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Más vale ser raptado por ricos, eso todos los rehenes os lo dirán. El pequeño grupo de saqueadores kirguís que se habían apoderado de Bibitchev y sus acólitos no lo eran. Su aúl consistía en una aglomeración de pequeñas tiendas redondas, como las construyen todos los nómadas de la estepa. Pero sobre las estacas de madera reunidas en haces solo habían dispuesto miserables trozos de fieltro de camello, de un gris amarillento y muy delgados, que filtraban el glacial aire e incluso algo de lluvia. Ninguna alfombra cubría el suelo, tan solo repugnantes pieles con poco pelo y muchos piojos. La más miserable de aquellas chabolas, llamadas kibitkas, servía para almacenar los arreos y los aperos de ordeño, que carecían de utilidad durante el invierno. Los cuatro prisioneros fueron alojados allí, atados unos a otros y con las manos a la espalda. En aquella inmensidad helada no tenía sentido vigilarlos de cerca, de modo que los nómadas los abandonaron a su suerte para celebrar su captura en la tienda del mayor de la tribu.

—Ese escocés es muy astuto, no hay duda —dijo Jean-Baptiste para poblar el pesado silencio del chamizo—. Tendríamos que haberle seguido.

—¡Cómo seguirle! —exclamó Juremi, que hervía de cólera desde la mañana—. Yo, cuando alguien me llama en su auxilio, acudo.

Y lanzaba malévolas miradas en dirección a Bibitchev, que mantenía un aire digno y ausente. A decir verdad, los tres se habían dejado atrapar sin resistencia alguna por correr como un solo hombre y sin la menor vacilación en ayuda del policía. Halquist, por su parte, había tenido la prudencia de quedarse rezagado, y se escabulló al oír gritar a Juremi cuando lo capturaron. Aunque los kirguís encendieron una hoguera con hierbas a la entrada del túnel para llenarlo de humo, el escocés no apareció. Conocía tan a la perfección aquel montículo que sin duda había salido por el otro lado, a menos que se hubiera instalado en él para ocho días.

—Confío en que en este mismo momento esté atiborrándose de caballo escita —dijo aviesamente Juremi.

El viento se deslizaba en borrasca por la corteza nevada de la estepa y atravesaba la tienda de fieltro, cosquilleando con indiscreción la espina dorsal de los prisioneros. Esta vez el asunto era bastante más serio que en el encuentro con sus primeros raptores del Cáucaso. Küyük no se encontraba con ellos para salvarles gracias a sus trances. ¿Y cómo convocar a los espíritus del desierto cuando uno no domina su lengua?

De vez en cuando, según la dirección del viento, les llegaban estallidos de risa y fragmentos de canciones procedentes de la tienda donde sus nuevos amos se corrían una juerguecita.

—¡Ja, ja! —exclamó de pronto George, que nunca había perdido la paciencia hasta tal punto—, qué hermoso es el centro del mundo, ¿eh? ¡El taller de los dioses, nada menos! Una excelente idea lo de esa tumba. Ahora estamos atrapados hasta el cuello.

Y siguió rezongando para sus adentros.

—¿Se dirige a mí tu retoño? —dijo Juremi, vuelto hacia Jean-Baptiste. Al no obtener respuesta, el gigante interpeló directamente al muchacho—: He estado cientos de veces entre las tribus, ¿me oyes, enano?, y jamás me he topado con la menor hostilidad. Si este gaznápiro no los hubiera provocado al disfrazarse de morrongo…

Bibitchev fingía no oír nada.

—Ya basta, estoy harto —explotó George, y su bello rostro, todavía ennegrecido por el polvo del túnel, resultaba temible de ver—. Desde que salimos, somos nosotros quienes no dejamos de disfrazarnos. Hemos escuchado las supersticiones de los armenios, la farsa de un supuesto chamán, y a este paso no tardarán en hacernos creer que estamos en manos de gentes bonachonas y pacíficas…

—Entonces —dijo el protestante, que esperaba la continuación con aspecto severo—, ¿qué propones?

—Dejarme degollar tranquilamente, pierda cuidado. Pero reconozca al menos que yo podría tener razón; estas tierras serán hospitalarias el día en que se haya extirpado la superstición para dar paso a las luces de la razón. Estoy dispuesto a morir, pero quiero poder decir de qué. Pues bien, allá va: muero víctima del fanatismo y de la barbarie.

