24

—¡Bésame, Lorenzo!

Aquella noche Marcelina estaba más hermosa que nunca. Por espacio de dos días, había hecho que peinaran y acicalasen su abundante cabellera de rubia de ojos negros. Trenzas complicadas, anudadas y vueltas a anudar, le conferían la pureza geométrica y sensual de las bellezas romanas del Renacimiento.

En aquel momento se encontraban de pie, cerca de las pesadas colgaduras adamascadas que flanqueaban las ventanas. A lo lejos, las líneas quebradas del Vaticano se recortaban entre las dos noches, la de la tierra y la del cielo. Los espejos del gabinete jugaban a hacer vibrar, sobre una base oscura de entrepaños, la clara melodía de los candelabros de plata.

—¿De veras te vas a ir? —murmuró Marcelina cuando hubo apartado sus dulces labios de la boca de su amante.

—De veras.

—¿Mañana?

—Mañana.

La muchacha clavaba la mirada en sus ojos oscuros, y luego posó lentamente la mano en el cuello de su traje azul. No cabía imaginar mayor refinamiento ni elegancia en aquel joven, que tal vez no fuera guapo, pero que poseía un infinito encanto.

—¿Tenemos el propósito de amar a un militar? —dijo ella entre risas.

—¡Te lo ruego!

Ahora reían los dos, y tanto más gustosamente cuanto que ambos se sabían infieles y se amaban así. Un verano de festejos les había acercado. Roma les había hecho ofrenda de sus más dulces placeres. Marcelina, hija de una acaudalada familia de banqueros, se había encontrado de pronto sola, el año anterior, cuando una epidemia se llevó a sus padres y a sus hermanos. Se quedó aquel palacio para ella. Nada dispone tanto a hacer gozoso uso de las viviendas como haberlas recibido de resultas de una tragedia. La alegría de aquel verano romano había suscitado en Marcelina la sensación de que nunca volvería a conocer el invierno. Sin embargo, Lorenzo tenía que marcharse.

—La última noche… —dijo con dulce nostalgia en la voz, y se dispuso a arrastrar a su amante, tomándolo de la mano.

De pronto, un ruido sordo estremeció la estancia e hizo tintinear las almendras de cristal de la inmensa araña. Se quedaron petrificados y aguzaron el oído en silencio. Ni el menor ruido.

—¡Qué ciudad tan asombrosa! —comentó Lorenzo, soñador—. Y pensar que incluso en diciembre hay locos que se dedican a lanzar fuegos artificiales…

Atrajo a Marcelina hacia su cuerpo y ambos permanecieron abrazados pecho contra pecho, mecidos por una melodía que solo ellos podían oír.

De repente Lorenzo sintió que su amante ahogaba un grito y que resultaba más pesada entre sus brazos. Desamparado, el joven sostuvo a su compañera desvanecida, mientras echaba desesperadas miradas en derredor.

Fue entonces cuando a su espalda resonó una horrible voz de hombre, cascada, potente y lúgubre.

—¡Justicia! —clamaba.

El militar se volvió, con su tierno fardo en los brazos, presa de un terror que no hubiera sentido en presencia del fuego.

Una silueta quedaba enmarcada por la sombra de la puerta. El desconocido llevaba un paquete en los brazos. El candelero del vestíbulo, que lo iluminaba a contraluz, dibujaba en torno a su cabeza una aureola de cabellos erizados.

Aquella visión solo duró unos instantes. El hombre repitió, si bien con menos fuerza:

—¡Justicia!

Acto seguido el espectro dio unos pasos vacilantes por la estancia. Cuando entró en la zona iluminada por las velas, tomó la forma de un viejo andrajoso, que fue a sentarse a la mesa donde aún brillaban los restos de una exquisita comida.

Tras recuperar la conciencia, Lorenzo posó delicadamente a Marcelina en la otra silla. De hecho, la muchacha empezaba a volver en sí, y ante aquel encantador testigo, el joven se subió el cuello de la chaqueta y adoptó un tono marcial para preguntar al anciano hirsuto que tenía delante qué había venido a hacer a aquella casa.

—Soy cónsul de Francia —repuso el señor De Maillet, con la mano tendida para apaciguar a sus anfitriones—. Bueno, lo era. Pero todo eso ya no tiene demasiada importancia. Reclamo justicia, eso es todo.

—Señor —dijo Marcelina, que había perdido el miedo y guardaba rencor a aquel mendigo por venir a turbar su felicidad—, ¿piensa explicarme cómo ha conseguido entrar en mi casa?

