Nadie había tocado nada en Ispahán durante el breve éxodo de sus habitantes hacia las colinas. No hubo que lamentar pillaje alguno, ni la menor desaparición.
Sin embargo, la ciudad había cambiado y la vida no recuperaba su curso habitual. Los gestos seguían siendo los mismos, al igual que los olores y los gritos, pero por haberse visto de ese modo desde el exterior, por haber contemplado la finitud, la fragilidad y acaso el escarnio de su vida, los ciudadanos sentían que su alma era distinta, hasta el punto de convertirlos en ajenos a sí mismos.
Alix sufría más que cualquier otra persona tales transformaciones. En su casa todo estaba intacto y no reconocía nada. Por lo demás, ¿a qué aferrarse? Aquello que compartiera con Jean-Baptiste había quedado desarticulado debido a su ausencia. Lo que la mantuviera ocupada desde su partida se le antojaba ahora pueril e insulso.
Françoise, malparada tras su fractura, permanecía postrada en la cama y sufría en silencio. Los criados habían recuperado su lugar, pero un ligero cambio en su actitud ponía de manifiesto que habían visto en Saba a la única capaz de tomar grandes decisiones, y en consecuencia la única con legitimidad para ordenar también las pequeñas. Tanto los rosales como las plantas medicinales necesitaban cuidados, pues Alix los había descuidado mucho los últimos meses. Saba les concedió sus atenciones y pasó la mayor parte de su tiempo en aquel jardín que no era del todo su casa ni del todo el mundo exterior.
Por espacio de casi una semana desde su regreso, Alix evitó pensar en Nur Al-Huda y más todavía en Reza, por cuanto sentía que se había aventurado por caminos peligrosos. Estaba convencida, con la ingenuidad de un niño, de que si expulsaba tales recuerdos de su mente, lograría borrar su misma existencia.
Lo había conseguido con tal facilidad durante aquella semana que experimentó una violenta emoción al ver aparecer una tarde el gorro puntiagudo del eunuco Ahmed por encima de la tapia del jardín. En aquel mismo momento llamaron a la verja, y Nur Al-Huda, que precedía a su carabina, entró trotando en el jardín.
Abrazó a Alix en cuanto se quitó el velo y arrastró a su amiga al interior de la casa como si se tratara de su propio hogar.
—Brrr —exclamó la joven circasiana—. Pongámonos a cubierto; aún es invierno, y no sé cómo aguantar el frío en los brazos desnudos.
Ambas tomaron asiento junto a una mesita octogonal con incrustaciones de nácar. Nur Al-Huda llevaba el vestido de tafetán azul ultramar abotonado hasta el cuello, y sobre aquella pechera abombada por sus senos brillaba una doble hilera de zafiros y diamantes.
—¡Qué semana tan horrible! —dijo con viveza—. Encima, durante esta ridícula mudanza me he visto privada de mis compañeras, pues, como puede imaginar, se quedaron ocultas en el harén. Y para sumar una pena a otra, desde mi regreso no he recibido ni una visita suya. ¿Qué le he hecho?, dígamelo. ¿Es que ya no me quiere?
En aquel rostro de finas facciones se dibujaba tal tristeza, y su voz traslucía tan vivo pesar, que Alix experimentó de pronto una gran vergüenza y sintió deseos de pedir perdón a su amiga.
—No tema nada semejante —consiguió decir—. Lo que ocurre es que he andado falta de tiempo, créame. La enfermedad de Françoise, el ajetreo del regreso, y además el miedo a salir…
—Sé todo eso —replicó Nur Al-Huda, tomándole las manos entre las suyas—, y por eso he venido yo misma. No le guardo rencor…
Alix, en un intento de mantener cierta compostura, llamó a los criados para pedir té y pasteles.
—Por lo demás —prosiguió la visitante—, no es momento de quejarnos ni de discutir. Lo peor aún está por llegar. En cualquier momento pueden aparecer los afganos ante las murallas de la ciudad.
