La batalla de Kermán se desarrolló el último día de la semana de purificación y de penitencia que los persas se habían impuesto.
Una vez más, en esta ocasión se constató que decididamente la guerra no es moral. Los afganos, ante los cuales se abrían innobles pero seductoras perspectivas de pillaje y violación, lucharon enardecidos. En cuanto a los persas, a quienes el celo de sus sacerdotes acababa de privar de buenos vinos y de las mujeres libres con las que habrían podido ser recompensados en caso de victoria, mostraron muy mala voluntad. La batalla fue larga y confusa; los afganos, pictóricos de audacia, hacían alarde de coraje; los persas se mostraban extremadamente prudentes y protegían su desaliento detrás de las murallas. La ciudad cayó al cabo de tres días de aquel toma y daca.
Los correos partían por la noche a caballo hacia Ispahán para llevar al rey noticias del combate. Todos los mensajes llegaban a la corte cinco días después de ser enviados; se requería ese tiempo para llegar a la capital, incluso a galope tendido y con relevos incesantes. ¿Cómo consumir con confianza un alimento tan poco fresco? Pese a las proclamas triunfales que publicaba el palacio, el más profundo pesimismo reinaba entre la población. Las calles de la capital permanecían desiertas y lúgubres. Los hombres se hallaban en combate o temían ser enviados al frente si se mostraban en público. Las mujeres estaban confinadas en los harenes.
Alix, en su triple calidad de extranjera, viuda y esposa de boticario encargada de entregar remedios, fue una de las pocas que pudo ir y venir libremente durante ese episodio. Hizo una visita a Nur Al-Huda en dos ocasiones y se asustó al ver a su amiga tan inconsciente y tan alegre. A decir verdad, nunca el harén del primer ministro había sido escenario de tan prolongados regocijos. Las otras cuatro esposas del desdichado, aunque en el pasado habían alimentado los celos entre ellas, ahora eran de edad avanzada y solo rivalizaban entre sí por la abundancia de su bigote, algo que entre los persas se recibía como un signo bienvenido de madurez y experiencia. Trataban a la circasiana como si fuera su hija y contemplaban sus fantasías con ternura. Tal unanimidad privaba a su común marido de la menor posibilidad de disponer de policía en el interior de su gineceo. El lugar se hallaba tan protegido de sus sanciones, tan precozmente prevenido de sus menores intenciones de visita, en una palabra, era tan seguro y secreto que a Nur Al-Huda se le había ocurrido acoger a varias de sus amigas bailarinas, a las que los nuevos rigores de la ley amenazaban en el exterior. Cinco mujeres de todas las edades, disfrazadas de sirvientas, buscaban su tamboril al caer la noche y hacían que en las pequeñas salas de colgaduras corridas reinase la más gozosa animación. Cuando no bailaba ella misma, Nur Al-Huda, reclinada sobre unos almohadones, fumaba un pequeño narguile cargado con cinamomo y harina, que hacía que la cabeza le diera vueltas de modo placentero.
Presentó sus protegidas a Alix entre risas. Una de ellas estaba emparentada con el patriarca Nersés. Relató a la falsa viuda la desazón que se había adueñado del anciano al conocer la desaparición de Jean-Baptiste. Contaba con el boticario para que le salvara intercediendo por él ante Alberoni y finalmente debió su salvación a la guerra con los afganos, que había colmado de otras preocupaciones a su comunidad, lo que le permitió obtener su perdón.
Durante una de aquellas visitas, Alix supo mediante qué indiscreción Nur Al-Huda se había enterado de que Jean-Baptiste quería salir de Persia. Tratando de penetrar más a fondo aquel misterio, preguntó:
—Pero ¿quién le dijo que Jean-Baptiste tenía… intención de morir?
—Mi querido marido habló en mi presencia de la conversación que su Jean-Baptiste había mantenido con el rey —confesó Nur Al-Huda riendo—. Sabía que quería irse, y se lo impidieron. Como le dije, estaba interesada en volver a ver a mi bienhechor. Quise enterarme de lo que pensaba hacer en semejante situación crítica, de modo que me bastó con apostar a uno de nuestros mendigos día y noche ante cada una de sus puertas.
