La naranja, coronada por tres hojitas puntiagudas y lustrosas, destacaba contra el azul pastel de un cielo de finales de otoño. El hombre la contemplaba a través de la alta ventana abierta. De pronto se dio la vuelta y clavó la mirada en una imponente Adoración de los pastores que colgaba en la pared opuesta. Se trataba en verdad de los mismos tonos; los colores de los frescos de Rafael eran sin duda los del país de Rafael, ayer como hoy, por los siglos de los siglos. Miró de nuevo por la ventana. Colores de cocina, eso eran los colores de Italia, lo que les confería su encanto; un sabor que introducía en los ojos los placeres del tacto, el olfato y el gusto al mismo tiempo. El anaranjado de la naranja, por ejemplo; y el rosa apenas malva en la línea donde el cielo se encuentra con el relieve de los tejos podados, el color de los jamones del país de Parma, que su padre le enviaba a buscar a pie, y eso que suponía una caminata de una hora, a una granja de la montaña; y también ese verde oscuro, como el inolvidable perejil que había cultivado en el huerto de su primera rectoría.
Todo aquello le llenaba de contento, pues en aquel cuadro se mezclaban las dos pasiones de su vida: liberar Italia y cocinar bien las sopas.
El cardenal Alberoni suspiró, cerró la ventana y atravesó la vasta estancia a pasos menudos. Fue a sentarse detrás de su escritorio vacío, cuya superficie se hallaba cubierta de tafilete rojo con una tiara dorada rodeada de laureles estampada en el centro.
¡Liberar Italia! La obra se hallaba suspendida, por el momento, mas algún día habría de triunfar; el carro de la independencia estaba en el buen camino. ¿Había fracasado? Tal vez. Pero ¿y en cuanto a su vida? Ah, no, su vida era algo hermoso, se trataba de una vida paciente y laboriosa, pero incomparable.
Cerró los ojos unos instantes. El inmenso silencio del Vaticano le envolvía. Ahora bien, ¿era un verdadero silencio? Aguzó el oído. Desde lejos llegaba el bullicio de la ciudad, sus gritos, el estrépito de los caballos y los carruajes. En cualquier caso, qué placer. ¿Qué sería el silencio del Vaticano si no reinase sobre la agitación del mundo? Era indispensable que un suave murmullo recordase, en imperceptible sordina, los rugidos del monstruo domado.
Contempló el cuadro de Rafael, aquellas curvas desnudas, carne. ¿La carne? Cuánta gente ansiaba el poder precisamente por este motivo. Él tenía unos gustos más modestos, no el de la carne bajo ninguna de sus formas, sino de lo que se hace carne, de lo que la nutre, la calienta, la mueve y la emociona. Las buenas viandas y su terneza, la pulposa redondez de verduras y frutas, el vino… Y antes, más remoto aún, la tierra, la tierra de Italia, trabajada por los hombres, a los que ofrece sus cosechas. Y luego el cielo, que la rodea con el ciclo de las estaciones, la calienta con su astro, la riega con sus tormentas… ¡Ah, el cielo!… ¿El cielo?… ¡Hum!
El cardenal posó los antebrazos en una concavidad, un canal que se dibujaba por encima de su vientre cuando estaba sentado. ¡Ah, gesto querido! ¡Cuán sabiamente había esculpido sus carnes para que se sintiese cómodo! Nunca había cedido a la gula, que es un pecado, pero cultivaba con sabiduría el fino paladar, esa elevada cualidad. Siempre se había prometido hacer que revisaran ese punto en las Escrituras, si algún día llegaba a papa. ¿Y quién podía afirmar que no lo sería? Inocencio XIII bien que lo era, ¿no? ¡Inocencio! Una buena elección, en verdad, para el nombre de ese pontífice, a falta de otro mejor, por lo demás. Cuando eran pequeños, él le gritaba coglione, testadura, y otros cretino, que también podrían haberle ido bien… ¡Coglione XIII! ¡Ja, ja! Alberoni tosió, cubriéndose la boca con el puño cerrado.
Esa era ya una marca del destino, que hubiera ido a la escuela con el papa. Y por añadidura, que este llegase a papa en el preciso momento en que su antiguo condiscípulo se había visto obligado a abandonar España y refugiarse en el Vaticano, donde en un primer momento le acomodaron en un sótano, como un proscrito. Inocencio XIII le había sacado de allí de manera providencial. ¡Un destino, sí, verdaderamente! ¡Una vida!
El cardenal Alberoni se puso de pie. Aquella evocación del papa había puesto fin a la dulce beatitud que se permitía por higiene durante un cuarto de hora todas las tardes, poco después del mediodía.
