32

En el silencio de aquella mañana de primavera, todos los habitantes de Ispahán, mudos, encaramados en sus azoteas, y el ejército al completo en el terraplén de mediodía, contemplaban, allende el centelleo del río, la masa negra que se había inmovilizado en la llanura. ¡Los afganos estaban allí! ¡Los bárbaros! ¡La muerte! Las madres abrazaban a sus hijos, los maridos a sus esposas, los ancianos meneaban la cabeza. De pronto todos se decían que había demasiado azul en aquel cielo, demasiada seda sobre aquellos cuerpos, demasiado delicioso barniz sobre la mayólica de las paredes y las hojas de las magnolias. Ispahán la bella, Ispahán la tierna, Ispahán la sensual y refinada, como una joven enamorada, como una criatura dichosa, había olvidado la muerte, que ahora estaba allí, negra y coagulada, en la llanura.

Los afganos no se acercaban más, y a la distancia en que se encontraban no era posible distinguir nada. ¿Estaban montando un campamento? Ningún humo de vivac ascendía en el cielo. ¿Se habían apeado siquiera de sus monturas? ¿Se trataba tan solo de una avanzadilla, que aguardaba al grueso de las tropas?

Batidores persas a caballo describían amplios círculos que en algún momento de su trazado les acercaban a los invasores, y regresaban a la ciudad portando noticias. Cuatro dardabasíes de mal augurio imitaban aquellos círculos en el cielo, y como si la hora de la tragedia se cebase también en las aves, las tórtolas se habían adueñado del silencio de los jardines, para lanzar en ellos sus zureos imprecatorios.

En el palacio real, el panorama más amplio se abarcaba desde lo alto de una atalaya lindante con las cocinas. En esa terraza, protegida por un dosel rojo que sujetaban cuatro esclavos, Hussein, rey de Persia, clavaba la mirada a lo lejos en la simiente negra, allá en la llanura, que contenía en germen el desastre y sin duda su caída. Los cortesanos y los más altos dignatarios formaban un círculo a prudencial distancia; por una vez, todos se esforzaban por no hallarse en primera línea de esa pequeña multitud. Rivalizaban con cruel cortesía por lograr ocultarse unos detrás de otros. Al revés que los apopléticos, que respiran mejor cuando se les sangra, el soberano se sentía aliviado de sus malos humores cuando veía sangrar a los demás. Era de temer que esa mañana sintiera una apremiante necesidad de segar algunas cabezas.

A decir verdad, Hussein estaba más allá de tales diversiones. El vino, su único socorro, ejercía pleno ascendiente sobre él y le gobernaba, confiriéndole un sosiego aturdido y casi indiferente. Miraba con fijeza el horizonte, y nadie habría podido decir qué diablos era lo que podía ver en él.

El terror que embargaba a la corte y la gravedad del momento no bastaban para apagar las conjuras y las rivalidades que dividían a los allegados del rey. La inminencia de una catástrofe precipita la hora de aquellos a cuyas ambiciones ha puesto freno hasta el momento una vida cotidiana demasiado apacible. Si la paz hace que prosperen los hombres razonables, así como el pensamiento convencional y las costumbres refinadas, la tragedia y el caos liberan la iniciativa de las grandes bestias de lo sobrenatural, de aquellos que han mantenido oprimido, en los cofres demasiado estrechos de la vida ordinaria, su inmenso cuerpo de profeta o de héroe y que, entonces, atrapan al vuelo la ocasión de desplegarlo en libertad por encima de los demás hombres.

Así era Yahia Beg, mago y astrólogo, favorito, ciertamente, pero que había sufrido por tener que compartir su influencia sobre el rey con tantos otros y ante todo con los mulás, la camarilla chiita de la corte. La superstición persa, omnipresente, toma prestadas sus formas del islam, pero procede de mucho más lejos, de aquellas eras primitivas en que imperaban los cultos a Mitra y los sacrificios humanos. Los magos, custodios de esas antiguas tradiciones adivinatorias, habían compartido su poder de muy mala gana con los dignatarios musulmanes, y jamás renunciaron por completo a poner en tela de juicio dicha influencia. Un gran drama podía ser la ocasión ideal para ajustar cuentas.

