Con la vuelta de la bonanza, la humedad y los buenos pastos, el rebaño que acompañaba a los kirguís había recuperado las fuerzas con rapidez. De nuevo sonaban todas las tardes los claros ruidos del ordeño. La leche de las ovejas, de las yeguas y las camellas colmaba los cubos de cuero, enriquecía la cocina de los hombres y fermentaba en forma de quesos y bebidas fuertes.
Durante las paradas, el aúl entero se impregnaba de aquel olor a suero de leche y lo llevaba consigo de etapa en etapa. Las kibitkas, caldeadas por el sol, despedían terribles hedores a fieltro animal, sudor y grasas cocidas, a lo que se sumaba el aroma dulzón de los productos lácteos y los fermentos. La mayoría de los nómadas dormían en el exterior. Durante aquellas hermosas noches en que el mundo parecía haberse vuelto del revés, la extensión sombría y desierta de la tierra cubría un cielo poblado de miles de hogueras.
Siguiendo las instrucciones de Juremi, los prisioneros continuaban prefiriendo la protección de su chamizo. Los nómadas se preocupaban demasiado de sus rehenes para negarles esa satisfacción. Al caer la noche, la reducida comitiva maniatada, presa de náuseas, se deslizaba en las entrañas fétidas de la kibitka tras realizar una última inspiración de aire fresco.
Todo el plan de Juremi se basaba en aquel camuflaje nocturno. Había seguido los progresos del ardor en el corazón de la joven Kutulun y consideraba que se hallaban muy cerca del momento decisivo. De haber sido menos estúpido, aquel alcornoque de George habría podido acelerar su llegada con suma facilidad. Por fin llegó la noche que el protestante esperaba. Llevarían unas dos horas acostados cuando la cortinilla de fieltro que cubría la entrada se alzó unos instantes sobre la negrura de una noche sin luna. Una sombra se deslizó en el interior de la tienda, una sombra en la que resultaba fácil imaginar a Kutulun.
Los cautivos, que seguían atados de manos y pies, estaban ligados los unos a los otros a menos de un metro de distancia. Por mucha discreción que quisieran mostrar en relación con lo que iba a ocurrir, sus ataduras les impedían alejarse. A tientas pero con gran seguridad, Kutulun se reunió con George, cuyos cabellos agarró amorosamente. Con las manos a la espalda como el resto de sus compañeros, el objeto de sus atenciones estaba dispensado de mostrar idéntico ardor en devolverlas. Por lo demás, distaba mucho de tener intención de hacerlo. Los últimos días Juremi le había hablado largo y tendido de lo que, a su parecer, estaba a punto de ocurrir, de modo que se encontraba preparado, aunque sin perder por completo la esperanza de escapar del trance. Y ahora, ya estaba metido de lleno.
Tras despojarse del khalat, la muchacha se había deslizado desnuda bajo las pieles de George, añadiendo a la sinfonía de olores animales algunas notas nuevas, agridulces, en el registro del oboe.
—Voy a gritar —susurró el joven.
Los sonidos acariciantes de la lengua francesa, recibidos por una mujer habituada a las asperezas de la estepa, desencadenaron por su parte una especie de ronroneo lleno de deseo y tal vez de satisfacción.
—Piensa que si gritas la condenas tanto a ella como a nosotros —había dicho Juremi cada vez que evocaban aquella escena futura.
Se requería toda su repugnancia a cometer tales atrocidades para que el joven inglés se retuviera de denunciar el atentado perpetrado contra su persona. Aquel desgarramiento moral le arrancó estertores en los que su amante creyó distinguir los adjetivos más tiernos del idioma tártaro.
Los demás prisioneros, y sobre todo Bibitchev, que no era de la familia, se honraron en mostrar una perfecta discreción, aun cuando la escena fuese muy prolongada y en algunos momentos ligeramente indiscreta. El joven inglés supo aceptar su derrota como un gentilhombre y al final incluso dio la impresión de que aportaba cierta cooperación leal a la empresa.
Por la mañana, cuando se acomodaron en círculo en torno a la pequeña hoguera donde los nómadas preparaban una primera colación, Juremi estaba radiante y George mantenía la mirada baja. La joven Kutulun deambulaba por el campamento con aspecto taciturno, y nadie habría podido adivinar que se trataba de la misma sombra que había abandonado la kibitka al rayar el alba.
—He calculado que nos quedan más o menos diez etapas para llegar a Jiva —dijo Juremi—. No es seguro que quieran vendernos allí; tal vez prosigan hasta Bujará. No obstante, tengo la impresión de que optarán por dirigirse al lugar más cercano, de modo que tendrás que actuar con rapidez, mi querido George.
Aunque el muchacho se había resignado a sufrir, por el momento no parecía hallarse dispuesto a pasar a una acción voluntaria.