De nuevo invadían su mente mil proyectos, cartas por escribir, todos los temidos y amados ajetreos de su vida infatigable. Hizo sonar la campanilla.
Un secretario con sotana, rematada por un amplio cuello rectangular, de color blanco, hizo su entrada y bajó la cabeza en silencio a modo de saludo.
—¿Tengo visitas, Pozzi?
—Varias —respondió el secretario.
—¿La primera?
—A las dos.
—¡Pero si son las dos y media! ¿De quién se trata?
—Del señor De Maillet.
—No le conozco. ¿Qué quiere? ¿Quién le ha dado cita?
El secretario levantó la barbilla y se tomó su tiempo antes de responder. Aquel Pozzi era un hombre de edad madura, al que décadas de Vaticano habían secado como un viejo y delicado jamón. Al igual que una momia bajo sus vendas, se había petrificado por los siglos de los siglos en una expresión que participaba de la indignación, el asombro y el agradecimiento; a sus interlocutores se les ofrecía la cómoda oportunidad de elegir por sí mismos lo que deseaban leer en aquella máscara enigmática.
—Bueno, Pozzi —dijo el cardenal—, no te hagas el sorprendido. ¿Qué hay de ello?
—Le inscribió usted mismo, eminencia, porque viene recomendado por el cardenal F***.
Pozzi sintió que el corazón aceleraba un poco el ritmo de sus latidos. Los intermediarios en los asuntos vaticanos, como aquel tal Mazucchetti a quien el señor De Maillet había confiado sus intereses, solían actuar por mediación de los secretarios. En aquel caso particular, era desde luego Pozzi quien había deslizado aquella cita en la agenda de Alberoni a petición del intermediario. Así pues se tomaba en el asunto un interés que sin duda le sería recompensado en el otro mundo, pero del que confiaba en sacar provecho antes en este.
—El cardenal F*** —repitió Alberoni, vacilante.
No cabía duda de que el nombre había sido bien elegido, pues finalmente dijo:
—Bien, haga entrar a ese tal… Maillet.
—Su señoría tiene preparado un expediente que concierne a ese individuo en lo alto de la pila de los visitantes, en su armario —añadió Pozzi, sin permitir que se le notara la sensación de alivio.
El cardenal tomó la carpeta y se dirigió a un inmenso sillón con garras de león, en el que tomó asiento, cruzando las piernas bajo la púrpura cardenalicia de moaré. En aquel momento se abrió la puerta y Pozzi hizo entrar al visitante.
El señor De Maillet dio dos zancadas por la estancia, tan envarado como se lo permitía el dolor de cadera, y se detuvo bruscamente.
Aquel elevado techo, aquel gran escritorio vacío bajo telas monumentales, el lustre… cosas todas ellas que toma prestadas el hombre a esos gigantes que son los Estados —aunque se trate del Estado de Cristo en la tierra— y de las que disfruta tanto convirtiéndose en esclavo de ellas… ¡Cuántos recuerdos! ¡Qué añoranza! Una oleada de emoción invadió al antiguo cónsul de El Cairo y le dejó clavado en el sitio, al borde de unas lágrimas que, por fortuna, desde hacía tiempo ya no estaba en condiciones de verter.
Alberoni, que seguía sentado en su sillón de garras, vio respeto en aquella inmovilidad y, como su persona inspiraba poco, con sus bonachonas redondeces y su escasa estatura, se sintió favorablemente dispuesto.
—Vamos, querido señor, entre y tome asiento frente a mí.
De Maillet recuperó el uso de sus sentidos y así lo hizo. El cardenal escuchó las cortesías de rigor, señaló que disponía de poco tiempo e invitó a su visitante a ir derecho al grano. El cónsul, que había repetido una y mil veces su alegato, volvió a empezar con todo el fervor que cabe poner en una última tentativa: el libro, la condena, el perdón del papa, etc. El cardenal seguía examinando el expediente.
—Así que usted es el autor de una obra titulada Telliamed…
—Sí, monseñor, me honro…
—¿Y cómo resumiría en pocas palabras su obra?
—Monseñor, se trata de un diálogo filosófico con un ser imaginario llamado Telliamed…
—Telliamed… ¿Telliamed? Un nombre muy curioso. ¿Cómo se le ocurrió?
El cónsul tosió en su mano huesuda. Era sin duda el único detalle que lamentaba de su obra.
—Pues… —empezó, con cierto embarazo—, Demaillet, Telliamed…
—Ingenioso —comentó el cardenal con una sonrisa malévola.