Mientras el círculo de los cortesanos retrocedía temblando de miedo, Yahia Beg avanzó por la terraza y osó plantarse solo ante el rey.

—Majestad —dijo con voz fuerte—, debo anunciaros importantes noticias.

Hussein volvió hacia el astrólogo sus negros ojos, apenas visibles tras unos párpados hinchados semejantes a pequeñas salchichas.

—¿Qué quieres? —refunfuñó.

—Hablaros, señor, mas lo que tengo que deciros no soporta la menor indiscreción y concierne únicamente al soberano.

El tono del adivino era tan firme y encerraba una amenaza tan clara que el rey, pese al esfuerzo que le costaba realizar un amplio ademán, alzó ambos brazos e indicó por señas a toda la corte que se retirase.

Tan solo se quedaron los cuatro esclavos que sujetaban el dosel. Yahia Beg insistió en que también ellos se fueran y Hussein, que se estremecía un tanto en aquella sombra, aceptó con agrado calentarse al sol de tan hermosa mañana.

—Habla —dijo.

—Majestad, lo que tengo que deciros reviste extrema gravedad. Creed que he vacilado largo tiempo y que solo tomo este partido después de haber leído y releído la prueba formal de lo que vaticino tras realizar la lectura de los astros.

A lo lejos, en la llanura, dos humaredas azulinas ascendían hacia el cielo, en la proximidad de los afganos. ¿Habrían montado al fin su campamento?

—Bien —empezó Yahia Beg, y su alta y flaca silueta se recortaba contra la línea lejana de las altiplanicies nevadas de Irán—, hablaré sin rodeos. ¿Nos han protegido el profeta Mahoma y su yerno Ali contra nuestros enemigos?

Guardó silencio durante un rato, hasta que el soberano respondió con embarazo.

—No lo bastante, estoy de acuerdo —murmuró—. Cabe pensar que hemos pecado mucho.

—No, majestad. Vuestro antepasado el sah Abbás no tenía en absoluto unas costumbres diferentes de las nuestras, en particular en lo que concierne a los placeres de la mesa y de la carne, y sin embargo resultó vencedor. Se nos pidió que hiciéramos penitencias, y las hemos hecho. Pero no han servido de nada.

—¿Quiere decir que Dios…? —preguntó asustado Hussein.

—… existe, señor, no lo pongo en duda. No hay más Dios que Dios, eso es un hecho incuestionable. Pero…

—Decir pero supone ya una blasfemia.

—No, majestad, ese pero no concierne a Dios, cuya potencia es infinita y cuyo poder carece de límites. Se aplica únicamente a aquellos que se autodenominan sus intérpretes.

—¡Los mulás!

—Majestad, esto es lo que afirmo. Este país no es para Dios una tierra como las demás. Hizo que un gran profeta viniese aquí…

—Zoroastro.

—Efectivamente, el cual nos mostró la vía correcta por espacio de siglos. Nos reveló el nombre sagrado de Ahura Mazda y nos puso al corriente de los planes diabólicos de Arimán, dios del mal. Durante siglos, los grandes reyes, de Persia obtuvieron su fuerza de ese Dios del sol y del fuego que ilumina, calienta y hace invencible.

Con sus cabellos negros, que le llegaban hasta los hombros, y su mirada fija, la grandeza de Yahia Beg resultaba aterradora.

—¿No estaremos siendo castigados por haber olvidado a ese Dios que nos eligió? ¿Acaso no somos culpables de haber hecho desaparecer su imagen detrás del Dios, verdadero pero muy general, de los musulmanes? A decir verdad, este ha recubierto por completo al otro. Ahora bien, ¿lo ha reemplazado? ¿No será más bien la nueva forma que ha elegido Ahura Mazda para aparecer ante nosotros y manifestar su poder en el mundo? Alá es el nombre tras el que se oculta Dios para todos los pueblos de la tierra; Ahura Mazda, el nombre mediante el cual se desvela al único pueblo que ha elegido entre todos los demás. ¿Acaso no es eso lo que ha querido decirnos al extender ese inmenso fuego sobre nuestras cabezas en la hora de la derrota?

