El señor De Maillet soltó un profundo suspiro al ver que el cambista romano depositaba sobre la última pila la última moneda de su último oro. A través de dos amplias ventanas que daban a las aguas rojizas del Tíber y al palacio Sacchetti, un pálido sol doraba los tres montoncitos de monedas, alineados sobre el cuero casi negro del escritorio. La suma provenía de la venta de aquella última propiedad, que había pertenecido a su esposa. Un granjero de la vecindad la había adquirido, quejicoso, por la mitad de su precio. Acto seguido, corredores, notarios y banqueros se habían llevado su parte, regia, como correspondía. Quedaban aquellos mil escudos, cifra que había despertado intensos ecos en la mente del pobre anciano durante las últimas semanas, aquellos mil escudos que en definitiva se traducían en un montoncito de pequeñas monedas.
El cónsul introdujo su pecunia en una bolsita de tela provista de largos cordones, que se pasó en torno al cuello. De ese modo podía sentir el oro contra su corazón; habría que atravesárselo para apoderarse de él.
Bajó los dos pisos de la alta escalinata de mármol, agarrándose firmemente a la barandilla. Antes de salir a la calle, divisó a un rapaz que jugaba con un gato en el patio. Tras prometerle un ochavo, le pidió que saliese a la calle para comprobar si había alguien de mala catadura apostado, aguardándole. El niño le tranquilizó y se decidió a salir.
A decir verdad, la situación era de lo más crítica para el cónsul, y la visión de aquel oro no le había apaciguado en modo alguno. En el ardor de su bondad, el cardenal Alberoni, oh santo varón —el señor De Maillet jamás pronunciaba su nombre sin persignarse y bendecir su magnánima caridad—, había olvidado un pequeño detalle: al antiguo diplomático, cuyos intereses espirituales defendía al presente, no le quedaba dinero ni bien alguno para emprender el viaje a Persia.
Por un momento, antes de abandonar la compañía del prelado, el señor De Maillet había tenido la idea de atraer su atención sobre ese particular. Sin embargo, hasta que salió de su gabinete, aquel gran hombre había conversado con él de temas elevados, de vastos proyectos, incluso cabía decir que de asuntos de Estado; el cónsul, loco de admiración, habría incurrido en una notable falta de delicadeza si hubiera aludido a su grosera miseria en medio de un cónclave tan distinguido.
Las calles se hallaban muy poco frecuentadas; a aquella hora del mediodía, de invierno por añadidura, los romanos permanecían en sus casas. El cónsul miró varias veces a su espalda, dio media vuelta, cambió de acera bruscamente, mas no había lugar, nadie le seguía.
Todo estaba claro; había dado suficientes vueltas al asunto para ser consciente de ello. Las posibilidades se reducían a una sola alternativa. O bien entregaba sus mil escudos a Mazucchetti, a quien se los había prometido, como pago por su mediación ante el cardenal —en cuyo caso no iría a Persia y perdería la última oportunidad de salvarse tanto en este mundo como en el otro—, o bien conservaba aquella suma en su poder, emprendía el camino y se salvaba, si bien corriendo el riesgo de ser asesinado por aquel truhán.
¿Quién hubiera imaginado que un día un hombre de su posición se vería reducido a tan sórdido extremo? El señor De Maillet suspiró. Solo le desesperaba la perspectiva del pecado, pues en lo tocante a la decisión, ya estaba tomada. Se hallaba decidido a conservar sus mil escudos y ejecutar, a cualquier precio, los deseos del cardenal. Después de todo, el tal Mazucchetti le chupaba la sangre desde hacía varios meses y estaba ahíto de su fortuna; le había pagado con creces. El único error del cónsul había sido prometerle más, lo que al presente le llevaba a una mentira; por fortuna, allí estaba la confesión para absolverle.
