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Magnus Koefoed era uno de esos hombres a quienes la vida gratifica con títulos sucesivos, que ostentan uno tras otro con naturalidad; primero había sido caballero; luego, a la muerte de su padre, barón; más tarde Carlos XII, del que era favorito, le había nombrado general; desde que se hallaba prisionero, el pastor que había en él se había impuesto a todo lo demás y nadie le llamaba otra cosa que reverendo.

Tanto a él como a los otros dos mil suecos capturados al mismo tiempo, los rusos no les habían puesto otros carceleros que los apacibles bosquecillos, las lagunas salvajes y el cielo inmóvil de las estepas del Turgai. El reverendo Magnus, llegado un año atrás a aquel confín del mundo, se erigió de inmediato en líder de su pequeño rebaño y se puso manos a la obra con coraje.

Cuando Jean-Baptiste y sus compañeros fueron llevados a su presencia por el hombre que habían encontrado en la ribera de la laguna, el reverendo, que hablaba muy bien el francés, les agasajó y manifestó su contento por poder mostrar a sus visitantes la obra realizada en unos cuantos meses. Sin embargo, aquellos hombres impetuosos solo querían saber una cosa: si conocía a Juremi y dónde vivía.

—El azar ha querido que al primero que encontrasen fuese Lars —dijo el reverendo Magnus, molesto pero sin perder su tono amable—, que era artillero en el regimiento de su amigo. Tenemos aquí a algunos de sus soldados, pero por desgracia él no se encuentra en nuestra comunidad.

Jean-Baptiste no pudo ocultar su inmensa decepción; desde la laguna, estaba plenamente convencido de que la Providencia les había guiado directos al objetivo y que aquello suponía el fin de sus tormentos.

—Tranquilícese —dijo el reverendo—, no tardaremos en averiguar dónde está y haré que los conduzcan hasta allí. Todos nuestros pequeños campamentos, aunque nosotros preferimos llamarlos pueblos, se encuentran comunicados mediante un sistema de correo que nos permitirá avisarles con comodidad. Ya verá, no es esa la menor de las mejoras que hemos introducido en este país.

Jean-Baptiste le apremió a que enviase un mensaje en el acto. Aunque nada habituado a aquella precipitación, el reverendo accedió no obstante a escribir en su presencia una carta solicitando a los jefes de otras comunidades que le comunicasen el lugar donde Juremi tenía su residencia. Acto seguido la tendió a un muchacho que le servía de secretario para que la copiase, y le ordenó que la hiciese llegar sin demora a todo el Turgai y los Urales.

—Ahora solo les resta instalarse aquí y aguardar —dijo amablemente el sueco, satisfecho de poder conversar al fin de lo esencial con sus visitantes, es decir, de su pueblo.

Les asignó una casita de madera lindante con el templo, que constituía el centro del pueblo. Jean-Baptiste, George y Bibitchev se acomodaron cada uno en una habitación e insistieron en acostarse de inmediato. Küyük, por su parte, despreció los dos cuartos restantes y prefirió dormir en el exterior, en la amplia galería de tablas que rodeaba la cabaña.

Al día siguiente, el reverendo acudió a saludarles llevando un copioso almuerzo compuesto de pescado seco, regado con una infusión de bayas y acompañado de tortas de cebada. Se sentía visiblemente maravillado de que el cielo, al que con frecuencia había suplicado en secreto, hubiera conducido ante su puerta a aquellos visitantes inesperados, los primeros a quienes pudo hacer admirar los esfuerzos de su grey. En cuanto hubieron concluido la colación, los llevó a visitar el campamento. Los desdichados exiliados suecos manifestaban un estado de ánimo a un tiempo desesperado y emprendedor, a la manera de los náufragos voluntarios que los primeros navegantes dejaban antaño en islas remotas y desiertas, tras prometerles un pronto regreso. Se hallaban solos en medio de una naturaleza virgen.

La mayoría de los prisioneros eran hombres de edad demasiado avanzada para olvidar su cultura y abandonar sus costumbres, si bien no lo bastante para renunciar a reproducirlas. Para su desgracia, su país, antes de sumirse en la derrota, podía enorgullecerse de cultivar la civilización más refinada y brillante de Europa. Eran los fragmentos de esas joyas, esparcidos en mitad de las estepas, lo que el reverendo se había propuesto mostrarles con conmovedor orgullo.

El pueblo se extendía a lo largo de una zona convenientemente despejada, donde la tierra rastrillada dibujaba avenidas y plazas, por las que se hallaban diseminadas pequeñas casas siguiendo un orden establecido. Las fachadas que daban a lo que hacía las funciones de calle disponían de un aguilón cubierto de tablillas y enlucido con barro seco de diferentes colores. Pese a su aspecto manchado, aquellos revestimientos formaban bonitos contrastes de tonos vivos. En semejante desierto se requerían todas las destrezas, y la comunidad no carecía de ellas. Sin embargo, debido a la gran escasez del metal, la mayor parte de los artesanos no podía emplear su talento del modo adecuado.