—Te ayudaremos —le dijo Juremi para animarle—. Ante todo es preciso que esa glotona comprenda que sacará mayor partido de la situación si te desata las manos. Créeme, las mujeres no tienen la menor dificultad en imaginar ese tipo de cosas. A continuación deja que pasen dos noches con ese régimen, y luego háblale de caballos e indícale por señas que quieres ir hasta el horizonte con ella. A ese respecto, ya puedes darme las gracias pues he trabajado por ti. Desde hace tres días escucho todas sus conversaciones y he conseguido hacerme con un bonito vocabulario. Mira, por ejemplo, el desierto que se encuentra cerca de aquí se llama Karakum, lo que significa las arenas negras. Según he podido saber, los caballos reciben el nombre de kulan, y también puedes hablarle del kamcha, que es el gran látigo de los jinetes.
Jean-Baptiste se sentía dividido. Era muy consciente del inmenso desagrado que aquella situación producía a su pobre hijo. Aunque no estaba enfadado por haberle visto tomar un anticipo sobre la verdadera vida, temía por su parte un movimiento de desesperación o rebeldía. No obstante, debía reconocer la clarividencia de Juremi. En la posición crítica en que se encontraban, no había otra solución posible.
—Pero ¿cómo imaginas nuestra huida? —preguntó al protestante—. Somos cuatro, ¿lo recuerdas?
—Tres —replicó con viveza Juremi, tras dirigir una furibunda mirada a Bibitchev—. Así que tres caballos bastarán. Ella preparará uno para George, uno para ella y un tercero para el equipaje. Salen las cuentas. Tan pronto como lo desate, él le arrebataba el cuchillo y corta nuestras ligaduras a modo de despedida. La chica no se opondrá. Acto seguido, salen y se dirigen a los caballos. Nosotros les seguimos. En el último momento, la agarramos y, tras amordazarla, la dejamos atada en alguna parte a diez minutos del aúl. Y ya somos libres.
—¡Quieres que maten a esa pobre desgraciada! —gritó George.
—Estaba seguro —dijo el protestante—. Ayer el señor no la quería; tenía los dientes negros, parecía un armario bretón, qué sé yo. Y hoy, helo aquí enamorado y ya no es posible tocar ni un pelo a su amada.
—¡Enamorado! —repitió el joven, levantando los ojos al cielo.
—George tiene razón —intervino Jean-Baptiste—, esa pobre niña no merece tamaña traición. ¿Por qué no nos la llevamos con nosotros?
—Bien, como queráis. Serán dos a lomos de su caballo. Pero os aviso que si nos persiguen…
—Hay que correr ese riesgo —insistió Jean-Baptiste tras escrutar un momento el rostro inexpresivo de George.
Ni siquiera con esa condición era seguro que el muchacho aceptara entregarse a semejante maquinación.
No obstante, la noche siguiente aportó nuevos progresos. Kutulun, sin que nadie tuviera que decirle cosa alguna, cortó las cuerdas que maniataban a George y las sustituyó al partir por unas esposas de cáñamo, más fáciles de atar y de desatar. Con notable tacto, la muchacha dejó que transcurriera otra noche sin aparecer, lo que permitió a todo el mundo disfrutar de un merecido reposo. A la noche siguiente, Juremi renovó sus exhortaciones; había llegado el momento de que George hablara. Por desgracia, la noche transcurrió entre silenciosos susurros de pieles, en medio de la habitual tormenta olfativa de pelambre con olor a almizcle y a caseína.
Durante todo el día, George anduvo con cara larga y se negó a hacer la menor declaración. Arriesgando el todo por el todo, Juremi se decidió a intervenir en su lugar cuando apareciese su visitante nocturna. Apenas se había deslizado la muchacha en el jergón de George, cuando el protestante empezó a cuchichear con insistencia.
—Karakum, señorita. ¡Kulanes! ¡Kulanes! Y clac, clac, kamcha, ¡adelante, kamcha!
A los nómadas no les choca la promiscuidad. El hacinamiento de las familias al abrigo de sus tiendas les habitúa desde la infancia a ser testigos discretos de los retozos destinados a perpetuar la especie. La joven no ignoraba la presencia próxima y solidaria, debida a sus ataduras, de los tres compañeros de su amante. No obstante, al oír que Juremi le hablaba se quedó paralizada. Tal vez por la indignación que provocó en ella oír a aquel viejo, cuya mirada maliciosa conocía, evocar en su oído arenas calientes, monturas salvajes y el látigo, el caso es que le atizó sin vacilar un vigoroso par de bofetadas y acto seguido desapareció.
La noche transcurrió lúgubre. Los cautivos, ahora convencidos de que el sacrificio de George había sido inútil, no intercambiaron una sola palabra.