Desde la entrevista con el cardenal, el bellaco intermediario se presentaba a diario para reclamar lo que se le debía. Y todos los días el cónsul le anunciaba la llegada de fondos para el día siguiente y se veía obligado a soportar amenazas cada vez más explícitas. ¿Qué otra cosa podía oponer sino la astucia? El señor De Maillet había concebido un plan que consideraba de lo más ingenioso; todas las mañanas acudía puntualmente a visitar a su cambista y regresaba con las manos vacías. De ese modo, el día en que echara mano a su tesoro sería un día como los demás. El mismo, como ocurría en el Evangelio, ignoraba el día y la hora. Tenía sus cuatro trapos metidos en una bolsa y, llegado el momento, solo le restaría cogerla y emprender el camino con discreción. El problema era aquel velludo de Paolo, que permanecía al acecho en su madriguera. Para que no viera la bolsa, tendría que marcharse de noche, cuando él acudía a sorber su hedionda sopa en la cocina, situada en la parte trasera de la posada.
El gran día había llegado al fin. Emocionado al sentir los mil escudos contra su corazón, si bien no tanto como había previsto al ensayar su papel con anterioridad, el cónsul ejecutó el plan que había pergeñado. Como de costumbre, dio largos rodeos como un paseante por las callejas en dirección a la columna trajana y el Coliseo. Su reuma hacía harto penosos aquellos paseos, y tampoco era de los que se sienten apaciguados al contemplar la belleza de los monumentos. Por lo demás, ahora mantenía la vista baja y apenas los percibía. Felizmente se trataba de Roma, y cuando deambulaba sobre sus piedras derribadas, por el foro de César o el pórtico de Octavio, se sentía transportado por la rigidez moral de la ciudad. El inmenso consuelo estoico que proporcionaba la tradición latina le proveía de una coraza de bronce. El ejemplo de Marco Aurelio le ayudaba a soportar la idea de Mazucchetti.
Después fue a sentarse en un café, cerca del palacio Montecitorio, donde se dedicó a observar a los jugadores de ajedrez. Tuvo cuidado de no pedir nada más que lo habitual para que nadie en aquel antro, si estaba conchabado con su verdugo, pudiera alertarle sobre la reciente prosperidad de su deudor.
Hacia las cinco se dirigió renqueante a la posada del Toro que Ríe. Por poniente, el crepúsculo había arrojado sobre el hombro del Vaticano una estola malva.
La entrada de la hospedería se hallaba desierta, a excepción de Paolo, desplomado en su garita. Como todos los días, el cónsul saludó amablemente al encargado. Mas ¿qué fue lo que ocurrió? ¿Su aspecto fue demasiado apresurado, demasiado desenvuelto, en exceso confiado? ¿O se trataba simplemente de que esas bestias pueden oler el oro? Sea como fuere, el caso es que la jeta de Paolo se iluminó con una mirada un punto demasiado viva. Sin que hubiera pronunciado palabra alguna, el cónsul, que estaba ya en la escalera, comprendió que había descubierto el pastel.
Subió hasta el cuarto piso, sin ver a nadie en el pasillo, y al cerrar la puerta echó el cerrojo, que nunca le había parecido tan endeble. ¿Qué podía hacer? Paolo no era tan malvado como para correr a denunciarle. Aguardaría a que se presentase Mazucchetti para contárselo todo. ¿Cuánto tiempo le dejaba eso? Poco, sin la menor duda. El cónsul se sentó en el lecho; su viejo corazón latía con una fuerza capaz de hacer vibrar las monedas de oro en su pecho. ¡Él, que siempre había sido un hombre de acción! ¡Ah, Dios de los cielos, tener que verse en aquel brete! De pronto, al ser consciente de la situación en que se hallaba, sin auxilio posible y amenazado, cedió al pánico más atroz. Tiró de la cama, empujó, resollando como un viejo buey, y atrancó la puerta con el mueble de hierro. ¡Todo antes que volver a ver a aquel miserable! Un pequeño armario ropero vacío ocupaba un ángulo; lo tumbó sobre su jergón para hacer contrapeso. Quedaban cerca de la ventana una mesa desvencijada y una silla, que calzó al pie de la cama; la pila de muebles así apoyada contra la puerta constituía un obstáculo de lo más oportuno. El anciano se sentó, jadeante, en una esquina del colchón, y casi habría podido sentirse sosegado si en aquel momento no hubieran sonado unos pasos precipitados en la escalera y luego en el pasillo. ¡Él, era él, detrás de la puerta, y la golpeaba con su bastón!
—¿Le molesto? —bramaba el infame.
