordinario robusta pero que en él mostraba la excepción a la regla. En efecto, Nicolás nunca había sido ni más grueso ni más fuerte. De creer en sus palabras, la cautividad más bien le había engordado. No quiso contar cómo había ido a parar a aquel mercado, discreción que hacía sospechar que pudiera tratarse de un soplón. Como contrapartida, era prolijo en consejos de mantenimiento.

—Si quieren venderse, deben mantenerse muy erguidos, así, miren.

Abombó el enjuto y diminuto torso y se golpeó con los huesudos puños el esternón, que sobresalía a flor de piel.

—¿Y por qué íbamos a querer vendernos? —preguntó Jean-Baptiste—. ¿Acaso es una suerte envidiable convertirse en esclavo?

—Envidiable tal vez no, pero preferible a la condición de esclavo sin amo, créanme. Fuera de aquí al menos uno se pasea, se mantiene activo. Las gentes de este país no son muy duras con sus siervos. He visto pasar a muchos de ellos y todos los testimonios coinciden. Por lo demás, seguro que lo han oído decir, en Oriente todo el mundo se proclama esclavo de todo el mundo, y no hay título más honorable que el de serlo del rey. Cuidado, yérganse, viene gente.

Tres o cuatro compradores pasaban con aire taciturno, se detenían ante el puesto y luego proseguían su camino.

—Si quieren saber mi opinión, temen tener que pagar un precio elevado. Miren, si no, esas musculaturas, esas dentaduras, esos cabellos. ¿A quién se le ocurre tener una pinta como la suya? Verdaderamente, tengo ganas de que se larguen de una vez. Así las cosas, pronto no serviré para nada.

—¿Servir para nada? —repitió Juremi con asombro.

—Son ustedes muy amables, pero no finjan que no se han percatado. Soy invendible. Incluso se plantearon libertarme, hasta tal punto supongo una molestia. Sin embargo, a un mercader se le ocurrió la idea de comprarme por una nonada y utilizarme como contraste. A mi lado, incluso el menos dotado parece más robusto. ¿Por qué creen, si no, que me sitúo siempre al lado de este?

Señalaba a Bibitchev. Con sus rodillas patizambas y su interminable torso lampiño, hundido por delante como si hubiera recibido un tremendo puñetazo, el policía ponía de manifiesto la insolente salud de los otros tres.

George, que había escuchado la conversación, intervino por fin.

—Lo cierto es que no nos gustaría que nos separasen.

—En cuanto a eso —afirmó el montenegrino—, no hay gran cosa que hacer. La suerte decidirá. No obstante, dense cuenta de que sus intereses sobre ese punto coinciden con los del comerciante que los vende. Sin duda hará todo lo posible para colocarles en lote.

—¡En lote! —repitió con aire sombrío Juremi.

Acudían a su mente ideas nostálgicas de evasión, imágenes de kibitkas en la nieve. Volvía a ver a Kutulun y las ocasiones desperdiciadas por aquel botarate de George. Soltó un suspiro.

Los días siguientes transcurrieron al mismo ritmo lento, y el aburrimiento se adueñó del lugar. A la espera de alguien dispuesto a comprar había transcurrido una semana, lo que supuso al menos el deleite de regresar una vez más al hammam.

—Solo por curiosidad, he preguntado su precio —les dijo una mañana Nicolás—. Es muy razonable. Sin embargo, no me desdigo, los clientes pasan de largo porque piensan que valen ustedes una fortuna. Así que me permito cambiar mis primeras recomendaciones. No se yergan demasiado; eso confiere un aspecto insolente y marcial, y tal vez teman que se produzca una rebelión. Más bien aflójense un poquito, de ese modo les creerán más asequibles.

Salvo Bibitchev, que no podía ponerse de otro modo que tieso, los tres candidatos se encogieron cuanto les fue posible, hasta el punto de parecer descuidados.

—Pues parece que la cosa no va mejor —dijo Nicolás, perplejo, al cabo de otros dos días infructuosos—. Pero no se desanimen. Con la primavera llegarán los campesinos, que no tienen tanta práctica, y solo con que uno de ellos sea algo corto de vista…

Es de creer que el astuto veterano tenía un sexto sentido. Apenas habían transcurrido un par de días cuando una hermosa mañana vieron que el mirlo blanco se plantaba ante ellos. Era un viejecito muy enjuto, vestido con una larga túnica de lana bajo la que asomaban unos pantalones ceñidos en los tobillos. Llevaba un grueso bastón de madera, que mantenía horizontal por detrás de los hombros y el cuello. Las manos le colgaban a uno y otro extremo del bastón como si estuviera crucificado. Su gorro plano de fieltro, encasquetado a fondo en la cabeza, parecía un fuelle.

