27

Un cerco de colinas desnudas, dispuestas en herradura, rodeaba Ispahán por el noroeste, a una media hora de marcha de la ciudad. Los habitantes, por propia iniciativa o conducidos por no se sabe quién, tomaron la dirección de aquellas elevaciones e instalaron campamentos improvisados en sus laderas. El aire era cálido durante el día y conservaba cierta tibieza por la noche, lo que resultó providencial, pues sobre aquel suelo surcado de quebradas habría resultado difícil encontrar con qué alimentar una hoguera. Hubo que esperar hasta la segunda tarde para que enviaran cargamentos de leña desde los huertos de regadío de más abajo, donde se había dado la orden de arrancar los setos e incluso los árboles frutales para echar los troncos al fuego.

El alba del octavo día hizo acto de presencia sin que el sol se hubiera liberado de su muelle cautividad. Su luz lechosa parecía proceder de todo el cielo, y apenas se distinguía un emplazamiento más cegador que el resto, donde cupiera suponer que el astro se mantenía oculto. Saba había elegido para su campamento un cuadrado de tierra a media pendiente. No resultaba demasiado cómodo, pues el suelo era irregular y estaba sembrado de piedras puntiagudas; no obstante presentaba la ventaja de hallarse en el camino de los tiros de caballerías que suministraban el agua, la leña y la fruta. Desde aquel lugar elevado se ofrecía sobre todo una amplia vista de Ispahán en general y de su casa en particular, cuyos tejados se distinguían entre las ramas desnudas del jardín.

El día transcurrió con rapidez, salpicado de las mil necesidades que descubren los sedentarios devueltos por la fuerza a la vida nómada. Françoise sufría a causa de su brazo, que Alix y Saba le habían inmovilizado a lo largo del cuerpo con unas tiras que habían conseguido rasgando una camisa. Hacia las cuatro, su pálido fuego de campamento logró cocer por fin una olla de verduras y pan duro que habían llevado consigo. Compartieron aquella única comida del día con los sirvientes. A las cinco, en medio de un opresivo silencio, el mismo crepúsculo de cinabrio renovó en todo el cielo su mágico y angustioso sacrificio. Aquello se había convertido en una costumbre entre los persas, que contemplaban como algo normal tan singular tragedia celeste. Por el contrario, Saba, Alix y Françoise, a quienes al principio no afectaron demasiado aquellas peculiaridades de la naturaleza, experimentaron esa noche un pavor sin precedentes. A sus pies, Ispahán desierta, sin una luz, sin una hoguera, acusaba de manera dolorosa los ardores del cielo, que sonrosaban los minaretes, inflamaban la muralla ocre de las fortificaciones y hacían crepitar de luminosidad las cúpulas de esmalte verde de las mezquitas. ¿Qué nueva página del Libro Santo estaba escribiendo aquel pueblo en éxodo en el umbral de sus casas? Sus profetas lo habían convocado a la aterradora cita del castigo. Pero ¿de dónde vendría el golpe? ¿Del cielo, que por el momento retenía su fuego todavía pero que tal vez no conservarse esa paciencia durante mucho tiempo? ¿De la tierra, irritada por el prolongado prurito de pecado que los hombres le habían hecho sufrir y cuya próxima venganza anunciaban los adivinos? ¿De los mismos hombres, pues desde la derrota de Kermán nadie sabía si los afganos se hallaban ya en camino para obligar al imperio a devolver sus mal adquiridas ganancias?

Al fin llegó la noche, muy negra. Producía una extraña impresión oír aquella ciudad muda y aquella campiña vibrante de voces. Quienes habían conseguido encender hogueras, las sofocaron para economizar leña. Privados de aquellas almas, los campamentos resultaban siniestros y no despertaban otro deseo en los fugitivos que el de huir todavía más lejos, arrastrados por un profundo sueño. Tras algunos rumores de jergones extendidos, pieles desplegadas, niños a los que unas palabras dulces procedían a calmar, un gran silencio reinó sobre la colina. Françoise y Saba, una por el agotamiento y el dolor que habían socavado sus fuerzas, y la otra por un resto de fragilidad que la ligaba todavía a la infancia, se durmieron de inmediato y muy profundamente.