—¡Las luces de la razón! ¡Pequeño necio! Escuchadle…

—Vamos, vamos —intervino Jean-Baptiste, que quería interponerse y sufría por no poder separar las manos. Para compensarlo, alzó con fuerza la voz—. Ya nos encontramos en un brete lo bastante peliagudo como para que encima nos despedacemos entre nosotros.

Tal vez había gritado demasiado; los cantos cesaron en la tienda vecina, y ese silencio tuvo la virtud de calmar también la discusión de los cautivos. Transcurrieron unos minutos y luego la cortinilla de fieltro de la kibitka fue apartada brutalmente y entraron tres kirguís. Caldeados por la fiesta, se habían quitado las pieles. Llevaban túnicas abigarradas compuestas de retales de telas diversas cosidos burdamente entre sí. Sus anchas caras de pómulos elevados y prominentes estaban enrojecidas por la gozosa ceremonia, y su piel curtida por el viento exhibía los reflejos brillantes de una vasija barnizada. Aunque los tres tenían un aspecto muy similar y vestían el mismo khalat[7] variopinto, dos de los nómadas resultaron ser hombres y el tercero una muchacha. Sonrió mientras miraba a los prisioneros uno por uno, y vieron con espanto que llevaba los dientes esmeradamente teñidos de negro. Los brazos le colgaban con placidez a lo largo del cuerpo, y en la mano derecha llevaba un objeto que solo reconocieron en el momento en que lo blandió frente a sí. Se trataba de una de esas pesadas tijeras de acero, en forma de compás, de hojas afiladas y puntiagudas que sirven para esquilar a los corderos.

Los dos hombres la animaban entre risotadas mientras ella escrutaba a cada rehén. Por fin, se acercó a George y los dos kirguís aplaudieron ruidosamente. Un pánico cerval embargaba a Jean-Baptiste, el cual había intentado por todos los medios atraer la atención de aquella Parca, de la que no esperaba nada bueno. Cuando la vio elegir a George como blanco, no pudo reprimir un grito. Sin embargo, la chica no se sintió en absoluto turbada. Se arrodilló ante George, tomó la cabeza del joven inglés y la plantó con fuerza sobre sus rodillas. Todos los presentes retenían el aliento. Las manos cuadradas y regordetas se hundían en la rubia pelambrera e iban agarrando guedejas, que aquella salvaje examinaba pensativa. Por fin agarró las tijeras y cortó de raíz un grueso mechón. En un momento estuvo de pie y se escabulló entre sonoras carcajadas, seguida de los dos hombres, risueños.

—¿Qué demonios significa todo esto? —preguntó Jean-Baptiste cuando la tienda hubo recuperado la tranquilidad.

George, completamente desgreñado, había pasado tanto miedo que permanecía mudo de abatimiento.

—Una de esas peligrosas supersticiones que nuestro joven compañero se propone extirpar —dijo Juremi, que seguía molesto.

—Habla, ¿qué es lo que sabes? —insistió Jean-Baptiste, inquieto.

—Creen que los cabellos de los extranjeros, tanto más si son rubios, poseen virtudes particulares, eso es todo —explicó Juremi con aire resentido—. Los míos son grises, y no puede decirse que hayan tenido demasiados pretendientes. No obstante, en ocasiones he cedido algunos a indigentes que no tenían a mano ingleses a los que rapar.

—Me tranquilizas; entonces eso no significa que hayan marcado a George para un sacrificio o algún tipo de tormento.

—Por desgracia, no —dijo Juremi—, aunque lo merece sobradamente. Lo más probable es que esperen un parto en una de las tiendas de este aúl. La delicada personita que acabamos de ver colgará el mechón que ha cortado bajo la nariz de la parturienta. El alumbramiento resultará más apresurado, pues esos inconscientes suponen que el lactante experimenta la misma atracción que ellos hacia los pelos color de paja.

George se encogió de hombros. Aunque se esforzase en no sonreír, se sentía sumamente aliviado.

—No solo no hay nada que temer —prosiguió Juremi, que se sentía inspirado tras el incidente—, sino que todo esto me parece incluso de buen augurio.