¿Por qué demonios sus colegas le imponían recibir a tan grotescos personajes? Sin duda conocían la admirable paciencia de que daba muestras con aquellos pelmas.
—En este libro —prosiguió el prelado, al tiempo que consultaba con rapidez el informe que le habían preparado—, parece afirmar que el hombre nació del mar. Una idea extraña, en verdad, y en extremo escandalosa si se compara con la doctrina de nuestro señor Jesucristo. ¿Procede de Telliamed o de Demaillet?
—Pues… de los dos, monseñor. No se trata de una idea extraña sino, por el contrario, de un hecho que resulta fácil constatar en la naturaleza. ¿Acaso cada especie no tiene su correspondiente en las aguas? Conocemos perros marinos, arañas de mar, así como esos animales que llaman focas y que los marinos apodan becerros marinos.
Mientras el anciano diplomático peroraba, Alberoni pensaba en su cena de esa noche. Había invitado a tres arzobispos muy importantes para sus proyectos y contaba, como era su costumbre, con agasajarles mediante su cocina. Becerro, es decir, ternero —se dijo—. Tiene razón. Y empezó a elegir mentalmente una receta.
—… y fue en las regiones templadas, allí donde el aire está cargado de humedad y difiere poco de las aguas del mar, donde las razas marinas pasaron a tierra. De ahí se deduce que los primeros hombres aparecieron en el perímetro de los mares cálidos de Europa y…
—Está claro —dijo Alberoni, cerrando la carpeta con un golpe seco. En efecto, acababa de decidirse por una ternera en salsa blanca—. Bien, señor cónsul…
—Ay… ya no lo soy…
—Lo sé, lo sé, pero el título es vitalicio, ¿no es así? Bien, señor cónsul, dispongo de poco tiempo, de modo que le ruego ir derecho, si no a lo esencial, pues todo esto es en extremo interesante, sí al menos a lo que me concierne directamente. ¿Cómo podría resumir… qué es lo que quiere?
—Ah, eminencia, no quiero nada, imploro. Imploro su intervención ante el papa para que levante la condena que ha caído sobre este libro, audaz quizá pero sincero, y que no choca con las Santas Enseñanzas de nuestra madre Iglesia. Estoy dispuesto a todo, me oye, eminencia, a todo, para lograr que reconozcan la sinceridad de un hombre cuya fe…
Alberoni, desconectado de aquella letanía, se levantó de un salto y empezó a recorrer la estancia. Se le había ocurrido una idea. ¿De dónde provendría? Tal vez de una imagen entrevista, de un choque fortuito de palabras, de recuerdos; su mente, siempre en movimiento, procedía a tenor de aquellas incesantes asociaciones. En cualquier caso, tanto daba, la idea estaba allí. Le daba vueltas en la cabeza como si se tratase de un fruto del que se quiere averiguar si ha criado gusanos. No, parecía buena. Volvió a tomar asiento.
—Señor cónsul, ¿cuánto tiempo pasó en Oriente?
—Pues… diecinueve años, monseñor.
Alberoni reflexionó detenidamente.
—Dejemos a un lado su asunto por el momento, ya hablaremos de él después. No me parece imposible hacer valer ante su santidad algunos argumentos que le permitirían revisar su postura. Pero —y pronunció esa palabra en voz muy alta, tendiendo los brazos para evitar que el anciano ejecutase un salto de carpa o de cualquier otra especie acuática—, pero, pero, pero antes querría pedirle consejo a propósito de otro asunto, confidencial y sumamente delicado.
—Eminencia —farfulló el señor De Maillet—, mi lealtad jamás ha sido puesta en duda…
—Me consta. He examinado el contenido de su expediente y, por lo demás, siempre he sabido ponderar a quien tenía delante.
El cónsul esbozó una débil sonrisa.
—Bien, pues se trata de lo siguiente —prosiguió el cardenal, que se había levantado como impulsado por un resorte y caminaba lentamente en círculo, con las manos a la espalda—. El nuncio apostólico recientemente enviado a Persia me ha traído en persona extrañas y escandalosas noticias. Aunque Persia queda lejos, huelga decirlo, y no me preocupa demasiado lo que allí ocurre, no querría que este asunto llegase a oídos del papa. Me causaría un grave perjuicio en este momento crítico en que su santidad ha tenido a bien devolverme toda su confianza y nombrarme protonotario apostólico ad instar participandum. ¿Conoce Persia, señor De Maillet?
—He tenido ocasión de visitar Ormuz y Gamru[4], en la costa.
