Desde su llegada a Ispahán, Françoise era presa de una gran lasitud. No se trataba de una enfermedad, una afección localizada y conforme con lo que sistematiza la medicina. Más bien se sentía dominada por una languidez que se apoderaba de ella después de los inmensos esfuerzos de la huida y las privaciones del exilio. La tierna dulzura de Ispahán, la comodidad apacible de su estancia en casa de Alix y Jean-Baptiste, habían dado al traste con la fortaleza de su voluntad más que todos los infortunios precedentes.
Se pasaba los días en el jardín, bajo un sicomoro de cuya espesa sombra gustaba. Tomaba una labor de aguja, que al poco abandonaba sobre sus rodillas sin haberla tocado, y se libraba a ensoñaciones. Había perdido vista. Saba seguía haciéndole compañía y no se cansaba de oírle contar sus viejas historias. También la muchacha pelirroja, a la que finalmente se había ganado, la hacía objeto de sus confidencias.
Françoise se horrorizaba cuando la joven juzgaba con gran dureza a su madre. Alix siempre albergaba la ilusión de que Saba se le parecía; desde el punto de vista del físico, el error era manifiesto, pero Françoise no tardó en descubrir que en el aspecto moral el abismo que las separaba era todavía más insondable.
Apenas Saba se convirtió en una jovencita a los ojos de su madre, esta le ofreció con la mayor naturalidad toda la instrucción de la que ella solo había dispuesto a costa de intensas luchas. La llevó a las modistas de los bazares y le encargó una amplia panoplia de atavíos cuyo uso le enseñó. Saba la acompañaba dondequiera que fuese, tanto a casa de los persas como de los extranjeros, de los ricos o de los pobres. Y a fin de completar su formación, Alix la obligó a aprender equitación, la auténtica, aquella que permite emprender la huida, viajar o combatir, así como el manejo de la espada e incluso del sable. Saba se había plegado de buena gana a todos aquellos ejercicios. La destreza de que hacía gala convenció a su madre de que la semejanza era al fin total y absoluta.
Ahora bien, la muchacha, que al presente poseía las armas de uno y otro sexo, no contaba en modo alguno con hacer el mismo uso de ellas que Alix. Françoise era la única que comprendía que la máscara grave de aquella niña no ocultaba tristeza ni timidez, sino una rabia que la llevaba a condenar la frivolidad de sus padres, las libertades que se tomaban con la verdad. Detestaba por encima de todo la propensión que ambos mostraban a reírse de todo e incluso de sí mismos. La búsqueda de la felicidad no le parecía un objetivo digno para una vida, en comparación con los principios verdaderos que estribaban en el sentido del deber, el esfuerzo y el dominio de uno mismo. ¿De dónde procedían todas esas ideas? Nadie lo sabía. Sin embargo, no es excepcional que los niños, cuando sus padres erigen ante ellos el bastión de una dicha perfecta, prefieran rechazar ese ejemplo por miedo al fracaso a la hora de intentar reproducirlo.
En aquellos días, Alix salía casi todas las tardes cubierta con su velo, y aquellos paseos habían sustituido a las fiestas y regocijos que la ausencia de Jean-Baptiste y su supuesta viudedad le prohibían.
—¡Mira! —dijo en tono sombrío Saba, que estaba haciendo compañía a Françoise durante su siesta.
Alix atravesaba el cuadro de césped y el sol radiante le ocultaba las dos figuras cobijadas a la sombra del sicomoro. Se había recogido sobre la frente el espeso velo azul que dejaría caer de nuevo apenas llegara a la calle.
—Tu madre parece más joven —dijo Françoise sonriente cuando Alix hubo desaparecido.
—Es esa maldita, que ejerce influencia sobre ella.
—¿A quién te refieres?
—A la última mujer del gran visir. Acabé por enterarme la semana pasada. Mi madre afirma que va a entregar remedios a la ciudad, pero antes siempre se deja caer por casa de esa arpía.
—Ten un poco más de respeto a las amigas de tu madre —la riñó Françoise, al tiempo que le acariciaba con dulzura los cabellos.