—¡Como si yo lo supiera! —replicó el señor De Maillet, encogiéndose de hombros. Luego profirió un profundo suspiro de cansancio—. Quería morir, señora. ¿Hay alguien en esta ciudad que pueda respetar el sufrimiento de un anciano?

Verdaderamente, el pobre hombre inspiraba tanta piedad que Marcelina se calmó.

—Al menos cuéntenos por dónde ha entrado —dijo con voz suave—. Para empezar ¿de dónde viene?

—De la maldita posada que lleva el ridículo nombre de Toro que Ríe.

—Es un espantoso tugurio que da a la callecita del Oso, aquí detrás —explicó Marcelina a su amante.

—Quise escapar de un soldadote que tenía aviesas intenciones —continuó el señor De Maillet como si hablara para sí. Dicho lo cual, se palpó el traje en el lugar del corazón y pareció aliviado—. ¡Un soldadote, sí! Y preferí morir. Ah, ustedes son jóvenes; la vida les sonríe. Quiera Dios que jamás lleguen a ese extremo, saltar por la ventana para salvar el honor a riesgo de la propia vida.

—¿Ha saltado usted por la ventana? —exclamó Marcelina.

—¡Exactamente!

—¿Y no se ha matado?

—Crea que lo lamento profundamente, señora —dijo el cónsul con dignidad—. Y eso que me he aplicado a fondo. Pero ¿cómo podía saber que existía una terraza al pie de la ventana de mi cuarto?

—¿Nunca había mirado por la ventana? —preguntó Marcelina con asombro.

—Sí, señora, pero siempre hacia el cielo —respondió el cónsul con las manos juntas. Al cabo de un breve silencio, prosiguió—: Sea como fuere, las cosas están así: había una terraza en mi camino, dos pisos más abajo…

—¡Dos pisos! —exclamó Lorenzo.

—… y una sirvienta, bueno, eso supongo, había dejado allí ropa, baúles de mimbre, en fin, todo tipo de cosas, que me han privado del final que esperaba.

—¿Ha caído sobre unos baúles? —preguntó Marcelina, y ante aquellas palabras los jóvenes no pudieron contener las carcajadas.

El señor De Maillet se encogió de hombros.

—¿Y de la terraza… hasta aquí? —quiso saber la muchacha, recuperando a duras penas la seriedad.

—He querido engañar a la muerte, esa es la verdad y la razón de mi castigo. En lugar de saltar de esa terraza y acabar de una vez, he sentido miedo. Sí, lo confieso. Me he golpeado la parte inferior de la espalda con esos baúles y me he hecho bastante daño. Compréndalo, mi propósito era morir, no deslomarme.

—¿Y entonces?

—Entonces he reparado en un aguilón que coronaba la casa vecina con el tejado a dos aguas, como se hace en nuestro país.

—¡Es la mía! —dijo Marcelina—. Fue construida por mi abuelo, que admiraba a los Fugger y había viajado a Flandes…

—He tomado una escalera de mano que había en la terraza y, sin soltar mi precioso Telliamed

Los dos jóvenes parecieron sorprendidos. El señor De Maillet dio unos golpecitos en su bolsa.

—Un libro, señora, pero qué más da. Sin soltar mi equipaje, he montado a horcajadas en el caballete, me he arrastrado hasta la mitad del tejado y he elegido una vertiente, la izquierda. Hacia el ocaso y la residencia de nuestro muy Santo Padre.

—¡La claraboya, Lorenzo! —exclamó Marcelina—. Esa claraboya que destrozó la última tormenta de granizo… No me acordé de mandar que pusieran una nueva y ahora el agua entra en la buhardilla. ¡Pobre hombre! —dijo al señor De Maillet—, le ha pasado como a la lluvia. Al deslizarse, ha caído… en mi desván.

Muy divertidos por aquel relato, los dos jóvenes dieron de comer y de beber al desdichado anciano, y cuando la fatiga del día, la emoción, acaso también el vino, lo dejaron adormecido, lo tendieron con suavidad en una banqueta.

Entonces, recuperando el ademán interrumpido cuando aquel meteoro aterrizó entre ellos, Marcelina arrastró a su amante hasta su dormitorio. A Lorenzo aquel intermedio le resultaba tan curioso que no podía evitar la sospecha de que su revoltosa amante lo había organizado todo expresamente. Ella lo negó con sinceridad, sin dejar de reír. En cualquier caso, que la idea procediese de ella o de la providencia, la presencia de un hombre, aunque fuese de edad avanzada, en la habitación contigua, no hizo sino dotar de mayor ardor y voluptuosidad a sus retozos.