Por mucho que todos lo supieran desde hacía semanas y de que tuvieran la prueba formal tras la derrota de Kermán, los habitantes de Ispahán no lograban imaginar a treinta mil de aquellos zafios pastores afganos acampando ante su tan refinada capital. Entre los sentimientos que aquella invasión despertaba, el espanto ocupaba un lugar menos destacado que la indignación.
En el mirador dulcemente bañado por un sol gris que se filtraba entre los tejos, aquella inminencia resultaba todavía menos real que en cualquier otra parte.
—¿Entrarán al asalto o nos asediarán? —preguntó Alix.
—Nadie lo sabe, y mi querido marido menos que nadie. Ni siquiera el ejército ha recibido órdenes. Oficialmente se están preparando, pero en realidad se limitan a aguardar. Si los afganos atacan, nos defenderemos, pero puede que se tomen su tiempo. Según parece, un verdadero asedio resulta imposible en esta época, ya que no se puede rodear la ciudad porque el río, cuyos puentes están en nuestras manos, la protege.
—¡Una gran suerte!
—Sí y no. Mi maridito, con el que por una vez coincido, es partidario de negociar y ofrecer a esos saqueadores una suma con la que puedan regresar tranquilamente a su casa. Pero por desgracia su opinión no arrastra a la mayoría. Está creciendo un partido alrededor del rey que le impulsa a intentar con el resto del ejército una acción por la fuerza. Podría ser que incluso la guardia…
Alix tuvo un sobresalto. Nur Al-Huda había hecho una pausa y mostraba una intensa emoción, hasta el punto de que por primera vez su amiga veía lágrimas empañando sus ojos.
—Reza no quiere volver a verme —dijo con voz rota.
—Pero ¿cómo…, cómo puede saberlo? —preguntó Alix, turbada.
—Por la vía habitual, la que me sirvió para preparar las entrevistas que mantuve gracias a usted. Sencillamente, la mujer de uno de sus subalternos acepta pasarle mensajes y transmitir las respuestas. —Al cabo de un momento, añadió—: Cuando las hay.
Alix se sentía conmovida por la pena de su amiga. Para no ceder a una confesión que solo a ella hubiera aliviado, trató de concebir objeciones que al mismo tiempo la exonerarían.
—Tal vez se lo impidan todos esos acontecimientos.
—Nada se lo impide. Esa mujer le ha visto, y él mismo le ha asegurado con la mayor tranquilidad del mundo que no tenía nada que decirme.
—No lo entiendo, Nur —dijo Alix, tal vez demasiado deprisa—. Parecía usted tan desapegada todos esos días… Cuando le reproduje sus palabras…
—Bien, ¿y qué quería que le dijera? —replicó la joven levantando la cabeza—. Sí, yo podía parecer desapegada porque él no lo estaba. ¿Qué me hizo usted saber, sino que sufría? Por consiguiente, me amaba. ¿Cómo iba a mostrar alarma alguna?
—Pero lo que me dijo… —argumentó Alix, que no podía soportar aquella confesión—. La pasión que le profesaba y que usted rechazó, su matrimonio…
—Alix, se lo ruego, no me obligue a perder mi honor ante usted…
—¿Qué quiere decir?
—No me obligue a hacerle un relato completo que me mostraría en toda mi debilidad y que sería opuesto al suyo en todos los sentidos. ¡Su pasión! Mire, la sola palabra me hace hervir de cólera. Yo sé lo que es una pasión, sé que carece de límites, que uno se condena, se pierde por ella. Desde la infancia, me oye bien, me devora esa flor ponzoñosa. Desde la infancia no puedo soportar la idea de vivir sin él o de compartirle, ni de verme despreciada, tratada como una amante cualquiera, amada tal vez, sí, pero clandestinamente, dentro de los límites de las conveniencias familiares. Me perdí para escapar a ese dolor. Quiso la desgracia que lo encontrase de nuevo, y desde entonces no ceso de perderme. ¡Mi matrimonio! ¿Cree que habría llegado al extremo de unirme en matrimonio aquí, ante sus narices y con semejante personaje, de no ser por el ansia de lanzarle una llamada, de hacerle comprender hasta qué punto despreciaba aquello a lo que él concede tanto valor? Evidentemente, solo tenía una cosa en la cabeza: ¡a él! Él, que jamás ha dado el pequeño paso que supondría elegirme, preferirme a todo y a cualquier otra. Ahora, por ejemplo, se dispone a arriesgar la vida por defender a ese rey corrompido. ¿Llama usted a eso una gran pasión?