Aquella confesión ya no tenía importancia, y Nur Al-Huda la hizo con displicencia, mientras succionaba el tubo de ámbar de su pipa de agua. Sin poderlo evitar, a Alix le pareció excesiva la solicitud de la joven hacia un médico que la había cuidado en su infancia. Por un momento se preguntó si en aquel interés no habría segundas intenciones, bastante menos confesables. Aquella idea le desagradó. Sin embargo, una imperceptible punzada de satisfacción venía a mezclarse con ello, como si los celos, al descubrir un incipiente motivo, hubieran acudido a recubrir la leve vergüenza que sentía por haber escuchado con tanta indulgencia las confidencias de Reza.
Alix había tenido buen cuidado en no permitir que aflorase ante su amiga ninguno de los sentimientos que despertara en ella su encuentro con el oficial. No obstante, había cumplido escrupulosamente su misión, hasta el extremo de reproducirle exactamente su conversación con el desdichado jefe de la guardia real. Nur Al-Huda escuchó sus palabras sin mostrar la menor contrariedad ni satisfacción.
—¿Por qué le contó a usted todo eso? —dijo finalmente.
—Creo… que se siente muy desgraciado —aventuró Alix—. La ama apasionadamente, pero la situación en la que se halla sumido…
—¿Qué situación? —le murmuró Nur Al-Huda, dando muestras de gran impaciencia—. Sigue sin haber tomado una decisión, eso es todo.
—Pero la elección a la que usted le conmina ¿no es acaso demasiado rigurosa?
En lugar de responder, Nur Al-Huda se había limitado a encogerse de hombros. Luego, para cambiar de tema, se levantó con presteza y animó a las bailarinas a reemprender sus juegos.
Alix no pudo sacar en claro nada más. Durante aquella semana de reclusión, Nur Al-Huda no le pidió que regresara al palacio real: Cuando por casualidad pasaba frente a aquella pequeña puerta por la que la habían conducido a presencia del oficial, Alix se sorprendía pensando largamente y con ternura en aquel hombre que sufría mientras el objeto de su amor vivía dedicado al placer y las fiestas. Incluso en una ocasión Alix atravesó la plaza donde se desarrollaba el relevo de la guardia y vio a Reza de lejos y, muy afortunadamente, por casualidad.
En cuanto se conoció la noticia de la caída de Kermán, Ispahán recuperó su aspecto habitual; los viandantes, tanto hombres como mujeres, iban y venían de nuevo por las calles. Con todo, por el ritmo de los pasos, el tono de las voces y el destello atemorizado de las miradas, estaba claro que aquella multitud solo tenía de sus costumbres la apariencia, pues un profundo desasosiego se había apoderado de ellos. La única noticia, si no buena al menos en cierto modo tranquilizadora, era la huida de gran parte del ejército. Antes que combatir hasta el último hombre y dejar al imperio sin defensa, los soldados persas habían preferido desertar en masa y replegarse por pequeñas etapas hacia la capital. Tras la derrota, aquella cobardía tomaba un cariz de astucia y casi de audacia. A punto estuvieron de aplaudir a quienes habían huido en desbandada cuando entraron en la ciudad.
Pese a que conservaba sus tropas, no por ello la situación del rey era menos difícil. Cuando los afganos recuperaran fuerzas en Kermán, nada obstaculizaría su marcha hasta Ispahán. Si consideraban que merecía la pena, tal vez se detuvieran para tomar de camino la ciudad de Yezid, pero también cabía la posibilidad de que la desdeñasen. Así pues, entraba dentro de lo posible que en pocas semanas se les viera aparecer en las inmediaciones del chahar bagh.
¿Cómo resistirían los persas, y quién podría salvarles todavía? La derrota convierte en vulnerable a un ejército no tanto por la disminución de sus medios como por el mentís que inflige a sus protecciones divinas. Aquellas últimas semanas los persas habían realizado ímprobos esfuerzos contra sí mismos por castigar la corrupción y contentar a Dios. Pero no por ello el fracaso de Kermán había sido menos real. Los hombres de escasa fe sacaban la conclusión de que todo aquello no servía para nada; se veían solos y sin que cupiera esperar socorro alguno del cielo: Los más creyentes reconocían en aquella derrota el veredicto de Dios y se creían condenados más allá de toda penitencia. Únicamente los magos y los sacerdotes no se desanimaban. Buscaban el modo de asumir de nuevo el control de las cosas, así como razones para acrecentar todavía más los rigores de la expiación. Extraños fenómenos aparecidos en el cielo vinieron providencialmente en su auxilio, proporcionándoles argumentos para exigir, en primer lugar, nuevas notificaciones, y luego la inmensa e imprevisible sanción, respecto de la cual nadie supo jamás quién la había concebido.
