28

En el siglo VI antes de Cristo, la temible Nínive, capital del imperio asirio, fue tomada en una noche cálida del mes de agosto. Las órdenes de los vencedores medos eran claras: ni robo ni violación, pero tampoco supervivientes. Los trescientos mil habitantes fueron degollados en una carnicería que se prolongó a lo largo de días y días. La destrucción de los lugares se llevó a cabo con tanta crueldad como la de la población. No quedó en pie ni una sola casa. Incluso la biblioteca de cedro de Asurbanipal fue pasto de las llamas y se derrumbó sobre sus miles de tablillas de arcilla.

Pocas ciudades conservan, una vez muertas, semejante fuerza en el alma de los vivos. Desde Mosul, construida en la ribera opuesta del Tigris, se contempla ese esqueleto de murallas en el que desde hace tres milenios nadie ha osado poner una piedra sobre otra. Al llegar a ese emplazamiento, célebre entre los célebres, la primera disposición del señor De Maillet había sido hacerse conducir a la antigua capital y entregarse a sus cavilaciones mientras caminaba sobre los montones de piedras cubiertos de cardos y parietarias. El cónsul obtuvo con aquel terrible espectáculo un inefable aliento para su alma. El paso de los medos ponía de manifiesto la proximidad de Persia, país del que eran ancestros; estaba llegando a su objetivo. Por otra parte, la progresión del desierto, visible en aquella colina de polvo y lágrimas, así como en la ciudad nueva, construida más abajo, al otro lado del poco caudaloso río, confirmaba la lenta desecación de la tierra, iniciada mucho antes de los tiempos históricos y que constituía el fondo de la genial e inofensiva convicción de su Telliamed.

El señor De Maillet respiraba ahora con mayor libertad. Desde su partida de Roma todo le había salido bien. La audacia le había compensado holgadamente. Tras atravesar Italia, había viajado en tartana por Manfredonia, la cual le condujo a Grecia. Diversas barcazas, siempre rápidas y frescas, con varias escalas en islas acogedoras, le permitieron alcanzar finalmente Joünié, en el Líbano.

Los caravasares de aquellas regiones eran cómodos y seguros. No le costó nada llegar a Alepo, y de allí a Mosul. El invierno no resultaba demasiado riguroso y el cónsul se encontraba de maravilla; por lo demás, la idea de que caminaba hacia su paraíso le permitía soportar cualquier fatiga.

En los lugares en que se detenía, el señor De Maillet se alojaba en casas particulares o en albergues, y evitaba escrupulosamente todo contacto con los consulados francos. Su misión era secreta y no concernía a los diplomáticos oficiales, entre los cuales sentía al presente cierto malestar y una especie de vergüenza por su degradación. Por fortuna, en Mosul la legación de Francia tenía su sede algo apartada de la ciudad, en una colina, como si los diplomáticos no se hubieran convencido del todo de que Nínive había sido destruida por siempre jamás y hubiesen considerado prudente instalarse a distancia equidistante de ambas ciudades.

Para acomodarse en Mosul, el señor De Maillet podía elegir entre varios caravasares de excelente fama. Le indicaron, entre otros, un albergue al estilo europeo que disponía de varias habitaciones y una cocina peculiar pero reputada. El cónsul se sintió vivamente impresionado por la denominación de aquel establecimiento; llevaba un nombre francés cuyo significado a los turcos les costaba captar pero que habían aprendido a repetir como una frase exótica. Se trataba del albergue El Amigo del Negus.

El señor De Maillet hizo que lo condujeran allí. El edificio estaba situado en uno de los rincones de la ciudad turca, por encima de los bazares. Por una pequeña escalinata decorada con plantas crasas se accedía a una planta baja que, en su parte opuesta, se hallaba en realidad muy elevada. A través de sus cuatro ventanas se podía contemplar todo el panorama del río, y a lo lejos, incluso, la línea ocre de las murallas de Nínive. Una sirvienta rubia muy entrada en años pero peinada con dos trenzas que le colgaban alegremente a ambos lados de la cabeza, a la manera de las niñas, condujo al nuevo huésped al piso superior. Le presentó un cuarto modesto pero limpio, embaldosado en rojo y amueblado con una cama de madera y un tocador, sobre el que habían depositado un aguamanil y una palangana de loza decorados con lambrequines azules al estilo de Ruán. Todo aquello resultaba harto atrayente, y el precio razonable. El cónsul se mostró en extremo satisfecho, de no ser por la ligera inquietud que suscitaban en él los roncos gritos que había oído al subir la escalera. Aquellos gritos subieron de intensidad mientras examinaba la habitación. Tan pronto como tuvo la certeza de que el huésped se sentía satisfecho, a la criada le entraron las prisas por atender aquellas vehementes llamadas. Se excusó con una reverencia que hizo bailar sus trenzas y desapareció a toda velocidad por el pasillo. El cónsul ni siquiera había tenido ocasión de preguntarle por el singular nombre de la hostería.

