Si algún día os entran ganas de fundar una gran religión, hablad, enseñad, vivid, dad ejemplo con vuestra existencia, pero sobre todo no escribáis nada. Ninguno de los grandes precursores, como Jesús, Mahoma o Buda, trazó ni una sola palabra de su puño y letra. Sin duda eso es lo que preserva la fuerza original, propagadora y vital de su mensaje. En épocas sucesivas, laboriosas generaciones de sacerdotes han gozado de completa libertad para solidificar esa fuente en el hielo de sus escritos y sus interpretaciones. A Zoroastro no le cupo tal desgracia o tal suerte. Sus enseñanzas no fueron codificadas, y las más extravagantes prácticas mágicas se pudieron considerar sus herederas sin que nada permitiese desmentirlas.
Por la época en que Yahia Beg se propuso restaurar su uso oficial, tales cultos habían caído en el olvido adecuado para permitir toda suerte de innovaciones. El templo de Abbás Abad era un altar corriente de piedra en el centro de un terreno libre de edificaciones y que, por esa razón, servía de lugar de citas y de muladar. En previsión de la ceremonia, el astrólogo envió a una pequeña cuadrilla de sus esclavos a limpiar la zona y cubrir el perímetro de aquel recinto con ramas de palmera. Sobre todo, había que mantener alejados a los habituales del lugar y los curiosos. Se publicó un edicto que castigaba con la pena de muerte al primero que osara acercarse e incluso mirar de lejos. A medianoche, todos los haces de leña estaban amontonados, y los troncos preparados detrás de un murete. Yahia Beg, vestido con una suntuosa túnica roja, fue personalmente algo más tarde a buscar al rey en la lujosa carroza de su propiedad. Para cuando el soberano estuvo preparado y llegó al recinto —solo, era una condición esencial—, eran las cuatro y media de la mañana. Los numerosos esbirros del astrólogo habían encendido una enorme hoguera. Grandes brasas de pino, que chisporroteaban debido a la resina y desprendían un intenso aroma, ardían bajo las llamas, produciendo una intensa luz roja. Yahia Beg acomodó al rey en una alfombra, cerca del fuego y en el eje del altar. Unos instantes después, el desdichado Hussein estaba chorreante de sudor. Sin embargo, la zarabanda que había desencadenado el adivino a su alrededor disuadió al rey de moverse del sitio. Las palmadas de numerosas manos a ritmo lento, la mareante salmodia de voces graves y el ritmo obsesivo de los atabales, con la piel totalmente tensada, se conjugaban con el calor y el resplandor carmesí de las brasas para volver fascinante la escena. Al poco entregaron al rey un frasco que contenía un licor bendito, y Hussein sintió con placer cómo se prendía otro incendio, esta vez en la profundidad de sus entrañas.
Transcurrida una hora de aquellos trances, el sol asomó por el horizonte. El rey estaba situado de tal manera respecto al altar que el disco incandescente afloraba precisamente para él en la superficie de aquella gran piedra plana, lo cual le producía la ilusión de verlo salir de un sarcófago completamente tinto en sangre.
—Mira, Hussein —murmuraba Yahia Beg—, hijo del Sol. Míralo.
El rey quería entornar los ojos, pero el adivino le obligaba con toda su fuerza a abrirlos de par en par.
—La luz expulsa al mal —gritaba el mago—. Arimán retrocede. Se debilita. Huye. Mira, Hussein.
El sol había salido por completo de su tumba. Dominaba el altar y mezclaba su luz al calor de las brasas que se consumían a los pies del rey.
—Ahora nos dirá qué es lo que puede apaciguarle —exclamó el adivino—. Ahura Mazda, ¿qué quieres?
El rey, que seguía con los ojos desmesuradamente abiertos frente al astro, estaba cegado por completo, empapado en sudor, y se sentía muy débil. En tal estado de trance recibió comunicación de los deseos del astro dueño y señor del mundo. Una voz ronca surgió de detrás del altar, la de un comparsa de Yahia Beg elegido con cuidado para clamar la adivinación; una angina membranosa, mal curada en la infancia, obstruía su garganta, que producía un sonido apenas humano.
—Quiero que tres vasos ceremoniales de cinabrio rojo intenso ardan día y noche en el palacio de mi hijo Hussein.
—¡Tres vasos ceremoniales de cinabrio rojo intenso! —repitió Yahia Beg, aullando al oído del soberano, que tenía la mirada extraviada.
—Quiero que Hootfi Ali Kan sea azotado en público hasta que su piel se convierta en una llaga escarlata.
—¡El gran visir, azotado en carne viva! —gritó el adivino.
—Quiero cien rubíes de veinte quilates para adornar las vestiduras de los sacerdotes de Persépolis.
