Ramas rotas cubiertas de follaje alfombraban el suelo y dificultaban una marcha protocolaria. A grandes zancadas, cautas aunque apresuradas, Jean-Baptiste y George llegaron por fin junto al luchador, que estaba acabando de vestirse y recibía las últimas lisonjas de su reducida corte. Saint-Août hizo las presentaciones en ruso y el zar, con una sonrisa muda, tendió la mano estirando su interminable brazo. Jean-Baptiste comprendió que hubiera sido ridículo besarla, de modo que la estrechó con respeto; le pareció muy fina y suave para pertenecer a alguien que acababa de abatir un árbol tan enorme. George estuvo a punto de caer cuan largo era sobre la broza, pero salió honorablemente bien librado de aquella forma de saludo para la que no le habían preparado ni su vida en Oriente ni sus orígenes británicos.
Siguió un silencio bastante largo, entrecortado por los crujidos que producían en derredor los oficiales que deambulaban sobre la alfombra de ramajes. Pedro I contemplaba a los extranjeros desde lo alto de su imponente mole y buscaba algo que decir. Saint-Août aguardaba. Por fin, al igual que una bala de cañón laboriosamente cargada, explotó:
—¡Buenos días, señores!
Cercenando con la mano plana un árbol imaginario, el soberano les hizo entender que su esfuerzo acabaría ahí y acto seguido prorrumpió en carcajadas cavernosas, interrumpidas por intensos ataques de tos. En ese momento, dos telegas de leñadores dejaron oír sus cascabeles. Venían en busca de la pequeña tropa para devolverla al campamento. Entre regocijados empujones, todos fueron encaramándose a los destartalados vehículos de madera y se amontonaron en los bancos. El zar estaba hacia el centro, entre los demás. Jean-Baptiste no lo veía, pues iba sentado en sentido opuesto al de la marcha y solo tenía ante los ojos la alineación fugitiva de los robles que de momento el monarca había respetado. Una cantimplora de porcelana corría de mano en mano, y pronto treinta voces masculinas atrojaron al inocente bosque las notas espantosamente graves de una canción tabernaria.
Jean-Baptiste se preguntaba con inquietud por qué el zar había decidido recibirles en persona. Temía que el interrogatorio sobre Persia recomenzase con renovado vigor, y esta vez con la autoridad de un soberano al que no le complacía en lo más mínimo ser desobedecido.
El trayecto no era largo y enseguida estuvieron de vuelta en el caserío donde habían dejado su impedimenta. Todos los pasajeros saltaron alegremente de los carros y rodearon los edificios para ganar la entrada, situada al otro lado. La puerta se correspondía con las dimensiones de las casas: baja, estrecha, con un umbral de piedra y un dintel de madera carcomida. Jean-Baptiste y George siguieron a Saint-Août y se mezclaron con el tropel de gente que entraba sin premura. El pasillo al que se accedía en primer lugar era negro, y el enlucido se desprendía en placas. Daba acceso a dos salas cuyo techo, sostenido por vigas que oscilaban peligrosamente, apenas se hallaba a más altura que la cabeza del zar. Cada una de las salas estaba ocupada por una larga mesa rodeada de bancos. Los convidados iban tomando asiento con gran animación. Una mujer daba órdenes a voz en cuello, lo que provocaba grandes risotadas entre los hombres. Jean-Baptiste señaló a George el rincón de una mesa, en la sala de la derecha, lejos del centro de la agitación. Se deslizaron hasta allí y permanecieron sin chistar. Sin embargo, cuando todo el mundo estuvo más o menos instalado, oyeron tronar en la estancia contigua la estentórea voz del zar y comprendieron con terror que reclamaba a los fransuski. Sus cobardes vecinos los denunciaron ruidosamente y se vieron obligados a tomar asiento en la mesa imperial, frente al zar. Saint-Août, al que habían perdido durante el guirigay, reapareció a su lado.