—¿A qué demonios te refieres? —preguntó Jean-Baptiste.

—¿Te has fijado cómo ha mirado a George? ¿Te has fijado con qué cuidado ha puesto su cabeza entre sus firmes muslos de joven bisonte? Creedme, amigos, esa chica se ha encaprichado del muchacho.

Jean-Baptiste consideraba aquellos comentarios muy fuera de lugar y temía que originasen una nueva discusión con George. Sin embargo, para bien o para mal, estaban atados todos juntos y no podían sustraerse a las elucubraciones de Juremi.

—¿No me creéis? —añadió este—. Pues hablo en serio. Miremos las cosas fríamente, es el momento de hacerlo. Estamos perdidos, esa es la verdad. La mala suerte ha querido que nos tropezáramos con estos patanes. ¿Sabéis lo que nos harán? Nos arrastrarán hasta Bujará o Jiva y nos venderán como esclavos. Los turcomanos tendrán mucho gusto en comprarnos y nos pasaremos el resto de nuestras vidas, que por fortuna serán cortas, arrastrando grilletes y recibiendo bastonazos.

Bibitchev, que se sentía agotado tras su aventura en el amanecer helado, se había amodorrado entre sus pieles.

—A menos —dijo Juremi ansioso— que utilicemos nuestra razón, nuestra inteligencia, nuestras luces, en cierto modo.

—Te ruego que lo dejes —le atajó Jean-Baptiste.

—¡Hablo en serio! —se revolvió el protestante. Luego prosiguió en voz baja—: mañana, cuando formen una caravana, y a lo largo de los días siguientes, volveremos a ver a esa chica. La cuadrilla de esos bribones no debe de ser muy numerosa. ¡Que George le sonría! ¡Que cultive el ascendiente que su encanto le ha dado sobre ella!

—Ya basta, Juremi —exclamó George y, tras alejarse tanto como se lo permitían sus apretadas ligaduras, se dio la vuelta en sus pieles para presentar la espalda a sus compañeros.

—Te lo digo muy en serio —insistió—. ¿No quieres oír hablar de supersticiones? Lo entiendo, desde luego, pero aquí se trata del corazón humano y de sus leyes más universales. Añade a eso que las muchachas de estos pueblos son absolutamente capaces de todo. Algunas huyen a caballo y galopan durante días, perseguidas por los jinetes de su padre, para reunirse con el elegido de su corazón.

Durante un buen rato siguió con el mismo tema, pero los otros ya no le escuchaban. George estaba malhumorado, y Jean-Baptiste, prendido en la evocación de aquellos raptos, pensaba en Alix, en El Cairo, en momentos de calor y de amor que le anegaban los ojos en lágrimas y despertaban en él imágenes de dicha.

Todo ocurrió tal como Juremi había predicho. En efecto, al día siguiente de su captura tuvo lugar un parto. Los kirguís aguardaron dos días para que la nueva madre se recuperase, y luego desmontaron las tiendas. El grupo de los nómadas se componía de ocho hombres, doce mujeres y una decena de niños. Para transportar las estacas de las kibitkas, los trozos de fieltro que las cubrían y los baúles de madera llenos de utensilios de vajilla, los saqueadores solo disponían de seis grandes camellos, unas bestias paticortas y con las jorobas reblandecidas por la falta de forraje. Cada uno de los hombres montaba un pequeño caballo de la estepa, que llevaba por añadidura a una mujer a la grupa y dos o tres niños en el cuello. Por turnos, un hombre o una mujer bajaban al suelo para restallar un gran látigo en torno al rebaño de corderos provistos de largos pelos negros que caminaba en pos del convoy sin mostrar la menor disciplina. Los prisioneros, que seguían maniatados, iban acordelados unos a otros, y el primero, por lo general Juremi, sujeto a su vez a la silla del mayor de la tribu, que era el jefe del grupo, mediante una cuerda pasada alrededor de su cuello.

Aquellos rigores iban no obstante acompañados de señales de atención e incluso de simpatía. Los kirguís sentían apego por sus rehenes, por los que esperaban sacar una buena suma. Les alimentaban con esmero, sacrificando cada semana un cordero para ofrecerles los mejores trozos, asados en su punto.