—Vaya —cuchicheó Nicolás—, un afgano.

El anciano continuaba inmóvil, mirándolos. Resultaba muy molesto, porque desde hacía dos días la brisa que bajaba de las montañas les ponía la carne de gallina y teñía de azul sus manos. Se esforzaron por adoptar un aspecto menos aterido.

—No hace falta que pongan gran empeño, no ve nada —observó Nicolás.

En efecto, los párpados resecos del campesino se abrían sobre pupilas blanqueadas por turbias nubes. No era ciego, pues no avanzaba a tientas, pero no debía de distinguir demasiados detalles. Poco después llamó, con un grito de pastor, arrullador y mareante. El mercader apareció a la puerta de la casa de té donde pasaba la jornada y se puso a disposición del cliente. Turcomanos y afganos, aunque vecinos, hablan lenguas muy diferentes, pero el anciano debía de proceder de una región fronteriza y se expresaba en turco con bastante soltura, de modo que las negociaciones se llevaron a cabo en esa lengua.

—¿Cuántos necesita? —preguntó el mercader.

—Dos.

—En tal caso, no vacile, quédese con los mejores.

Agarró a Nicolás el montenegrino y a Bibitchev por un brazo y los empujó hacia el afgano. Este depositó el bastón contra la tarima del puesto y se acercó a los dos esclavos para palparlos con su mano huesuda, experta en corderos. Los examinó uno tras otro girando un poco la cabeza hacia abajo, lo que los colocaba en el eje del único resquicio a través del cual la luz podía incidir aún en el fondo de sus ojos enfermos. Rechazó de inmediato y con mal humor al desdichado Nicolás.

—¿Qué les había dicho? —se quejó el montenegrino—. Ni siquiera los ciegos…

Tras haber examinado a Bibitchev, el afgano regresó hacia donde se hallaba el mercader.

—A lo sumo este, pero ¿no tiene nada más, para comparar?

—Ah, veo que el agá es un experto. Aquí tiene uno que sin duda le complacerá.

Y así diciendo empujó a Juremi hacia la parte delantera de la tarima. El viejo afgano pasó la palma de la mano por el gigantesco torso del protestante, recorrido por enormes costurones. Sin embargo, las cicatrices no impresionaron tanto al labriego como las dimensiones del pecho y la dureza de los músculos.

—¡Un gigante, a fe mía! —exclamó con vivacidad—. Sí, sí, este me conviene sin la menor duda. ¿Tiene otros para completar el lote?

—Por desgracia, los que me quedan van juntos —dijo el mercader con aires de importancia—. Si se los lleva a los dos, además del gigante, nos entenderemos. Pero no quiero separarlos, porque con uno solo no obtendría la mitad del precio.

Dicho esto, hizo que Jean-Baptiste y George se adelantaran. Tras examinarlos, el afgano se mostró satisfecho y luego se puso a cavilar.

—Lo cierto es que no vengo por mi cuenta —precisó—. Hemos perdido a muchos hombres en nuestro valle; este invierno ha sido muy crudo y ha estado lleno de miasmas. Me han hecho un encargo y me llevaría gustoso a los tres, pero el precio…

Se entabló una prolongada discusión. Afortunadamente la mañana estaba muy avanzada y el sol, al pegar en el tejado de palma, había caldeado la tienda hasta el punto de que los taparrabos bombachos de los hombres allí expuestos resultaban suficientes e incluso confortables. La idea de irse los tres juntos alegraba sobremanera a Jean-Baptiste, George y Juremi. El único que mostraba una expresión sombría e incluso desesperada era Bibitchev.

A lo largo de toda aquella aventura, el espía no había renunciado a descubrir un hilo conductor, un indicio, en resumen, la trama cuidadosamente oculta pero necesariamente presente de una conjura. Los kirguís que los raptaran ¿se habían presentado allí por casualidad? Desde luego que no. Por lo demás, los otros tres habían fraternizado de inmediato con aquellos nómadas. Cabía preguntarse si no les estarían esperando en el fondo de su agujero. ¿Acaso no era la vía elegida para sacar el oro que habían conseguido en el kurgán? ¿De qué otro modo hubieran podido deshacerse de él con tanta comodidad?

