Algunos hombres, nacidos en la periferia de la humanidad, nunca llegan a convencerse por completo de que forman parte de ella. Tal era el caso de Malcolm Halquist. La providencia, en un día de cólera, lo había arrojado al mundo en la isla de Foula. Ese minúsculo esquife de tierra escapado del archipiélago de las Shetland intenta en vano, contra corrientes eternamente hostiles, incorporarse al buque almirante de las islas Británicas.
La vida de mercenario de Halquist, a bordo de diversas flotas de guerra, no había sido más que un prolongado cúmulo de errores. Regresó al verdadero camino después de que los rusos le hubieran hecho prisionero. Aquel exilio siberiano lo había puesto de nuevo en su sitio: al borde de la especie humana, solo en mitad de un siniestro océano de tierra.
A la noche siguiente, Juremi fue a visitarlo a su cuchitril para averiguar si consentiría en llevar a otras dos personas a las tumbas. El protestante, erigiéndose en garante de su lealtad, hizo una elogiosa descripción de George y de Jean-Baptiste. Halquist le escuchó sin mover ni una pestaña, como un animal al acecho. Tras aquella larga inmovilidad, el escocés se levantó y fue a descolgar de la pared de troncos de su cabaña un fusil de chispa cuyo gatillo empezó a engrasar en silencio.
—De acuerdo —aceptó finalmente—. Pero nadie más que yo llevará armas. Y si a alguien le entran ganas de tocar el oro…
Apretó el disparador y el pedernal percutió secamente el tope. Afortunadamente, no llevaba cebo ni carga. No obstante, el mensaje estaba claro.
—Salida antes del alba, mañana por la noche —concluyó.
En el campamento hubo que preparar las mentes para aquella ausencia. Mejor o peor, Jean-Baptiste explicó a Küyük que sus compañeros y él iban a realizar un pequeño viaje por la estepa y que no podían llevarle. Era inútil, e incluso peligroso, alertar a quienquiera que fuese de aquella desaparición momentánea. El chamán miró a Jean-Baptiste con una curiosa expresión que mostraba a las claras su inquietud y reprobación.
El mongol había cambiado mucho desde su llegada. Tal vez se debiera a la influencia de su compañera calmuca, junto a la cual obtenía un gozoso consuelo, sin que ello provocara la reacción del sueco con quien la mujer estaba casada. Juremi observaba con ternura aquella componenda y se reafirmaba en su convencimiento de que, si bien no cabe decir que los protestantes den mucho, en raras ocasiones se les ve negarse a prestar algo. La fama de Küyük como chamán le procuraba una clientela cada vez más numerosa. Recibía por la mañana, después del oficio religioso, al que asistía escrupulosamente al igual que todo el mundo. Ninguno de los tártaros que le consultaban parecía ver incompatibilidad alguna entre la adoración a Jesucristo y el recurso a los espíritus de la estepa. Pese a aquel bienestar, Küyük seguía dispuesto a abandonarlo todo por seguir a sus amigos, por pequeña que fuese su certeza de que sin él corrían gran peligro. No obstante, prefería con mucho eximirse de ello y llevar con tranquilidad sus asuntos, tanto sentimentales como generales.
Küyük sabía que Jean-Baptiste iba a marcharse con Halquist, que desconfiaba de los mongoles. No insistió en acompañarlos, y le tranquilizó saber que sus amigos viajarían con un hombre familiarizado tanto con la estepa como con los indígenas. El mongol deseó buena suerte a sus compañeros. Con todo, por la noche los despidió con algo más de solemnidad que de ordinario, como si entre las hipótesis que agitaban su espíritu, la de no volver a verlos jamás no fuese una de las menos sólidas.
En cuanto a Bibitchev, se tragó sin dificultad una historia bastante burda sobre la caza de martas. Poncet afirmaba que había alquilado un trineo en un pueblo indígena y que, para su gran pesar, aquel vehículo no podía transportar a más de tres personas…
El ruso conocía lo bastante al boticario, a su hijo y al protestante para saber que no tenían la menor afición por la caza y que no sabrían qué hacer con las martas si por ventura mataban alguna. Era necesario tener un alma muy indulgente para no echarse a reír ante una mentira tan estúpida y tan torpemente expuesta. Llevó incluso la cortesía hasta el extremo de inventar una fábula casi igual de ridícula, pretextando que tenía fiebre alta y que permanecería acostado.
