22

El invierno es una de las más bellas estaciones en Ispahán. El cielo conserva una pureza y una profundidad de zafiro, pulido por vientos ligeros, hábiles, que liman el rostro y los dedos de los viandantes hasta enrojecerlos. Todo aparece absolutamente nítido, tanto en la proximidad como en la lejanía, y los colores, incluso los de las telas o la carne, adoptan bajo los rayos de un sol pálido el frío destello de los metales y las piedras preciosas.

Eran apenas las dos de la tarde cuando Alix, sin resuello debido a su carrera, entró en el dormitorio de Nur Al-Huda. Esperaba encontrarla a punto para su paseo, pues tres días atrás habían quedado en encontrarse a esa hora, pero la joven no llevaba joyas ni maquillaje, y vestía una bata de algodón beige sobre la cual se había echado simplemente un amplio chal de lana.

—Creía que llegaba tarde —dijo Alix, sorprendida—. ¿Todavía no está arreglada?

—No había ninguna necesidad de que se diera prisa —repuso Nur Al-Huda en tono lúgubre—. Estoy retenida aquí por la voluntad de ese monstruo.

—¿A quién se refiere?

—¡Menuda pregunta! A mi querido maridito, desde luego.

—Perdóneme, Nur, pero hasta el momento no he tenido ningún ejemplo de que su querido maridito, como usted lo llama, le hubiese prohibido algo.

—¡Bien, pues ya lo ha hecho! —exclamó la joven, poniéndose de pie—. Por supuesto, a mí sola no puede imponerme sus fantasías en absoluto, pero no me es posible oponerme a medidas colectivas. Todo el harén, incluidos los eunucos, va a estar confinado una semana entre estas paredes.

—Una semana. ¡Vaya idea!

—Oh, no ha sido idea suya, puede estar segura. Se trata de un gran trajín que afectará a toda la ciudad y cuyos sinsabores tenemos el privilegio de experimentar antes que nadie por encontrarnos en primera fila.

—Pero vamos a ver, ¿a cuento de qué?

—¿A cuento de qué? Alix, Dios es testigo de que la aprecio, lo cual me autoriza a decirle que me hace preguntas bastante estúpidas. A cuento del desastre, pura y simplemente.

—¿Del desastre?

—El que se prepara en el este. Los afganos rodean Kermán. El rey ha decidido, aunque demasiado tarde, enviar un gran ejército contra ellos, y si resulta vencido, el país se quedará sin protección.

—Todo el mundo está al corriente de eso —replicó Alix, un tanto molesta.

—Lo que nadie sabe es el resultado de la batalla que va a tener lugar esta semana. Astrólogos y religiosos son presa del frenesí, tanto más cuanto que están en franca competencia. La cuestión estriba en averiguar quién predecirá las mayores catástrofes y exigirá las penitencias más terribles, si los que escuchan a Dios o los que leen los astros. En consecuencia, el rey se ha decidido a decretar penitencias públicas: se meterá en prisión a las mujeres de la vida y a las bailarinas, se prohibirá el vino con mayor severidad que de costumbre y, para colmar la medida, a las mujeres honorables se les rogará que permanezcan en los harenes. Como las mujeres públicas se refugiarán en casa de sus protectores y las barricas de vino no corren ningún peligro con este rey, las mujeres inocentes van a ser las que apechuguen con tales rigores. Al conocer los hechos antes que nadie, mi maridito no ha querido desaprovechar la ocasión de demostrar su celo y nos ha impuesto esa reclusión desde hoy mismo.

—Bien, qué le vamos a hacer —suspiró Alix, y empezó a quitarse el largo velo que se había limitado a echar hacia atrás—. Confiemos en que todo esto tenga alguna utilidad y, entretanto, bebamos un té bien caliente…

—No, no —la atajó Nur Al-Huda, precipitándose hacia ella—. Déjese puesto el velo. Usted es extranjera y puede salir; actuará como cuando yo la acompaño. —Luego, en voz baja, agregó—: Y llevará estas noticias juntamente con sus remedios al lugar habitual.

La proposición sorprendió a Alix, que se había acostumbrado a su papel de cómplice y jamás había pasado por su cabeza profundizar más en los secretos de aquellos encuentros que su amiga mantenía en el palacio real. Ni siquiera en sus conversaciones, siempre alegres y entretejidas de risas, había osado Alix preguntarle sobre ese tema. Nur Al-Huda, que se explayaba de buen grado sobre todo y hablaba de sí misma sin rodeos cuando lo deseaba, no había confesado sino nimiedades en lo concerniente a su apuesto amante.