Antes que nada trajeron de beber. Grandes garrafas forradas de mimbre fueron dando la vuelta a la mesa. El zar se sirvió, con una sola mano, sin derramar ni una gota. Al primer brindis, Jean-Baptiste dirigió una postrera mirada hacia el pasado y se dijo que sin duda no había aquilatado todas las pruebas que aquel viaje iba a reservarles. Los vasos volvieron a caer ruidosamente sobre la mesa y reinó un breve silencio de placer.
Unas sirvientas muy mal vestidas se afanaban en torno a la mesa y junto a la gran chimenea, de donde llegaba el olor de las viandas. Jean-Baptiste reparó en que una de aquellas mujeres, algo mayor que las otras y no mejor vestida, servía personalmente al zar y solo a él. En una sartén alargada de hierro colado, le llevó una blanda tortilla que rebosaba champiñones. Gracias a la bebida, y sobre todo cuando la mujer se sentó a la mesa junto al emperador y le besó en el cuello, Jean-Baptiste se dio cuenta por fin de que se trataba de la zarina Catalina.
Pedro I engulló la tortilla, bien regada con otra pinta de vodka. Entonces Jean-Baptiste vio que fijaba en él su atención. Conforme a sus principios, el emperador iba afeitado, por lo demás apenas mejor que sus soldados, pero llevaba sobre el labio un bigotito muy fino con las guías levantadas. Todo cuanto salía de la boca real quedaba pues entrecomillado entre aquellos pelos. El interrogatorio está a punto de empezar, pensó Jean-Baptiste.
El zar formuló una pregunta, y Saint-Août la tradujo.
—Su majestad querría que le relatase su entrevista con Luis XIV.
Poncet se sintió consternado. ¿Cómo demonios podía saberlo el emperador? La carta de Israel Orii no mencionaba nada sobre aquello. ¿Quién podía haberle dicho que antaño él, Jean-Baptiste…?
Formuló en voz alta algunas de esas preguntas, y Saint-Août resumió el sentido en ruso. El zar rio a mandíbula batiente y respondió.
—El emperador le pregunta para qué cree que sirve su policía —dijo Saint-Août—. Evidentemente, no debe responder a eso.
Jean-Baptiste hizo una inclinación. ¡Su policía! Desde que abandonara Europa, es decir, hacía mucho tiempo, había olvidado la existencia de ese instrumento del poder. Oriente conocía los ejércitos, la denuncia, la arbitrariedad, todo cuanto se quiera para hablar mal del vecino o perjudicarle, mas sin que existiera un cuerpo dedicado exclusivamente a ese uso; un cuerpo pagado para vigilar, detener, llevar ante el tribunal y, en especial, para saber, siempre apasionadamente y sobre todos: ¡la policía!
Jean-Baptiste empezó a narrar con prudencia su viaje a Abisinia y las circunstancias que le habían llevado a rendir cuentas del mismo en Versalles.
El soberano escuchaba en silencio pero parecía impacientarse un tanto.
—Su majestad desea más bien que insista en Luis XIV —tradujo Saint-Août, agregando su comentario—: Según parece, usted lo conoció muy bien…
Jean-Baptiste asintió cortésmente con una sonrisa, mas ahí radicaba precisamente todo cuanto temía. La entrevista de Poncet con Luis XIV a su regreso de Abisinia había sido en verdad muy corta. Un incidente ridículo la interrumpió, y no estaría cerca del monarca más allá de tres minutos. En Persia, cuando la carta del regente había revelado aquella audiencia, los rumores adornaron el asunto, de modo que Poncet adquirió la reputación de haber visto a Luis XIV largamente, y tal vez incluso con frecuencia. No había visto la necesidad de desmentirlo puesto que le era imposible contar el verdadero fondo de la historia, si no quería ser el hazmerreír de todos. Sin duda eran esos rumores los que su policía había hecho llegar al zar. Jean-Baptiste tuvo de pronto la revelación, demasiado tardía por desgracia, de que sin duda aquel ladino de Israel Orii había conseguido que un informe indiscreto sobre sus identidades e intenciones precediera a los viajeros. No obstante, era demasiado tarde para alterarse por ello. Hundido al presente hasta las cejas en su fábula, Poncet no tenía otra opción que proseguirla, a riesgo de enojar al soberano, cuyo concurso, por el contrario, quería asegurarse. George, que estaba al corriente de todo el asunto, de los hechos verídicos, se sentía aterrado. Aún lo estuvo más cuando Jean-Baptiste empezó a hablar sin la menor turbación.