—¡Respeto! ¿A esa tal Nur Al-Huda? Pero ¿tú la has visto? Sí, desde luego, una momia cuando trota por la calle; el buen dios de los turcos la acogería en su seno sin necesidad de confesión. Pero yo me he cruzado con ella, sin el velo puesto, aquí mismo, y tiene la cara más falsa que quepa imaginar.
Saba le hizo un retrato completo, en el que se mezclaban el recuerdo de lo que había entrevisto durante aquel fugaz encuentro y toda la malévola imaginación de que una virgen es capaz con respecto a una cortesana.
Repugna a la mente concebir la idea de un mar cerrado como es el mar Caspio. Son dos términos que no casan. ¿Cómo un mar, ese espacio infinito, lleno de hálitos sin límite; un mar, que lo engulle todo, en el que las montañas y todas las tierras deberán disolverse un día, puede ser cerrado? Un mar cerrado es un mensajero al que se ponen trabas, una esperanza burlada, una libertad con condiciones. En definitiva, se trata de una idea indignante. Por fortuna, solo es eso, una idea; es preciso consultar un mapa para saber que un mar está encerrado, pero tan pronto como uno deja el papel a un lado y camina por la orilla, lo olvida. El viento sopla, las olas se rizan, y lo único que uno imagina tener frente a sí es el mar abierto.
Cuando los viajeros llegaron a la vista del mar Caspio, Bibitchev, que hablaba italiano con muy poco acento, les sugirió que bajasen hasta una ensenada claramente visible a lo lejos y que aguardaran allí a que él volviese con una barca de alquiler. Jean-Baptiste y George se sintieron muy felices de verse libres de aquel individuo y pudieron disfrutar, sin verse incomodados por su silueta sombría, del paisaje sublime que ofrecía la costa. El final del otoño resultaba aún muy cálido, y el cielo, de un denso azul, estaba cubierto de nubecillas inmóviles. Dejaron a los caballos elegir el camino por sí solos para bajar de las colinas hasta la playa por senderos de mulas y de rebaños que se ramificaban sin cesar pero que siempre acababan convergiendo. Espesas matas de boj y de lentisco tapizaban el árido suelo de aquellas pendientes en el que afloraba, bajo el polvo del camino, la superficie salpicada de sol de las micas y esquistos. Gruesas pitas casi grises crecían más abajo, sobre la arena. De vez en cuando, durante el descenso, un pino muy erguido, que alzaba el cuello por encima de aquellas multitudes rastreras, deslizaba su penacho algodonoso entre las nubes y, como una tensa cuerda, sujetaba la tierra fugitiva al cielo inmóvil. Por uno de sus lados la cala se hallaba bordeada de dunas, y por el otro los mangles la sombreaban. Ataron los caballos bajo aquel dosel y los dejaron al cuidado de Küyük, a quien el mar no parecía interesar lo más mínimo. Acto seguido se quitaron las botas y caminaron descalzos por la arena de las dunas a lo largo de la orilla. Tras tantos infortunios por llanuras y montañas, el agua, la inmensidad viva del mar, rizado por pequeñas láminas de espuma, les produjo de pronto un sentimiento de liberación. Ni siquiera George soñaba ya con medir la densidad del aire o la salinidad de las aguas. De pie en la arena rojiza, que le acariciaba los pies, con la nariz apuntando hacia alta mar y los cabellos echados hacia atrás por la brisa, realizaba profundas inspiraciones de infinito y dulzura. Por un momento, aquella voluptuosidad le dio ganas de abrir de par en par la ventana de su alma y confesar a Jean-Baptiste el secreto que pesaba en su ánimo. Sin embargo, aunque concibió el deseo, no pudo hacer acopio de la fuerza suficiente y guardó silencio.
Los vientos del este, que les venían de cara, procedían del Himalaya y se habían secado al pasar por encima de los grandes desiertos. En el último momento, el Caspio los había cargado de una humedad salobre, perfumada por sus costas. Recibir su caricia era un puro gozo. Se sentaron allí mismo, en el punto más alto de las dunas, al fondo de la ensenada, y aguardaron dando alas a sus pensamientos.