Nur Al-Huda acabó su frase en un sollozo y ocultó el rostro entre las manos. Alix se levantó para no verla llorar y fue a situarse de pie a su espalda. Cuando la joven hubo recuperado la compostura y enjugado sus lágrimas, volvió a sentarse.
—Perdóneme —dijo Nur Al-Huda—. Ninguna de mis amigas comprende esto; son mujeres que tal vez han sufrido demasiadas desdichas para poder enternecerse como yo lo hago.
¿Y yo? —pensó Alix—. ¿Acaso no se ha cebado en mí la desgracia? Jamás se había sentido tan culpable por no haber conocido un amor desventurado. Quizá era eso precisamente lo que había estado buscando.
—En cualquier caso —prosiguió Nur Al-Huda al tiempo que se ponía de pie, y en un tono diferente, a la vez enérgico y malévolo—, averiguaré lo que se esconde detrás de todo esto. No ha podido cambiar así sin un motivo. Cada vez que ha puesto distancia entre nosotros, ha dejado una puerta entreabierta. Para que me eche de ese modo, alguna tiene que haberle apartado de mí. Ignoro quién, pero, créame, me enteraré, y mi venganza…
No concluyó la frase, pues a Alix se le había caído la taza de té hirviendo sobre las rodillas. El resto de la visita se centró en cuidar aquella quemadura leve pero extensa, así como en saludar a Françoise para distraerla.
El caravasar de Kashan apenas acababa de recuperarse del revuelo provocado por el descubrimiento de una mujer disfrazada de viajero. El nombre del mercader Ali, al que desde entonces no se había vuelto a ver, reaparecía aún con frecuencia por las tardes en las conversaciones mantenidas en el frescor del inmenso patio. Sin embargo, poco a poco los rumores de guerra habían tomado el relevo, y ahora que los afganos se hallaban a la vista de la capital, la atracción principal del establecimiento la constituían los carruajes de extranjeros que huían de Persia a golpe de látigo. Desde el inicio de aquellos trágicos acontecimientos solo se les veía pasar en un sentido: abandonaban Ispahán y se dirigían hacia la frontera turca. Ese mero detalle bastó para que a todos pareciese harto singular la llegada de una berlina que seguía la dirección inversa.
Aquel vehículo, de construcción rústica y aspecto vetusto, resultaba notable por sus enormes ballestas, cuyas láminas había duplicado, incluso triplicado, un herrero hábil para que pudiesen amortiguar, sobre los peores baches, un peso considerable. Pero en lugar de un mastodonte o del numeroso gentío que uno esperaba ver salir de semejante coche, en la portezuela apareció un hombrecillo menudo y enjuto que saltó a tierra dando muestras de pésimo humor.
—¡Por fin! —exclamó el señor De Maillet al posar el pie en la escalinata del caravasar.
Gritó al cochero que bajase su magro equipaje, a decir verdad un simple fardo, pero que no consideraba merecedor de ser llevado por él personalmente.
Al entrar en el establecimiento, el cónsul se sintió en extremo decepcionado por no provocar en él otra cosa que una curiosidad un tanto desdeñosa, pero ni la menor señal de apresuramiento. A regañadientes y a un elevado precio, le adjudicaron una diminuta habitación en el piso superior. Tras echarle una rápida ojeada, bajó de nuevo para recabar las últimas noticias entre los mercaderes. Sin embargo, las conversaciones se interrumpían cuando se acercaba, y acabó por acomodarse a solas, con los brazos cruzados, cerca de uno de los surtidores que adornaban los ángulos del patio. Fue allí donde el cochero se reunió con él.
—Parece usted muy preocupado, Beugrat —dijo con malevolencia el cónsul.
—¿Preocupado yo? —respondió el hombre, tras mirar en derredor por si la observación podía ir dirigida a cualquier otro.