El día declinaba con rapidez y el señor De Maillet se concedió unos momentos de reposo sobre el lecho, mientras contemplaba las ruinas, que iban adquiriendo un tono rosado en el horizonte. Al rato fue consciente de que tenía hambre, de que el cuarto no disponía de candela y de que más valía abastecerse de tales necesidades antes de que fuera noche cerrada.

Salió al pasillo, que ya estaba oscuro, y al bajar la escalera encontró el comedor de la planta baja ocupado por media docena de comensales silenciosos, sentados en taburetes alrededor de mesitas bajas. Todos se servían de una fuente común dispuesta para dos o tres personas sobre un lebrillo. El señor De Maillet tuvo el privilegio de recibir una para él solo, y puso buen cuidado en arremangarse el puño de encaje antes de hundir los dedos en ella. Los guías turcos no habían mentido, era una comida extraña. Sobre una gran torta que tapizaba el fondo de la fuente, habían distribuido en montoncitos los manjares más misteriosos e inesperados. Algunos eran reconocibles: un volován, una trucha a la almendra, un sorbete de mango. Otros, aunque muy elaborados, todavía dejaban entrever ingredientes familiares: una bola de arroz blanco con pasas, puré de espinacas, un montoncito de queso seco desmenuzado. Sin embargo, el resto de aquellos bocados no daban la menor indicación respecto a sus orígenes, aunque su coloración roja resultaba demasiado ardiente para que cupiera considerarlos inofensivos. Todas las cocinas de Oriente habían inspirado aquella mezcolanza, según criterios que participaban no tanto de las exigencias del gusto como de nostálgicas reminiscencias por parte del cocinero.

Para servir tales platos, así como las bebidas, dos criadas ayudaban a la que había recibido al señor De Maillet. Las desdichadas iban vestidas y peinadas de manera tan juvenil como la primera, aunque habían rebasado holgadamente la edad de ser abuelas. Mediante animosas cortesías, trataban de hacer soportable el terrible espectáculo de sus agónicos pechos, que el corpiño de cordones ponía de relieve, y que ocasionaban entre los cuitados comensales mayor melancolía que las ruinas de Nínive.

Con lo que le quedaba de apetito, el señor De Maillet dispensó una honorable acogida a la cocina. Se sentía satisfecho ante aquel respiro, que no obstante no dejaba de inspirarle ciertas inquietudes. Por dos veces a lo largo de la cena resonaron, desde lo alto de la escalera, las mismas llamadas cavernosas que había oído desde su habitación. Sus vecinos, en su mayoría apacibles mercaderes extranjeros, entre los que figuraban numerosos griegos, no parecían incomodados en modo alguno, y continuaban comiendo sin levantar siquiera la cabeza. Calcó su conducta de la de aquellos parroquianos, mas semejante anonimato no podía durar. Apenas hubo concluido su cena y bebido un último vaso de té, la criada de las trenzas se le acercó y musitó a su oído:

—Señor, el embajador le aguarda en el primer piso.

¡El embajador! El señor De Maillet fue presa de viva alarma. Procedió a bajarse las bocamangas y a alisarse el traje. ¿Se presentaría sin peluca? Comenzaba a sentirse agitado cuando de pronto le asaltó otra evidencia: ¿qué hacía un embajador en un lugar semejante? Y por lo demás, ¿de qué país procedía aquel diplomático? Por desgracia era inútil que intentase formular tales preguntas a la pobre criada, que acababa de agotar todas sus reservas de francés en una sola frase. El cónsul se levantó y, haciendo acopio de dignidad, siguió valientemente a aquella fámula por la escalera.