—¡Muy bien! Sepa pues que en ese país donde jamás he puesto los pies, alguien se ha encargado de difamarme.
—¿Quién, monseñor? —exclamó el señor De Maillet, dando muestras de sincera indignación.
—Lo ignoro, y ahí está el quid de la cuestión. Probablemente se trata de una mujer, pero es de temer que tenga cómplices.
—Y… ¿qué es lo que hace?
—Afirma conocerme, señor De Maillet, sí, conocerme a mí, al cardenal Alberoni.
—Bueno, esto… es posible que… —aventuró el señor De Maillet, conciliador.
—¡No es posible nada! —replicó vivamente el cardenal, al tiempo que se apoderaba de una estatuilla de bronce y golpeaba la mesa con el pedestal—. No lo entiende. No se trata de que me conozca… en general. Esa mujer pretende conocerme… de un modo especial. ¿Me sigue?
Sin aguardar respuesta, Alberoni corrió hasta un gran secreter y accionó su complicado mecanismo con varias llaves, una de las cuales llevaba en torno al cuello bajo su púrpura. Lo dejó abierto y regresó hasta De Maillet con un pliego en la mano.
—Señor cónsul, el documento que me dispongo a confiarle es altamente confidencial. Quiero que contraiga el compromiso solemne de no hablar jamás de ello a nadie, me oye bien, a nadie.
—Se lo juro —dijo el señor De Maillet en el colmo de la emoción.
—Pues bien, tenga, esto es lo que me envían.
El señor De Maillet cogió la carta, cuyo sobre, sucio y manchado, llevaba un sello sin escudo de armas, y leyó:
A su muy graciosa, muy sabia, muy docta eminencia el cardenal Alberoni, ilustre entre todos en el pueblo que sigue la ley de Jesús, brazo derecho del gran señor que reina en Roma, y mi tierno Julio.
Mi alma ha sido presa de una dicha tan grande que todas las dulzuras del Paraíso, el verdor perfecto que lo cubre, las bellezas que hacen sus delicias día y noche no son nada en comparación con el momento afortunado, feliz y favorable en que vertieron en mi oído, como una leche de joven camella coloreada con la miel de las más sublimes abejas, la bendita nueva de la llegada a la ciudad de Roma, santa y rebosante de magnificencia, poderosa como ninguna otra sobre la tierra, de su señoría, de la que soy su amante esclava.
Persia y su muy sublime, sabio y omnipotente soberano, el adorable sah Hussein, astro de gracia, misericordia, confianza, clarividencia y perfección, me han hecho el inmenso favor, a mí, su humilde e insignificante esclava, de concederme el derecho de permanecer en este reino, el más poderoso de la tierra, al que los hombres de todas las naciones rinden un homenaje clamoroso y sincero.
Ojalá pueda reunirme pronto con su santidad resplandeciente y fiel en la belleza, la seguridad y el lujo de una morada como la ciudad bendecida por nuestro papa. El muy poderoso y adorable príncipe a quien aquí llaman el nazir se pone a su disposición, querido mío, digno de todos los sacrificios y cuya imagen se halla sin cesar ante mis ojos, para hacer posible, en las mejores condiciones, mi regreso junto a su cálido y generoso corazón. Se lo ruego, respóndame con toda la celeridad posible.
Su adorada F.
—¿No le parece escandaloso? —dijo el Cardenal, plantado ante el lector, con los brazos cruzados.
—En efecto —respondió con prudencia el cónsul—. El estilo es muy recargado.
—¿Cómo el estilo? —gritó Alberoni, arrancando con gesto vivo la carta de manos del cónsul—. ¡No se trata de eso! Le estoy hablando del texto en sí.
El cónsul se arrellanó en su silla y adoptó un aire digno y cauto.
—No me corresponde a mí juzgar las relaciones que vuestra eminencia mantiene con esa persona.
Alberoni permaneció un instante mudo de furor. Empezaba a lamentar haberse confiado a una mula semejante.
—Señor cónsul —recalcó con firmeza—, no mantengo relación alguna con esa persona, ni con ninguna otra de esa clase, por lo demás. Sépalo de una vez por todas.
Un tanto asustado por aquel tono, el señor De Maillet hizo una respetuosa inclinación de cabeza.
—Quieren perjudicarme, eso es todo. Sigo siendo víctima de una de esas infames intrigas que no han dejado de perseguirme, urdidas por envidiosos, cobardes y sobre todo por enemigos de la libertad de Italia.
Pozzi entró discretamente en el despacho con unas carpetas. Con amplios ademanes de impaciencia, el cardenal le ordenó que saliera inmediatamente. Se sentó en el borde del sillón y, volviéndose para tener al señor De Maillet bien de frente, le indicó con una seña que se inclinase hacia él.