—¡Cien rubíes de veinte quilates! —vociferó el mago.
Aunque el sol brillaba ya con toda su fuerza, el rey, que seguía con los ojos desmesuradamente abiertos en la dirección del astro, no parecía sentir su quemadura.
—¿Es eso todo? —gritó Yahia Beg.
—¡No! Quiero que toda la guardia real de mi hijo Hussein presente batalla con uniforme rojo mañana mismo.
—Batalla mañana sin falta para la guardia.
—Mi guardia… —musitó Hussein, que se hallaba por completo en otro mundo.
—¿Has terminado? —concluyó el adivino, que no esperaba otras peticiones.
—¡No! Solo me sentiré satisfecho si dentro de tres lunas se inmola en este mismo lugar a una virgen roja.
—¿Una virgen roja? —exclamó Yahia Beg, dirigiendo la mirada hacia el altar.
Es de creer que también su acólito se había dejado llevar por la escena. Habían convenido que el astro pediría el castigo del primer ministro y la eliminación de la guardia, es decir, los rivales más temidos por el mago. Pero he aquí que el individuo que desde las sombras hablaba en nombre del Sol se había dejado llevar de una repentina inspiración personal y había añadido algo por su cuenta. La doctrina de Zoroastro, hasta donde se la conoce, reprobaba los sacrificios de tal naturaleza y había suavizado respecto a ese punto las rudas tradiciones del mazdeísmo. Llevado de su celo, aquel imbécil había permitido que hablase por su boca el viejo instinto del antiguo Irán y había inventado aquella absurda historia de una virgen roja. ¿Y cómo desmentirla ahora?
—Una virgen roja —repitió Hussein, mostrando bien a las claras que había captado la idea.
—Sí, majestad, dentro de tres lunas —confirmó Yahia Beg, furioso pero forzado a someterse a los designios del Sol—. Por ahora creo que eso es todo —añadió con voz sonora para poner término a las fantasías de su comparsa.
—¿De modo que eso es todo? —dijo el rey, cubriéndose los ojos con las manos—. ¡Pues sí, eso es todo! ¡Maravilla, oh maravilla!
Y de repente volvió a caer en trance, tan desarticulado como un títere, en los brazos de su victorioso astrólogo.
En el caos que la llegada de los afganos había producido en Ispahán, el menor acontecimiento adquiría un relieve inquietante. La convocatoria de Françoise en casa del nazir provocó una conmoción en toda la casa, donde reinaba el plausible temor de que se tratase de una medida de fuerza contra la desdichada, no recuperada todavía de su traumatismo en el brazo.
Las autoridades persas, humilladas por su derrota, tomaban las decisiones más extravagantes. ¿Acaso no se decía que el rey se hallaba bajo la influencia irremisible de su mago, hasta tal punto que se echaba de menos el rigor de los mulás más extremistas? ¿A qué ignominia cedería aún el nazir, a quien sabían capaz de todo por conservar su puesto y sus privilegios?
En ese estado de ánimo tan alterado subió Françoise al coche enviado en su busca por el gran superintendente. Alix y Saba se despidieron de ella como si estuviera a punto de emprender un largo viaje, cuando apenas tenía que recorrer la anchura de los Cuatro Jardines. Daba pena ver a la pobre mujer. Fatigada, con la expresión tensa, aún arrastraba el estorbo de una delgada plancha de madera envuelta en vendas con la que le habían entablillado el brazo. Resultaba difícil desnudarla, por lo que desde hacía varios días llevaba el mismo vestido sencillo, de paño marrón, que evidenciaba desagradables muestras de negligencia.
Cuando la ayudó a descender del vehículo, el nazir se mostró afligido al hacer el inventario de aquellos desperfectos.
¿Cómo voy a conseguir que suba la puja con semejante artículo dañado?, se dijo.
Con gestos corteses, mostró el camino a la visitante. En lugar de entrar en el palacio propiamente dicho, se dirigieron hacia el pequeño pabellón circular donde en el pasado Poncet acostumbraba aguardar a su cliente. Construido con celosía, bastante oscuro aunque estuviera abierto por todas partes, aquel templete se hallaba rodeado de un canal en el que flotaban nenúfares y que franqueaba un pequeño puente de madera arqueado, al estilo chino. El nazir precedió obsequiosamente a Françoise para cruzarlo, la acomodó en una tumbona bajo techado de aquella estructura y acto seguido desapareció.
Apenas acababa de sentarse, cuando Françoise tuvo un sobresalto. Había alguien a su espalda que no cesaba de sollozar. Al volverse vio al otro extremo del pequeño pabellón a un ser tan horriblemente deforme que al principio no lo había distinguido de los pámpanos que trepaban a lo largo de las columnillas. De repente sintió que gozaba de la más perfecta salud en comparación con un individuo a quien el despiadado puño de la vida había estrujado sin compasión. El hombre yacía hecho un ovillo en una silla de ruedas y lloraba a lágrima viva.