Llegó la noche. Los tres exiliados se concedieron un breve reposo, preñado de agitados sueños, y se levantaron sin hacer ruido a las dos de la madrugada. Tras prepararse en silencio, salieron a la fría noche. La fecha había sido bien elegida, ya que una luna casi llena iluminaba su marcha en fila india por el desierto helado; su luz pálida y azulada parecía penetrar el hielo, hasta el punto de volver translúcida y como fosforescente su superficie. Avanzaban a buen paso. En menos de una hora llegaron a la cabaña del escocés, que no descubrieron hasta casi tropezar con ella pues estaba plantada sobre la plataforma de roca, bajo el hielo, y cubierta por un tejado plano construido con troncos ocultos bajo la nieve.
Por lo demás, el eremita no les hizo los honores de su madriguera, ya que les aguardaba delante de la puerta. Cuando Juremi le presentó a Jean-Baptiste y a George, ambos tuvieron la impresión de hallarse ya ante una de las momias que iban a visitar bajo tierra. Las carnes del escocés, heladas y desheladas un millar de veces, habían adquirido la consistencia apergaminada de esos animales de tiempos remotos que aparecen intactos en las turberas. Era como si nada pudiera volver a afectarle jamás. Pese al frío glacial, sus descarnados antebrazos y su flaco cuello estaban expuestos al aire sin que ello le produjera la menor molestia. Un amplio aro de cobre pendía de su oreja izquierda. El agujero a través del cual se enganchaba, en pleno centro del lóbulo, era tan grande que por él habría podido pasar el meñique sin ninguna dificultad. Su rostro sumaba la impasibilidad de los escoceses a la rigidez de la congelación, por lo que apenas podía agitar los párpados de vez en cuando.
Por fosilizado que pareciese, el terrible caledonio era sin embargo muy ágil; galopaba como un reno, y seguirle les costó penas y trabajos. Al cabo de dos horas de carrera, que los dejaron agotados y empapados en sudor bajo las pieles, llegaron al pie del inmenso túmulo en cuyo interior yacían las tumbas escitas. En derredor de aquel kurgán se alzaban enormes bloques de roca de formas alargadas y puntiagudas. De lejos, comparadas con la masa de la colina artificial, aquellas piedras parecían minúsculas. Sin embargo, cuando llegaron al pie de la elevación, les dominaban con toda su masa. Aquellos lúgubres monumentos gozaban a todas luces del favor de Halquist. Sin llegar al extremo de sonreír, el escocés mostró una perceptible animación al acercarse a ellos. Incluso insistió en que Juremi y sus compañeros siguieran su ejemplo; apoyó ambas manos sobre las rocas frías, de superficie cristalina y rugosa, y realizó una profunda inspiración, como si hiciera acopio de una fuerza telúrica contenida en las piedras. A decir verdad, aquellos alineamientos eran de todo punto similares a los que los celtas habían dejado en Europa. Por intercesión de aquellos dólmenes, el druida extraviado recuperaba sin la menor duda la huella de sus antepasados.
Una vez franqueado el círculo imaginario delimitado por la línea de las piedras erguidas, tuvieron la turbadora certeza de haber penetrado en un espacio sagrado. La fascinación que emanaba de él era por completo espiritual.
Si el kurgán hubiera sido una colina natural, la habrían considerado modesta e incluso pequeña. Pero les constaba que aquella montaña de tierra había sido acarreada por millares de hombres. Aunque resultaba admirable que la hubiesen erigido tan alta, era patético comprobar que pese al esfuerzo desesperado de aquellos hombres por dejar una huella en aquella inmensidad, finalmente solo habían conseguido imitar un simple estremecimiento de la naturaleza al levantar aquel modesto dovelaje, aquel irrisorio abombamiento, aquella verruga plantada en la gigantesca piel del mundo.
Semejante vaivén permanente de las percepciones, entre la impresión de grandeza y la de pequeñez, producía malestar en las almas. Poco antes, al acercarse al kurgán, habían tenido el convencimiento de que sus dimensiones eran reducidas. Ahora ya no eran observadores altaneros que se miden con el universo, sino minúsculas figuras aferradas a aquella pendiente abrupta, aplastadas por la majestuosidad de aquel monumento de tierra creado en el pasado por hombres vivos para sepultar a sus reyes muertos.