Entonces, volviéndose un poco hacia un lado, Yahia Beg, con un amplio ademán del brazo derecho, designó la sombra amenazadora de los afganos en la llanura.

—Esos comparten el mismo Dios con nuestros mulás. ¿Por qué habrían de vencer?

Guardó un prolongado silencio para dar tiempo a que Hussein se hiciese preguntas.

—Porque no empleamos nuestra verdadera fuerza, majestad —prosiguió al cabo—. Es hora de rasgar el velo y mostrar que somos fieles al único Dios de este país. Para conjurar tales desgracias, es hora de llamar al Dios eterno que estableció una alianza con este país, al Dios milenario de nuestros antepasados, Ahura Mazda.

—Pero ¿qué es lo que exige de nosotros? —preguntó Hussein bajo su embrujo.

—Que le reverenciemos en las formas, majestad, y que consintamos en los sacrificios que pedirá.

—¿Sacrificios? ¿Qué sacrificios?

—Lo ignoro, señor. Lo sabremos esta misma noche si Vos lo decidís.

—¡Terrible elección, en verdad! Entre la negación y la derrota —dijo Hussein, desazonado.

—No, majestad, es la victoria y la reconciliación con las fuentes mismas de vuestra dinastía lo que está al alcance de vuestra mano.

Hussein, en el colmo de la desazón, se removía inquieto en su trono. En aquel momento, los cuatro dardabasíes acudieron a describir su círculo por encima del palacio. Tal vez el rey vio en ello una señal…

—¿Y dónde celebraremos esa ceremonia? —quiso saber.

—Lo ideal hubiera sido dirigirnos a Persépolis —replicó con viveza Yahia Beg, que supo ocultar su triunfo—, a los altares de vuestros antepasados, pero ahora no cabe pensar en ello. Sin embargo, en los arrabales de Abbás Abad hay un antiguo templo que puede resultar conveniente.

—Y… ¿cuándo será eso?

—El tiempo apremia. Empezaremos esta misma noche, a las cuatro, para terminar con la aurora.

A Hassan solo le gustaba una cosa, que le recortasen la barba. Nunca se sentía tan bien como en el momento en que se hallaba recostado en el sillón del barbero, con el cuello acariciado por una toalla caliente, rodeado de frascos de colonia y de espejos… Decididamente, solo lamentaba que sus pelos no creciesen lo bastante deprisa para tener ocasión de ofrecerse semejantes delicias con mayor frecuencia. Como la sabiduría popular afirma que tal crecimiento es más rápido durante el sueño, eso le daba argumentos para prolongar sus siestas hasta las cinco de la tarde. Había dispuesto una alfombra y almohadones al abrigo de la galería de madera antaño utilizada por los gendarmes; desde allí se veía la verja de entrada, el primer jardín y la escalinata de la embajada de Francia, con sus cinco puertas vidrieras. Cuando esa tarde, al despertar, vio que la puerta del centro estaba entreabierta, pensó que estaba soñando. Se acercó con prudencia, la empujó hasta abrirla de par en par y entró. Era la primera vez que penetraba en aquella legación desde la partida de los francos. Todos los muebles grandes estaban en su sitio, y constituían un bello espectáculo: las cómodas torneadas, las largas mesas, los enormes sillones tapizados de terciopelo. Los diplomáticos solo se habían llevado en sus baúles las cosas pequeñas: la plata, los candelabros, los cuadros de dimensiones razonables. Las estancias estaban a un tiempo suntuosamente amuebladas, al gusto europeo, y despojadas de esos detalles que hacen que un lugar parezca habitado.

El sol poniente reverberaba de sala en sala arrancando al pasar destellos de oro a las molduras e irisaciones azuladas al cristal de las arañas. Por prudencia, Hassan avanzaba en silencio y con pasos sigilosos. No vio a nadie en la entrada ni en el gran salón, y asomó la cabeza por las cocinas, que estaban vacías. Por último se dirigió hacia el despacho del embajador, que daba directamente al jardín. Por una postrera cuestión de etiqueta, habían cubierto los muebles de aquella estancia con fundas de tela cruda. Al partir, el mayordomo de la embajada se había resignado a que esta fuera saqueada, pero no había podido soportar la idea de que los muebles se llenasen de polvo. Al escrutar la habitación, Hassan tardó unos momentos en distinguir, en medio de aquellos fantasmas blancos, la silueta de un enjuto y digno viejecito que se había acomodado con severo continente tras el gran escritorio estilo Boulle.