El cerrojo formuló una elocuente aunque efímera respuesta cuando giró el pomo.
¡Estoy perdido! —pensó sombrío el cónsul—. El Señor es testigo de que lo he intentado todo, todo. ¡Oh Dios mío, si tu misericordia es tan grande como creo, me acogerás entre los justos!
Se puso de pie y, como un sonámbulo, se dirigió hacia la ventana.
Mazucchetti había dado al traste con el cerrojo.
La puerta, entreabierta la anchura de un dedo, tropezaba con el montón de muebles.
—¡Su resistencia es inútil, Maillet! ¡Nadie vendrá a socorrerle aquí! —aullaba el sicario, y por la rendija de la puerta se veía brillar la hoja de un cuchillo—. ¡Vamos, ábrame! Usted lo habrá querido, lo destrozaré todo.
Retrocedió para tomar impulso. Durante aquel breve silencio, el cónsul había abierto la ventana y pasado la pierna sobre el alféizar. La noche de invierno romana, clara y fría, trémula de tintineos y de suspiros, ofreció a sus ojos miopes una última visión azulada y pura.
—¡Justicia! —gritó, al tiempo que estrechaba contra su cuerpo su impedimenta, en cuyo interior había deslizado su querido e inocente Telliamed.
Y saltó.
A Fedor Nicolaievitch Bibitchev le hubiera gustado ser sacerdote. Sin embargo, a los diecisiete años, aquel huérfano había burlado la soledad con una mendiga que le había dado ocho hijos. En la religión ortodoxa, el servicio del cielo exige prolongados estudios y no proporciona suficientes recursos para alimentar a una familia, de modo que en lugar de ello había entrado en la policía. Al objeto de no contrariar su vocación, le habían destinado a la vigilancia del clero. Era asiduo en los oficios de varias iglesias, donde ordenaba los objetos de culto, limpiaba y, en ocasiones, incluso colaboraba en el servicio divino.
Sin duda por haberse observado a sí mismo, Bibitchev se hallaba absolutamente convencido de la imperfección del hombre. Su deferencia hacia los títulos solo era equiparable a su severidad con respecto a los individuos. En eso estribaba, a su parecer, la labor de la policía; era un modo de defender las instituciones contra los seres que tienen a su cargo encarnarlas; salvar el mecanismo vigilando los engranajes, para cambiar con la mayor celeridad aquellos que se revelan defectuosos.
Gracias a esa filosofía, practicar la denuncia no alteraba en modo alguno su conciencia moral. De esa manera servía a dos vocaciones al mismo tiempo: rendir gracias a Dios y al zar, y purificar la Iglesia y el Estado de sus debilidades humanas.
Su celo le hizo ascender peldaños con presteza. Sabía lo bastante de teología para convertirse en pope. Sin embargo, para responder a las necesidades del momento, prefirieron conferirle un falso título diplomático y enviarle en calidad de espía al Vaticano. Regresó de allí al cabo de dos años. Desde entonces la Ojranka le confiaba misiones especiales de carácter diplomático y religioso. Le habían enviado al entorno del zar en el Caspio para asegurarse del estado de ánimo de los religiosos en aquellas regiones. No era cuestión de que se produjeran disturbios en la retaguardia de los ejércitos cuando entrasen en Persia.
Varias semanas antes, un despacho de Ispahán había alertado a las instituciones rusas sobre una conspiración en la que se mencionaba al famoso Alberoni. Bibitchev había aprendido en el extranjero cuán peligroso era aquel hombre. Se encontraba muy oportunamente en el entorno del zar cuando los individuos a los que aludía el despacho manifestaron su intención de ponerse en contacto con la corte. A tan fastidiosa coincidencia debía el haber sido designado para vigilar a aquellos tipos.
Él, que confiaba en regresar a Moscú para pasar la Navidad con su numerosa familia, al final se hallaba a remolque de un asunto de Estado complicado, peligroso y que distaba de haber desvelado su misterio.
Bibitchev no veía límites a las insuficiencias de los hombres que tenían la audacia de pretender que servían a Dios, al Estado o que hacían el bien. Por el contrario, siempre se sentía dispuesto a atribuir a la especie humana los mayores poderes cuando se aplicaba en servir al mal. Por eso reconoció de inmediato, en aquellos sospechosos, inquietantes cualidades, cabría incluso decir cierto talento.