En el piso de arriba, frente al corredor que daba a las habitaciones, una puerta baja oculta tras unas colgaduras llevaba a otra ala del edificio. Al cruzar el umbral, el señor De Maillet comprendió que se trataba de una antigua terraza con pérgola. Tanto en el techo como en las paredes, habían recubierto las vigas con un amasijo de tablas y viejas chapas que no bastaban para cerrar por completo el recinto. Ásperas telas abombadas por el viento colmaban los vacíos. El conjunto participaba a un tiempo de la casa y del campamento, en una mezcla tan extraña como la cocina y el establecimiento en sí. De la viguería de aquella nave pendían objetos heterogéneos de aspecto africano: escudos de piel de hipopótamo, dos lanzas entrecruzadas, los restos de un tigre cubiertos de polvo. En mitad de la estancia habían instalado un monumental mueble de madera cubierto de alfombras manchadas y chales de algodón estampado, hasta tal punto desgastados que la trama resultaba visible. Aquello semejaba a un tiempo un lecho, un trono y un catafalco; un par de personas hubieran podido tenderse una junto a otra, pero la que allí se encontraba tumbada bastaba para ocuparlo por entero. El gigantesco caftán que la cubría, y que habría podido envolver a dos caballos, no permitía distinguir los contornos de aquel cuerpo monstruoso. Sin embargo, de él surgían, extendidas en dirección a la puerta, dos piernas desnudas de rodilla para abajo que tenían todo el aspecto de trompas de elefante: el mismo tamaño impresionante, la misma piel gruesa y arrugada, idéntico color negruzco tirando a violeta. Un gorro de lana cubría el extremo. Cuando pudo apartar su horrorizada mirada de aquel espantajo, el señor De Maillet la dirigió hacia la parte opuesta de tan singular catafalco. Sus ojos de limitada visión le indicaron la presencia, en la cima de aquella masa, de una cabeza también compuesta en su mayor parte de grasa y provista de impresionantes morros pero que, contra toda expectativa, seguía siendo humana e incluso sonreía amablemente.

—Acomódese, se lo ruego —dijo la misma voz aguardentosa a la que el cónsul había oído gritar órdenes por la tarde—. Me gusta conocer a mis nuevos huéspedes.

El señor De Maillet apoyó una prudente nalga en el borde de una silla de madera.

—¿Qué le ha parecido mi cocina? —quiso saber el hombre, haciendo vibrar con sus entonaciones los escudos de piel que colgaban de las vigas.

—Pues… excelente.

—¡Magnífico! Es usted un hombre de gusto exquisito. Debe saber que no soporto la menor ofensa en ese sentido, y el motivo es muy sencillo: esas recetas me fueron confiadas por un gran rey, sí, el más grande entre los grandes, que ha sido establecido sobre la tierra por la voluntad de Dios y cuyos decretos ejecuta.

—¿Y cuál es ese monarca, si puede saberse? —preguntó el señor De Maillet, que había juzgado prudente mostrar una entusiasta curiosidad.

—¡Pero… bueno! —rugió el hombre—. ¿Cómo es posible que quienes llegan hasta aquí todavía lo ignoren? Se trata del negus de Abisinia, el rey de reyes, del que soy embajador, e incluso, tal como proclama este establecimiento, amigo.

Al oír tales palabras, el señor De Maillet se inclinó en la silla para ver mejor a aquel a quien pobres lámparas de aceite alumbraban de manera insuficiente para sus fatigados ojos. Únicamente logró discernir que el hombre tendido se hallaba rodeado de fuentes de barro llenas de almendras, pistachos y otros frutos secos. Aquellas vituallas ocupaban todo el espacio libre que quedaba a su alrededor en la cama. Sin dejar de hablar, hundía en ellas sus manazas y se embutía en la boca, al tiempo que recuperaba la respiración, enormes puñados de cacahuetes, que engullía sin masticar.

—En cuanto a usted, mi querido señor —prosiguió su extraño anfitrión sin dejar de comer a dos carrillos—, me consta que es franco, de una nación que conozco bien. ¿Puedo saber su nombre? Y no me lo tenga en cuenta si por ventura ya nos conocíamos; lo cierto es que ya casi no veo nada.

—Mi nombre es Maillet.

—¿Maillet?… ¿Maillet? Conocí hace tiempo en El Cairo a un pillastre que llevaba un nombre similar, aunque precedido de una partícula. Me condujo muy cerca del infierno y confío en que haya dado allí con sus huesos.