Alix había hecho acopio de algunos tizones al lado de la hoguera, la cual había apagado, y soñaba mirando cómo enrojecían lentamente aquellas ramitas verdes, que se consumían desprendiendo humo. No podía pensar en Jean-Baptiste sin sentir un singular rencor hacia él; le reprochaba que la hubiese abandonado y, más aún, que hubiera imprimido aquella dirección a su vida, caracterizada por la ruptura y el exilio. Tal vez incluso le había arrebatado por completo su juventud… Aquel sentimiento era a un tiempo tan injusto y tan poderoso que prefirió alejarlo de su mente. Otras imágenes acudían a ella, más lejanas y nimbadas por la maravilla de las cosas desaparecidas y que no se ven alteradas por el paso del tiempo: su infancia en los internados franceses, su llegada a El Cairo y la vida que había llevado allí con sus padres. Ella, que ni por un momento lamentó haber abandonado aquella jaula dorada, la evocaba ahora con ternura. Su madre, tan dulce, tan sumisa, ¡pobre mujer! Nunca le había escrito, por temor a que mostrase aquella carta a su marido y se descubriera su escondite de Ispahán. Y su padre, ¡su pobre padre cónsul! ¿Estaría vivo o muerto? Con el tiempo, las ridiculeces de aquel hombre se le antojaban insignificantes debilidades que ocultaban su pudor y sin duda una gran bondad.

Se hallaba perdida en el dédalo de aquella memoria soterrada cuando se dio cuenta de que unas figuras iban y venían por el camino que habían dejado libre para los tiros de caballos. No tardó en distinguir en aquellas sombras los blancos atavíos de soldados. Algunos llevaban en la mano antorchas de madera resinosa, que enroscaban en el aire inmóvil sus hebras de llamas oscuras. Iban de grupo en grupo, y acercaban las teas a los durmientes como si buscaran a alguien. Se asustó al ver que uno de aquellos guardias se acercaba a ella, y ni siquiera tuvo la suficiente presencia de ánimo para velarse el rostro. Al verla, el soldado corrió hacia el camino llamando a los demás. Cuando se reagruparon, se destacó de entre ellos un hombre a quien la luz de la antorcha ocultaba. Solo en el último momento, cuando se halló cerca de ella y la saludó con respeto, reconoció a Reza. Françoise y Saba seguían durmiendo apaciblemente. Alix se incorporó y, a invitación de su visitante, ganó en su compañía el camino practicado. Él dio orden a sus hombres de que regresaran a su campamento y ambos se sentaron uno al lado del otro en el talud más escarpado del camino. Reza plantó la tea un poco más allá, en el polvo arenoso.

—Hace un rato vi que la acompañaba una mujer herida —dijo el persa en voz baja.

En el momento en que él pasaba en pos de la litera real, Saba estaba acabando de vendar el brazo de Françoise.

—En efecto, así es, gracias por su solicitud —asintió Alix, conmovida por aquella atención y experimentando un violento placer sabiéndose objeto de la protección de aquel hombre—. Es una pariente que vive conmigo en Ispahán y que con el jaleo tuvo una mala caída.

—¿Quiere que la llevemos a nuestros médicos? El que está destinado a la guardia real no es malo. Ha montado un pequeño puesto de socorro al otro lado de esta colina, cerca de las tiendas del rey y de la corte.

—No —exclamó con presteza Alix—, no es necesario, tenemos remedios. Todo va bien, aunque le agradezco su amabilidad.

No quería a ningún precio que Françoise se precipitase involuntariamente en las fauces del nazir y de aquella corte supersticiosa, en la que la supuesta concubina del cardenal, al aparecer en un momento tan crítico, podía despertar alguna nueva idea calamitosa y convertirse en su víctima.