Las artes florecían, aunque la técnica era todavía limitada. Los visitantes pudieron admirar un amplio muestrario de retratos inspirados en Velázquez, pintados al aceite de linaza y que había que dejar secar varias semanas al sol a falta de trementina, según las muy antiguas técnicas de Van Eyck. La música tenía notable presencia entre los cautivos, cuya principal preocupación consistía más bien en procurarse instrumentos. Visitaron un taller oscuro en el que un viejo artesano, que fuera tambor mayor en los ejércitos reales, había construido con sus propias manos un pequeño órgano. Los tubos eran de bambú, bien alineados y sujetos por laminillas de mimbre. El mecanismo se accionaba mediante la rotación de un grueso rodillo de madera en el que habían hincado miles de clavitos. El conjunto producía el ruido de una carreta circulando por el pavimento, pero al aguzar el oído se escuchaba, como un soplo lejano, el conmovedor murmullo de una cavatina de Lully.

—El triunfo del amor —anunció con orgullo el reverendo.

La suerte había querido que un fabricante de instrumentos de cuerda formase parte del grupo. Había provisto a la comunidad de violines, que construía con habilidad. Por desgracia, no disponía de cola ni de barniz, y sus instrumentos, enclavijados y clavados, parecían ataúdes para niños de pecho. Las cuerdas, hechas con nervios tensados, emitían un sonido extraño, ronco y lastimero. Pese a ello, tres músicos convocados al efecto ejecutaron con esos instrumentos varias piezas de cámara, tan hermosas que hacían saltar las lágrimas.

No obstante, la gran proeza del reverendo era la danza, cuya exhibición reservaba para el final, una vez que hubiera conducido a los visitantes por doquier, de la central lechera a los establos, de la tahona al edificio donde elaboraban la cerveza. A continuación todo el mundo se dirigió a una sala amplia y de techo bajo que se utilizaba para las reuniones, los consejos y las festividades. El reverendo había pedido a las mujeres que se reunieran allí para presentarlas a los visitantes.

Como los rusos solo habían deportado a hombres, aquellas comunidades de prisioneros únicamente disponían de un solo sexo. Sin duda, tanto en aquel ámbito como en los demás habrían podido socorrerse los unos a los otros hasta el punto de obtener con ello alivio e incluso placer; sin embargo había acabado por prevalecer la propensión del ser humano a dotar de posteridad a sus obras, y se emparejaron con mujeres indígenas.

La mayor parte de los tártaros que vivían en la región se daban a sí mismos el nombre de calmucos. Aquellos mongoles budistas habían venido de los confines de Asia un siglo atrás, atropellando a todo el mundo. Curiosamente, al establecer contacto con las poblaciones rusas se apaciguaron por completo. Los calmucos acabaron por volverse sedentarios y se agruparon en pueblos; pescaban, practicaban incluso algunas formas de cultura y se mezclaron con facilidad con los extranjeros. Habían dispensado una buena acogida a los deportados suecos. Incluso se hallaban emparentados con ellos debido a las mujeres, que les habían cedido sin dejar no obstante de recurrir discretamente a sus servicios.

No había nada tan sorprendente como la proximidad de aquellas dos razas. Los suecos, de piel suave y blanca como un nabo, a lo sumo enrojecida por el sol del verano, con sus ojos pálidos y su larga nariz, experimentaban mayor asombro que atracción hacia sus esposas cobrizas, de rostro cuadrado, nariz chata, y en su mayor parte desprovistas por completo de dientes. La historia humana ha contemplado uniones más extrañas todavía y a las que nada prohíbe ser dichosas, se decía Jean-Baptiste, a quien de todos modos le resultaba difícil explicarse cierto malestar.

Empezaron las primeras danzas. Se trataba de lentos minués y de gigas que el propio reverendo dirigía, blandiendo al ritmo de la música un largo bastón ceremonial.

Los hombres, a los que Jean-Baptiste había visto deambular por el pueblo vestidos con bastos trajes de tela, se habían engalanado para la ocasión con sus atavíos militares. Según los regimientos, los uniformes variaban de color y de corte. En su época gloriosa, Suecia había dispuesto de medios para equipar de modo suntuoso a sus ejércitos. Por desgracia, la derrota había desgastado las telas; rasgadas en mil combates, el exilio acabó de estropearlas. Los bailarines lucían en la espalda innumerables remiendos, que el corte elegante y la lujosa tela hacían más horribles todavía, como úlceras en un bello miembro. Las mujeres calmucas aún salían peor paradas. Con la arpillera o las pieles que pudieron reunir, los sastres del pueblo habían confeccionado a las parejas de danza vestidos de corte del modelo más complicado y a la última moda, hinchados con miriñaques y enaguas, sobre cuya materia era mejor no hacerse preguntas. Se había llevado la exigencia —y la crueldad— hasta el extremo de plantarles en la cabeza pelucas de estopa, por lo demás ingeniosamente fabricadas, pero que daban un toque definitivo al ultraje.