Durante los días siguientes, la caravana realizó largas etapas lejos del río, entre blandas dunas sobre las que ya no crecía arbusto alguno. Para hacer fuego, los kirguís buscaban por el suelo minúsculas plantas de flores amarillas cuyas raíces leñosas, hundidas en la arena, alcanzaban el grosor de un brazo. De repente, a los nómadas les había entrado prisa. Imponían caminatas interminables, descargaban el mínimo de utensilios para la noche y ya no montaban las tiendas, lo que impedía por completo los manejos de Kutulun. Por lo demás, era el objeto de todas las atenciones. La tercera noche que pasaron en aquellos desiertos, las mujeres raparon al cero la cabeza de la supuesta virgen, operación que, lejos de constituir una sanción, fue acompañada de risas y preparativos de fiesta. Al día siguiente se desviaron hacia el sur y se acercaron al río. A media jornada llegaron a un gran aúl rodeado de ricos rebaños, donde un numeroso grupo de tártaros les recibió con chinchorros. Los khalats de aquellos anfitriones estaban cortados en un rico brocado multicolor y bordados en oro. Los cautivos reconocieron entre los hombres de aquel nuevo grupo a uno de los jinetes que habían encontrado no lejos del mar de Aral. En aquel momento había permanecido en su compañía durante tres días, que pasó en largos conciliábulos con el mayor de la tribu. Solo ahora comprendían el tema de aquellas conversaciones; se había establecido una alianza, uno de cuyos artífices sería Kutulun.
En el gran aúl todo estaba preparado para unas nupcias. El galán destinado a la enamorada de George era un joven muy grueso, de tez amarillenta y ojos tan oblicuos que casi de continuo permanecían cerrados. Por el modo admirativo en que sus anfitriones les sometieron a examen, los prisioneros comprendieron que solo gracias a un descuento sobre su futura venta había podido negociar el jefe un partido tan rico para su sobrina. Dos pobres diablos que servían de criados a la rica tribu que les acogía fueron destinados día y noche a su custodia, lanza en ristre y con una malévola mirada en el rostro.
Durante tres días los desdichados rehenes, que seguían atados, tuvieron que soportar el espectáculo de interminables regocijos, en los cuales solo tomaron parte en forma de pedazos de cordero chorreantes que les dieron para picotear. La desposada, ahora tocada con el gran velo blanco que cubre la cabeza rasurada, la nuca y el mentón de las mujeres casadas, no se dignó dirigir una mirada a aquel a quien hasta hacía muy poco había acosado.
Juremi aún no había digerido sus bofetones, y menos aún el naufragio de su plan. Colmaba a la recién casada de murmullos indignados y vengadores. En su opinión, aquel asunto probaba, si es que hacía falta, que las salvajes no son en modo alguno inferiores a las mujeres llamadas civilizadas, al menos en el registro de la perversidad.
Pero aún no lo había visto todo. En el momento de partir, el pequeño grupo prodigó una despedida conmovedora a aquella que abandonaba su primera familia para permanecer junto a su marido. Le desearon buena suerte. Hubo bendiciones sin cuento en nombre de Alá, pues esos nómadas se declaran musulmanes, aun cuando no recen ninguna de las plegarias propias de ese culto ni parezcan sospechar la existencia ni la dirección de La Meca. Los jinetes estaban ya en la silla, los camellos albardados y los prisioneros en disposición de marcha cuando la terrible Kutulun lanzó un grito. Vieron que entraba corriendo en una kibitka, para salir igual de deprisa y acercarse a George. Entonces, blandiendo sus tijeras de esquilar, le cortó un último mechón ante los vivas enternecidos de las dos hordas y fue a apretarse contra su esposo, sujetando aquel talismán sobre su vientre como prueba de una futura fecundidad.
—De esa manera —comentó con aire sombrío Juremi durante el camino—, si la muy perversa da a luz a un niño rubio, el mérito corresponderá a tus cabellos, mi querido George, y no a los cuernos del marido.
Dos días de marcha les bastaron para llegar a Jiva, donde reinaba a sus anchas un kan feroz. Ningún infiel entraba allí de otro modo que cautivo ni salía de otro modo que esclavo. La ciudad apareció ante sus ojos oculta tras una cortina de árboles. Para alcanzarla, caminaron entre altas tapias de vergeles de las que sobresalía el follaje de alisos y sauces. Por fin divisaron el primer recinto de la urbe, temible muralla construida con ladrillos cerca del suelo y de barro en su cúspide, tan alta que apenas dejaba entrever el remate de los minaretes pintados y las cúpulas recubiertas de tejas multicolores. Entraron por una puerta maciza con grapas de hierro, y lo primero que vieron fue un amplio espacio de arena que separaba aquel primer recinto de otro, menos elevado, donde estaba construida la ciudad en sí. Aquel espacio deshabitado servía de mercado en uno de sus lados, mientras que en el otro, dispersas sin orden ni concierto, se veían multitud de tumbas mahometanas. En las ricas callejas de la urbe se abrían innumerables tiendas provistas de todo. Por contraste, su equipamiento todavía resultaba más miserable. Los prisioneros bajaban los ojos y demostraban sentir vergüenza de sus pieles hechas jirones, demasiado calurosas para aquel clima y manchadas por las adversidades del viaje; los carceleros en cambio caminaban con la cabeza bien alta, por cuanto se sentían honrados de pasear a la vista de todos su considerable botín.
Ya fuese porque no conocían bien los bazares o por prolongar el placer de aquel desfile, los kirguís realizaron numerosos rodeos antes de llegar a su destino. El sol declinaba ya detrás de las fortificaciones cuando divisaron los puestos donde se vendía a los esclavos.