Hassan había conseguido su puesto de trabajo gracias a un dominio conveniente del francés, que aprendió en la infancia mientras jugaba con la progenie de un comerciante. No obstante, cuando el señor De Maillet le dijo, en tono bastante seco, que entrara y tomase asiento, el persa se lo hizo repetir tres veces, convencido de que no entendía en absoluto la lengua de los espectros.

—El brigadier Chauveau ya me había dicho que era usted honrado —prosiguió el cónsul, sin dejar tiempo al desdichado para recuperarse de su asombro—. ¡Le felicito! Todo sigue en su sitio. Lo ha cuidado usted muy bien.

—Pero ¿quién…, quién es usted?

—El señor De Maillet, cónsul de Francia.

Al pronunciar tales palabras, con las manos planas sobre la superficie de cuero de la mesa, consciente de que a su espalda colgaba el retrato del rey Luis XIV, pues los tumultos de la Regencia no habían permitido reemplazarlo todavía, el señor De Maillet notó que le temblaba un poco el labio, pero supo contener la emoción que le embargaba.

—¿Tiene un correo? —preguntó, a fin de dirigir la conversación hacia apaciguadoras cuestiones prácticas.

—¿Un qué, excelencia?

—Un mensajero, alguien que pueda ir y venir por la ciudad y llevar cartas.

—El hijo mayor de mi hermana, si le parece bien…

—Perfecto. Le necesitaré a partir de hoy mismo. Dígame, ¿sabe a cuál de los personajes de esta corte llaman el nazir?

—¿El nazir? Desde luego, excelencia. Es el gran superintendente de los dominios del rey.

—Pues bien, quiero hacerle llegar un mensaje esta misma tarde. ¿Lee francés?

—No lo creo, excelencia, pero puedo traducirlo si no es secreto.

El señor De Maillet había encontrado, en el fondo de un cajón casi vacío, una pluma, tinta y un trozo de papel. Escribió las siguientes líneas:

Monseñor:

Tenga usted la amabilidad de dirigirse lo antes posible a la embajada de Francia. Se trata del asunto Alberoni.

Firmado: B. de M.

Dobló la hoja y, al no haber descubierto un sobre en los demás cajones, la confió tal cual al portero.

—Diga a su sobrino que le sustituya en el jardín y vaya a llevar este mensaje de inmediato.

Hassan corrió a la calle con la nota, algo contrariado por no haber aprovechado el breve respiro de los dos últimos días, durante los cuales hubiera podido apoderarse de algo en la embajada. Sin embargo, en el fondo se sentía feliz de que la vida hubiese recuperado su curso normal.

Una hora más tarde, la carroza del nazir cruzaba la doble verja abierta de la legación francesa, y el corpulento dignatario subía con presteza los peldaños de la escalinata.

El billete del cónsul le había hecho abandonar en el acto todos sus demás asuntos. En el aire de derrota que la llegada de los afganos había instaurado en la capital, todos se preocupaban de reunir sus bienes, preparar escondrijos para ocultarlos y organizar su huida eventual. Aquel pánico había provocado la solicitud de reintegro de todos los créditos. El nazir pasaba día y noche ocupado en recuperar los que se le adeudaban y tratar de escapar al pago de los que se le reclamaban. Por el momento el saldo resultaba catastrófico. Y hete aquí que de pronto Alberoni, apelando in extremis a su recuerdo, venía a ofrecerle la perspectiva de un socorro en el extranjero; en un momento como aquel, suponía la fortuna, la libertad, acaso la vida. Había que negociar todo aquello de la mejor manera posible.

Lo primero que sorprendió al nazir fue descubrir a qué hombre el poderoso cardenal había confiado la misión de representar sus intereses. ¿Era el efecto de la guerra o una astucia suprema el traje que llevaba aquel anciano, raído, remendado, que amarilleaba de tantos lavados, y que no obstante aparecía sucio en las mangas y el cuello, sin que por ello se viera alterada la elevada conciencia que el hombre mostraba de su propia dignidad? Por lo demás, ¿qué ocultaban aquellos misteriosos velos blancos que cubrían los muebles de su despacho? El nazir tomó asiento en un pequeño diván cuya funda llegaba hasta el suelo. Al instante tuvo la desagradable sensación de que un hombre podía muy bien haberse escurrido bajo aquellas enaguas del mobiliario, de modo que redobló su prudencia.