—¡Dios mío! —musitó Françoise muy cerca de él—. Mi pobre señor, ¿por qué está tan triste?
Al instante se reprochó aquella pregunta, pues en semejante estado ni el alma más optimista podría conservar el menor atisbo de alegría.
—Por mi gato —gimió Leonardo, sorbiendo por la nariz.
—¡Su gato! ¿Dónde está? ¿Acaso lo ha perdido?
—Ha muerto —berreó el pobre inválido, abriendo una boca rosada de hipopótamo.
—Qué desgracia… ¿Y cuándo ocurrió?
—Hace ocho días.
—Bueno, ya es hora de empezar a olvidarlo… —apuntó con prudencia Françoise.
—¡Olvidarlo! —saltó Leonardo, mirándola como si se tratara de una víbora—. Sepa, señora, que Piano se encuentra en este preciso momento en una caja de madera, sobre mi mesa de trabajo, y que nada en el mundo logrará que me decida a cerrarla.
Françoise retrocedió con un estremecimiento de horror.
—Era el animalito más tierno, señora, el más exquisito…
Mientras hablaba, Leonardo había atrapado la mano sana de Françoise y la estrechaba entre las suyas, las mismas, pensó ella con repugnancia, que no hacía mucho manoseaban unos despojos inertes.
—¿Y puede saberse qué necesidad le ha impulsado a abandonar a ese querido difunto para venir a refugiarse al fresco de este cenador? —preguntó Françoise, que aprovechó para retirar la mano con discreción.
—¡Pues el nazir, claro! ¿Qué otro hubiera sido capaz de tamaña crueldad, señora? Imagínese, precisamente hoy necesita a dos dragomanes. Para mi desgracia, yo soy uno de ellos.
Se disponía de nuevo a prorrumpir en sollozos cuando de pronto se produjo un movimiento en el jardín. El nazir hizo estremecer el puentecillo al cruzarlo casi corriendo. Agarró la silla de ruedas de Leonardo y la situó atravesada en la entrada del pabellón que daba al puente. Françoise volvió a sentarse en la tumbona y el nazir, tras haber comprobado aquella instalación, corrió a apostarse en el centro del puente, en la parte combada. Dos hombres habían aparecido al otro lado del foso, un persa con la barba impecablemente recortada y un anciano franco que se cubría los ojos con la mano a modo de visera para mirar hacia el pabellón.
El persa gritó unas palabras al nazir en su lengua.
—¿Qué dicen? —preguntó Françoise a Leonardo, que le tapaba la vista.
—Solo tengo derecho a traducirle las palabras del nazir —repuso este, muy digno.
¿Qué significaba aquella pantomima? Françoise no entendía nada en absoluto. Por fin, el nazir se dio la vuelta y pronunció una breve frase.
—La saludan desde la orilla —dijo Leonardo mientras se enjugaba las lágrimas.
—Pero ¿quién?
—Y le preguntan si se encuentra en buen estado de salud.
—Sí, sí, me encuentro bien, pero ¿hará el favor de decirme…?
Leonardo gritó la traducción, cuyo eco llegó hasta el jardín, donde el persa barbudo la tradujo de nuevo. Una respuesta se encaminó en sentido contrario.
—¿Le gustaría regresar a Europa?
—Pero bueno, señor, ¿me dirá de una vez…?
Françoise, impaciente por aquel ridículo interrogatorio, empujó un poco a Leonardo y se plantó en la puerta del pabellón.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡El cónsul!
Se cobijó de nuevo en las sombras a toda prisa; sin embargo, se había demorado unos instantes y la luminosidad de la primavera de Ispahán, de gran pureza, había dibujado con tal precisión sus rasgos que incluso al señor De Maillet le fue dado contemplarlos. El cónsul retrocedió a su vez e hizo una pregunta en voz baja, traducida para el nazir y que finalmente reprodujo Leonardo.
—¿Su nombre es Françoise?
El nazir sabía su nombre; no obstante, había considerado más político que respondiera por sí misma a la pregunta.
—Sí —admitió ella, con los ojos cerrados.
Apenas hecha esta confesión, se produjo un gran revuelo en todo el jardín. El anciano se había puesto a gritar y la mujer podía oír sus alaridos.
—¡Una lavandera! —vociferaba—. Mi sirvienta en El Cairo… Se descubrió el pastel… ¡Impostura!…
El nazir hizo una seña, y unos guardias ocultos detrás de los árboles salieron de todas partes y se llevaron con presteza al viejo hacia la casa. Su intérprete sufrió idéntica suerte sin tantos miramientos.