Todo empezó tres días después de la derrota de Kermán, cuyas funestas nuevas aún no habían llegado a la capital. Al alba, el cielo apareció velado por un enorme nubarrón gris que el sol irisaba sin llegar a disolverlo. Por lo general, Ispahán solo conocía una alternativa: un cielo de un límpido azul o chubascos tormentosos. Aquel vapor permanente que tendía su desagradable cendal entre los hombres y el astro que veneraban desde hacía tanto tiempo en aquellas elevadas tierras, les pilló de improviso. Al atardecer, el sol se hundió en el horizonte, sumiendo en ascuas todo occidente. Era uno de esos días que resultan interminables, que apestan a presagios con toda probabilidad funestos. Sin embargo, a la mañana siguiente el velo seguía allí. Había mantenido la tierra caliente durante la noche, y el álgido frío del invierno daba paso a un aire tibio y suave que no se correspondía con la estación. Al crepúsculo, la inmolación del sol resultó todavía más sangrienta que la víspera, como si millones de corderos del Aïd[6] hubiesen salpicado todo el cielo con sus carótidas seccionadas. La noticia de la derrota llegó al día siguiente bajo el mismo sudario, y el mensaje que el cielo trataba de transmitir resultó por fin comprensible. Poco faltó para que todo el mundo le quedara agradecido. En presencia de tanto sufrimiento, tenía el pudor de no reírse de ellos exhibiendo un sol esplendoroso. A la caída de la tarde, la ciudad entera subió a las azoteas de las casas para ver cómo el horizonte honraba la sangre de los muertos.
La persistencia de aquellos fenómenos durante los dos días siguientes enturbió las primeras certidumbres. Ante todo, junto con la descripción de la derrota, los habitantes oyeron el relato de la batalla, que había sido todo menos cruenta; el ejército persa tuvo la prudencia de eclipsarse. Nadie encontraba sentido a semejante celebración celeste. Acto seguido, al hacer concordar las fechas, calcularon que el velo celeste no había aparecido el día de la derrota sino bastante después. Aquella falta de exactitud no era conforme con la idea que los hombres en general, y los persas en particular, se hacen de la rigurosa y puntual providencia de los astros. ¿Por qué ese retraso? Adivinos y astrólogos evacuaron consultas. Nadie supo nada del resultado de sus debates. Solo cabe conjeturar que tuvieron el legítimo cuidado de preparar el futuro, el suyo, huelga decirlo, inventando nuevos espantos destinados a hacer su intercesión tan indispensable como costosa.
Habían transcurrido cinco días desde la desaparición del sol cuando el mago Yahia Beg fue a revelar al rey las conclusiones a las que tanto él como sus correligionarios habían llegado.
—Señor —anunció—, la situación reviste extrema gravedad. Si esos fenómenos persisten todavía cuando alboree la próxima aurora, será de temer la inminencia… de temblores de tierra, como los que el mes pasado destruyeron Tabriz.
El desdichado Hussein había ayunado concienzudamente hasta la batalla de Kermán, y apenas comenzaba a recuperarse, gracias a dos días de intensas libaciones, de aquellas abstinencias tanto más intolerables cuanto que habían resultado inútiles. Temía sobre todo que le vinieran con el parte de turbadoras noticias, por lo que se sintió muy aliviado al oír a Yahia Beg emitir su diagnóstico.
—Creemos que a menos que el cielo recupere su estado normal mañana por la mañana, habrá que… evacuar la ciudad.
—¡Evacuarla! —exclamó el rey, lleno de asombro—. ¿Qué quiere decir?
—Sacar a toda la población fuera de las murallas, que Dios puede precipitar sobre sus cabezas de un momento a otro. Y recomendar a los pecadores que aguarden, bajo la capa del cielo, a que el mismo Dios haya concluido la purificación de esta ciudad. Por desgracia, nuestros esfuerzos no han bastado para limpiarla en profundidad.