—Acepte al menos que mañana por la mañana le haga llegar lo necesario para alimentar un buen fuego y hacer tres comidas al día.

La solicitud de Reza era tan sincera, tan natural, tan conmovedora que Alix aceptó sin reparos y le dio las gracias con visible emoción.

Zanjado aquel tema, abandonaron el terreno sólido de la conversación para elevarse, a través de prolongados silencios, a las regiones más vaporosas y menos comunicables de sus pensamientos.

—¿Ha vuelto a ver a… Nur? —preguntó con timidez Alix.

—No —confesó él. Guardó silencio y luego, alzando la mirada, prosiguió—: Por otra parte, me parece que me estoy curando. Esta semana ni siquiera he sufrido. Al menos no tanto como antes.

—Me alegro por usted —dijo Alix con sinceridad—. ¿Y qué ha hecho para gozar al fin de tal serenidad?

—He seguido sus consejos, eso es todo.

—¿Mis consejos? ¿Acaso le di alguno?

Recordaba no haber sido capaz de responder nada tras escuchar el relato que le hizo. Le había dejado tras farfullar únicamente algunas frases de ánimo, de agradecimiento y de cortesía.

—No sé si me los dio —replicó él—. En cualquier caso, yo los oí.

El oficial mantenía los ojos clavados en los de Alix. La oscuridad ocultaba sus pupilas; ella solo veía la línea pura de sus cejas, y no podía apartar la mirada.

—¿Y cuáles son esos consejos que al parecer yo le dejé oír? —preguntó con voz poco firme.

—Es muy sencillo, que no hay que sufrir y…

—¿Y?

—… que hay que amar a otra.

La antorcha inmovilizaba la escena con su resplandor rojo que olía a alcanfor y a alquitrán de resina. El menor gesto, al romper aquel encanto, les hubiera precipitado lejos el uno del otro, mientras que aquella distancia carmesí y perfumada les mantenía unidos y como prendidos de sus labios palpitantes. Miles de sombras yacentes por todas partes, coaguladas en la inmovilidad del sueño, parecían ya víctimas del castigo anunciado. Solo ellos habían sobrevivido y eran portadores, en nombre de la humanidad entera, de cuanto quedaba sobre la faz de la tierra de deseo y voluptuosidad.

Quizá los dioses no han creado a los inocentes para otra cosa que para evitar que los imprudentes sucumban a peligros demasiado grandes. En cualquier caso, eso fue lo que consiguió un buen hombre de expresión humilde que se acercó a Reza para pedirle permiso para encender una tea con su antorcha. Su hijo tenía fiebre y quería reavivar el fuego.

Aquella irrupción devolvió a los que conversaban la conciencia de sí mismos, del lugar y de la hora. Tras algunas palabras llenas de turbación —y ahora les embargaba la sensación de que todo el mundo a su alrededor podía oírles—, se separaron con un saludo avergonzado.

El día siguiente, de nuevo velado, resultó lúgubre e interminable. Unos soldados les llevaron leña y víveres para Françoise, pero Reza no apareció. Alix casi se sintió aliviada, pues al placer que experimentara en un primer momento al verle se había sumado la inquietud a medida que transcurría la jornada. ¿Qué diablos estaba haciendo? El ambiente apocalíptico de aquellos crepúsculos y aquellas tibias noches lo había trastornado todo y producía la impresión en los exiliados de que se encontraban en el limbo de un más allá donde el tiempo ya no existía. Sin embargo, el pleno día venía a disipar tales ilusiones, pues con él regresaban el hambre, la sed, la inquietud, los gritos de los niños, el esfuerzo de pesados convoyes que trepaban por la pendiente a fuerza de sonoros latigazos. Alix se preguntó con un leve temor dónde podía estar Nur Al-Huda, pero no tardó en olvidar el asunto. Aún no se había puesto del todo el sol cuando, tras aquellas dos noches en vela, cayó profundamente dormida.