—Iré directo al asunto —empezó el cónsul tras un breve saludo—. El cardenal Alberoni desea conocer lo antes posible la verdad en lo concerniente a… la carta que recibió de Persia, remitida por una mujer que afirma conocerle y que le menciona a usted explícitamente.

El nazir tiraba de una de las guías de su bigote y la soltaba cuando aquel largo muelle gris había alcanzado el extremo de su recorrido, con lo que de inmediato se enroscaba bajo su nariz. Hassan hacía las funciones de dragomán y el nazir se limitaba a asentir con la cabeza para dar a entender que había comprendido.

—Las órdenes del cardenal —prosiguió el cónsul—, que yo ejecuto ciegamente, son terminantes: debo encontrar a esa mujer.

¿Encontrarla? —pensó el nazir a toda velocidad—. Sin duda, pero no en casa de Poncet. Este emisario no debe saber dónde se oculta, de lo contrario se la llevará y me quedaré a dos velas. Lo esencial es llevar las riendas del asunto.

Hizo que un Hassan jadeante tradujera una ampulosa respuesta de la que se desprendía que le deslumbraba la gloria de Alberoni, que el cónsul no tenía a su disposición esclavo más sumiso sobre la faz de la tierra y, en fin, que obraría de manera que a la mañana siguiente el cónsul pudiera ver a la muy considerada concubina de su santidad.

¡Verla! —pensó el señor De Maillet—. Muy ladino. Quieres impedirme que hable con ella y que su impostura salga a la luz.

—Al menos —protestó en voz alta— permita que le diga unas palabras y que la tranquilice con respecto a cómo se ocupa de ella el cardenal.

—¡Ah, excelencia! —exclamó el nazir—, eso la mataría. No, no, créame, primero nos entenderemos los dos aquí, fijaremos todas las condiciones de su partida y acto seguido la prepararé con toda la suavidad requerida.

Durante el prolongado silencio que siguió, el nazir sacó una tabaquera de rapé y hundió los mostachos en ella.

—¡Tenga cuidado con las fundas! —vociferó el señor De Maillet al ver como saltaban los granos de polvo negro.

El nazir encontró decididamente extraño aquel lugar y a aquel hombre en extremo agitado.

—Una pena —dijo por último el cónsul—. Si no puedo hablar con ella, es inútil que la vea. Temo que mi misión ha concluido.

Se requirió casi una hora de aquellos tejemanejes para que los dos zorros se pusieran de acuerdo. La cita quedó fijada para la mañana siguiente en casa del nazir. La conversación se llevaría a cabo por mediación del propio persa con dos intérpretes, a fin de que el cónsul no pudiera transmitir directamente ningún mensaje que no entrase en los planes del superintendente.

Cuando el visitante se hubo marchado, una vez arreglado el asunto, el señor De Maillet despidió a Hassan y se quedó solo en el despacho, donde entraba ya la penumbra violeta del ocaso. Abrió la puerta que daba al jardín y salió un momento al fresco. Solía hacer lo mismo en El Cairo, tras una jornada de trabajo. Los mismos gritos, los mismos ladridos de perro subían de la ciudad. La voluptuosidad del poder se hallaba encerrada por entero en aquella amarga soledad. Una leve brisa vespertina le produjo estremecimientos. Volvió dentro. Los sillones levantaban los brazos bajo sus velos y destacaban en la naciente oscuridad. Todos los candelabros habían desaparecido, de modo que el cónsul tuvo que dirigirse a tientas entre aquellos fantasmas hacia la puerta, de allí a la amplia escalera y por fin al piso superior. En el primer dormitorio que encontró, tras palpar el colchón de una enorme cama, de la que habían retirado las sábanas, se tendió completamente vestido, y la suave mano amiga de la nostalgia lo sumió sin demora en el sueño.