Cuando la calma reinó de nuevo, el nazir presentó sus excusas sin aclarar el incidente.
—Un viejo loco —dijo—. Insistió en verla pero yo tenía la sospecha de que era para armar un escándalo. Puede estar tranquila, señora; regrese a su casa y tenga la magnanimidad de no guardarme rencor por esta molestia.
Françoise se limitó a dar las gracias a sus anfitriones, y subió muy digna al carruaje que la llevaría de vuelta a casa.
Un poco antes, apenas diez minutos después de que Françoise hubiera salido para dirigirse a casa del nazir, un desconocido había llamado a la puerta del jardín de Alix. Se trataba de un soldado persa, que se había echado un capote de fieltro sobre el uniforme. Sin embargo, por el pantalón blanco que asomaba por debajo, se podía ver que pertenecía a la guardia real.
Alix lo recibió sobre el cuadro de césped, pues se negaba a penetrar más allá. El soldado le entregó una carta y, con un saludo, desapareció calle abajo. Después de mirar a su alrededor, Alix desdobló el billete y leyó:
Señora:
El rey acaba de ordenar un asalto que llevaremos a cabo mañana, con uniforme rojo de gala. Tal vez consigamos la victoria. Pienso contribuir a ella con todas mis fuerzas, pero no podré ser testigo de la misma pues me encontraré en primera línea y me será imposible salir con vida del combate.
La certeza de la desaparición comporta ciertos privilegios, el mayor de los cuales consiste en poder ser sincero. Me curó usted de un amor doloroso al descubrirme otro. Si hubiera vivido, un único pensamiento llenaría mi mente: cuándo y cómo decirle lo que siento. Al desaparecer, me cabe la suerte infinita de poder dejar esta simple huella tras de mí. Gracias a usted he entrevisto la felicidad, le he sonreído, sé que existe y moriré sin pesadumbre.
R.
Alix estrujó la carta como si quisiera hacerla desaparecer. Hubiera deseado arrojarla a lo lejos, correr en pos del soldado para devolvérsela, que nada de todo aquello hubiera tenido lugar.
Pero no tuvo tiempo de ahondar en sus sentimientos pues en ese mismo momento la cocinera y el cochero entraron en el jardín y se precipitaron hacia ella.
—¿Dónde está la señorita Saba? —preguntaron al unísono.
—No lo sé. En su habitación, supongo… ¿Qué ocurre?
—Vengo del mercado —dijo la cocinera.
—Y yo de la mezquita —declaró el cochero.
—Vamos, un poco de calma y explicaos de una vez.
La cocinera cogió las riendas de la conversación.
—Los agentes del rey han proclamado por todas partes que buscan a una virgen roja, y conminan a quienquiera que conozca a una que la entregue para uso de su majestad.
—¡Una virgen roja! —exclamó Alix, con una mueca de terror.
—¡Oh, señora, jamás la entregaremos! Pero no debe salir.
—Menos mal —añadió el palafrenero—, que la semana pasada, cuando el cielo estaba en llamas, todas ustedes tuvieron la precaución de cubrirse con un velo.
—Pero ¿se puede saber de quién estáis hablando? —quiso saber Alix.
—Pues de la señorita, de su hija, tan pura y con sus cabellos rojos.
—Saba —musitó Alix como para sus adentros—. Una virgen roja.
Jamás se le hubiera ocurrido designar así a su hija, y no obstante, sí, cabía verla de tal modo. Y esas dos palabras eran lo que la amenazaba.
—Nadie la conoce —dijo Alix—. Nunca sale de aquí.
—Hay que ser muy prudente, señora —insistió el cochero—, podría producirse una denuncia…
—¡Una denuncia! —exclamó Alix, estupefacta.
De golpe todo le vino a la mente: la carta que acababa de recibir, las sospechas de Nur Al-Huda… Se le escapó un gemido de pavor. Una denuncia… Con pasos apresurados se dirigió a la cocina y arrojó al horno el billete que acababa de romper en pequeños trozos. Vamos —se dijo—, no hay necesidad de alarmarse; no se enterará de nada. Y más calmada, entró en casa para ir en busca de su hija.
Entretanto, el soldado portador de aquella carta había llegado por fin ante la puerta de la guardia, en el palacio real. Sabía lo que le aguardaba al día siguiente y no tenía la menor prisa por abandonar la ciudad, sus callejas, sus aromas intensos. Antes de entrar en el cuartel, y como un gesto de adiós a la vida, hurgó en su bolsillo, sacó tres monedas de cobre y se las tendió con una sonrisa a la pequeña mendiga harapienta que le había seguido por la calle.
—Toma, y mañana cantarás por mí, gitana.