Alix conocía su nombre desde hacía poco y jamás lo había pronunciado. Una curiosa emoción la embargaba cuando, tras llamar a la puerta del palacio, oculta bajo su velo, solicitó al guardia que le abrió que la condujese a presencia de Reza Alibegh. Siguió al soldado a lo largo de una fría galería, iluminada por simples aberturas sin ventanas y situadas demasiado arriba para que se pudiera ver otra cosa que el cielo. Aquella entrada debía de dar a la parte trasera de los cuarteles, y permitía a los oficiales ir y venir sin ser vistos por los centinelas de la verja ceremonial. El guardia hizo atravesar dos patios a la visitante y luego la condujo por una escalera. Tuvo un momento de vacilación cuando el hombre la invitó a precederle antes de adentrarse por un pasillo. Obviamente, se suponía que ella acudía allí con frecuencia y conocía el camino… Fingió un estornudo y ese breve retraso la ayudó a mantener su lugar detrás de él. Por fin entró en una estancia cuadrada de elevado techo y dimensiones en extremo modestas, cuya superficie se hallaba cubierta casi por entero por cuatro banquetas adosadas a la pared y una mesa redonda de cobre repujado. Reza la aguardaba allí de pie. Curiosamente, en aquel espacio reducido, le pareció menos alto de lo que había supuesto cuando se cruzó con él a caballo. Sin embargo, su rostro era más imponente de lo que su cuerpo hacía prever. Lo iluminaban dos ojos inmensos, de un verde mar, coronados por cejas que parecían caligrafiadas con tinta china formando una curva elegante y precisa.

El joven tomó el paquete de remedios que ella sujetaba estúpidamente y lo depositó sobre la mesa; con el mismo gesto, capturó sus manos y se las llevó a la boca para cubrirlas de besos. Solo entonces, con un retraso que de inmediato se reprochó, Alix recordó que iba oculta bajo un velo opaco y que aquel hombre la creía otra. Descubrió su rostro con presteza, y Reza retrocedió un paso, sorprendido.

No obstante, en aquel estrecho gabinete no era posible retroceder demasiado ni alejarse mucho. Pasado el momento de asombro, él la invitó a sentarse para oír sus explicaciones, que la mujer se apresuró a dar, teniendo cuidado de adoptar la pose más modesta de que era capaz. Sin embargo, no estaba acostumbrada a bajar los ojos.

—¿Puedo… hablar? —le preguntó, mientras echaba una ojeada a la puerta.

—Igual que si estuviéramos en un desierto —respondió él.

Su voz era agradable, no demasiado grave para un persa, y volvía cantarinas las largas vocales de su lengua.

Sin darse a conocer, dijo que venía de parte de Nur Al-Huda y expuso lo que la joven le había encargado que dijese.

—Una semana de ausencia —resumió él, pensativo.

Permaneció unos momentos en completo silencio, con la mirada perdida. A Alix no le sorprendió que se hubiera entristecido; al fin y al cabo era portadora de malas noticias. Ahora bien, a juzgar por su expresión, aquella tristeza le pareció más profunda y permanente de lo que la contrariedad momentánea podía explicar.

—¿Es usted extranjera? —dijo al fin, mirando a Alix.

—Sí.

—Al igual que ella…

—Pero no del mismo país —cortó con viveza—. No, soy tan solo… su amiga.

A decir verdad, en aquel momento hubiera deseado que la liberase, pues la pena que embargaba a aquel hombre era un espectáculo demasiado acongojante para alguien en cuya mano no estaba consolarle.

—¿Le ha contado nuestra historia? —preguntó al cabo de un prolongado silencio.

—No —respondió ella, y sus ojos claros, que miraban de frente, afirmaban que no mentía.

Él aguardó largo rato. La ventana, cubierta por una vidriera opaca amarilla y roja, no filtraba el menor ruido. Alix intentaba dar con las palabras que le permitieran abandonar la estancia.

—Pues ha hecho mal —repuso él—. Si conoce nuestro secreto, mejor saberlo hasta el final. Voy a decirle por qué nos vemos de este modo.

—Señor —le interrumpió Alix—, preferiría…

—Soy yo quien le pide que me escuche —la interrumpió él—. No por ello está siendo indiscreta; se limita a hacerle un favor a un hombre que tiene gran necesidad de ello y le ruega que le aligere de una confidencia que no puede hacer a nadie más.