Al cabo de largo rato, Jean-Baptiste se dijo para sus adentros que hasta entonces no había pensado en Alix, ni en su hija, ni en nada concerniente a su vida en Ispahán. No era que no le emocionase el recuerdo de haberlas dejado, pero su lugar estaba en su memoria, no en sus sueños. El viaje le había reconducido hacia esas regiones del ensueño que están por encima de todo amor particular y que, a imagen de aquel cielo y aquellos vientos, conforman la materia primitiva del deseo y de la vida. Se sentía devuelto a esa edad lejana en que todo resulta posible todavía y nada ha acontecido, edad que sin duda no existe y que se alcanza mediante el rodeo que supone el tiempo, tras arrancarse a uno mismo.
Se hallaba en ese punto de sus ensoñaciones cuando una vela apareció lentamente por el promontorio que cerraba el golfo hacia el sur. Era roja, triangular, mal ribeteada, e impulsaba despacio un pequeño balandro al que habían atado un minúsculo anexo. La embarcación fondeó en el centro de la bahía. Dos hombres saltaron al esquife y remaron hacia la costa. Uno de ellos, vestido de negro de pies a cabeza, era Bibitchev. Jean-Baptiste y George se dirigieron a su encuentro hasta la orilla. El marino saltó de la barca a la altura de las últimas olas y la arrastró con fuerza por la arena, de tal suerte que Bibitchev pudo bajar dignamente sin mojarse los pies.
—Diga a su criado que traiga el equipaje —gritó para hacerse oír por encima del viento—. Todo está listo. Nos vamos.
—¿Y los caballos? —preguntó Jean-Baptiste.
—Déjelos donde están, junto con las sillas y las bridas. He negociado la venta de todo ello. Alguien vendrá a recogerlos en algún momento del día.
Eran unos hermosos caballos tártaros, obsequiados por el zar en sustitución de los que le había dado D’Ombreval, y por un momento Jean-Baptiste lamentó abandonarlos, pero no tenía opción y decidió hacer lo que le indicaba Bibitchev. Una media hora más tarde se hallaban a bordo del balandro y se hicieron a la mar.
De ordinario el barco servía para el transporte de mercaderías a lo largo de la costa, y no estaba pensado para llevar pasajeros. Tuvieron que sentarse sobre las jarcias, al borde de una bodega a cielo abierto donde se bamboleaban, a merced de los cabeceos, unos cuantos sacos de arpillera llenos de dátiles. Componían la tripulación cuatro rusos que ignoraban los ucases de su emperador y llevaban el cabello y la barba largos, apelmazados por el sudor y la sal. Al principio, un buen viento de través les impulsó de manera regular. Küyük, que no ocultó su temor a subir a bordo, se había situado en la proa y sujetaba un bucle de cordaje entre las manos. Cuando el barco se levantaba sobre la cresta de las olas y volvía a caer en las depresiones, el mongol, que tenía los ojos cerrados, disfrutaba de la impresión tranquilizadora de estar cabalgando el mar. George, blanco como el papel durante las primeras horas, se acostumbró al mar con rapidez y se envalentonó, hasta el punto de mantenerse de pie sobre la regala, aferrado al cordaje de los obenques.
La travesía duró cinco días. Los dátiles, contrariamente a lo que habían pensado, no estaban allí en calidad de flete, sino que se destinaban al consumo diario, junto con gruesas aceitunas que flotaban en un barril pegajoso. Nadie profirió la menor queja contra aquella dieta y la sufrieron sin protestar.
La tarde del tercer día de navegación se acercaron a una costa y divisaron, sobre las alturas del cabo Urdiuk, las murallas e incluso la bandera del fuerte Alejandro, tras de lo cual regresaron a alta mar.
Por fin, el quinto día llegaron a la vista de una ribera acribillada de islas desiertas y bajíos verduscos a flor de agua. Bibitchev, a quien preguntaron, les dijo que se trataba del fondo de la gigantesca bahía que el Caspio dibuja en su ángulo septentrional. Atracaron en aquel lugar, pese al inconveniente de que no había población alguna. Desde allí podrían caminar sin obstáculos hacia la provincia de Turgai, adonde Bibitchev tenía orden de llevarles.