Se levantaron a las once de la mañana, despertados por un sol radiante que forzaba, por arriba y por abajo, la espesa barrera de las colgaduras de terciopelo. El cónsul les aguardaba, peinado y acicalado, de pie ante las ventanas del salón.

—Entonces, querido huésped —le dijo riendo Marcelina, más resplandeciente aún de día que de noche—, ¿quiere saltar de nuevo por la ventana?

—No, señora —respondió el cónsul con gravedad—, pero voy a salir hacia Persia.

Los jóvenes consideraron que estaba completamente loco y eso hizo que le quisieran todavía más. A las dos de la tarde, bajo un cielo pálido y arañado por largas nubes blancas, un cómodo cabriolé dejaba atrás Roma y tomaba el camino de Nápoles. En su interior, un joven, con medio cuerpo asomando por la portezuela, lanzaba besos a su amante, cuya silueta se alejaba a toda velocidad. El anciano, a su lado, permanecía prudentemente en la sombra, como convenía a la dignidad de un emisario del cardenal.

—¡Voto a bríos, qué gran cosa es hablar la propia lengua! —exclamó Juremi.

Caminaba flanqueado por Jean-Baptiste y George, todavía muy doloridos tras la larga noche que acababan de pasar vaciando botellas y contando su vida. El pueblo había quedado lejos a su espalda. Bajo en el horizonte, un sol blanco brillaba en un cielo vitrificado por el cierzo.

—A fe de protestante que hay días en que oigo una palabra en mi vieja cabeza y le digo: ¿Quién eres? ¿Un verbo turco, una ciudad árabe, un fragmento de francés? A veces se trata de uno de esos restos de lenguaje que flotan aquí como viejas tablas en el agua del puerto: mongol, ruso, chino, yo qué sé. La gente se desenvuelve hilvanando todo eso como hacen los suecos con sus viejas pieles. Por cierto, Jean-Baptiste, hablando de pieles, ¿ese esbirro cuya jeta no me gusta nada nos va a seguir así continuamente?

Bibitchev trotaba a diez metros, con la espalda acribillada por las negras colas de nutria. La helada las había tensado y clavado horizontalmente, como puñaladas que una docena de cobardes le hubieran asestado en la espalda. Se contoneaba para acortar distancias con los que conversaban, cuyas palabras ya no alcanzaba a oír.

—Mucho me temo que sí. Es un espía al servicio del zar —dijo Jean-Baptiste.

—¿Un espía? —exclamó Juremi, que caminaba a buen paso para mantener aquella prudente distancia—. ¿Y qué es lo que espía, recuernos?

—No lo sé. A nosotros… a ti.

—Estos últimos días me ha hecho muchas preguntas sobre religión —dijo George.

—¡Lo que faltaba! —exclamó Juremi—. Así que también ellos desconfían de los protestantes. Por lo visto no hay un solo rincón sobre la tierra, ni siquiera en los confines de estas peladas comarcas, donde nos dejen vivir en paz…

—Es posible, pero en tal caso, ¿por qué ocuparse de ti en particular? —se preguntó Jean-Baptiste con perplejidad—. Todos estos suecos también son protestantes, y nosotros, a quienes ha seguido hasta aquí, no lo somos.

—Sí, no deja de ser curioso —admitió el viejo gigante mientras se rascaba la ruda barba, de donde pendían pequeños carámbanos brillantes—. En cualquier caso, si algo he aprendido con los rusos es que no tiene sentido tratar de entender lo que hacen. Cayeron directamente de la luna en estas estepas. Por mucho que el zar les obligue a afeitarse, cortarse el cabello e incluso quitarse todos los pelos del cuerpo, eso no los convertirá en personas normales.

Bibitchev había recuperado al fin el retraso; notaron en el cuello el vapor que exhalaba ruidosamente.

—Un hermoso país, en verdad —dijo en voz bien alta Juremi—. Lo echaré de menos. ¿Sabéis, queridos amigos, que he descubierto aquí una cosa conmovedora? El desierto. Sí, un desierto que no se parece en nada a esas estufas de arena africanas que uno atraviesa muy deprisa a lomos de un camello. No, aquí se trata de un desierto provisto de vegetación, una landa infinita.

—¡Te has vuelto un poeta! —exclamó Jean-Baptiste.

—Ya lo creo que sí… En cualquier caso, todos los días me paseaba por esas soledades. Sí, todos los días sin excepción. Se dirá que resulta peligroso, ¿no es cierto, señor…? Señor qué, si me hace el favor.

—Bibitchev —farfulló el espía, hacia quien Juremi acababa de volverse.