Si se la miraba desde lejos, la superficie de la colina resultaba lisa a la vista; sin embargo, cuando pusieron pie en el kurgán, descubrieron que en realidad era muy accidentada, sembrada de piedras pequeñas y grandes. Aquí y allá los pasos se hundían en concavidades, en rodadas, en profundas huellas. Había que poner cuidado sobre todo en no precipitarse por una de las numerosas galerías que los saqueadores habían excavado. Algunos orificios quedaban peligrosamente ocultos por altas hierbas, matas de retama o de acebo. Halquist, que caminaba delante, conocía cada pulgada del relieve y señalaba con el dedo las trampas.
Aproximadamente a mitad de la pendiente, llegaron a una galería en nada diferente a las demás pero que al parecer era su destino. El escocés depositó en tierra el saco de tela de yute que llevaba a la espalda y sacó de él una lámpara de latón provista de una candela, un yesquero y un zapapico fabricado con madera dura de Siberia. Introdujo medio cuerpo en el túnel, frotó el yesquero al abrigo del viento y encendió la lámpara. Los otros tres exploradores, sin dirigir una mirada al magnífico panorama de la estepa al claro de luna, mantenían la vista fija en la boca oscura por la que su guía les invitaba a reunirse con él. George, que no era nada miedoso, empezó a temblar de pies a cabeza y a castañetear ruidosamente los dientes. Estaba rígido y mantenía los ojos desmesuradamente abiertos. Saltaba a la vista que era presa de uno de esos terrores carentes de toda lógica, pero violentos como una tempestad, que arranca de cuajo todas las construcciones de la mente, un verdadero terror sagrado. A Jean-Baptiste le dio la impresión de que el muchacho iba a ponerse a aullar de un momento a otro. Se sentía inquieto al verle en tan mal estado, preocupado por evitar un incidente con el escocés y, al mismo tiempo, en el fondo, secretamente dichoso de que George hubiera empezado a intuir algo detrás de las cosas.
El pesado párpado del cielo empezaba a entreabrirse a un nuevo día. Remolinos de viento helado acompañaban aquella ascensión violeta de la aurora y silbaban en las pendientes del kurgán.
El escocés volvió a salir de su agujero para averiguar qué era lo que retrasaba a sus malditos comparsas. Soltó un juramento en inglés. Aquella lengua, tan familiar para George, obró el efecto de devolverle a la tierra, de modo que todos pudieron adentrarse por el corredor, uno tras otro. George seguía a Halquist, y Juremi cerraba la marcha.
El interior del subterráneo era algo menos aterrador que la entrada. El estrecho túnel, de paredes grises y friables, se hallaba apuntalado en algunas zonas con estacas de madera. Cierta tibieza hacía cada vez más agradable el aire a medida que se hundían en las profundidades. Numerosas bifurcaciones ramificaban la red de galerías.
—Los escitas vivieron en la antigüedad, en tiempos de Heródoto, e incluso antes —comentó Juremi con voz fuerte, y era obvio que aquel papel de guía le tranquilizaba—. Según Halquist, esos pueblos se extendían desde Grecia hasta China. Cabalgaban por la estepa, y eran hombres libres.
El escocés les indicó por señas que se detuvieran. Debían de haber llegado ya muy adentro, hacia el centro del túmulo. El lugar no tenía nada de notable. Se trataba de una porción de galería muy parecida a las demás. Halquist empezó a golpear el suelo con el talón en diversos puntos. De pronto, uno de los golpes devolvió un ruido hueco. El escocés se arrodilló y frotó la tierra con los dedos para dispersar el polvo que cubría el suelo. Una losa de piedra apareció ante su vista. Hizo palanca en un ángulo con el pico de madera, la levantó y la tumbó de lado en tierra. Por el agujero que había quedado al descubierto les llegaba el claro eco de sus menores cuchicheos, que rebotaban en la oscuridad en paredes invisibles. Jean-Baptiste y Juremi miraron a George, temiendo su reacción. Pero al sobreponerse al intenso pánico que hiciera presa en él a la entrada del kurgán, George parecía haber cruzado al otro lado del espejo. Había aprendido de golpe a moverse sin temor en el reverso del mundo; fue el primero en inclinarse, con los ojos brillantes de curiosidad, por el borde del cuadrado oscuro, hasta el punto de que el escocés tuvo que retenerle con firmeza. Incluso le obligó a retroceder, y para consolarle por aquella rudeza, le confió la lámpara. Fue entonces cuando Halquist, sin la menor vacilación, pasó su largo cuerpo de momia fajada con piel por la abertura de la cripta y se dejó caer. Al cabo de un momento solo se vieron sus manos, aferradas a uno y otro lado del orificio. Se le oía golpear con los pies en busca de apoyo. Cuando lo hubo encontrado, sus manos soltaron su presa y desapareció en la negrura. Transcurrieron unos instantes, cargados de gran angustia por parte de los tres novicios. Entonces retumbó la voz de Halquist, como si se tratara de las paredes de una capilla, pidiendo la lámpara. George estiró el brazo para tendérsela y, cuando el otro la hubo cogido, se reunió con él sin el menor titubeo. Jean-Baptiste y Juremi le siguieron.