Jean-Baptiste pudo explicarse al fin su malestar, mas no por ello dejó de experimentarlo; los suecos no habían desposado a mujeres calmucas, sino que a partir de aquella materia prima indígena, que trataban con aspereza y resignación, se limitaron a fabricar mujeres suecas con la misma aplicación y los mismos medios que les llevaban a tomar banastas por violines y carricoches bamboleantes por carrozas.

—¡Qué bello espectáculo! —susurró enternecido el reverendo al oído de Poncet, señalando a los bailarines.

Había dejado a otro músico al cuidado de dirigir el último galope.

—¡Qué gracia! ¡Qué emoción! —prosiguió, casi al borde de las lágrimas—. ¿Se los imagina en Versalles o en Charlottenburg?

—Sí, precisamente… —repuso Jean-Baptiste, soñador, sin poder ocultar del todo su consternación.

Aquel penoso espectáculo se prolongó todavía más de una hora, y durante su estancia tuvieron que sufrirlo varias veces más. Contrariamente a lo que habían creído, no se trataba de una fiesta celebrada con motivo de su llegada, sino de una diversión, la única en realidad, que formaba parte de la vida cotidiana en todas las jornadas del campamento.

A decir verdad, el médico era el único a quien la escena afectaba. Küyük disfrutaba en extremo con aquellos bailes, como los demás tártaros. Al no conocer el original que semejantes rituales pretendían emular, no veían en ello sino una manera divertida de evolucionar enlazados con las mujeres y que estas dejasen al descubierto sus brazos desnudos. En cuanto a George, le llenaba de admiración la obra de aquellos hombres. No cesaba de describir a Jean-Baptiste nuevos ejemplos de su ingenio, a raíz de las visitas que realizaba solo por todos los talleres del pueblo. Según él, la Razón se alzaba triunfante en aquella tabla rasa que era la estepa, y estaba muy cerca de considerar felices a aquellos hombres.

Todos los días, los correos iban y venían por el archipiélago de los otros campamentos. El reverendo les interrogaba en cuanto llegaban. Por desgracia, ninguno de ellos conocía el lugar de residencia de Juremi. Por fin, al cabo de tres largas semanas, llegó la esperada respuesta: Magnus Koefoed les anunció, presa de despecho, que al fin podrían reemprender su camino.

Por lo demás, no sería muy largo. Con los rigores del invierno que comenzaba, había que contar, sin embargo, con quince días de marcha a lomos de caballos sin excesiva carga para llegar al lugar donde había sido localizado Juremi. Su pueblo se hallaba en las proximidades del mar de Aral, en pleno este. Solo debían tener cuidado de no provocar a las hordas de nómadas, si se cruzaban con ellos. Aparte de los calmucos, que se habían vuelto sedentarios, circulaban por la región kirguís nómadas. Vivían en grupos y vagabundeaban al capricho de sus campamentos en la zona intermedia entre las comunidades de prisioneros, a las que en ocasiones les entraban ganas de atacar y en las que provocaban importantes daños. Los viajeros debían tener cuidado de no apartarse de un camino trazado en el que de vez en cuando encontrarían otros campamentos de deportados.

La víspera de su partida, cuando todo estuvo listo, el reverendo buscó un pretexto para hacer un aparte con Poncet y hablarle a solas. Por un momento, en el intervalo desierto entre dos casas de madera, el pastor, liberado de su exquisita cortesía, mostró un rostro más político.

—Perdóneme —dijo en un cuchicheo—. Al principio les puse a todos en el mismo saco y eso explica la manera protocolaria y fría en que los recibí.

—¿A todos en el mismo saco?

—Sí, junto con ese hombre, el ruso de negro.

—¿Bibitchev?

—Desde luego. Me sometió usted a torturas, en su presencia, cuando me planteó sus preguntas: ¿Por qué no huyen? ¿Por qué no construyen armas para utilizarlas contra los rusos?, etcétera. ¿Cree que podía responderle delante de él?

—Pero…

—En cualquier caso, poco importa. Puesto que estamos a solas unos momentos, permítame decirle simplemente una cosa: no nos vamos porque el país está infestado de agentes como ese individuo, esa es la pura verdad. Si hiciéramos el menor movimiento, llamarían de inmediato a los cosacos… De hecho, a ese tal… Bibitchev, ¿de dónde lo han sacado?

—El zar nos lo confió en calidad de guía y de dragomán.

—¡El zar! Ya entiendo. Ignoro cuáles son sus intenciones una vez que hayan encontrado a su amigo pero, créame, haría bien en desconfiar de ese ruso y, si ello es posible, en librarse de él. Nunca es bueno dormir tan cerca de un funcionario de la Ojranka.