—¿Cómo voy a aburrir a esta sociedad tan alegre, señor, con el relato demasiado prolijo de las audiencias particulares que el rey Luis XIV… cómo ocultarlo puesto que vuestra majestad lo sabe todo… se dignó concederme a diario por espacio de tres meses? —dijo el médico.
—¡Tres meses! —exclamó el emperador cuando hubo escuchado la traducción.
—Es mucho, ya lo sé, pero él insistía en oír el relato de mi embajada en África hasta en sus menores detalles. Me pedís que hable de él, majestad. Permitidme antes ofrecer algunos detalles sobre la corte de Francia y sus costumbres.
Jean-Baptiste se lanzó a una interminable descripción de las pocas cosas que había visto de Versalles, y aquellas naderías adquirieron en su boca un carácter de epopeya. Quería ganar tiempo. A juzgar por el aroma de los asados, daba por descontado que no tardarían en servirlos. Los brindis se sucedían y caldeaban la concurrencia, cuyo sordo rugido resultaba perceptible tras el silencio. Había que aguantar hasta la explosión sin desmerecer.
—Su majestad dice, y debo advertirle que con cierta impaciencia, que conoce toda esa escenografía —tradujo Saint-Août—. El zar estuvo en Versalles. Por desgracia, no pudo ver a Luis XIV porque el rey ya había muerto. Es sobre él sobre lo que quiere que le hable.
Curiosa chifladura la de aquel monarca, obsesionado con Luis XIV, cuya gloria había querido sobrepasar y que le había mortificado sin remedio al no recibirle cuando visitaba Europa en su juventud. Al regresar allí en plena gloria, su ídolo ya había sucumbido. No se cansaba de hacer acopio de los testimonios de todos aquellos que habían tenido la suerte de acercarse al rey Sol, y esa búsqueda le dejaba visiblemente inconsolable por no haber podido lograrlo él mismo. Jean-Baptiste consideró por un momento el caso en cuanto médico. ¿Acaso no era ya hora de aplicar sobre aquella vieja herida el bálsamo apaciguador del duelo? Tras los elogios, se aventuró en otra dirección.
—¿La persona de Luis XIV? —dijo pensativo, rodeado de un atento silencio—. Bueno, si me permitís hacer una confesión, majestad, ese gran rey, en mi opinión, era… siniestro.
Un murmullo brotó entre los presentes al oír la traducción. Los más rápidos lanzaron exclamaciones indignadas: ¡Siniestro!
Pedro I realizó una profunda inspiración en su vaso, que vació tras inclinarse hacia atrás.
Acto seguido lo depositó brutalmente, hasta el punto de resquebrajar el fondo, y todo el mundo guardó silencio.
—¡Tiene razón! —proclamó con voz atronadora.
Y la zarina, remedando a una cantinera, apoyó el brazo en la cadera y retrocedió para admirar a su hombre.
—Dejad que os diga una cosa, a todos vosotros —prosiguió Pedro I—. Era un gran rey, un gran, gran rey. ¿El más grande? Es posible. Ha habido otros, huelga decirlo. Pero ¿en nuestra época? No lo creo. Sus palacios, espléndidos. Sus artistas, verdaderos genios. La etiqueta de su corte, un modelo. Sin embargo, este hombre tiene razón: estaba triste.