Una vez reunidos, Halquist paseó la lámpara a su alrededor. Lo que resonaba como una capilla era en realidad un vasto corredor rectilíneo, de paredes de piedra perfectamente talladas, rematado por una bóveda también mamposteada, en forma de escalera invertida. La losa que habían retirado para entrar se hallaba situada en la cima de aquella bóveda, allí donde se juntaban los dos tramos de peldaños situados frente a frente para constituir el techo. En el aire ya no flotaba la atmósfera dulzona, cargada de polvo, que habían respirado desde su entrada en los pasadizos de tierra. Por lo demás, tampoco se trataba, como habían esperado, del olor húmedo y pétreo de una cripta de iglesia. Más bien se hubiera dicho un aroma doméstico, aunque enfriado y rancio, compuesto de humores mezclados, de tufo a comida, de tejidos impregnados con las exudaciones de la piel, un olor que es común a todas las moradas humanas y al mismo tiempo particular de cada una de ellas. No cabía la menor duda, estaban en casa de alguien.
Halquist se puso en marcha y los demás le siguieron por un suelo perfectamente limpio, que resonaba bajo sus pasos. El pasillo terminaba en forma de T. El escocés avanzó por el tramo de la derecha y levantó la lámpara. Sus tres compañeros lanzaron un grito. Ante ellos, al alcance de la mano, había una decena de caballos paralizados en la muerte. Su pelaje se hallaba casi intacto, tenso sobre los huesos, y moldeando el cuerpo de los animales en la posición en que se les había dado muerte. El más próximo, sostenido por la masa de aquellos que habían sido inmolados justo antes que él, estaba casi de pie, y su enorme cabeza, agujereada por un golpe de pico en la frente, dominaba a los intrusos y los miraba de hito en hito con expresión de terror, cólera y eterno reproche. Halquist se acercó a aquel primer caballo con la misma familiaridad con que lo habría hecho si hubiera estado vivo y, como para acariciarlo, posó su huesuda mano en el descarnado cuello del animal. Aquel grupo asombroso infligía un turbador mentís a todos aquellos que establecen en el hombre los límites de la vida, como una señal de inteligencia dirigida por cómplices de una orilla de la muerte a la otra.
Sin dejar a sus compañeros el tiempo de recuperarse, el escocés abandonó su fantasmagórica caballeriza y se dirigió hacia la otra bifurcación del corredor. Aquel ramal era más largo. Una parte de la bóveda se había derrumbado y tuvieron que sortear los bloques rotos que alfombraban el suelo. En las paredes de piedra perfectamente lisas se habían dispuesto, a ras del suelo, aberturas practicadas de manera sumaria tras arrancar uno o dos mampuestos.
—Durante estas últimas semanas ha visitado todas las cámaras —explicó doctamente Juremi.