Todo aquello resultaba prodigiosamente hábil, pensaba el policía, pero los sospechosos habían cometido un único error: contar con su ingenuidad. Todas las noches, desde que se pusieran en camino hacia Jiva, Bibitchev redactaba mentalmente un despacho para Moscú y se lo aprendía de memoria. En cuanto tuviera a su disposición una pluma y papel, transmitiría todo aquello. Entretanto debía desbaratar aquella nueva celada. A su manera hipócrita y bonachona, los temibles conspiradores trataban sencillamente de desembarazarse de él.

El mercader y el afgano estaban a punto de cerrar el trato. En aquel momento limaban las últimas diferencias para que el dinero del uno se ajustase al precio que pedía el otro. Entonces el ruso reparó en que el viejo afgano dirigía a menudo sus ojos blancos hacia él.

El mercader había puesto a Bibitchev en un aparte respecto de los otros tres, cuya venta casi estaba acordada. Sin embargo, no cabía de ello la menor duda, el comprador miraba de soslayo en su dirección. Tal vez tuviera intención de incluirlo en el lote para conseguir un buen precio. En cualquier caso, el ruso se resignó a esperar. Adoptó una postura conveniente, abombó cuanto pudo su flaco torso, tensó como un gimnasta los fibrosos músculos de sus brazos, flexionó las piernas y exhibió toda la dentadura en una amplia sonrisa. Todos se sentían enternecidos al ver cómo aquel celoso policía realizaba tantos esfuerzos por encontrar comprador.

El viejo afgano se había acercado para contemplar aquellos ejercicios, y Bibitchev redobló sus mímicas gloriosas y los gestos atléticos.

—No —dijo al fin el afgano meneando la cabeza—, este se muestra agitado, sin duda comerá demasiado.

Y sacó la bolsa para pagar por los otros tres.

Tras haber estado tan cerca de salvarse, Bibitchev adoptó de repente la fisonomía de un hombre derrotado. Apeló a la humanidad de sus compañeros aun cuando no creyera demasiado en ella.

—Tengan piedad de mí —les dijo—. Tengo ocho hijos, ¿qué será de mí si me dejan aquí solo?

El montenegrino acudió en su ayuda. No le apetecía lo más mínimo verse suplantado por aquel ruso en el papel de reclamo. Tras su prolongada estancia en Jiva, Nicolás se desenvolvía lo bastante bien en el dialecto de los turcomanos para interpelar al mercader en esa lengua y susurrarle algunas palabras, que el afgano no comprendió.

—Ha conseguido usted un precio excelente, incluso un tanto exagerado —le dijo—. Pídale dos tomanes más y líbrese del ruso. Con él solo no podrá hacer un trato mejor.

Sin decir una sola palabra, el mercader se dispuso a seguir tan prudente consejo, tanto más cuanto que al sacar el afgano su oro, le habían entrado unas ganas rabiosas de concluir el asunto y apoderarse de él. A mediodía, la transacción había finalizado. Jean-Baptiste, George, Juremi y Bibitchev, de nuevo vestidos, seguían muy alegres por las callejuelas del kanato al afgano que los había adquirido. Les llevó a otro rincón de los bazares, al puesto de un herrero que les fijó unas cadenas sujetas a los tobillos con dos anillas de acero remachadas. Eran lo bastante largas para permitir zancadas, pero demasiado pesadas para correr, y tan sonoras que no les resultaba posible moverse sin que tintinearan. Esta disposición permitía tener la certeza de que no se escaparían, sin necesidad de maniatarlos o de ligarlos unos a otros. Tan pronto como se encontraron así aherrojados, los tres hombres experimentaron de nuevo el sentimiento de haber nacido libres.

Acompañaron a su nuevo amo al caravasar donde había dejado a sus dos asnos. Al alba del día siguiente se pusieron en camino a lo largo del Amu Daria. Hacia el sur, el río se hallaba rodeado de un fértil valle plantado de tamarindos y áloes. Abundantes rebaños chapoteaban en torno a los pozos y se saciaban del agua clara que chicuelos reidores, medio desnudos, sacaban de la tierra por medio de cabrias de madera que maniobraban un cubo de cuero.