Aquel postillón era un suizo gigantesco, con la cabeza nimbada de pelo rojo. Había ido a parar al servicio de Murad después de una pésima carrera como mercenario a la que una fractura en la rodilla, de resultas de un notable estado de embriaguez, había puesto fin sin pena ni gloria.
Al presente ponía todo su empeño en afirmar que era originario del país de Vaud, y si bien él mismo no era ajeno a tales defectos, lanzaba pullas sin cesar contra sus vecinos y enemigos del Valais, por su estupidez y sobre todo por su suciedad. Su broma más aguda, por lo demás la única y que repetía sin cesar, se resumía en una frase: ¿Por qué el aire es puro en el Valais? Porque sus habitantes nunca abren las ventanas.
Cuando al fin hubo captado a quién se dirigía el cónsul, Beugrat realizó grandes progresos en la conciencia que de sí mismo tenía.
—En efecto, señor, tiene mucha razón —dijo—. Estoy preocupado. —Luego afinó su introspección y añadió con esfuerzo—: A decir verdad, no lo estoy. En fin, ya no. Nada preocupado, de hecho.
—Explíquese, Beugrat —se impacientó el cónsul.
—Pues verá, mi amo, el embajador de Etiopía…
—Limítese a decir Murad, no hay nadie más presente.
—Bien, pues mi amo me encomendó que cuidara de su carruaje. Me he informado y el camino desde aquí es muy malo, y además hay amenaza de guerra. De manera que no iré más allá, tiene que comprenderlo.
Nada podía cambiar una decisión de aquel escrupuloso cochero para quien solo existía una cosa en la vida: el cuidado del vehículo que le habían confiado. Ni amenazas, ni generosas promesas de dinero, ni súplicas consiguieron nada. Todo lo que pudo arrancar a Beugrat fue la promesa de que le esperaría al menos dos semanas en Kashan. El señor De Maillet consideraba que su asunto no podía llevarle más tiempo, y que si se veía retenido allí, sería, como decía familiarmente, a causa de esa cita para la que todo hombre debe prepararse sin conocer el día ni la hora.
A decir verdad, el capricho del postillón casi era una buena cosa; aquel coche demasiado llamativo no le habría permitido entrar con facilidad en una ciudad amenazada. El señor De Maillet había adquirido la certeza de que un simple mulo le conduciría con mayor facilidad a su objetivo. Mientras se ocupaba en negociar la adquisición de una montura, una bizarra comitiva efectuó su ruidosa entrada en el caravasar. Realizadas las pertinentes averiguaciones, resultó ser un destacamento de la gendarmería real de Francia. Aquellos soldados habían custodiado hasta el último momento las dependencias de su embajada, y finalmente obedecían a una orden de repliegue.
Los prebostes, con uniforme azul y blanco, se hicieron con la mejor mesa en la sala abovedada donde servían las comidas, y pidieron vino a gritos. El señor De Maillet dejó que aquella escuadra saciase su sed y luego, obedeciendo a una intuición, se aproximó a un hombre sentado al extremo del banco que parecía ser el jefe. El oficial llevaba la peluca reglamentaria, aplastada como una boina, calada de través sobre su enorme cabeza cuadrada, que daba gozo poder contemplar antes de que explotase. El vino tinto que aquel buen hombre se echaba al coleto no necesitaba pasar por sus entrañas para iluminarle el rostro por dentro e inyectar en sangre sus grandes ojos. Una planta regada de tal suerte no puede crecer en mala dirección y, para resumir lo que pensaba el señor De Maillet, aquel buen hombre inspiraba confianza.
El antiguo diplomático pidió la venia, en nombre de su patria común, para sentarse a la mesa de los soldados. Brindó a su salud pero, pese a todos sus esfuerzos, desentonaba entre ellos como una margarita en un campo de amapolas.
Afortunadamente, aquellos muchachotes campechanos se levantaron casi de inmediato para irse a acostar. Solo el oficial se quedó a la mesa, pues en razón de su edad necesitaba una doble dosis.
—De modo que abandonan Persia —dijo el señor De Maillet, enormemente sorprendido—. ¡Pobre país! ¿Y quién protegerá ahora al embajador de Francia?