Los asados comenzaron a llegar a las mesas, en largas fuentes de estaño. ¡Uf!, se dijo Jean-Baptiste.
—¿Un ejemplo? —añadió el emperador—. Su protocolo, en verdad siniestro. Levantarse, acostarse, ponerse la bata, todas aquellas velas… ¿os imagináis eso aquí?
Los invitados lanzaron gritos de protesta.
—Por lo que a mí respecta —prosiguió el zar—, prefiero que me llevéis a derribar un hermoso roble. También se trata de un protocolo, si se quiere, y mi corte tiene sus modales, pero al menos nos divertimos, ¿no estáis de acuerdo?
Un nuevo brindis, tras aquellas palabras, desencadenó una explosión de risas y de alegría. La carne bien asada humeaba en los platos y desprendía aroma de ajo. Jean-Baptiste, aliviado, sirvió a George, y para sí mismo, una copiosa ración. Se moría de hambre. Más tarde, durante la sobremesa, tuvo un breve instante de alarma, pues el zar volvió al tema de Versalles para contar su visita a la señora de Maintenon, con ocasión de su segundo viaje a París, tras la muerte de Luis XIV. Se puso de pie incluso para imitar la escena.
—¡Quería verla a toda costa! —gritaba el emperador, bastante achispado—. ¡Y ella va y se niega! ¡Seguramente quería ocultar su vejez! Yo insisto una y otra vez. Afirmo que su edad me es indiferente, que la gloria no se halla sujeta a tales ultrajes. Por fin consiente en recibirme. Me llevan a su convento. Entro. Está en la cama, con las cortinas del cuarto corridas del todo y las del dosel a medias. Quiere recibirme en la penumbra. ¿Qué es lo que oculta? Ah, ¿conque esas tenemos? No consigo explicarme; hay muchos cortesanos conmigo pero ninguno de esos fantoches habla el ruso. Ella tampoco, por supuesto, y mi francés no vale un ardite, ya lo sabéis. Le digo: Buenos días, señora. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Ella gime, al fondo de su cubo completamente a oscuras y que huele a encaje rociado con lavanda. Me digo que no he hecho todo ese camino para nada. ¡Quiero ver a la mujer de Luis XIV, qué demonios! Quiero ver a la mujer a quien amó, ¿podéis entender eso? Pero tiene miedo. ¿De qué? Pasa un rato y sigo sin ver ni torta. Así que, hala, voy hasta la ventana y descorro por completo las cortinas. Luego me dirijo a la cama y hago lo mismo con las colgaduras del dosel. Ella suelta un gritito. Un gritito, daros cuenta. No un bramido, a lo cual tiene derecho, no, sino un lamento, un maullido. Entonces me planto ante ella y la contemplo fijamente. La cosa duró dos minutos, tres a lo sumo. No dije ni una sola palabra, ella tampoco, ni nadie en la estancia, de hecho. Creedme, nadie la había mirado jamás de esa manera. Nadie la había visto como yo la vi.
—¿Y bien? —intervino la zarina, que aferraba el brazo de Pedro con ambas manos—, ¿qué es lo que viste?
Él reflexionó un momento, con la vista clavada en el fondo de su vaso, donde daba vueltas un resto de vodka, y soltó:
—¡Que fue ella quien le volvió siniestro!
Apuró el licor de un trago, prorrumpió en carcajadas y durante el resto de aquella noche no se habló más del asunto.
El buque insignia, en el seno del gran ejército que se suponía que comandaba, zozobró con suavidad en la embriaguez. Primero se vio arrastrado por una marejada de gritos y de canciones ligeras, para ser acunado después por músicos que tocaban instrumentos de formas curiosas.