—Pues bien, es falso, señor Bibitchev, requetefalso. Resulta prudente observar ciertas precauciones, por supuesto, pero los nómadas con los que uno se encuentra son en su mayoría amables. Sí, claro, hay bandas de salteadores que merodean de vez en cuando, pero si uno tiene cuidado de no dejarse ver por ellos, con los otros no hay nada que temer. Incluso son hospitalarios y de buen grado te darían cuanto tienen. ¡Los nómadas son gentes a las que mi corazón escucha! Entre ellos no hay nada solidificado como ocurre entre nosotros, los sedentarios. Ni siquiera sus dioses están petrificados; no los encierran en templos, sino que les dejan correr a merced del viento, de las nubes, por la nieve… No es casualidad que de vez en cuando esa olla se desborde y arroje al otro extremo del mundo una horda alucinada; los Gengis Kan, los Tamerlán, los hunos proceden de aquí… Por cierto, ahora que lo pienso, ¿dónde se ha metido nuestro mongol?

—¿Küyük? —dijo Jean-Baptiste riendo—. Tengo la impresión de que ha encontrado un alma gemela en tu pueblo.

—Vaya, pues me alegro por él.

Mientras charlaban, habían recorrido un buen trecho. Ya no se veía el campamento, oculto tras un repliegue del terreno. El frío desierto centelleaba a su alrededor, llano hasta un horizonte que parecía mucho más lejano que en cualquier otro lugar del mundo.

—Mirad —dijo Juremi, que había abierto los brazos y giraba sobre sí mismo—, estáis en el centro del mundo, en el taller donde nacen los dioses, allí donde el hombre mismo los fabrica según los necesita…

Una inmensa nube, extendida en forma de garra, trazaba una misteriosa runa sobre la primera página del libro celeste.

Al tratar de abarcar todo el horizonte, Juremi acabó por caer sobre Bibitchev. La vista de aquella criatura que, al menos por la parte de atrás, aún no se había desligado por completo del reino animal, le hizo descender de nuevo a la tierra.

Reemprendieron el camino en silencio. Un poco más allá, gracias a una lenta ondulación de la estepa, ganaron algo de altura y descubrieron un sorprendente relieve a lo lejos.

—¿Sabéis qué es esa montaña? —preguntó Juremi a sus dos compañeros.

Lo ignoraban.

—Una tumba —prosiguió—. Una gigantesca tumba de tierra, tan grande como una de nuestras colinas. Los antiguos habitantes de la estepa la erigieron para enterrar a su rey o a algún gran personaje. A su alrededor se han plantado piedras verticales, un poco a la manera de nuestros menhires. Los indígenas llaman a esas montañas kurganes, y creen que encierran a sus antepasados, los cuales, qué duda cabe, son sagrados.

Jean-Baptiste y George, con la mano extendida a modo de visera, contemplaban el extraño monumento de tierra que sobresalía de la línea verde del horizonte.

—¿Cómo pudieron construir tales cosas? —preguntó George.

¡Cómo! —repitió Juremi—. Esa sí que es una pregunta propia de estos tiempos de pedantes. A tu edad, muchacho, yo me habría preguntado: ¿Por qué? El resto carece por completo de importancia.

—Sin embargo —replicó el muchacho, molesto—, la técnica…

—¿Qué pasa con la técnica? ¿Crees acaso que esos escitas no sabían qué hacer con sus manos? Mira.

El protestante se sacó del bolsillo un pequeño objeto brillante, que tomó entre el pulgar y el índice para alzarlo hacia el cielo. Era una joya en forma de hebilla, de oro de sorprendente pureza, que representaba una fiera estilizada, doblada sobre sí misma en curvas elegantes y sobrias.

—¡Oro! —exclamó George.

—Sí, oro. Del más puro. Y trabajado con mayor destreza que la que exhiben nuestros mejores joyeros. Sin embargo, en esta alhaja hay algo más que no tiene nada que ver con la técnica. Es hermosa, ¿comprendes? E inspirada. Han puesto en ella un trozo de esa sustancia inmaterial que es el genio del hombre y que le impulsa a crear cosas más grandes que él.

Juremi hizo centellear la joya unos instantes y luego volvió a guardársela en el bolsillo.

—Esas tumbas están llenas de ellas —añadió—. Por desgracia, cada primavera unos miserables vienen a saquearlas. La mayoría de las veces se trata de pobres campesinos rusos. Acuden en cuadrillas, con palas, picos, excavan en cualquier parte y meten en sacos cuanto encuentran. Luego vuelven corriendo a sus pueblos y lo funden todo en lingotes al fuego de grandes hogueras que encienden en los bosques. Los nómadas son muy crueles con ellos si los atrapan. Están convencidos de que las profanaciones perturban a los espíritus de la estepa y desencadenan todo tipo de desgracias. Cuando echan la mano encima a los saqueadores, jamás se les vuelve a ver.