Tras la extrema cortesía de aquellas palabras percibió el tono autoritario de quien apenas puede soportar que le contradigan. Alix, que por lo demás se moría de curiosidad, capituló cortésmente y de buen grado.

—Mi familia procede de Astarabad, al sur del Caspio —empezó el joven—. Son los confines del imperio persa, atacados sin cesar por saqueadores y vecinos turbulentos. Mi padre gobernaba esa provincia, y su padre antes que él. El gran rey Abbás le había nombrado para ese puesto al día siguiente de la conquista. Yo soy el segundo hijo, y mi hermano mayor tomará el relevo de nuestros antepasados en dicho cargo, eso si nuestra tierra conserva su libertad. Los niños de nuestro país, como tal vez sepa, están menos al corriente de lo que son las castas que usted. Saben quiénes son, por supuesto, pero el hijo del zapatero remendón puede jugar con el del gobernador sin que eso cause incomodidad a nadie. Formábamos una pequeña pandilla de niños de ocho años que íbamos a pescar en primavera en los grandes ríos que alimentan el mar, más abajo de nuestra ciudad. Regresábamos tarde, y a veces ni siquiera volvíamos. Las casas eran tan grandes que no reparaban de inmediato en nuestra ausencia. En el curso de nuestras exploraciones descubrimos, en un terreno yermo salpicado de juncos, a un grupo de circasianos que seguían llamándose nómadas pero que no parecían ansiosos por abandonar tan apacible lugar. Íbamos a pescar por la zona con frecuencia, no porque se pescaran más peces sino porque se oían los tamboriles y las canciones de aquellas gentes. Nur Al-Huda hacía de enlace entre esos gitanos y nosotros. Cuando no bailaba con ellos, se reunía con nosotros en nuestras cabañas. Era una niña no muy agraciada, con un cabello abundante y ensortijado, el único rasgo hermoso que había en ella. Hablaba mal el parsi y aún no llevaba el nombre por el que la conoce. La llamábamos Ozán, es decir, la roja. ¿Por qué? Nunca lo supe, pues no era pelirroja. Tal vez porque era viva como el fuego… Sobre todo, mordía los corazones como una llama.

Alix no osaba moverse, por miedo a romper el hilo de aquellas confidencias.

—Peleábamos entre nosotros, y yo era un jefe rudo. Ya quería ser soldado, y por la noche, de regreso hacia la ciudad, hablábamos de batallas y de ejércitos. Cada uno de nosotros decía por qué deseaba combatir: por su país, su familia, las conquistas, las riquezas, la gloria. En cuanto a mí, me inventaba cualquier cosa, pero para mis adentros me decía que ansiaba pelear por Ozán. Los recuerdos de infancia son siempre un poco tontos, no hay que prestarles demasiada atención. De hecho, no hace mucho que este me vino a la mente.

—Los bohemios se marcharon antes del tercer invierno —prosiguió—. Ozán no nos avisó. No dejaron nada tras de sí. La nieve caída en el mes de enero repintó de blanco todo aquel pasado. Fui creciendo y olvidando.

Mientras hablaba, daba vueltas entre las yemas de sus largos dedos al paquete de remedios, que había acabado por abrir. En aquel momento jugaba con las bolsitas de polvos.

—Volví a verla hace cuatro años, en Teherán. Fue ella quien me reconoció, sin duda porque alguien le dijo mi nombre. Por entonces era bailarina. Ya conoce el poder que esas mujeres tienen entre nosotros, así como su detestable reputación. Vino a verme y me refrescó algunos recuerdos comunes. Se hacía llamar Nur Al-Huda. Esas cortesanas no tienen costumbre de ir veladas, y su belleza, que se me revelaba sin tapujos, me resultaba más turbadora aún porque a ella se sumaba el recuerdo de la niña que antaño me impresionó. Me enamoré perdidamente de ella, más de lo que lo había estado nunca. Estaba loco por esa mujer, ebrio, solo pensaba en reunirme con ella; sufría cuando la veía y padecía también cuando estábamos separados. En fin, no necesito describírselo, sin duda también usted ha amado…

Alix bajó los ojos, presa de turbación.

—Perdone —dijo él, tras reparar de pronto en su velo oscuro—. ¿Acaso es viuda?

—Sí —respondió ella, y de inmediato se reprochó haber mostrado tan poca vacilación al mentir.