A la mañana siguiente, la tibia atmósfera se había vuelto húmeda bajo su dosel celeste. El velo, gris y uniforme cual bóveda de piedra, se extendía hacia los cuatro confines del horizonte. Ni el menor soplo animaba el aire, y ni siquiera los pájaros volaban. A mediodía, una orden procedente del palacio real y vociferada desde lo alto de las azoteas, repetida como un eco hasta los últimos arrabales de la ciudad, ordenaba a todos, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, extranjeros o persas, que cargasen con sus pertenencias más indispensables y se reagrupasen para dirigirse a la campiña.
En esta ocasión, Nur Al-Huda, recluida y entregada a sus placeres, no había podido advertir a Alix del peligro. La noticia llegó a casa del boticario tan de sopetón como a cualquier otra. Hubo que apresurarse, tomar en un momento importantes decisiones; por ejemplo, ¿era mejor dejar allí, ocultos, el dinero y las joyas, a riesgo de que los saqueadores se apoderaban de ellos, o resultaba preferible llevárselos, en una huida que podía desembocar en la violencia y la confusión? Con su calma habitual, que el infortunio parecía reforzar todavía más, Saba convenció a su madre de que había que dividir los valores en dos lotes y llevarse tan solo la mitad. Alix aceptó el consejo de su hija y, mediante aquella ínfima capitulación, confirmó que abdicaba en ella la dirección de las operaciones. Al principio Françoise se negó a marcharse; no tenía fuerzas y podía retrasar a todo el grupo. A Saba se le ocurrió la idea de transformar al efecto, con la premura propia del momento, unas angarillas que los jardineros utilizaban para transportar los objetos más pesados, como tierra o piedras. Dos hombres, uno delante y otro detrás, sostenían las varas; Saba obligó a Françoise a sentarse en la chapa algo hundida que iba claveteada en el centro de la tosca litera, a la que había hecho incorporar un pequeño cojín y un respaldo de madera.
Entretanto, Alix corría de una estancia a otra, y su angustia aumentaba por momentos; la pérdida de su casa, con lo que en modo alguno contaba, le hizo experimentar de golpe la magnitud de su soledad y los peligros que la rodeaban. Al entrar en el laboratorio, pensó de repente en Jean-Baptiste, pero fue para reprocharle que la hubiese abandonado. Contuvo las lágrimas y siguió llenando irreflexivamente una gran bolsa de cuero en la que iba recogiendo lo superfluo, mientras que descuidaba lo esencial. Ni siquiera tomó la precaución de llevarse un arma, de tan lejana como le parecía en aquel momento la idea de pelear. Esta vez fue Saba quien le recomendó, al igual que a Françoise, que se envolviera con un velo, aunque dejando el rostro al descubierto. Más valía aparecer lo menos posible como extranjeras en un momento en que el populacho podía sentirse tentado de buscar chivos expiatorios para apaciguar la cólera del cielo.
Todo quedó listo en menos de dos horas. Saba y Alix, a pie, marchaban junto a las parihuelas de Françoise. Detrás venía el reducido grupo de criados, que restricciones ligadas a la partida de Jean-Baptiste habían limitado a cuatro personas, a las que se sumaban los dos porteadores. El viejo portero cerró la verja tras aquella comitiva y se quedó solo en la casa, conforme a las órdenes del rey, que había autorizado a que permanecieran dos guardias en los palacios, uno solo en las casas acomodadas y ninguno entre el pueblo llano.
No se permitía que animal alguno acompañase a los fugitivos, con objeto de evitar que hileras de mulos, o incluso de camellos, viniesen a entorpecer a los peatones con una mudanza de muebles que habría acrecentado todavía más la confusión. La multitud a pie era tan densa, estaba tan nerviosa y se producían tantas reyertas violentas que fueron necesarias varias horas para llegar a las puertas de la ciudad. El ondear de velos y turbantes de aquella oleada humana era rítmico, uniforme, roto tan solo por algunos fardos que flotaban en lo alto de las cabezas. De vez en cuando, un jinete de la guardia hendía aquella onda pegajosa asestando golpes a diestro y siniestro con la superficie plana de su sable, como un remero.