En la noche otoñal, clara y sin luna, resonó durante largo rato, procedente tanto de la compañía del zar como de los sencillos campamentos de la milicia, el eco de voces nostálgicas que cantaban las sombrías melodías inspiradas por el miedo y la ternura.
Antes de que el naufragio fuera total, Jean-Baptiste consiguió que tradujesen al emperador algunas palabras relativas a Juremi. Pedro I respondió que estaba al corriente y que había firmado un salvoconducto para el protestante, el cual podría serles de utilidad si por ventura lograban dar con su amigo. Luego, al tiempo que señalaba a un hombre sentado a un extremo de la mesa, el que parecía un clérigo y en el bosque les había avisado de su llegada, dijo:
—Como medida de precaución, no viajaréis solos. Bibitchev, ese que está ahí, os acompañará.
Jean-Baptiste observó a aquel individuo y, aunque el hombre fingió estar achispado y hablar de modo inconexo, comprendió por su mirada que no había bebido.
Se despertaron bien entrada la mañana, con la cabeza a punto de estallar, el traje lleno de manchas y sin recordar cómo había acabado el festín. Alguien los había acomodado en camas de campaña bajo un reducido refugio construido con varas y cubierto de alfombras. Tenían consigo sus efectos personales, y Küyük, sentado con indolencia sobre los talones, les contemplaba mientras masticaba una hierba. Se lavaron en un gran tonel que servía para abastecer la cocina de un regimiento de cosacos acantonado en su vecindad.
Hacia el mediodía, Saint-Août pasó a verles y les anunció que el emperador se había mostrado satisfecho de haberles conocido y que le había hecho entrega del salvoconducto para Juremi. Por desgracia el zar no podía volver a verles, pues había partido al amanecer para visitar unas fortificaciones que estaban construyendo en el camino del Daguestán. Como si fuera lo más normal del mundo, Saint-Août confirmó que el soberano se había levantado a las cinco, sin alterar sus costumbres, y que antes de partir había oído misa.
El coronel les llevó a una cantina de oficiales, donde desayunaron una brocheta. Durante la mañana había recabado información. Si querían encontrar a los prisioneros suecos —y a todos aquellos que, al igual que Juremi, combatían en las filas de Suecia— deportados durante los primeros meses, lo mejor era buscar en primer lugar en las regiones que bordean el Caspio y el mar de Aral. Los primeros que habían sido capturados durante aquella larga guerra fueron enviados más lejos, hacia Tobolsk y el Extremo Oriente. Los últimos seguían la progresión de las conquistas rusas; el imperio se extendía hacia el Cáucaso y se enviaba a los nuevos colonos en esa dirección. Se trataba de un indicio más bien alentador, aunque incierto. Permitía albergar la esperanza de que Juremi no se hubiera adentrado demasiado en las profundidades de Siberia y que darían con él sin tener que recorrer un camino demasiado largo.
—Según esas informaciones —precisó Saint-Août—, deberían encontrar a su amigo al norte del extenso mar situado muy cerca de aquí y que denominamos Caspio. Para remontarlo, el transporte más adecuado sigue siendo el barco. Con eso se evitarán malos caminos y regiones de marismas en los aledaños de Astraján, donde podrían contraer fiebres.
Propuso conducirles hasta la costa más próxima, un poco al sur de la ciudad de Derbent, distante apenas treinta verstas.
—Solo podré acompañarles la mitad del camino, pues me necesitan aquí, pero Bibitchev se quedará con ustedes.
¿Bibitchev? Se habían olvidado de él. En el carillón de sus pobres cabezas, Jean-Baptiste y George lo habían mezclado todo. Sin embargo, en el momento de partir, cuando vieron acercarse su negra silueta, a lomos de un caballo siberiano de pelo largo, con su cráneo chato y desnudo donde a duras penas sobrevivía un islote de cabellos en equilibrio sobre la frente, lo reconocieron con el mismo desagrado que se experimenta al sentir un regusto a moho en la pulpa de un hermoso fruto.