Él guardó un respetuoso silencio y acto seguido continuó:

—Voy a terminar, pues la cosa es bien sencilla. Mi padre me había casado dos años antes con la hija del intendente de la moneda, que entre nosotros es un personaje preeminente. Me es imposible repudiarla, y por otra parte ni mi familia ni la suya aceptarían que añadiese a este primer matrimonio otro que me ligara a una bailarina.

—Me parece que la ley persa no carece de arreglos en tales casos… —dijo Alix con prudencia.

—Ah, si habla así es que aún conoce muy poco a Ozán, quiero decir a su Nur; jamás aceptaría algo semejante. Es terriblemente celosa y no tiene la menor intención de compartirme. De hecho, ese tema no tardó en ser la causa de violentas disputas, casi cotidianas, y fue el origen de un fatal malentendido. Acabé por creer que le interesaban más mis bienes y mi título que mi persona, y ella no dejaba de repetir que no la consideraba de mi rango. Así fue como concibió y llevó a cabo el plan diabólico que la convirtió en esposa de ese infame Hootfi Ali Kan. Entre nosotros la diferencia de edad atenúa la diferencia de posición social. Por primer ministro que sea, pudo desposarla sin provocar el menor escándalo. Mediante esa jugada ha demostrado que no me necesitaba para alcanzar la fortuna y que puede ser una gran dama, como cualquier otra mujer.

El pobre Reza había pronunciado esas palabras al borde de las lágrimas. Es muy injusto —pensó Alix—, pero la hermosura hace que la tristeza resulte infinitamente más lastimosa. Compadecía a aquel hombre con absoluta sinceridad.

—¿Y ahora? —quiso saber.

—Pues bien, cada vez que con su ayuda, ya que supongo que es usted la cómplice de quien me ha hablado, ella puede entrar aquí, es para oírme decir que la amo y responderme siempre lo mismo, a lo cual no tengo nada que objetar; afirma que me seguirá a donde quiera llevarla, a condición de que me libere de todas mis ataduras.

Al decir esto, levantó apenado hacia Alix sus grandes ojos, enturbiados por una emoción contenida.

—El rey me ha confiado el mando de su guardia personal. Mi país se halla amenazado y tal vez me vea obligado a luchar de un momento a otro. Ozán me pide que traicione todo eso, por no hablar de mi familia y mis compromisos. ¿Para ir adónde? Si hago lo que me pide, me perseguirán tantos odios y venganzas, empezando por la del rey, que tendremos que ir al otro confín del mundo para escapar de todo ello. Oh, ¿por qué no quiere comprenderlo? Señora, se lo ruego, dígale que respete mi sufrimiento y que deje de exigirme lo imposible.

Había transcurrido una hora. Se agotaba el tiempo que por lo común duraban, aquellos encuentros, y el joven tenía sin duda alguna obligación que cumplir pues formuló una rápida conclusión.

—¿Dice que no vendrá durante ocho días? Es una terrible noticia, y en vano querría ver en ello un alivio. A lo largo de esos ocho días, no encenderá en mi presencia fuegos que no pueden apagar nuestros apretones de manos, pues debe saber que en la actualidad no consiente en nada más. Eso es lo que me digo, pero sé que en realidad será un tormento y que la espera me destrozará.

Tras haber pronunciado esas palabras, Reza pareció contemplar por un momento una imagen interior y luego, de pronto, dirigió su mirada hacia Alix. Era una mirada tan intensa, tan ávida, tan hambrienta a causa de las privaciones de la desdicha, que la llenó de turbación.

—Le agradezco que me haya escuchado —dijo él, tomándole la mano y mirándola fijamente.

¿Se dio cuenta de que temblaba? Mantuvo aquella mano entre las suyas.

—Me ha hecho mucho bien —añadió.

Y aunque ella percibió que tal vez Reza deseaba prolongar aquel instante, vio cómo saludaba y se despedía a toda prisa. No le había preguntado su nombre. Su tacto le pareció exquisito, y al mismo tiempo experimentó la amargura de una leve pesadumbre.

Durante la noche, a Alix le costó alejar de su mente aquella penosa imagen de un joven tan noble y tan desdichado. En su fuero interno no reprochaba nada a Nur Al-Huda; de hecho, la comprendía, aunque creía que estaba equivocada. Ya bien entrada la noche se le ocurrió una frase que lo resumía todo y que la hizo reír: No es posible mostrar a una mujer un hombre apuesto que llora sin que la mujer se diga: «Desde luego, yo le habría amado mejor». Un instante después dormía profundamente.