El cónsul se había incorporado y de pronto le vino todo a la mente. ¡Murad! El cocinero armenio que aquel impostor de Poncet había traído de Abisinia. El hombre que había tenido el descaro de querer acudir a Versalles y al que muy afortunadamente había detenido en su trayecto. Aquel glotón regresó a Abisinia con una cuadrilla de jesuitas y el señor De Maillet confiaba en que se habría quedado allí. Sin embargo, los aventureros de su calaña no conocen hogar ni patria y de nuevo aparecía en su camino.

—A decir verdad —prosiguió Murad con voz más serena—, hace mucho tiempo que perdoné. Las horas transcurridas por aquella época en Abisinia y en El Cairo son tan caras a mi corazón… Y pensar que en la actualidad ya no hay nadie que pueda compartirlas conmigo…

El pobre hombre mostraba una sincera emoción y sazonaba con sus lágrimas los cuencos de frutos secos.

—¿Debo suponer que es usted aquel Murad que hace quince años residía en El Cairo? —preguntó el señor De Maillet con todo el vigor que antaño ponía en el trato con aquel bergante.

—Pero ¿es posible? —exclamó el armenio, haciendo un terrible esfuerzo que proyectó la masa de sus entrañas hacia delante y le permitió adoptar una postura sentada digna de tal nombre—. ¡Maillet! ¡El señor De Maillet! En efecto, ahora reconozco su voz. ¡Ah, señor cónsul, cuán dichoso me siento! ¡Qué gran honor me hace! —Acto seguido, lanzando un grito que a punto estuvo de derribar al anciano diplomático, añadió mientras daba palmadas—: ¡Chicas, a mí! ¡Vamos, dad de beber al señor De Maillet! ¡Rápido, Cathy, Leandra! ¡A mí! Traed vino enseguida, y del mejor, no esos infames brebajes vuestros.

Concluido aquel esfuerzo, Murad se derrumbó de nuevo sobre su lecho y musitó expresiones de contento. El cónsul no sabía qué continente adoptar. Era noche cerrada, de modo que la huida resultaba imprudente, acaso imposible. Por otra parte, por desagradable que fuese, aquel encuentro no se anunciaba en absoluto peligroso. No tuvo tiempo de deliberar. Las ajadas muñecas habían aparecido, las tres a un tiempo, y se apresuraban a llenar las copas. Murad, que presa de emoción engullía las pasas a puñados, hizo un ruidoso brindis y un delicioso burdeos deshizo el nudo que atenazaba la garganta del señor De Maillet.

—¿Cómo podía imaginar que algún día sería usted testigo de mi prosperidad? —vociferó Murad, todavía sin salir de su asombro—. ¡En esta casa, que compré con mis propios dinares, fruto de mi labor! ¿No le parece magnífica? ¿Y qué opina de todas estas bellezas?

Había rodeado una grupa con cada brazo y atraía hacia sí a dos de aquellas desdichadas, que se estremecían bajo sus delantales de encaje y reían dejando al descubierto todos los dientes, o más bien las encías.

El cónsul tuvo que armarse de suma paciencia y esperar al término de tales efusiones. Por fin se quedaron solos y Murad, tras atacar su segunda botella de vino, recuperó la calma suficiente para que se iniciase una verdadera conversación.

—Bien, querido señor De Maillet —dijo mientras masticaba voluptuosamente ese nombre—, supongo que está haciendo etapa aquí en su camino hacia Egipto.

—No —respondió el antiguo diplomático, un tanto turbado—, ya no resido en El Cairo.

—¿Cómo, ya no es usted cónsul allí?

—Ni allí ni en ninguna otra parte —repuso secamente el señor De Maillet—. He dejado la carrera diplomática, eso es todo.

—Y… ¿qué está haciendo aquí? —preguntó Murad sin malicia.

—Viajo —respondió el cónsul en un tono que no admitía réplica.

El armenio se llevó a la boca una buena cantidad de avellanas y, tras reflexionar unos momentos, guiñó media cara, de modo que hasta el señor De Maillet pudo captar esa mímica cómplice, pese a su vista deficiente.

—Misión secreta, ¿eh? Sí, ya sé, no me lo dirá. Y hace bien. Sin embargo, entre diplomáticos…

El cónsul cerró los ojos un instante. Que el hombre hubiera surgido del mar era una hermosa idea que se le había ocurrido a Dios. Ahora bien, ¿por qué sacar también del agua a tan innoble cachalote?

—Al menos —insistió Murad—, ¿se puede saber adónde piensa dirigirse?

—A Persia —confesó el cónsul, consciente de que no podría ocultar por mucho tiempo su lugar de destino.