La primera era, qué duda cabe, la del disimulo. Por haber frecuentado durante largo tiempo los medios eclesiásticos, estaba en condiciones de afirmar que jamás se había cruzado con individuos tan singulares; aquel pisaverde de boticario, siempre de buen humor, sonriente como un asno, elegante con sus tres andrajos sobre la espalda y que tenía la desfachatez de afirmar que curaba con sus pócimas… El otro muchacho, su hijo. ¡Su hijo! Como si una jirafa pudiese presentar a un castor y decir en serio: Mi hijo. Y para coronar el conjunto, el mongol. ¡Tremendo, en verdad! Un personaje tan misterioso y temible que ni siquiera había conseguido discernir su verdadera religión.
¡Por todos los zares! No cabía duda de que el tal Alberoni mostraba en la derrota talentos intactos. ¡Qué toque maestro dar con tales especímenes para llevar a cabo sus propósitos!
Y luego estaba el plan en sí. ¡Menuda audacia! El primer golpe de efecto, Persia. Regresar por donde nadie se lo esperaba, vaya imaginación. Al presente las conjuras incluso se complacían en echar por tierra todas las previsiones, al tomar la dirección del Asia central cuando más bien se las hubiera situado hacia Europa.
Por lo demás, el nuevo sesgo de aquel viaje había pillado por completo desprevenido a Bibitchev. No tenía la menor práctica de los países desérticos, y menos aún si eran fríos. ¿Quién hubiera podido prever que un especialista en asuntos vaticanos acabaría dirigiéndose a la estepa, en pleno este? Allí estaba, empero, y los recursos de su equipaje de corte ya no bastaban. Tenía las botas empapadas, y la derecha se le había abierto en un lado. Su traje negro, pegado por dentro a causa del sudor, se hallaba acartonado por la parte de fuera debido a las lluvias fangosas. La helada empezaba a apoderarse de todo el conjunto hasta el punto de que se había visto obligado a aceptar la oferta de servicios del sastre que el reverendo Koefoed, muy solícito, le presentó.
El hábil sueco le había confeccionado unos calzones de petigrís, cortados según el modelo simple y confortable que acompañó a los galos en sus triunfos hasta Alesia. Por encima, y pese a su negativa en un primer momento categórica, Bibitchev se había visto obligado a ponerse la innovación de la que el sastre estaba más orgulloso: una chaqueta acolchada con piel de borrego por dentro y recubierta en el exterior de colas de nutria. En reposo, el conjunto tenía el aspecto de una prenda de pieles corriente, pero al menor gesto aquellos apéndices caudales se erizaban y conferían al policía el inquietante aspecto de un ciempiés.
Se pasó las dos primeras etapas arrancándolas una por una con discreción y arrojándolas a la cuneta. Pronto solo le quedaron en la espalda. No obstante, solo Dios sabe por qué, la idea de parecerse ahora a un puerco espín no le molestaba tanto.
Todas las noches Bibitchev redactaba una breve nota en la que relataba los hechos y movimientos de los sospechosos. La Ojranka disponía de sus propios relevos en todo el territorio ruso. Incluso los campamentos de deportados suecos estaban infiltrados de agentes que Bibitchev podía reconocer, gracias a señales convenidas, aprendidas en las más secretas escuelas de la policía. Les confiaba sus misivas, que ellos se encargaban de hacer llegar sin demora a su destinatario.
Gracias a los informes regulares de aquel agente lleno de celo, Moscú pudo seguir, no sin cierta perplejidad, su lenta progresión por las estepas.
Tras partir a caballo del pueblo donde Koefoed les había acogido, el pequeño grupo tuvo que soportar dos fuertes tormentas de nieve, y más tarde sufrió un retraso a causa de un terreno accidentado en el que se habían borrado las huellas. Pese a todos sus esfuerzos por bajar la guardia de los sospechosos mediante el recurso de crear lo que se ha dado en llamar en los manuales una fraternidad de viaje, Bibitchev no había podido pillarles en falta en ningún momento. El más débil en apariencia, el joven a quien Poncet llamaba hijo, solía mantener con el agente interminables conversaciones de una increíble ingenuidad, durante las cuales expresaba su fe en el progreso y las ciencias. Sin embargo había logrado no pronunciar jamás el nombre de Alberoni ni evocarlo siquiera de manera indirecta. ¡Tremendo, decididamente!