Los rusos maniobraron con prudencia entre los afloramientos de arrecifes. Uno de los marineros, situado en proa, lanzaba la sonda en medio de un silencio impresionante y contaba en voz alta las brazas de fondo. Por fin llegaron a una boca donde las aguas estaban tranquilas, y el balandro fondeó en aquel punto. Pasaron todavía otra noche a bordo y desembarcaron al amanecer, depositados por el esquife algo más arriba, en una ribera invadida por las cañas.
Había surgido una discusión entre Bibitchev y la tripulación. Jean-Baptiste creyó entender que versaba sobre la existencia de un pueblo de pescadores del que no se veía ni rastro. Los marineros señalaban en una dirección por donde había que seguir a pie, y Bibitchev, a regañadientes, tuvo que ceñirse a su opinión. Se repartieron los equipajes y se pusieron en camino por un suelo esponjoso en el que las botas se hundían ligeramente.
Caminaron por espacio de una hora sin divisar otra cosa que la superficie ondulante de las cañas y los juncos que en ocasiones llegaban a la altura de sus cabezas. Las golondrinas de mar volaban por encima de ellos describiendo amplios círculos silenciosos. El suelo se tornó duro y luego volvió a recuperar su blandura a causa de la alfombra de musgos esfagnos que lo cubría, y que indicaba la proximidad de pantanos. El alba del mundo debía de haber tenido lugar en un paisaje similar, en el que el Espíritu aún no había dividido los elementos. No había ni norte, ni sur, ni cielo, ni tierra, ni extensión o duración alguna, tan solo el magma desierto del aire y de las aguas mezcladas en aquel desorden de tallos huecos.
Por fin les pareció que la cortina vegetal se aclaraba, y desembocaron al borde de una laguna negra, quieta y silenciosa. Küyük fue el primero en señalar con el dedo hacia aquella forma. En efecto, al límite de la ribera, demasiado diminuta todavía para que los detalles fuesen perceptibles, había una silueta humana.
Se dirigieron en silencio hacia ella. Ya no cabía ninguna duda, se trataba de un hombre sentado. Debía de haberles visto, aunque no se movía. Cuando se hallaron más cerca aún, vieron que sujetaba en su mano una larga caña de pescar cuyo sedal estaba sumergido en la laguna. Una vez que hubieron llegado a su lado, el hombre los miró sonriendo plácidamente. Era menudo y de edad indefinible; sus cabellos, de un rubio claro, casi blanco, se empinaban en su cabeza como una cresta despeluchada; los ojos, azules, parecían vacíos pues su extrema palidez absorbía todo reflejo y les confería un matiz de porcelana. Pero lo más sorprendente era su traje, amarillo dorado, de un corte en extremo elegante aunque un tanto pasado de moda, adornado con cordones de plata y bocamangas de encaje de todo punto insólitas en aquel lugar.
Bibitchev se dirigió a él en ruso, y el desconocido meneó la cabeza con aire afligido. George probó con el inglés y Jean-Baptiste con el italiano y el francés, sin éxito alguno. Entonces Bibitchev apuntó con el índice hacia el hombro del desconocido y le dijo:
—Svenski?
El sueco sonrió y asintió largo rato con la cabeza. El pequeño grupo se alegró de aquel descubrimiento, pero permanecieron desorientados con respecto al modo de ir más allá. Por último, Poncet, presa de súbita inspiración, preguntó al desconocido:
—¿Juremi?
El otro bajó la caña de pescar y mostró un semblante solícito.
—Juremi, Juremi —repitió varias veces Jean-Baptiste, pronunciando aquel nombre de todas las maneras posibles.
De pronto, al sueco se le iluminó la cara.
—¡Aaaah! —exclamó—. Churami. Tak! Tak! —Y con una entonación que a Jean-Baptiste se le antojó muy familiar, añadió entre risas—: ¡Famoss, foto a bríoss, jatako de inútiless!