—¡A Persia! ¡Con todo lo que está pasando!

Murad no había conseguido incorporarse y gesticulaba con la cabeza echada hacia atrás.

—¿Sabe que los armenios tomaron Ereván el año pasado, que los rusos acaban de atacar la zona del Caspio, conducidos por el zar en persona, y que los afganos se encuentran a las puertas de Ispahán?

—Lo sé —admitió el cónsul, sin dejar traslucir la menor emoción.

—¡Dice que lo sabe! Debo de haber oído mal. Pero señor cónsul, hágame caso, no se trata de naderías. Esta vez el desenlace está próximo. La existencia de Persia toca a su fin. Por aquí pasa mucha gente, y yo les pregunto, y escucho. Pues bien, le diré las cosas como son: hoy los extranjeros razonables ponen pies en polvorosa en ese país. ¡Y habla usted de arrojarse en la boca del lobo!

—¿A cuántas jornadas de Ispahán nos encontramos, con un buen equipamiento?

—¡Ispahán! Pero ¿cuántas veces tendré que repetirle que esa ciudad está a punto de sufrir un asedio…? Tal vez en este momento los afganos se encuentren ya al pie de sus murallas.

La conversación prosiguió un buen rato en el mismo tono, mas no hubo nada que hacer. El cónsul estaba decidido, aun cuando no confesara la razón, a meterse en la trampa persa, costara lo que costase. Murad, con la muerte en el alma, acabó por acceder a prestar su ayuda para que se consumara tan trágico destino. Puso a disposición del cónsul un carruaje que había hecho construir antaño a su medida y que al presente se hallaba en desuso en la cuadra del albergue. Solo puso una condición: que aquel vehículo no entrase en la ciudad de Ispahán y que regresara con su postillón tras haber dejado al cónsul a sus puertas.

A medida que avanzaba la noche, algo similar a la confianza había acabado por surgir entre los dos hombres. El señor De Maillet estaba ahora convencido de que el pobre Murad era inofensivo e incluso benévolo. Se decidió a pedirle ayuda con respecto a una cuestión que le preocupaba desde su partida de Roma. El cónsul había dicho la verdad: verse encerrado en Ispahán no le daba miedo, aunque allí le aguardase la muerte. Sin embargo, no quería que junto con su persona desapareciese toda huella de su misión y de los compromisos que a su respecto había contraído con el cardenal. Había concebido las líneas generales de una memoria secreta en la que expondría todo el asunto, desde el dudoso chantaje de la concubina hasta la petición que dirigía al papa en relación con su libro. No obstante, ¿dónde depositar semejante documento con la certeza de que estaría seguro?

—Le quedo muy agradecido por sus bondades, mi querido Murad —dijo el cónsul tras una larga reflexión—. ¿Me permite que le pida un último favor?

—Se lo ruego. Todo cuanto esté en mi mano y que pueda resultarle de ayuda.

—Se trata de lo siguiente: ¿podría poner a mi disposición un cofre de seguridad y confiarme la llave?

—¿Un escriño? Elija uno de los que hay debajo de la cama; encontrará dos, de distinto tamaño.

El señor De Maillet escogió el más pequeño de los dos cofres y lo levantó con esfuerzo para depositarlo entre los cuencos de pistachos, casi vacíos. Murad rebuscó bajo su túnica y sacó dos llavecitas.

—Meta los papeles que contiene en el otro, el más grande, y quédese con este. Es suyo.

—Le doy mis más expresivas gracias —dijo el señor De Maillet, muy emocionado por haber dado con la solución a sus dificultades—. Mañana por la mañana se lo devolveré cerrado y me quedaré con la llave. Si me ocurriera alguna desgracia, es decir, si llegase a encontrarme en tan grave peligro como usted afirma, le haré llegar esta llave, y cuento con usted para hacer públicos esos documentos y enviarlos a la dirección que figurará en ellos.

Murad así se lo prometió. La sorpresa y la excitación de aquel reencuentro le habían fatigado, de modo que el cónsul dejó que se adormeciese y aprovechó la ocasión para regresar a su cuarto y poner inmediatamente en marcha su proyecto.

Media hora más tarde, sin duda enviada por su amo el embajador, Leandra acudió a frotar suavemente el extremo de una trenza contra la puerta del cónsul con gemidos que no dejaban lugar a engaño. Pero este, ocupado en escribir, apenas la oyó y no se dignó abrir.