El lugar era lo bastante lúgubre como para no querer imaginar lo que podía sentir en su interior un hombre solo. Al llegar al extremo del pasillo vieron que Halquist se preparaba para una nueva excavación. Empezó por explorar minuciosamente la pared, dando golpecitos secos con el mango del zapapico contra las piedras y acariciando con los dedos las junturas entre los bloques, sin duda en busca del más ínfimo desajuste que pudiera indicar la presencia de una cámara funeraria. Finalmente, circunscribió sus pesquisas en torno a un punto concreto y trazó un rectángulo en la pared con la arista de un guijarro. Entonces, con toda parsimonia, se quitó la túnica de piel, dejando al descubierto una prenda interior ventilada por más agujeros de lo que quedaba de algodón. Aferró el pico y, con la mano, empezó a rascar las junturas entre dos piedras. A falta de herramientas y tal vez de valor, los tres visitantes habían llegado al convencimiento de que no podían hacer nada, de modo que se dedicaron a mirar a Halquist con una mezcla de admiración y horror, poniendo buen cuidado en dar la espalda a los solípedos que seguían clavando en ellos una mirada malévola al fondo del pasillo. El aparejo de la tumba era de excelente calidad y se requirió un buen rato para soltar la primera piedra. Después todo fue mucho más deprisa. Pronto quedó practicada una abertura similar a las anteriores. Halquist se puso de pie, dejó a un lado el zapapico, se sacudió las manos y se puso la chaqueta de piel. ¿Temía acaso el frío de aquel sepulcro, o deseaba presentarse con un atuendo correcto ante aquellos testigos del más allá? Sea como fuere, pareció tomar sus precauciones antes de franquear aquel umbral sagrado. Sacó del saco una torta de centeno y dio un bocado. Como nadie de los presentes tenía apetito, comió solo, bebió tres sorbos de su cantimplora de piel y solo entonces se decidió a penetrar en la cámara funeraria que acababa de sacar de un sueño de tres mil años. Entró a gatas en el estrecho y negro pasadizo, pero al principio le fue imposible introducirse más allá de la cintura. Una última resistencia se lo impedía. A petición del escocés, Juremi le pasó un puñal que llevaba en el saco. Luego se oyó al explorador raspar y percutir un tabique de madera, que cedió con un súbito crujido. Acto seguido Halquist desapareció por el agujero, pidió la lámpara e hizo saber a sus acólitos que podían seguirle. Se reunieron con él uno tras otro. Al recuperar la vertical, cada recién llegado hacía una pausa y permanecía mudo de asombro.
La pieza a la que habían llegado era rectangular, de pequeñas dimensiones y saturada de objetos, y apenas daba cabida a los cuatro hombres. Tocaban el techo con la cabeza, lo que obligaba a Juremi a permanecer con las rodillas flexionadas. Las tablas que cubrían las paredes y el techo dotaban al decorado de una sonoridad apagada y desprendían un aroma fragante de coníferas recién taladas. Su lúgubre anfitrión había depositado la lámpara en un saliente de madera. Abriendo los brazos en un amplio ademán, como si les hubiera introducido en su comedor, dijo en francés:
—Aquí la tienen, señores.
Una expresión de júbilo se leía en su rostro, que por otra parte permanecía impasible. Pero sus ojos brillaban con intensa excitación.
—Es la cámara real —murmuró Juremi—, la que estaba buscando.
Aquel anuncio solemne resultaba muy necesario para que Jean-Baptiste y George tomaran conciencia del valor de semejante descubrimiento, pues a primera vista la impresión de desorden en aquella estancia era tal que temían haber llegado demasiado tarde, después de que los saqueadores lo hubiesen puesto todo patas arriba.
Varias docenas de ánforas, cuyo contenido se había volatilizado con el tiempo, estaban inclinadas unas contra otras. Cerca de dos grandes calderos de cobre se apilaba una vajilla completa, así como vasos ceremoniales. A lo largo de una pared se reconocían las dos altas ruedas de un carro, cuyo timón esculpido yacía en el suelo. En verdad, y pronto pudieron convencerse de ello, aquel amontonamiento solo parecía heteróclito en razón de lo exiguo del lugar. De hecho, se hallaba muy rigurosamente ordenado y adquiría pleno sentido cuando se relacionaba aquellos utensilios con su finalidad, que era acompañar al difunto en su viaje eterno.
Eso era precisamente lo que faltaba en aquel santuario: el difunto. Aquella casa bien provista se destinaba al uso de su dueño, ¿y dónde descansaba este? En aquella atmósfera sobrenatural, por un momento acudió a la mente de los visitantes la idea de que tal vez el fallecido rey, por qué no, se había ganado una nueva permanencia tras evadirse, a menos que hubiese accedido a algún sutil paraíso de los justos.
Halquist les devolvió a la realidad al hacer chirriar la pesada tapa de un sarcófago de madera.