Por fin, poco antes de la Navidad católica, llegaron al campamento donde se suponía que estaba detenido aquel en cuya busca afirmaban haber partido.
Se requirieron casi tres semanas para que llegase a Moscú el despacho siguiente:
Esta tarde hemos llegado al pueblo de pioneros de G***. Como siempre, hemos ido a depositar nuestros equipajes en la sala de huéspedes, cerca del templo. Un reverendo sueco nos ha indicado que el sospechoso se hallaba a unos quinientos metros del pueblo. Le hemos encontrado detrás de una duna helada, en un terreno apisonado que sirve para los juegos. Estaba ejercitando a ocho jóvenes suecos en el arte de la esgrima (¿adoctrinamiento?, ¿reclutamiento?).
Se trata de un hombre de elevada estatura, corpulento, de ojos negros y cabello y barba ensortijados y grises. Tiene el rostro completamente surcado de arrugas, pero su energía se mantiene intacta. Cuando ha surgido ante nuestra vista, estaba practicando esgrima a solas en el vacío, al tiempo que profería gritos en varias lenguas (italiano, seguro; árabe, probable; y francés, que parece su lengua materna). Los suecos sonreían (no obstante, sabemos que esas gentes exhiben permanentemente dicha expresión, incluso cuando han sido deportadas).
El llamado Ponc*** ha tomado a su supuesto hijo de la mano y primero han contemplado la escena desde lejos (¿precaución?, ¿señal?, ¿vacilación con respecto a la persona?). Acto seguido ha llamado con voz estentórea al que responde al nombre de Jur***, pero el sospechoso no le ha oído. Ponc*** lo ha vuelto a intentar. En este momento, he visto con mis propios ojos la escena siguiente: en un primer momento, al oír que le interpelaban, el llamado Jur*** se ha quedado quieto. Estaba claro que reconocía la voz. Tras una larga pausa, ha sido presa de una cólera terrible. Ha quebrado la espada sobre sus rodillas y arrojado los fragmentos a lo lejos. Ha empezado a patalear, a arrancarse la ropa, a levantar el puño hacia el cielo. Decía: Yo no quería (repetido varias veces), Te rogué que no los enviases (esto a la atención de un invisible interlocutor situado en el cielo, por encima de él), Todo esto es culpa mía, y también Solo soy un viejo. El sospechoso ha agotado sus fuerzas en ese estallido. Finalmente ha caído de rodillas en la nieve, y las lágrimas han rodado por sus mejillas.
Tales gestos han convencido a este agente de que deben de existir graves disensiones en el seno del grupo. No obstante, parece que la tendencia que representaba Ponc*** ha acabado por imponerse. Tras adelantarse, este último sospechoso se ha puesto de rodillas frente a Jur***. Han caído uno en brazos del otro y han empezado a llorar, estrechamente abrazados, apoyando cada uno la cabeza en el hombro del compañero. Todos los presentes lloraban, incluidos los suecos.
Lo más sorprendente es que al final todos han regresado entre grandes risotadas. El sospechoso Jur*** se mostró muy interesado al conocer al supuesto hijo de Ponc***, a quien al parecer nunca había visto (¿división entre los grupos?, ¿fingimiento?, ¿suplantación de persona?). En el momento en que concluyo este despacho, se encuentran todos en la sala de espectáculos. Como en todos los pueblos visitados, tendremos que soportar un ballet ofrecido por los suecos en compañía de sus esposas calmucas; sin embargo, esta noche los sospechosos parecen resignarse de buen grado. Ya han vaciado una botella de aquavit[5] ofrecida por el reverendo. Supongo que en los próximos días la situación tomará un giro crítico. Este agente vigila más que nunca las conversaciones, y le irá informando a medida que se desarrollen los acontecimientos.
Firmado: B***
PD: Tenga a bien transmitir a mi esposa y a nuestros hijos mis mejores deseos para la Navidad. Dígales que estoy bien.