—¿Entonces esas sepulturas se encuentran actualmente vacías? —preguntó pensativo Jean-Baptiste, con la vista clavada a lo lejos, en el kurgán.

—No del todo —respondió Juremi—. Los campesinos están mal equipados y excavan únicamente en la superficie. Sin embargo, las grandes cámaras funerarias se hallan en el corazón de los túmulos, y a menudo permanecen intactas. Parece que son auténticas maravillas.

—Pero ¿quién puede atestiguarlo si nadie ha accedido a su interior? —objetó George.

Habían reemprendido el regreso al pueblo pues el sol empezaba a acercarse al horizonte.

Bibitchev se había alejado un momento por una necesidad, y tardó varios minutos en recuperar el retraso.

—He conocido a un escocés —dijo Juremi en voz baja, aprovechando su ausencia—, un viejo veterano como yo, al que capturaron en Polonia hace casi diez años. Lo encerraron en un campamento situado más al norte, se escapó y en la actualidad vive totalmente como un autóctono. Me lo gané durante mis paseos. Ya sabéis cómo va: los hombres siempre tienen una enfermedad que les persigue, incluso cuando todo el mundo les ha perdido el rastro. Lo curé y me quedó agradecido. Ahora me hace objeto de sus confidencias.

Jean-Baptiste y George se volvieron y miraron hacia la estepa. Costaba creer que quienquiera que fuese pudiera sobrevivir en aquellas soledades.

—Es el único hombre que conoce esas sepulturas como la palma de su mano —prosiguió Juremi—. Desde luego trafica con ello, pero no se dedica a saquear. En cualquier caso, sabe lo que hace. Cuando descubre una tumba intacta, retira las mejores joyas sin desordenar nada; luego vuelve a tapar la abertura por la que ha entrado y borra con cuidado todas las huellas de su paso.

—¿Y qué hace con esos tesoros? —quiso saber George.

—Los confía a toda una red que pasa por los suecos y que al parecer desemboca en Holanda, donde se encuentran los grandes coleccionistas.

—Debe de ser riquísimo, allá en su cabaña —intervino Jean-Baptiste.

—Creo que no vende esas joyas ni por la décima parte de lo que vale su peso en oro.

—¿Por qué lo hace, entonces? —preguntó George con algo de desconfianza, pues ahora temía las reacciones del gigante.

—Porque le gusta esa vida, eso es todo. Además, está convencido de que al sacar esas joyas de aquí las está salvando. Puede que esté loco, sencillamente. De todos modos, si no hubierais venido, la semana próxima le habría acompañado en sus exploraciones. Al parecer ha descubierto una nueva sepultura real de increíble belleza y aún le quedan algunas cámaras por visitar.

—¡Bueno, pues vayamos! —exclamó George.

—Sí, ¿por qué no? —convino Jean-Baptiste.

—Ah, pues… —dijo el protestante mientras meneaba la cabeza— pensaba que teníais prisa por regresar a Ispahán, y no quería…

—¿Cuánto tiempo nos llevaría? —quiso saber Jean-Baptiste.

—Tal vez menos de una semana, si le aviso esta noche.

—¡Pues vamos a ello! —decidió Jean-Baptiste, y los tres aplaudieron ruidosamente para sellar aquel compromiso.

Bibitchev los alcanzó en mitad de aquella gozosa efusión. Les dirigió una mirada aviesa, indignado por haber quedado al margen de un episodio que podía ser esencial.

En el camino de regreso se las arregló para caminar algo rezagado con George, en cuyo brazo había solicitado apoyarse; una antigua cojera que reaparecía, según dijo. Mediante hábiles preguntas supo trabajarse al joven, que llevado de su entusiasmo habló de los kurganes, del oro, de un escocés; sin desvelar por completo su proyecto, fue poco lo que logró ocultar al hábil espía.

Esa noche Bibitchev necesitó más de una hora para redactar su despacho. La conclusión fue la siguiente:

Contacto establecido entre un protestante al servicio de Suecia y un escocés posiblemente partidario de los Estuardo. Extracción planificada de un tesoro que pertenece al suelo de nuestra patria. La conjura toma forma. Al fin el motivo aparece con claridad: procurarse fondos. Los sospechosos se abstienen de mencionarlo, pero la garra de Alb*** resulta bien visible en esta combinación de altura.