Al día siguiente, cuando la mañana tocaba a su fin, y después de diez días envuelto en su mortaja, el sol apareció de nuevo con toda su pureza en pleno centro de un cielo añil. La ciudad recuperó sus colores y el aire su fondo de frescor penetrante. El crepúsculo agitó alegremente algunas enaguas rosas y dio paso a la noche familiar del invierno iraní, tachonada de estrellas y engalanada con una viruta de luna. Los adivinos celebraron consejo hasta el alba, realizaron sabios cálculos de órbitas y constelaciones, y por fin declararon al rey que las plegarias habían surtido efecto. La tierra, aliviada por el peso de aquella población arrepentida, había decidido finalmente suspender su castigo. A mediodía, de un campamento a otro, los despavoridos habitantes, sucios de polvo y ceniza, se repitieron el decreto real: todo el mundo podía regresar a la ciudad.

Bibitchev no era un hombre pusilánime. A las tres de la madrugada, salir a la noche glacial, sin luz, seguir a prudente distancia, es decir, permaneciendo fuera de la vista, a un pequeño y ágil grupo que dejaba una única huella en la nieve, no era algo cómodo ni desprovisto de riesgos. Pero un agente como él no iba a renunciar tan cerca del objetivo. La grandeza de su oficio se cimentaba en aquel caballete, allí donde se juntan las dos vertientes de la teoría y la práctica, que se apuntalan la una a la otra pero precipitan en su abismo a todo aquel que pretenda deslizarse por uno solo de sus lados. En aquel asunto, la teoría estaba clara; había reconstruido poderosamente para sus jefes el plan de la conspiración. Solo restaba obtener pruebas concretas, y tan codiciados frutos solo podían ser cosechados a las tres de la madrugada en una estepa helada. Así estaban las cosas.

Varias veces estuvo en un tris de ser descubierto por aquellos a quienes perseguía, sobre todo cuando se reunieron con aquel diablo de escocés salido de no se sabía dónde. En otra ocasión, Bibitchev había tenido que luchar con un estornudo que le hubiera traicionado, y había salido vencedor. Al acercarse al kurgán, todo resultó más fácil; le bastó con esperar detrás de una piedra vertical, localizar la galería por donde habían entrado los sospechosos y acto seguido subir tranquilamente. Adentrarse tras ellos habría supuesto demasiado riesgo. Sabía que aquellos montículos estaban llenos de ramificaciones, y como además no tenía lámpara, se acuclilló cerca de la entrada del pasadizo y decidió esperar. El frío era intenso, pero las pieles cosidas por aquellos malditos suecos le mantenían caliente. Las colas de nutria, preciso era confesarlo, aportaban una comodidad suplementaria con semejantes temperaturas; de hecho, sentía su falta a la altura del vientre, donde las había arrancado. A fin de no perder calor, se hizo un ovillo, y solo dejó en contacto con la fría noche su espalda erizada de pieles negras. Esa postura fue la causa de su perdición.

A la hora en que el sol se levantó sobre las inmensidades blancas de la estepa, un grupo de kirguís caminaba lentamente por las inmediaciones del kurgán, con el arco tensado sobre una flecha con punta de acero y el ojo avizor. Aquellos nómadas pertenecían a una pequeña tribu que, a diferencia de los apacibles calmucos, era muy temida por no conocer más que la caza y el pillaje más brutal.

Al llegar al círculo de piedras erguidas, una de cuyas caras teñía de azul el alba, los nómadas se dispusieron cerca de aquellos obeliscos y todos arrancaron a caminar distribuidos en estrella a partir de allí, dejando el túmulo a su espalda. Era una manera cómoda de facilitar su encuentro mediada la jornada, cuando todos los cazadores hubieran desandado el camino siguiendo su propia pista. Solo un indígena seguía desde el principio la dirección inversa, para cazar las piezas que pudieran estar ocultas en el propio kurgán. Aquella noche habían adjudicado ese papel a un muchacho de quince años llamado Iakach, que participaba como adulto en la segunda cacería de su vida.