¿Quién dirigía aquella masa? Nadie hubiera podido decirlo. La gente buscaba instintivamente salir de la ciudad. Por improbable que pareciese, aprisionarse entre aquella multitud suponía ir hacia la libertad. Algunos extraviados no lo comprendían así e intentaban caminar contra corriente. Quizá habían olvidado algún objeto indispensable, o perdido a algún allegado, o simplemente huían tras haber cometido un hurto o provocado una riña. En cualquier caso, aquellos nadadores a contracorriente eran los más peligrosos.
Uno de ellos, con quien Alix y su grupo se habían cruzado poco antes de llegar a la vista de las murallas, era un gigante con el cráneo rasurado, que había perdido el turbante durante la refriega; blandía por encima de las cabezas un enorme alfanje afilado que amenazaba con clavar en cualquiera que le obstaculizara el paso. De vez en cuando lo hincaba con el brazo extendido en una puerta o un poste, y tiraba de aquella amarra para impulsarse hacia delante. Cuando llegó a la altura de Françoise, aquel exaltado hundió la hoja en una de las varas de las angarillas. Al usar su arma como punto de apoyo, desequilibró a los porteadores; Françoise no pudo sujetarse y cayó pesadamente al suelo. La lucha fue breve y violenta. Cerca ya de las puertas de la ciudad, la corriente de la muchedumbre era cada vez más impetuosa, y resultaba casi imposible efectuar una parada. En un visto y no visto, Saba y Alix se vieron separadas del resto del grupo y creyeron haber perdido a Françoise. Por fortuna, el gigante que había sido la causa de todo, al proseguir su huida, hizo aminorar la velocidad al gentío que venía detrás de las parihuelas y, muy a su pesar, permitió que los porteadores recogieran a Françoise y la devolviesen con presteza a su asiento improvisado, donde se tendió como un perro de caza, sin dejar de gemir. Hubo que esperar hasta haber franqueado la elevada puerta de las murallas y caminar libremente por la campiña para que el reducido grupo pudiera reagruparse. Saba acomodó a Françoise en el talud de un jardín, le dio de beber y se interesó por los daños que aquella caída le había causado. La valerosa mujer aseguró que todo iba bien, pero su rostro alterado y los labios apretados y azulinos afirmaban bien a las claras que sufría. Al apartar con suavidad el velo de la accidentada, Saba descubrió que se sujetaba el brazo derecho con la otra mano, como hacen quienes acaban de romperse un hueso. Pasó la mano por el hombro de Françoise y descubrió un punto tan doloroso que el menor contacto arrancaba un grito a aquella mujer, por lo demás tan sufrida para el dolor y que realizaba los mayores esfuerzos por no dejarlo entrever.
—¡Ay Señor! —se espantó Alix al constatar aquel sufrimiento—, nos hemos olvidado de los remedios.
Sin decir una palabra, Saba fue a hurgar entre los fardos que los criados habían descargado sobre el talud y sacó de ellos un frasco de agua de sauce que se le había ocurrido llevarse y del cual hizo beber a Françoise.
Mientras la multitud descansaba en los jardines, la puesta de sol había iniciado su desfile sangriento. Subidos a muretes de piedra o a los tejados de los cobertizos, los muecines lanzaban sus lacerantes llamadas, dejaban que ascendiera hacia el cielo en carne viva aquel apaciguante vapor de encantamientos y extendían sobre la tierra enrojecida el gigantesco bálsamo de miles de fieles prosternados a mayor gloria del Dios verdadero.
Al concluir la plegaria, la muchedumbre se puso de nuevo en marcha hasta cubrir el horizonte. Entonces, por la puerta de la ciudad que acababan de franquear Alix y sus compañeras apareció la litera real, sostenida por doce esclavos y cubierta con una indiana teñida con betel. El cortejo pasó lentamente ante ellas, al paso regular de los porteadores. Un destacamento de guardias a caballo le abría camino. Tras la litera del soberano seguían media docena más, en las que viajaban sus esposas. Cerrando aquella marcha silenciosa, otra compañía de soldados, esta vez a pie, rodeaban a un jinete impasible. Alix reconoció a Reza, cuyos inquietos ojos escrutaban los alrededores para captar el menor signo amenazador de desorden o de peligro. Sus miradas se cruzaron, y con una leve sonrisa dio a entender que la había reconocido.