—¿Quiere ayudarme, Juremi?
El protestante agarró el otro lado y con su ayuda el escocés pudo bajar la inmensa pieza. El rey se mostró ante su vista, o más bien sus ornamentos. El cadáver se hallaba literalmente cubierto de oro y bronce de la cabeza a los pies. Llevaba casco, espinilleras, peto, y sus armas estaban dispuestas a su costado derecho. Una espléndida torques de oro cincelado le rodeaba el cuello. El rostro era la única parte del cuerpo que quedaba expuesta. El tiempo no lo había descompuesto en absoluto, sino tan solo secado y curtido, según el mismo proceso cuyas primeras fases había sufrido Halquist. Tenía los párpados abiertos sobre las cuencas vacías.
Aquel encuentro era terriblemente desagradable; no se trataba de que los restos mortales resultasen horribles a la vista, incluso cabía reconocer en ellos cierta gracia, sino que el malestar procedía de que la presencia de la muerte, revelada por aquellas carnes momificadas, hacía por completo inútiles e incluso absurdas, indignantes, las atenciones de que el difunto estaba rodeado. Aquella vajilla, aquel carro, aquellas vituallas, ¿por qué? Y sobre todo, ¿para quién? La creencia humana que había dispuesto todo aquello recibía un mentís cruel. En ningún otro lugar del mundo la impostura de la fe resultaba más manifiesta. Sin embargo, aquella construcción del espíritu era cuanto quedaba de los escitas. Su eternidad no existía, pero se abría de extraña manera a otra, la eternidad de los hombres, la que en aquel momento facilitaba el encuentro entre un rey desaparecido milenios atrás y cuatro hombres robustos y bien vivos.
Aquel rey, solo en una tumba, no habría atestiguado de manera tan poderosa su humanidad de no haber estado acompañado de objetos y obras de arte que celebraban la vida, las alegrías, los combates de aquellos sobre quienes había reinado. Toda la desgarradora emoción de aquel lugar estribaba en la simple evidencia de que el kurgán entero era un himno a la fuerza, a la realeza y a los dioses. Ahora bien, no eran ni esa fuerza, ni esa realeza, ni esos dioses lo que había permitido a aquellos hombres sobrevivir a través de los siglos, sino la grandeza de sus sueños, la belleza de su imaginación y la potencia de su arte.
A medida que se hacían tales reflexiones, los visitantes se sentían cada vez más a gusto en aquel lugar. Después de todo, estaba hecho para muertos que se parecían rabiosamente a los vivos. Juremi pasó las manos por las ánforas, recogió los huesos de aceituna que tapizaban el fondo, hundió en su ensortijada barba un peine que había encontrado. Jean-Baptiste y George contemplaban los dibujos, el alto relieve de las fuentes. No se trataba de una profanación, sino más bien de una comunión fraterna entre ambos lados del umbral de los siglos.
Para entonces, Halquist había hecho el inventario de las piezas que le interesaban. Pidió a George que fuera en busca de su saco, que se había quedado en el corredor. A los tres compañeros les conmocionó el recuerdo de tan terrible realidad: su entrada en aquel lugar no era pacífica. Habían ido para realizar un pillaje, aunque este adoptase formas sabias y Halquist velase por no permitir a otros seguir sus huellas y consumar la destrucción de aquellos santuarios.
El escocés, al que no invadían tales estados de ánimo, se acercó al sarcófago e inició el minucioso despojo del difunto. Empezaría por la torques. Deslizó sus secas manos por ambos lados del cuello real para alcanzar por detrás el cierre del collar. Estaba a punto de lograrlo cuando George, que había reptado hasta el pasillo para ir en busca del saco, llamó desde fuera.
—¡Venid! ¡Venid enseguida!
Halquist soltó la joya. Uno tras otro pasaron por el pasadizo. Una vez en el corredor, George les hizo señas de que callaran y escuchasen.
—¡Gritos! —confirmó Juremi tras aguzar el oído.
Corrieron hasta la abertura por la que habían bajado. Repercutiendo con un eco sordo por los pasadizos de tierra, les llegaron unas llamadas repetidas.
—Una voz de hombre —precisó Jean-Baptiste.
George, que se había izado el primero hasta la trampilla, meneó la cabeza y exclamó:
—¡Bibitchev!