Iakach conocía bien todas las costumbres de los batidores de la estepa. Sabía desplazarse sin ruido, a saltos, y fundirse en la inmovilidad general gracias a prolongadas permanencias, agazapado tras una roca. Sabía reconocer desde lejos a las saigas, una variedad de antílopes salvajes, y también a los zorros, los lobos e incluso la gran alondra negra del desierto.

Sin embargo, jamás en su vida había visto una bestia como la que divisó a media pendiente del kurgán, agazapada a la entrada de su madriguera. Mientras se aproximaba, le venían a la memoria los fabulosos relatos de los Antiguos. Para situarse a favor del viento, había contorneado el túmulo por la parte de arriba y solo veía del animal su lomo redondeado de negro pelaje. Como no disponía de punto de referencia alguno, no tenía la menor idea de su tamaño; tanto podía tratarse de una de esas gruesas tarántulas que tienden su tela entre dos piedras como de un oso enorme de los que no se veían en la zona pero que su padre afirmaba haber divisado, mucho tiempo atrás, cerca de la orilla del Caspio. El animal no se movía. Iakach tensó su arco hasta casi romper la cuerda mientras avanzaba lentamente. Ahora se encontraba a menos de dos zancadas. Pese a su juventud, el chico sabía que nunca hay que apuntar al lomo de una bestia desconocida. Muchas especies están dotadas de caparazones que resisten las flechas más afiladas y aprovechan la alerta que supone ese tiro inútil para abalanzarse sobre el cazador desarmado. Por el contrario, en la naturaleza abundan los casos en que la cabeza y el vientre constituyen posibles blancos para una herida mortal. Por mucho temor que esa maniobra pudiera causar, primero había que darse a conocer con algún ruido y obrar de modo que el animal, sorprendido, se incorporase y dejara al descubierto su parte vulnerable. Iakach lanzó un juramento kazako y la forma negra se incorporó. Durante un instante crucial, el joven se quedó paralizado.

Tampoco Bibitchev hizo el menor gesto, ni siquiera levantó las manos. Aquella impasibilidad le salvó la vida, pues el cazador, antes de tomar una decisión consciente, actuó por mimetismo. Se inmovilizó a su vez y ese breve lapso le permitió darse cuenta de lo que había capturado. Esperaba un uro, pero se trataba de un funcionario.

Semejante descubrimiento pareció tranquilizarle un tanto. Retrocedió tres pasos, aflojó la tensión del arco sin dejar de apuntar la flecha hacia el hombre y se decidió a llamar a sus compañeros, lanzando un grito convenido.

Bibitchev no tardó en verse rodeado por una docena de salvajes circunspectos que le miraban fijamente en silencio. Tras una conversación en voz baja, se acercaron al agujero, y uno de ellos introdujo la cabeza para comprobar si percibía algún ruido.

Saltaba a la vista que Bibitchev no estaba solo, y le tomaron por el centinela de un grupo de saqueadores. Nada detestan tanto esas tribus como a la gente que se entrega a tales profanaciones. Si bien hacen gala del mayor desprecio hacia la vida, tanto la suya como la de los demás, dan prueba de un riguroso respeto hacia los muertos, que yacen en esas tumbas y con los que se creen, por lo demás erróneamente, emparentados.

Sin dejar de apuntarle con las armas de Iakach y otros dos cazadores, Bibitchev fue empujado sin miramientos hacia la entrada del túnel y, mediante señas muy comprensibles, los nómadas le ordenaron que llamase a sus compañeros. Al principio lo hizo en voz casi inaudible, pero una ágil patada, que dio de lleno en su trasero, le animó a proseguir con mayor ardor. Eligió las palabras más sonoras y pronto se oyó resonar por los invisibles túneles este grito repetido:

—¡Socorro, Juremi! ¡A mí, Poncet! ¡Vengan enseguida!