—¡El embajador! Pero si hace un siglo que se fue, y con él todos los diplomáticos… Esos cerdos de los gendarmes que se queden para recoger la calderilla…
—¡Han dejado vacía la embajada! ¿Acaso no temen los pillajes?
—Los tememos, desde luego, pero tememos más por nosotros mismos. Si saquean la embajada, bueno, pues construirán otra, o no, quién sabe. En primer lugar, eso no es asunto nuestro, y además, habrá que esperar a que todos esos soliviantados se pongan de acuerdo entre sí, lo que requerirá años.
Hasta entonces el militar había respondido de mala gana y sin prestar demasiada atención a aquel anciano sentimental. Pero una vez empezada la segunda jarra, lo miró mejor y manifestó su sorpresa.
—¿Cómo es posible que ignore todo eso? No hay un solo franco de Ispahán que no lo sepa.
—Es que… —dijo el señor De Maillet— yo no soy de Ispahán. Me dirijo allí.
—¿Que se dirige allí? Pero ¿está loco? ¿Quiere perder la vida?
El cónsul estaba satisfecho. Desde que actuaba por la salvación de su alma y su reincorporación en el cuerpo sagrado de la Iglesia, se sentía capaz de todo. No existía medio alguno que aquella causa no convirtiese en legítimo. El plan que empezaba a tomar forma en su cabeza suponía una gran mentira, pero lo expuso sin la menor contrición.
Durante casi un cuarto de hora hizo al oficial una descripción desgarradora de su situación. No solo se inventó un nombre y ocultó sus antiguas funciones, sino que afirmó que un número considerable de espantosas desgracias se habían cebado en él, en sus hijos, sus hermanos y hermanas e incluso en el perro favorito de su jauría. Para librarle de aquel ciclo infernal de maldiciones, el obispo de su parroquia en persona le había recomendado una peregrinación a Ispahán, donde santo Tomás había divulgado la palabra de Cristo. Al objeto de que aquella intercesión resultara eficaz, debía encontrarse en la misma cripta donde había predicado el apóstol la mañana del equinoccio de primavera, es decir, dentro de quince días.
Aquel relato, narrado con talento, emoción y dolor, resultó tan largo que el soldado requirió el apoyo de otras dos jarras para no reventar de llanto e incluso, a decir verdad, para no reventar a secas. Al final aferró el brazo del cónsul.
—Le comprendo —le dijo—. Es más, estoy de acuerdo con usted. —Entonces, tras mirar con prudencia a su alrededor, añadió—: Y si lo permite, me gustaría ayudarle. ¿Se dirige usted a Ispahán? Muy bien.
Pero ¿dónde piensa alojarse? En esa ciudad los caravasares son sitios peligrosos, y ahora más que nunca, sobre todo para un extranjero.
El señor De Maillet se limitaba a parpadear y dejaba que su presa se acercase.
—Esa maldita barraca de embajada se encuentra vacía —prosiguió el gendarme—. Se la dejamos en custodia a un persa que solo es honrado por pereza. En cuanto oiga los primeros tiros, espabilará y será quien con mayor ardor se lance a saquear la casa. ¡Vaya usted!
—¿Qué quiere decir? —preguntó el señor De Maillet, fingiendo la mayor sorpresa.
—Vaya usted, hágame caso. Diga al tal Hassan, pues ese es su nombre, que va de mi parte. Me llamo Chauveau, ¿lo recordará? Y además, mire, aquí tiene la llave de la legación, sí, sí, cójala, no cometimos la imprudencia de dejársela. Al menos mientras resida entre sus paredes, las protegerá y ellas le protegerán a su vez, aunque no demasiado, pues no creo que esos afganos sepan gran cosa de la inmunidad diplomática. De todos modos, usted verá. Le deseo buena suerte.
Y con esas palabras el gendarme abandonó sin dilación el ámbito de las reflexiones terrestres. Apuró su copa y luego, con la mirada fija y el paso firme aunque un tanto escorado hacia babor y estribor, atravesó el patio y fue a tenderse cerca de sus hombres.