Sin embargo, a medida que lo remontaban hacia sus fuentes, el río se adelgazaba y tomaba el aspecto de un arroyo de montaña. Las noches, frescas al principio, se habían vuelto verdaderamente frías, cruzadas por borrascas heladas que bajaban con celeridad de las cumbres. No tardaron en desviarse hacia Herat, en el sur, a través de planicies desoladas.

Todo el alborozo de Jiva les había abandonado. De nuevo se les devolvía a la condición de viajeros que conocían demasiado bien; antaño había colmado de entusiasmo sus vidas, mas al presente era la causa de sus desdichas. Ya no gozaban de libertad, ni albergaban esperanza alguna. Incluso la diversión que sus almas cautivas podían sentir al contemplar a otros seres humanos y la vida en las grandes ciudades, o incluso en los pueblecitos, se había acabado. Solo les quedaba la pura desesperación, tan áspera y fría como las rocas plantadas, en sustitución de las plantas, en aquel decorado de montaña lunar.

Un día, mientras montaban un campamento a la caída de la tarde, una visión atroz sobrecogió a Jean-Baptiste. Saba, su amada hija, apareció ante él, tan real como si la tuviera ante sus ojos, con sus cabellos en llamas, sus ojos negros, su ternura infantil. Se hallaba en gran peligro y gritaba. Dejó lo que estaba haciendo y clavó la mirada en el desierto de piedra, por el que olas de viento corrían, a ras del suelo, con un ruido aflautado. Deseaba extender las manos para tocar a su hija, tomarla entre sus brazos, defenderla.

Me estoy volviendo loco, pensó.

No podía saber que en ese mismo instante, en Ispahán, acólitos de Yahia Beg forzaban su puerta y, con la seguridad de la gente bien informada, se dirigían al dormitorio de Saba para apoderarse de la joven, que daba alaridos desgarradores. Y sin embargo, la oía. Al igual que oía, sin percibir el origen, los sollozos y maldiciones que Alix, postrada de hinojos entre las rosas, profirió hasta bien entrada la noche, inundando de lágrimas la tumba vacía de Jean-Baptiste. ¿Era ella quien le llamaba, o bien se trataba del viento procedente del Himalaya, cargado del murmullo de los tibetanos, cuyos santuarios acababa de sobrevolar? Y aquellas palabras consoladoras, suaves y redondas como cantos rodados, cuyo sentido no lograba captar, ¿cómo hubiera podido saber que era Françoise quien las pronunciaba, mientras acariciaba los cabellos de su desesperada amiga? Alix se maldecía, se acusaba de todo, gritaba el nombre de Jean-Baptiste. Sin embargo, su alma, todavía demasiado ajena a Oriente, no podía concebir que los dolores más profundos pudieran mezclarse con los elementos, recorrer toda la tierra, hasta el punto de ser oídos en sus confines.

Jean-Baptiste, por su parte, empezaba a creer en tales misterios. No pudo librarse de la idea de que aquella visión no se circunscribía únicamente al ámbito del sueño y que quizás había acontecido realmente en alguna parte.

Preciso es señalar que durante aquellas prolongadas marchas, aquellas noches vacías, los sueños se habían convertido en compañeros para ellos. Se los contaban por la mañana, y en ocasiones incluso durante la etapa de la tarde. Juremi pensaba en Françoise, vivía con ella momentos dichosos e imaginaba grandes viajes a los que la llevaría. Desde aquella brutal aparición, Jean-Baptiste no dejaba de ver a Alix y Saba y ya no abandonaba, entre pasado y presente, su permanente compañía. Incluso George cedía a sus ensoñaciones. No obstante, como concernían a su famoso secreto, se negaba a hablar de ellas y guardaba sus quimeras para sí.

No se preocupaban demasiado de saber dónde se encontraban, si Herat aún se hallaba lejos o no, como tampoco si esa ciudad constituía realmente su punto de destino. Caminaban igual que se vive, sin concebir un alto en el camino ni objetivo alguno, ni siquiera un final. Tal vez incluso se hubieran convencido de que habían muerto si una tarde Jean-Baptiste no les hubiera recordado el proverbio que antaño le confiara un abisinio: Si el mendigo no viera mantequilla en sus sueños, se moriría de hambre.