La estepa renovaba cada día su paisaje, a un tiempo inmóvil y movedizo, imposible de reconocer y sempiternamente familiar. En el curso de una semana alternaban dunas heladas, hierbas grises y, mientras bordearon hacia el sur el mar de Aral, bosquecillos de saxaules, unos arbolitos de tronco esmirriado, tan duros que no era posible talarlos, y tan quebradizos que lo único que cabía hacer con ellos era carbón de leña.

Caminaron durante largas etapas por extensiones de salmuera que les quemaron las botas en ocho días. Los nómadas les iban cosiendo otras nuevas con gran solicitud. Por la noche, cuando se tendían sobre aquellos terrenos pantanosos y salobres, les acometía una insoportable comezón en el rostro y las manos, irritaciones que eran compartidas por sus raptores.

Tales infortunios comunes, así como la muerte, durante el camino, de dos de los niños, acabaron por crear entre todos aquellos humanos, se hallasen en un extremo u otro de la cuerda que les unía, unos lazos en los que la costumbre adquiría casi los colores de la amistad.

No obstante, distintos sueños poblaban la mente de unos y otros, y los cautivos se obstinaban en acechar las menores ocasiones de huir.

Mas no había ninguna. Sin ayuda, sin equipamiento, sin comida y sin montura, resultaba ilusorio querer sobrevivir en aquellas soledades. A medida que pasaban las semanas, se hacía cada vez más evidente que el único plan razonable estribaba en aquella locura que en su momento propusiera Juremi.

La joven kirguís que había cortado un mechón de pelo a George era la única muchacha casadera del grupo, como denotaba su cabellera, que llevaba larga y suelta. Kutulun, pues tal era su nombre, el cual significa la afortunada, nunca faltaba a su cita nocturna para llevar, en compañía de otras tres mujeres, comida a los prisioneros. A fin de no correr el riesgo que suponía soltar sus ligaduras, eran alimentados a mano por aquellas ayudantes. La muchacha jamás aceptaba llenar otra boca que la de George, y le miraba masticar con ojos tiernos.

Kutulun se casaría algún día. Por el momento estaba libre, y su padre, uno de los hermanos del jefe, no veía mal alguno en que cuidara de aquel ganado humano que se disponía vender. Nadie imaginaba sin duda que la joven pudiera albergar otros deseos que aquellos para los que la preparaba su destino de futura madre. Por lo demás, los kirguís siempre tienen la certeza de que serán obedecidos, pues los castigos que infligen son crueles.

Juremi iba un poco más allá en la lectura del alma de las mujeres; al menos descifraba en ella algo por completo diferente. Convenció a sus compañeros de que aquella podía albergar una gran pasión que la impulsaría a romper sus cadenas y sobre todo las de ellos. Pero George seguía sin querer oír nada al respecto.

—¿Es porque tiene los dientes negros? —preguntaba el protestante, en su afán de averiguar dónde podían residir las resistencias de aquel mocoso imposible—. ¡Vaya cosa! ¿Crees acaso que la muerte tiene los dientes blancos?

La mayoría de las veces expresaba aquellos comentarios entre dos bocados, que le servía la terrible maritornes encargada de cebarle.

—Compárala con las otras tres —insistía Juremi—. ¡Más despacio con esa papilla, señora, por favor!

La mongola, que no entendía nada de aquella lengua, le obligaba a callar con un bocado más copioso todavía que el anterior.

George; por su parte, solo lamentaba una cosa: no haber confesado su secreto a Jean-Baptiste cuando se hallaba a solas con él. Le habrían dejado en paz si hubieran sabido… Sin embargo, ¿cómo abrir su alma, por pequeño que fuese el resquicio, en presencia de aquel terrible Juremi, que se mofaba de todo?

A medida que avanzaba la estación, iban alcanzando latitudes más meridionales. Desapareció la nieve, y de un día para otro la estepa se tiñó de los vivos colores que exhibían los pastos primaverales. Pequeñas matas de ajenjo y de abrótano rompían la monotonía de las praderas. El aire estaba impregnado del aroma de ajo y cebolla silvestres. Grandes bandadas de cigüeñas oscurecían el cielo por encima de las marismas salobres que el mar de Aral dejaba tras de sí hacia el sur. Por fin, alcanzaron el valle del Amu Daria, fresco y verde, lleno de rebaños y pastores. Era el momento de actuar.