—Alguien se está haciendo pasar por mi concubina —cuchicheó muy cerca del oído del cónsul con la benevolencia de un pedagogo—. ¿Está lo bastante claro? Esta carta, las informaciones del nuncio y otros testimonios recogidos aquí recientemente así lo confirman.
El señor De Maillet asentía sin la menor expresión a cada una de las frases, como si estuviese asistiendo a un repaso de las reglas del croquet.
—¿Qué propósito tienen tales calumnias? —continuó el cardenal—. ¿Se trata de un chantaje? Algunos términos de ese texto abstruso así lo hacen suponer. Quieren dinero. En el pasado otros trataron de formularme tales amenazas, pero no les temo. En fin, en cualquier caso, hay que estar al corriente. Se trata más bien del primer golpe de un vasto movimiento político, en el que reconozco sin lugar a dudas la marca del regente de Francia y de su ministro. ¿Acaso me están previniendo para alarmarme y hacerme cometer una equivocación, antes de verter la hiel de sus supuestas confidencias sobre el mismo papa, a fin de desacreditarme y anular mi persona tras haber arruinado mi obra?
El cardenal abandonó la posición inclinada hacia delante, para la que su gordura no había sido esculpida, y bien sentado y en voz alta, pues el resto era menos confidencial, prosiguió:
—A menos, a menos que se trate del mensaje críptico de uno de nuestros fieles amigos en apuros. Los vientos adversos que hemos tenido que soportar estos últimos años han dispersado a mi reducida tripulación. De algunos de mis compañeros todavía sigo sin noticias. Siempre me reprocharía no haber respondido a un amigo si por ventura el autor de esas líneas fuera uno de ellos, un amigo que mediante ese subterfugio buscase únicamente burlar la vigilancia de los mahometanos y ponerse en contacto conmigo. La hipótesis resulta poco probable, pero no quiero pasarla por alto.
Durante el discurso, el señor De Maillet no cesaba de cavilar para sus adentros sobre la buena, la gran, la excelente noticia: Alberoni iba a intervenir en su favor. Aguardaba pacientemente a que aquella digresión llegase a su fin para volver a su asunto. A decir verdad, todo aquello no le concernía lo más mínimo, y confiaba en zafarse de ello con un simple consejo sobre cómo tratar con los persas.
Concluida su perorata, el cardenal se puso a deambular de nuevo por la estancia y estudió por última vez al anciano cónsul, antes de arrojarse definitivamente al agua. Pensaba por supuesto que cabía soñar con un agente más adecuado; este apenas podía caminar, y estaba flaco como un pajarillo. ¿Aguantaría medio año más? Bah, esos viejos navíos no zozobraban con tanta facilidad. Por lo demás, Alberoni se dijo que no tenía otra opción. Ya no se hallaba como antaño en la cima de una nación entregada por completo a su voluntad y que ponía ejércitos de gentilhombres a su servicio. Y sobre todo, y fue este último argumento el que se impuso, aquel anciano diplomático, discreto, de excelente familia y que tenía experiencia del mundo y de Oriente, no le costaría nada; únicamente quería que le pagasen con una indulgencia, es decir, con la moneda del cielo, la única con la que el cardenal no era en absoluto avaro.
—Señor De Maillet —dijo—, vamos a comprometernos solemnemente el uno con el otro, como hombres de honor que somos. Por mi parte, cualesquiera que sean las dificultades, y me consta que son inmensas, haré que retiren la condena que pesa sobre sus inocentes escritos.
—¡Oh! —exclamó el cónsul en tono agónico.
—Ahora bien, usted, en tanto que gentilhombre y plenipotenciario del rey de Francia, ¿me otorga la seguridad… de que partirá cuanto antes hacia Persia para esclarecer este comprometedor asunto?
El cónsul recibió aquella proposición como un mazazo en los pies, y dio un brusco salto hacia atrás.
—¿Ir a Persia? ¡Yo!
El cardenal, bonachón, mantenía los ojos bajos y los brazos a lo largo del cuerpo, como un penitente. Dejó que el anciano luchara con el encargo que le había confiado, que palideciese, gimiese, farfullase, para finalmente, presionado por la inmensa esperanza de perdón que el prelado le había hecho abrigar, limitarse a capitular y acceder. Entonces el cardenal Alberoni se puso en pie y, con una generosidad que jamás lograba disimular, pagó al cónsul por anticipado, y como liquidación de toda cuenta pendiente, con un caluroso abrazo.